PLAZA DEL CCATU
Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556
Tras abandonar la casa de Yagua, me interné en el barrio de los blancos en busca del hospital de la Santa Vera Cruz, donde, según me había dicho Itatay, mi madre y Ana habían ido a buscar al capitán Salazar y a fray Juan.
Estaba tan asustada después de todo lo que habíamos padecido desde nuestra llegada a Potosí que no me atrevía a preguntar a ningún blanco dónde se hallaba el hospital. Así desemboqué en el mercado de la plaza del Ccatu, que los españoles llamaban Gato, porque no sabían pronunciar el nombre en quechua. Vi llegar a un indio anciano vestido con mucha dignidad que transportaba zapatos en su aguayo[45], y me dirigí a él. Afortunadamente hablaba castellano, pues yo no sabía ni una palabra de las lenguas de los indios de por allí.
—El hospital de la Santa Vera Cruz está en la calle de San Francisco —me contestó. Por mi reacción se dio cuenta de que ese dato no bastaba, y añadió—: Si quieres, te acompaño.
Le dije que sí porque me pareció una persona de fiar. De camino al hospital, el anciano me contó por qué vivía en Potosí. Yo no le prestaba demasiada atención porque estaba angustiada por encontrar cuanto antes a mi madre y a Ana. Bueno, también al capitán y a fray Juan, pero me importaban menos que ellas. Recuerdo que el anciano me contó que hacía diez años el cacique de su aldea había enviado a su nieto a trabajar como mitayo a las minas de Potosí. Por lo visto, los blancos pedían cada año a más hombres al cacique y este se había visto obligado a reclutar al muchacho, pese a que apenas había cumplido los doce. El anciano había acompañado a su nieto a Potosí porque era la única familia que le quedaba.
—Ya por entonces era tan viejo que no me quisieron en la mina. Me quedé al pie del cerro sin saber adónde ir cuando me vio un zapatero borrachín y me preguntó qué me pasaba. Se lo dije y me contestó: «Nunca he conocido a un hombre tan viejo que no sirviera para nada». Me llevó a su taller y me enseñó el oficio. Gracias a él consigo ganar lo suficiente para ayudar a mi nieto, que ya se ha hecho mayor, y a los hijos de este. Así que ya ves, me quedé a trabajar para los blancos. Por cierto, no te fíes de ellos. La mayoría son malos.
Yo le expliqué que mi madre era blanca y me quería mucho. Eso le sorprendió. Dijo que quizá hubiera blancos buenos en algún otro lugar, pero los de Potosí eran todos malos, excepto el que le enseñó el oficio.
—Es por culpa de la plata —añadió—. Hasta a nosotros los indios nos hace malos.
En esto llegamos al hospital y me despedí del amable anciano.
Me quedé un rato indecisa en el umbral. Si entraba, me arriesgaba a que mi madre y sus amigos salieran por alguna otra puerta trasera y nos cruzáramos. Al fin vi salir por el acceso principal a una niña que, aunque iba vestida de aymara, reconocí guaraní por su tocado. Le pregunté si había alguna salida por la parte de atrás del hospital y me dijo que sí, pero que daba a una huerta sin comunicación con la calle. Así que resolví quedarme frente a la puerta principal, y me escondí tras un carromato de paja que dos indios estaban descargando.
Mi angustia crecía por momentos, pues el tiempo pasaba y ni mi madre ni sus amigos aparecían. Cuando el carromato ya descargado estaba a punto de ponerse en marcha, vi salir por la puerta principal del hospital a dos mujeres vestidas con un humilde traje de sarga, cada una con un rosario en la mano, recitando avemarías y misterios. Si no hubiera estado tan asustada, me habría echado a reír al reconocer a mi madre y a Ana. Tras ellas salió Yagua, seguido de dos sillas de manos que portaban cuatro indios quechuas. Rápidamente me acerqué y, tras persignarme, me uní a la comitiva.
En cuanto nos alejamos del hospital lo suficiente para que no nos escucharan, me acerqué a mi madre y le susurré:
—¡No podemos volver a casa de Yagua! ¡Los corchetes del corregidor nos esperan!
—Ya os advertí que era peligroso que os vieran entrar y salir de mi casa, pues está prohibido a blancos, mulatos o negros morar en las rancherías —replicó Yagua, que me había oído—. Alguien habrá dado parte de vuestra presencia y el corregidor habrá adivinado que se trata de vuestras mercedes.
Salazar, al ver que nos parábamos, salió como un rayo de la silla de manos. Iba vestido de español, pero con más remiendos que paño.
—¡Vayámonos de aquí cuanto antes! A estas horas ya se deben haber enterado de nuestra huida de la mina y no tardarán en enviar a los corchetes a registrar el hospital.
Fray Juan se bajó de la silla con una agilidad pasmosa. El miedo le había hecho recuperar las fuerzas. Vestía un jubón y unas calzas tan remendadas como las del capitán. Hizo intención de echar a correr, pero Yagua lo detuvo.
—Hemos de actuar con calma. Lo que menos nos interesa es llamar la atención. —Señaló una ventana situada en la esquina de la calle, sobre la que se apoyaba un mostrador con zapatos—. ¿Veis aquella zapatería? A la vuelta hay un callejón poco frecuentado donde podremos hablar. Id caminando sin prisa de dos en dos y esperadme allí. En cuanto haya despedido a los mozos, iré a buscaros.
Los mozos de silla se habían quedado atónitos al ver que los enfermos, tan dolientes unos minutos antes, saltaban de las sillas con enorme agilidad. Yagua había puesto mucho cuidado en contratar a cuatro indios que no conocieran nuestra lengua, pero aunque no nos entendieron, algo podían recelar, así que, tras pagarles la cantidad acordada, los despidió y cruzó la calle con serenidad. Sin dar muestras de tener prisa, se dirigió al callejón donde había acordado reunirse con nosotros. Allí le expliqué todo cuanto su hija me había dicho, incluido su deseo de que él nos acompañase.
—No abandonaremos Potosí hasta el anochecer —nos advirtió Yagua.
—¿Por qué esperar tanto? —replicó el capitán—. A cada minuto que pasemos en esta villa se acrecienta el peligro de que nos encuentren.
Yagua contestó que, con bastante seguridad, el corregidor Altamirano habría ordenado vigilar los caminos de entrada y salida de Potosí, así como los alojamientos y lugares donde pudiéramos escondernos.
—Busquemos refugio en sagrado —propuso fray Juan.
—No me parece atinado refugiarnos en una iglesia —replicó Yagua—; suponiendo que no nos entregaran (cosa que podría ocurrir porque el corregidor Altamirano es el hombre más poderoso de Potosí, y don Antón, uno de los más ricos), rodearían el templo y no tendríamos forma de abandonarlo. Tarde o temprano encontrarían el modo de hacernos salir o, lo que es más probable, enviarían un esbirro a asesinarnos.
Salazar asintió con la cabeza.
—¿Qué proponéis entonces?
—Los mitayos de Chayanta duermen a media legua de Potosí por falta de espacio en el cerro. A la puesta de sol, cuando acaban el trabajo, salen de la mina, atraviesan las rancherías y se dirigen a su campamento. He pensado que, si nos unimos a ellos disfrazados con sus ropas, quizá logremos salir de Potosí.
—¿No nos denunciarán? —cuestionó el capitán.
—Ya me cuidaré yo de recompensarlos para que no lo hagan.
Mi madre intervino con una pregunta muy atinada:
—¿Dónde nos ocultaremos hasta que se haga de noche?
Tras reflexionar unos segundos, Yagua tomó una decisión:
—Le pediré a mi cuñado Hakan que os esconda en el corral donde trabaja. —Todos asentimos porque, aunque no conocíamos al tal Hakan, confiábamos en Yagua—. Entonces —continuó él—, haced tres grupos: el capitán caminará seguido de Irupé como si fuera su criada. —Mis ropas indias eran más ricas que las del capitán, pero no dije nada porque se daba el caso de que los españoles paupérrimos también tenían criados—. Las señoras, juntas y, ya que están vestidas de beatas, rezando. Y fray Juan, que vaya de un lado a otro, pidiendo limosna por señas, como si fuera mudo. Iré delante, a bastante distancia. Procurad no perderme de vista, y caminad con naturalidad para no llamar la atención.
Hakan, el cuñado de Yagua, era un yanacona quechua que trabajaba como chacanador o arriero para un tal Gabino Gayeyra. Hakan se encargaba de cuidar y alimentar a las numerosas llamas, alpacas y vicuñas que su señor poseía. No era una tarea sencilla, porque en algunas épocas del año escaseaba el pasto en los alrededores de Potosí, y Hakan tenía que buscarlo en otros lugares o hacerlo traer.
Don Gabino Gayeyra era un «vicuña», comerciaba con la carne, la lana y la fuerza de estos animales, ya que alquilaba recuas de llamas para transportar el mineral desde la mina a los ingenios de amalgamación. En Potosí escaseaban las mulas y los caballos y había mucha demanda de carne. Por eso el avispado vicuña sacaba más provecho de aquellas «ovejas de la tierra» que muchos otros compatriotas suyos de la plata.
El corral donde trabajaba Hakan estaba en el barrio de los blancos, pegado a la ranchería de los aymaras, y no tardamos mucho en llegar. Yagua entró a hablar con él y nos dejó en la calle. Regresó enseguida con la noticia de que Hakan había accedido a escondernos en los pesebres.
Mi madre, Ana, fray Juan y el capitán, derrengados por el cansancio, se acostaron sobre la paja brava. Querían estar frescos para cuando llegara la noche, pues tendríamos que caminar mucho. Yo me senté al lado de Yagua, que parecía muy pensativo.
—Irupé, necesito que me acompañes a hacer compras.
Aunque lo había susurrado, mi madre lo oyó.
—¡Os acompañaré yo! ¡No quiero que a la niña le suceda nada!
—¡Iremos las dos! —se sumó Ana.
Salazar se puso en pie con la intención de ofrecerse también, pero Yagua le indicó con un gesto que volviera a sentarse.
—Vuestras mercedes son blancos y los estarán buscando. A estas horas ya habrán averiguado que el señor Salazar y fray Juan huyeron ayer de la mina…
—Solo nos vio subir al carromato del hospital Miguel Coquechuanca, y no pudo decírselo a nadie… —le interrumpió Salazar—. Aruwiri…
La noticia ya había llegado a oídos de Yagua.
—Gracias a él, a su sacrificio, no se han enterado de vuestra fuga hasta esta mañana, y os hemos podido sacar del hospital.
Yo tenía al capitán por un hombre duro, correoso, y me sorprendió ver la mueca de dolor que asomó a su rostro. La muerte de Aruwiri lo había alterado mucho.
—Solo los grandes sacrifican la vida por otros —musitó sombrío.
—El caso es —continuó el indio— que el corregidor habrá desplegado a sus corchetes por todo Potosí para que encuentren a vuestras mercedes…
—… y nos maten —concluyó mi madre con el rigor que la caracterizaba. Agachó la cabeza y añadió con pesar—: Siento que por nuestra culpa os veáis obligado a huir de vuestra casa, Yagua. Si hubiéramos sabido que íbamos a poner en peligro vuestra vida…
—No os aflijáis, señora, que no es culpa de nadie. Es el destino y nadie es responsable de él… Si acaso, Dios… La cuestión es que necesitamos ropas similares a las que usan los quechuas de Chayanta y vituallas para el viaje. Pero prefiero que vuestras mercedes permanezcan aquí porque son blancos y llamarían mucho la atención. —Se volvió hacia mí—. Pero nosotros podemos pasar desapercibidos, ¿verdad, Irupé?
—Sí —me apresuré a contestar.
Visitamos en primer lugar a un platero, al que Yagua vendió dos lingotillos de plata de buena ley del grosor de un dedo que llevaba cosidos bajo las sisas.
—Me los cosí hace tiempo por si algún día pudiera necesitarlos. Potosí es un lugar peligroso —me explicó.
El platero nos dio por los lingotillos de plata treinta pesos y varias monedas de plata a las que llamaban tomines. Con ese dinero fuimos a las herrerías, donde Yagua adquirió barretas, machetes, picos, hachas, tijeras y cuchillos.
—¿No sería más práctico comprar viandas y mantas para el viaje? —le sugerí, pues no entendía para qué íbamos a necesitar tales utensilios.
—Esas herramientas nos servirán para cambiarlas por comida o darlas como regalos…
—¿Vamos a regalarlas? —le interrumpí.
—Los chiriguanos nos hemos cruzado con numerosos pueblos del Gran Chaco, y tenemos muchos cuñados en las aldeas del camino. Necesitaremos que nos ayuden, y esas herramientas son para hacerles obsequios.
Con el dinero sobrante, fuimos al mercado de la plaza del Ccatu y adquirimos, además de provisiones, ropas indias similares a las que usaban los quechua de Chayanta, mantas, velas y seis aguayos para que pudiéramos transportar a nuestra espalda todo lo que habíamos comprado. Como ni Yagua ni yo podíamos cargar con tanto peso, pagó a tres cumuris para que llevaran todo a casa de Hakan. Suponía que este lo trasladaría al establo, como así fue. Cuando Yagua y yo regresamos, las ropas, las mantas, las herramientas y las provisiones ya estaban allí. Nuestros compañeros se habían dormido, y nuestro amigo me dijo que era mejor que no los despertásemos hasta última hora de la tarde.
Ya cerca del ocaso, nos vestimos con las ropas quechuas que habíamos comprado y, cuando oscureció, abandonamos por separado el establo. Cada uno cargaba en su aguayo una parte de las provisiones y herramientas. Parecíamos cumuris y palliris, por lo que confiábamos en no llamar la atención. Acordamos reunirnos en la explanada del Cerro Rico donde se descargaba el mineral. Gracias a Dios, el camino que conducía a la mina no estaba vigilado, pues nuestros enemigos no creían que nos dirigiríamos allí, sino que trataríamos de salir de la villa, y así llegamos todos con bien.
Yagua buscó en la explanada a los mitayos de Chayanta que dormían en las afueras de Potosí, y habló con el mandón. Tras regatear con él, le dio dos de las hachas que habíamos comprado a cambio de que consintiera en que los acompañáramos. Sin embargo, el mandón nos advirtió que no podíamos quedarnos en su campamento.
—¿Por qué? —se sorprendió Yagua, que había planeado que pasáramos la noche con ellos.
El mandón nos examinó con sus ojos vivos y penetrantes.
—No sé quiénes sois ni por qué os buscan, pero el corregidor tiene mucho afán en encontraros. Esta tarde ordenó registrar las rancherías y hasta las galerías de la mina.
Yagua le hizo un guiño al cacique.
—Sin duda buscan a gentes más importantes que nosotros. —Soltó una risita para reforzar la broma.
—El corregidor ha enviado una compañía de soldados a vigilar la salida del asentamiento minero y los cerros de alrededor —replicó el mandón, sin mover un solo músculo de su cara de madera—. Dudo que logréis escapar —añadió en un susurro.
Yagua sumó otras dos hachas a las que le había ofrecido al mandón de los mitayos. Tal como nos había advertido este, los caminos que salían de Potosí estaban todos muy vigilados, pero la luz de las hachas y el caminar confundidos entre los mitayos de Chayanta nos permitió pasar desapercibidos.
Dejamos a los indios en su campamento y nos internamos a oscuras en el altiplano. Caminamos toda la noche, soportando un frío espantoso y sin poder hacer una fogata para calentarnos. Tampoco nos atrevíamos a encender un farol, lo que nos obligaba a caminar muy despacio. Con frecuencia nos resbalábamos en las cuestas pedregosas. Sufrimos varias caídas que, por fortuna, solo nos provocaron rasguños y raspaduras sin importancia. Pese al cansancio y al frío, no cejamos en nuestro empeño de alejarnos lo más posible de Potosí antes del alba.
Súbitamente, Ana dijo que se encontraba mal y que no podía seguir caminando. Salazar se ofreció a que se apoyase en su hombro y, de esa guisa, conseguimos avanzar otro cuarto de milla. Entonces Ana empezó a tener náuseas. Vomitó varias veces y, por último, perdió el conocimiento. Esto nos preocupó sobremanera, pues era una mujer animosa y poco dada a los desmayos.
Como estaba amaneciendo y temíamos ser descubiertos por los soldados del corregidor, decidimos bajarla entre todos a una hondonada entre las rocas donde no podrían vernos.
La tapamos con nuestras mantas y le frotamos durante un buen rato los brazos y las piernas para evitar que se congelara. Tardó el tiempo de dos salves en volver en sí. Se la veía tan pálida, ojerosa y desmadejada que nos inquietamos mucho.
—¿Estás mejor, Ana? —preguntó mi madre.
Asintió con un rastro de tristeza.
—Tienes que hacer el esfuerzo de caminar, amiga mía. Si nos quedamos aquí, nos encontrarán.
Ana sufrió varias arcadas antes de lograr contestar:
—No… tengo… fuerzas. Dejadme… y salvaos vosotros.
Vomitó y se desmayó de nuevo.
—Tiene exceso de humor húmedo, por eso vomita tanto —opinó fray Juan—. Deberíamos hacerle una sangría.
—¡No digáis sandeces! ¿No habéis escarmentado con las sangrías que nos hicieron en el hospital? —replicó malhumorado el capitán.
Viendo que estaban a punto de discutir, mi madre se volvió a Yagua y le preguntó:
—¿Conocéis algún remedio para su mal?
—No, pero a dos leguas de aquí, en dirección a la salida del sol, hay un poblado guaraní. Traeré al payé.
Yagua se puso en pie y, agarrándose a las hierbas secas, trepó para salir de la hondonada, pero nada más asomar la cabeza exclamó:
—¡Los soldados del corregidor vienen hacia aquí!
—¿Nos han visto? —preguntó mi madre.
—No, están muy lejos. Los he distinguido por el polvo que levantan sus cabalgaduras. Tardarán aún media hora en llegar, creo.
Nos miramos en silencio, conscientes de que no saldríamos con vida. Los soldados nos matarían para que no pudiéramos contar a nadie que las máximas autoridades de Potosí y de la Ciudad de los Reyes estaban falsificando la plata.
Salazar miró a Yagua.
—¿Qué probabilidades tenemos de escapar? —le preguntó.
Antes de que el indio pudiera contestar, fray Juan señaló a la desmayada y dijo:
—Si la llevamos a ella, ninguna.
—¡Sois un cobarde miserable! —replicó el capitán congestionado por la ira.
Iba a darle un puñetazo al fraile, pero mi madre se puso delante.
—¡No es tiempo de discutir, ni de pelearnos, sino de buscar soluciones, capitán! —gritó, con la autoridad que la caracterizaba. No en vano había sido la primera mujer en capitanear una expedición al Nuevo Mundo, y había tenido que luchar con uñas y dientes para imponer su criterio.
—Como de costumbre, tenéis razón, señora. —La contestación de Salazar dejó pasmada a mi madre—. Probablemente no salgamos vivos de este trance, y quiero confesaros que, si discutía cada una de las órdenes que recibía de vos, no era porque fueran desatinadas, sino porque no podía soportar que una mujer tuviera autoridad sobre mí.
Yagua asistía desconcertado por aquella retahíla de explicaciones que para él carecían de sentido.
—¡Dejaos de pleitos y ayudadme a hacer unas andas para llevar a Ana! —exclamó—. ¡Hay que salir de este agujero cuanto antes!
—No creo que Ana aguante el traqueteo —dijo mi madre—. Ni que, como opina fray Juan, logremos huir llevándola con nosotros. Se me ha ocurrido que podríais enterraros en esta hondonada mientras Irupé y yo vamos al poblado a pedir ayuda.
—No es mala idea enterrarnos para despistar a los soldados —consideró Yagua—. Pero será mejor que yo os acompañe al poblado.
—No, Yagua. Irupé me servirá de lengua. Vos quedaos con ellos, para protegerlos.
—Es muy peligroso que vayáis solas, Mencía —intervino el capitán.
—Vamos vestidas de indias, malo será que los soldados nos reconozcan. Además, buscan a un grupo de seis personas, y seremos dos.
—¡Tres! ¡Os acompañaré! —A falta de espada, el capitán cogió uno de los machetes, lo metió en su cinto por el mango y se puso en pie.
—Pero…
—Tiene razón, Mencía, es mejor que él os acompañe —dijo Yagua—. Fray Juan y yo nos bastaremos para cuidar de Ana.
Mientras el capitán, mi madre y yo trepábamos por la hondonada arriba, Yagua comenzó a cubrir a la desmayada Ana con arena. Tenía intención de dejarle tan solo la nariz y la boca libres de tierra para que pudiera respirar y, después, enterrarse él también.
—Rebozaos la ropa en tierra para pasar desapercibidos —nos aconsejó Yagua antes de que saliéramos de la hondonada.
—¿Cómo reconoceremos el poblado guaraní? —le preguntó mi madre.
—Está detrás de un cerro muy alto con dos picos rumbo noreste.
Temblando de frío, pues habíamos dejado nuestras mantas para tapar a Ana, mi madre, el capitán y yo emprendimos la marcha en la dirección que Yagua nos había indicado. Vimos a los soldados —o mejor dicho, la nube de polvo que levantaban sus cabalgaduras—, pero ellos no se percataron de nuestra presencia.
El terreno era muy abrupto, y nos veíamos obligados a trepar por riscos, colinas y cerros. Bajábamos uno de esos cerros cuando descubrí un arroyuelo que discurría a los pies de este. Eché a correr cuesta abajo, pues no había bebido en toda la noche y tenía mucha sed.
—Irupé, no corras tanto —me advirtió mi madre.
Yo no le hice caso, pues era ágil y la cuesta no me parecía peligrosa. Al sobrepasar una peña, se me heló la sangre. La patrulla de soldados había cambiado de dirección y cabalgaba hacia el cerro donde nos encontrábamos. Di media vuelta para advertir a mi madre de la presencia de los soldados, pero, con los nervios, hice un giro tan brusco que perdí pie y caí al barranco.
Mi madre dio un grito y bajó enloquecida hasta el lugar donde me había resbalado. Se asomó al precipicio y vio que un saliente, situado una vara por debajo del camino, había detenido mi caída.
—¡Estate quieta, Irupé! —La superficie sobre la que había caído era tan estrecha que cualquier movimiento podía provocar que me precipitara al vacío—. ¡Estira la mano con cuidado y dámela!
Yo extendí mi mano todo lo que pude y mi madre intentó agarrarla, pero solo consiguió cogerme de los dedos.
—¡Mencía! —gritó Salazar, que se había quedado rezagado haciendo una necesidad—. ¡No tratéis de subirla vos sola! ¡Esperadme!
Mi madre, ansiosa por salvarme, no le hizo caso. Se inclinó un poco más para llegar a mi mano y agarrarme. Y se precipitó al fondo del barranco.
Salazar emitió un grito desgarrador.
—¡Mencía! ¡Nooo! —Se quedó mirando al fondo del barranco y comenzó a sollozar. Yo, trastornada por el despeñamiento de mi madre, empecé a llorar también.
Al oírme, el capitán se secó las lágrimas y extendió la mano para izarme. Lo consiguió al tercer intento. En cuanto me devolvió al camino, dijo con la voz rota:
—Espérame aquí. Voy a bajar.
—¿Está muerta?
No me contestó. Creo que no podía. Le temblaban los labios. Nunca lo había visto tan perturbado.
Yo me tumbé cuan larga era al borde del camino y asomé la cabeza al precipicio para verlo bajar. Le tomó media hora llegar hasta donde estaba mi madre, pues descendía muy despacio, buscando peñas a las que poder agarrarse.
—¿Está muerta? —volví a preguntar al capitán cuando llegó junto a ella.
Salazar la examinó con detenimiento: le levantó los párpados, le puso la oreja en el pecho y sus labios sobre los de ella.
—No está muerta. Está sin sentido —respondió al fin el capitán, con la voz ronca por la tensión.
Oímos un redoble de tambor y, a continuación, galope de caballos. Entonces me di cuenta de que no le había dicho al capitán que un grupo de soldados se acercaba.
—¡Me caí porque vi que venían los soldados! —farfullé aterrada—. ¡Han debido de oír los gritos!
Salazar incorporó a mi madre.
—¡Mencía, despierta, por amor de Dios! ¡Tenemos que salir de este agujero cuanto antes! ¡Despierta, amor mío! —El capitán la besó en los labios.
Mencía abrió los ojos y lo miró asombrada.
—¿Qué hacéis, capitán?
—Mencía…, yo siempre te he amado. Nunca he querido a ninguna otra mujer…
Se miraron arrobados, pendientes el uno del otro, como si no existiera en el mundo nada más. Había dejado de importarles que los soldados nos acecharan o que yo estuviera mirándolos desde el camino. Ni siquiera les preocupaba morir.
—Madre… Si estáis bien, deberíamos irnos —dije con un hilo de voz.
No me contestó. Quizá no me oyó. O me ignoró.
—Si dices que me querías, ¿por qué te casaste con Isabel, Juan?
—¿Qué iba a hacer? Tú nunca me hubieras dado una oportunidad. No hacías más que discutir conmigo. No se le podía llevar la contraria a la señora Adelantada…
—¿Nunca te paraste a pensar por qué? —le preguntó mi madre.
El capitán se tomó un tiempo antes de responder.
—Como varón, tenía el convencimiento de que, para que te fijases en mí, debía doblegar tu voluntad, demostrarte cuán superior era a ti. Me costó mucho reconocer que tu inteligencia, tu coraje, tu honradez… eran, si cabe, superiores a los míos, Mencía.
—Deberíamos irnos… Los soldados están a punto de llegar —insistí. Ni Salazar ni mi madre me prestaron atención. O al menos eso creí.
—¿Por qué no me lo dijiste, Juan? Si hubiera sabido que mis opiniones te merecían algún respeto, que me escucharías…, yo… Discutía tanto contigo para mantenerte a raya, para impedir que me arrebataras el mando.
—Tardé demasiado tiempo en descubrir que te amaba, que te necesitaba… Cuando lo hice, era tarde: ya me había casado con Isabel.
—Pero si no la amabas…
—Su belleza, sus maneras, su hidalguía me obnubilaron… Al poco de quedarse viuda, todos los hidalgos de la expedición, admirados de su hermosura, solicitaron su mano, y me llenó de vanidad ser yo quien la consiguiera. ¿Nunca te has dado cuenta de que usamos a las mujeres para dar envidia a nuestros iguales? Nos casamos con ellas por la misma razón por la que adquirimos las joyas más costosas, la espada más templada o el corcel más magnífico. Pero era a ti a quien amaba.
Se oía el galope de nuestros perseguidores cada vez más cerca. Mi madre reaccionó al fin.
—Nada de eso tiene importancia, Juan. Vamos a morir.
—Si tuviera otra vida, la pasaría a tu lado.
Volvió a besar a mi madre con una delicadeza y una ternura que nunca hubiera sospechado en él. Ella lo abrazó con todas sus fuerzas. Ambos cerraron los ojos y se quedaron quietos.
Comprendí que, ya que no habían podido vivir juntos, deseaban morir juntos. «Se han olvidado de mí», pensé. Aunque solo tenía once años, la intensidad de su amor despertaba en mí sentimientos contradictorios. Por un lado, me conmovía. Por otro, sentía celos. Tan solo con su nieto y conmigo —su hija pequeña— había visto en mi madre tal despliegue de ternura.
Me puse en pie y me asomé por un resquicio que quedaba entre dos rocas y que permitía ver el camino. Quería averiguar a qué distancia estaban los soldados que nos perseguían. Calculé que tardarían lo que llevan dos salves en llegar al cerro. No había tiempo para que Salazar saliera del agujero, y menos sosteniendo a mi madre, que aunque no parecía herida, tendría dificultades para caminar.
Volví al borde del camino y les advertí a ambos:
—Voy a ir al encuentro de los corchetes. Trataré de desviarlos para que no vengan a este cerro.
—¡No, Irupé! ¡Te matarán! —La voz de mi madre sonaba tan angustiada que comprendí lo mucho que me quería.
—Escucha, Irupé —intervino Salazar—. Esos hombres han falsificado la ley de la plata y quieren matarnos a todos para asegurarse de que no llegue a oídos de la Corona, y saben que con nosotros venía una niña india…
Interrumpí al capitán:
—Tapaos bien con tierra para que los corchetes no os vean desde el camino y no os mováis de aquí. Si salgo con vida, volveré a buscaros.
—¡No te vayas, Irupé! ¡Espera! —la oí gritar, pero yo ya corría camino abajo para encontrarme con los corchetes en el valle.
Al llegar al pie del cerro, me coloqué en un lugar despejado de rocas, para que los soldados que avanzaban por el valle pudieran verme. Comencé a agitar los brazos al tiempo que gritaba en guaraní:
—Ñepytyvõ! Ñepytyvõ!
Cuando dieron muestras de haberme visto, eché a correr hacia ellos. Me temblaban las piernas, pues pensaba que de un momento a otro podrían derribarme de un tiro. Pero no dispararon. Imagino que discurrieron que, de haber sido la niña india que acompañaba a los españoles, habría huido en lugar de salir a su encuentro.
Al llegar junto a los corchetes, les expliqué en guaraní que me había caído por un barranco. No me entendieron, porque eran todos españoles y no les acompañaba ningún lengua. Pero eso no los desanimó —no os ofendáis, pero los blancos dais por sentado que estamos obligados a entender vuestra lengua, incluso nos adoctrináis en ella—. Inmediatamente los soldados me preguntaron en castellano si había visto a dos hombres y dos mujeres blancas, acompañados de una niña india de mi edad. Yo fingí que no los había entendido. Les pedí por señas comida y agua. Me las dieron a regañadientes, y luego me dejaron ir. Se quedaron a mirar qué dirección tomaba. Sin duda les tranquilizó comprobar que, en vez de tomar el camino de Asunción, me dirigía al poblado del que me había hablado Yagua. Luego vi que los soldados registraban el cerro donde se habían quedado Salazar y mi madre y rogué a Dios Nuestro Señor que no los encontraran.
Llegué a la aldea un par de horas después, extenuada por la caminata y las emociones sufridas. Le expliqué al tuvichá que mis amigos necesitaban auxilio y le prometí dos buenas hachas. Se mostró muy contento. Yagua tenía razón; en los páramos del altiplano las herramientas eran mucho más apreciadas que la plata.
El tuvichá me facilitó ocho hombres, dos angarillas para trasladar a las enfermas y cuerdas para sacarlas de los barrancos donde se hallaban. Yo los conduje en primer lugar al sitio donde había dejado a Ana con fray Juan, pues consideraba que era la que se hallaba peor. Aunque, para mi sorpresa, la encontré de pie.
—Después de vomitar un par de veces más, se me pasó el malestar y me siento bien —me explicó.
—De todas formas, cuando lleguemos al poblado, pediré al payé que te vea, pues tienes muy mala color.
Luego, fuimos todos a buscar a mi madre y a Salazar. Continuaban en el fondo de la grieta, pero, siguiendo mi consejo, se habían ocultado con tal arte bajo una capa de tierra y piedras que, de no haber sabido que estaban allí, nunca hubiéramos dado con ellos. Como tampoco lo habían hecho los soldados.
Los indios los sacaron fácilmente de la grieta con la ayuda de las cuerdas que llevaban.
Mi madre tan solo tenía una herida en la cabeza y dijo que no le molestaba. Al igual que Ana, se negó a que los indios la trasladaran al poblado en angarillas. Se apoyó en el capitán y él le rodeó la cintura para ayudarla a caminar. No me pasó desapercibida la mirada de extrañeza que fray Juan y Ana cruzaron al ver tal muestra de afecto. Ana bajó los ojos y no dijo nada, pero fray Juan masculló en voz baja:
—Hay quien ve la paja en ojo ajeno y no ve la viga en el propio. Me recrimina que esté enamorado de Elvira siendo sacerdote, y él se lía con todas estando casado.
Al llegar al poblado, el payé examinó la herida de la cabeza de mi madre y dijo que no revestía gravedad.
Cuando Ana le explicó los síntomas de su enfermedad, el payé llamó a un par de ancianas para que la examinaran, y se fue. Yo seguí con ella para servirle de lengua.
Me quedé estupefacta al oírles decir a las ancianas que Ana estaba preñada. Cuando se lo traduje, el rostro de mi amiga reflejó un horror inaudito.
—¡No, no es posible! —gimió—. ¡No es verdad!
Ante su obcecación, insistí a las ancianas:
—¿Estáis seguras de que esta mujer va a tener un hijo?
—Tan seguras como que Ñamandú es nuestro Padre y Creador —afirmó la más arrugada.
—Dicen que no tienen ninguna duda de que vas a ser madre.
Se echó a llorar con un desconsuelo tan grande que se me encogió el corazón.
—Alonso no me lo perdonará nunca. ¡Nunca! —Se apartó las manos de la cara y me cogió por los hombros—. Irupé, júrame que no se lo dirás.
—Lo juro, Ana.
—¡Tampoco a Mencía ni a Salazar!
—Pero se percatarán cuando se te abulte el vientre…
—¡No estoy preñada, Irupé! Esas ancianas se han equivocado… ¡Ya lo verás!