HOSPITAL DE LA SANTA VERA CRUZ
Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556
Salazar y fray Juan pasaron una noche espantosa, obligados a compartir costras, vómitos y hedores con sus dos compañeros de cama. Para colmo, hacía un frío tremebundo, y los desdichados que ocupaban la cabecera de su lecho, en vez de contribuir a calentarlo, lo enfriaban. Los españoles pasaron horas tiritando y no conciliaron el sueño hasta la amanecida.
Cuando el capitán abrió los ojos, vio que el padre Antonio de Escobar se acercaba por el pasillo que quedaba entre las dos filas de camas. Lo seguían dos mujeres con humildes hábitos de estameña, tocas de viuda y servillas —esas zapatillas que usaban las mozas de servicio— en los pies. «¡Beatas! Nunca hubiera pensado encontrarlas en Potosí», pensó Salazar. Según se acercaban, percibió en aquellas mujeres algo que le resultaba familiar y también en el andrajoso criado indio que las seguía. Pero, debilitado por la sangría y las purgas del día anterior, no supo precisar qué era. Tan solo cuando las beatas se aproximaron a su concurrida cama, las reconoció. Le dio un codazo a fray Juan por debajo de la manta, pero el fraile, que apenas había dormido en toda la noche, entreabrió los ojos durante un instante y volvió a dormirse.
Mencía, que era la beata que venía en primer lugar, se llevó el dedo índice a los labios. Salazar entendió la indicación de que guardara silencio y no diera muestras de reconocerla.
Ella se persignó devotamente, besó el rosario que llevaba en la mano y dijo muy quedo:
—¡Ave María Purísima!
—Sin pecado… concebida.
El capitán simuló un torrente de toses para contener la risa.
—¿Sois vos don Juan de Rocamunde? —preguntó Mencía.
—Sí…
—¿Y vos, don Juan Agustín Ortega?
Salazar le dio una patada bajo la manta, pero el religioso no reaccionó.
—Sí, es él —dijo el capitán finalmente.
—Mi señora hermana, la beata doña Isabel del Niño Jesús, nos envía a buscaros.
—No la conozco, pero no me cabe duda de que ha de ser una mujer piadosa…
Salazar hizo un nuevo intento de despertar a fray Juan pellizcándole con saña por debajo de la manta.
El padre Escobar, que había permanecido tras las beatas, se adelantó y le explicó solícito al capitán:
—Según me han contado estas hermanas, acaban de fundar en Potosí un beaterio donde se proponen acoger a enfermos moribundos…
Fray Juan, que comenzaba a espabilarse, al oír la palabra moribundos, pensó que había llegado su hora:
—¡Confesión! —gritó—. ¡No quiero morir sin confesión! —Agarró el hábito del padre Escobar—. He pecado mucho, padre. Siendo religioso he deseado a la mujer de mi prójimo…
Salazar le arreó una patada bajo la manta para que no hablase de más, pero fray Juan no le entendió.
—Necesito redimirme de mis pecados…
—¡Calmaos, que no corre tanta prisa! —le interrumpió el capitán.
—Me siento morir.
—¡Ya os moriréis cuando toque! Prestadme atención: estas dos… señoras…
—Llamadnos hermanas —le interrumpió Mencía muy en su papel.
—Estas hermanas me han propuesto que vayamos a su beaterio, donde nos cuidarán. Pero no las conocemos y… —Salazar había decidido fingirse renuente a abandonar el hospital para no despertar sospechas.
Ana intervino con desparpajo:
—Permitidme que os contradiga, señor Salazar. Conocéis a la fundadora. Antes de ser la beata Isabel del Niño Jesús, nuestra hermana se llamaba en el mundo doña Isabel de Contreras. Dice que es pariente vuestra…
—¡Sí! Mi… prima. No tenía noticias de su vocación.
—Al desaparecer su esposo —prosiguió Ana—, sufrió un terrible ataque de aflicción, que se complicó con arrobamientos y temblores. Decidió entregarse en cuerpo y alma al servicio de Dios Nuestro Señor… para superar su dolor.
—¡Mi prima siempre tan… pía! Dadle mi enhorabuena por tan sabia decisión.
Ana besó el rosario con ambas manos para impedir que el padre Escobar se percatara de sus esfuerzos por no reírse.
—Decidle también a mi prima —continuó Salazar— que agradecemos su gentileza, pero en este hospital se nos ha tratado con tanto afecto que nos pesa abandonarlo. —Le dedicó una sonrisa al padre Escobar que, consciente de las carencias de su establecimiento, y tal como el capitán esperaba, replicó:
—Sin embargo, estaréis más cómodos en el beaterio de vuestra prima.
Salazar bajó la mirada. El padre era un hombre virtuoso y caritativo por el que sentía admiración, y le dolía engañarlo.
—Seríamos unos ingratos si después de todo lo que habéis hecho por nosotros…
—Por eso no os preocupéis. A decir verdad, aquí nos falta espacio y otros enfermos podrían ocupar vuestra cama…
—Entonces no hay más que decir —cedió el capitán.
—En cuanto al tratamiento…
—¡No será menester que lo continuemos! ¡Hemos mejorado muchísimo desde ayer!
—Yo no… —musitó fray Juan.
—Me comprometo a enviar al beaterio a un barbero para que os sangre las veces que sea menester —continuó el padre Escobar—. Instruirá a las beatas para que os purguen.
—Entonces no se hable más, padre. Nos trasladaremos al beaterio de mi prima cuanto antes. —Consciente de que había mostrado mucho júbilo, Salazar añadió en tono quejumbroso—: Y allí permaneceremos hasta que Nuestro Señor tenga a bien llamarnos a su lado…, que será pronto, me temo.
—Rogaré al Altísimo que obre el milagro de devolveros la salud.
—¡Dios os pague por vuestra bondad, padre Escobar!
Mencía le hizo una seña a Yagua, que había permanecido en segundo plano en su papel de criado.
—Katupyry, sal a decirles a los mozos que traigan las ropas para que se vistan estos enfermos y, después, que entren las sillas de manos para llevarlos al beaterio.
—Si queréis, haré venir a dos ayudantes del barbero para que os ayuden…
—¡No los molestéis, que están muy ocupados con las sangrías! —se apresuró a decir Salazar.