RANCHERÍA CHIRIGUANA DE POTOSÍ. CASA DE YAGUA
Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556
Al día siguiente, poco después del alba, mi madre removió mi hamaca para que me despertara.
—Irupé —me dijo con dulzura—, nos vamos.
—¿Adónde? —pregunté con los ojos empañados de sueño.
—A liberar al capitán y a fray Juan. Pero tú te quedas. Es preferible que descanses, hija. —Me dio un beso en la frente, me arropó y salió de la habitación.
Adormilada como estaba, no le pregunté dónde se encontraban fray Juan y el capitán, ni cómo pensaban liberarlos.
Creo que no había pasado ni el tiempo de tres rosarios cuando me despertaron unos estrepitosos golpes en la puerta.
En la casa tan solo quedábamos Itatay, la hija de Yagua, que tenía trece años, y yo. Los servidores habían salido muy temprano hacia el Cerro Rico: eran yanaconas a sueldo de Yagua, y se encargaban de transportar el mineral a lomos de las llamas desde la mina hasta las azoguerías de Potosí.
—¿Quién llama? —oí que preguntaba Itatay.
—¡Abrid en nombre de la ley!
Salté como un rayo de la hamaca y me asomé al pasillo. Cuando Itatay abrió la puerta, vi a un grupo de corchetes, al frente de los cuales venía Emilio Cegarra, el capitán que nos había retenido en los establos del cabildo.
—¿Dónde está Yagua? —le preguntó a Itatay.
—En la mina. Ha salido con los yanaconas esta mañana muy temprano para acarrear el mineral.
—¿Y sus huéspedes?
—¿Qué huéspedes?
—Dos hombres y dos mujeres blancas. ¡Sabemos que están aquí!
—No hay ningún karaí en esta casa, mi señor. Si alguien os ha dicho tal cosa, os ha engañado…
Emilio Cegarra apartó a Itatay de un empujón, y ordenó a sus hombres que registraran la vivienda. El pánico me paralizó porque temía que el capitán me reconociera, ya que había pasado varias horas junto a él en el establo. Pero no lo hizo. Supongo que me tomaría por una hija o una criada de Yagua.
Naturalmente, los corchetes no encontraron en la casa a ningún karaí, que es el nombre que los chiriguanos dan a los blancos, pero el capitán Cegarra determinó esperarlos.
—Nos quedaremos aquí, por si se les ocurre volver —dijo.
Él y sus hombres se acomodaron en la habitación principal y tomaron posesión de las hamacas de la familia para hacerse más cómoda la espera. Cogieron un puchero de ají de achacana, que Yagua había dejado junto a la lumbre, y se lo comieron con las manos.
En cuanto me quedé a solas con Itatay, ella me comentó que era evidente que alguien nos había denunciado, y urgía que advirtiésemos a su padre y a mis amigos de que no volviesen a la casa.
Itatay se dirigió a la cocina, vació un pellejillo de una chicha añeja, bastante fuerte, en cuatro jarras de un azumbre[44] cada una y me pidió que la ayudara a llevárselas a los corchetes.
Al cabo de una retahíla de disculpas, Itatay pidió permiso para entrar en la habitación principal. Cuando lo obtuvo, se acercó muy ruborizada a la hamaca del capitán Cegarra con dos jarras de chicha en la mano.
—Señor…, querríamos que nos hicieseis el honor de aceptar esta chicha… para entretener la espera.
—¡Por supuesto, manceba! —Cogió una de las jarras y dio un buen trago—. ¡A vuestra salud!
Itatay dejó la otra jarra de chicha en el suelo, y me indicó con un gesto que hiciera lo mismo con las que yo llevaba. Después hizo ademán de salir, pero tras dar un par de pasos, se volvió al capitán y le dijo:
—Señor, hoy nuestras llamas no podrán pastorear porque llueve. Mi padre nos castigará si ve que no les hemos puesto comida… ¿Nos dais permiso a mi hermana y a mí para ir al establo a llenar los comederos?
El capitán Emilio Cegarra sacó la cabeza de la hamaca y, tras eructar, dijo a uno de sus soldados:
—Cristóbal, acompaña a estas indias al establo, y asegúrate de que no hay ninguna salida desde él a la calle.
—De acuerdo, capitán.
Cristóbal nos cogió a las dos del brazo para conducirnos al establo.
—Mi padre guarda en el establo dos cántaras de dos arrobas de chicha cada una —dijo Itatay al capitán Cegarra antes de abandonar la sala—. Si a vuestra merced le parece bien, se las daré a este soldado para que las traiga mientras nosotras llenamos los comederos.
Los ojos del capitán chispearon.
—¿Dos arrobas? ¡Vive Dios! ¡Estos indios sacan más dinero de la mina que un soldado de su rey! ¿Por qué no hemos visto esas cántaras cuando registramos la casa?
—Mi padre las esconde en un sotanillo bajo el grano para que los criados no se las beban.
—Hace bien. Los indios son muy dados a emborracharse.
—Así es, mi señor.
—¡Bonifacio, acompaña a Cristóbal! —dijo el capitán—, que esas cántaras pesarán mucho. De paso, vigílale para que no se las beba por el camino.
Yo le lancé una mirada de reproche a Itatay, pues me parecía una insensatez darles más alcohol a aquellos soldados.
—¿Acaso ignoras lo peligrosos que son los corchetes cuando beben? —le susurré.
Me miró burlona.
—Depende de la cantidad… Si se beben las dos cántaras, ¡no podrán ni moverse!
Cristóbal y Bonifacio se limitaron a echar un somero vistazo al establo para asegurarse de que no había ninguna salida a la calle, pues lo único que les interesaba eran las cántaras de chicha. En cuanto Itatay las sacó de su escondrijo, los soldados les dieron unos cuantos tientos. Luego se echaron las cántaras al hombro y abandonaron el establo.
Itatay me dijo que la siguiera al altillo. Cuando llegamos arriba, apartó unas balas de paja amontonadas contra la pared. Oculto tras ellas había un ventanuco que se usaba para meter el pienso directamente desde la calle.
—Yo iré a casa de unos parientes. Tú ve a advertirles a mi padre y a tus amigos que no vuelvan a esta casa por nada del mundo —me pidió.
—¿Dónde están? —pregunté a Itatay, pues me había quedado dormida la noche anterior e ignoraba adónde habían ido.
—En el hospital de la Vera Cruz.
—No sé dónde está…
—¡Pues pregúntalo!
—¿Por qué no vienes conmigo, Itatay?
—Tú debes irte de Potosí con tus amigos. Llevaos también a mi padre, porque si lo encuentran, lo matarán.
—¿Y tú?
—Ya te dije que me esconderé en casa de unos parientes… De todas formas me hubiera ido a vivir con ellos y él se habría quedado solo… Dentro de unos meses voy a casarme con su hijo. Dile a mi padre que no se preocupe por mí, que estaré a salvo. Lo mejor es que regrese con su tevy. Él siempre sueña con ver florecer en los montes el taperigua y celebrar el Arete, la verdadera fiesta, con cangüi y danzar con los suyos al son de los tambores… con su máscara de jaguar. Ya va siendo hora de que lo haga. Dile que le iré a visitar después de la boda, cuando los corchetes se hayan olvidado de él.
Nos abrazamos con fuerza, conscientes de que no nos volveríamos a ver.
Itatay salió por el ventanuco que daba al corral y yo la seguí. Como había mucha altura hasta el suelo, saltamos a la tapia y caminamos por ella hasta encontrar un punto que quedaba a poca altura. Itatay se bajó entonces de un salto, con un gesto me indicó que tomara la dirección contraria a la suya y acto seguido echó a correr calle arriba.