SOCAVÓN DE LA VETA RICA
Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556
Salazar salió de la bocamina sin aliento a causa de la pesada carga de mineral que llevaba a la espalda. Calculó por la altura del sol que serían las siete de la mañana. El intenso frío exterior le provocó una tembladera que tardó un par de minutos en controlar.
Mientras Aruwiri apagaba la vela, el capitán se asomó al barranco para poder ver el camino en toda su extensión y averiguar si había llegado el carromato del hospital. La altura era tal que imponía mirar hacia abajo. Retrocedió un par de pasos instintivamente. El menor traspié provocaría que se despeñara. No obstante, se obligó a aproximarse de nuevo al borde del barranco. Unas treinta varas más abajo, parada en un ensanchamiento del camino, había una carreta rodeada de gente.
—¿Es aquel el carromato que se lleva a los enfermos al hospital? —le preguntó a Aruwiri en voz baja.
—Sí. La llamamos la carreta de los tísicos.
—Y el del hábito negro es el padre…
—Antonio de Escobar. El único religioso que se atreve a acercarse a la boca del infierno.
Pese a la imponente altura, que hacía apartarse a los cumuris del borde del camino, Salazar caminaba justo por ahí para no perder de vista la carreta. Según se acercaba, comprobó que un poco antes de llegar al lugar donde estaba estacionada aquella, el camino hacía una curva muy pronunciada y eso impedía que los de la carreta pudieran verlo.
—¡Acelera, que te estás quedando rezagado! —le advirtió su amigo.
Salazar se apartó del borde del barranco y aligeró el paso para reunirse con fray Juan y Aruwiri.
Un cuarto de hora después, llegaron a la curva. En cuanto el capitán comprobó que no podía verlo desde la carreta, cogió del suelo una piedra afilada y se hizo con ella un corte en el antebrazo izquierdo por la parte interior. Enseguida, comenzó a sangrar.
Aruwiri lo miró desconcertado, aunque no dijo nada. Sin embargo, fray Juan preguntó:
—¿A qué viene cortarse a propósito? ¿Qué locura os ha entrado, capitán?
Salazar escupió la bola de kuka que tenía en la boca. Se chupó el antebrazo para sorber un buche de su propia sangre y lo situó en la mejilla izquierda, donde había estado la bola. A continuación ofreció su brazo a fray Juan y Aruwiri y les indicó por gestos que chupasen.
Fray Juan retrocedió asqueado. Pero el indio había entendido el propósito del capitán.
—Ya te dije que no voy a acompañaros —replicó.
Salazar hizo un gesto hacia fray Juan.
—¡Es un sacrilegio beber sangre humana! —dijo este. Luego, al comprender al fin cuál era la intención del capitán, y con una mueca de repugnancia, sorbió un buche de sangre del brazo de Salazar. Este se taponó con barro la herida y dijo mirando al fraile:
—A partir de este momento, haced todo lo que yo haga.
Al doblar el recodo del camino, vieron que el padre Antonio de Escobar trataba de acomodar a un enfermo sobre la carreta auxiliado por varios indios.
Salazar empezó a toser para llamar su atención. Cuando estuvo seguro de que el padre lo miraba, vomitó el buche de sangre y, trastabillando, se dejó caer al suelo, procurando hacerlo lejos del borde del camino para no despeñarse.
El fraile imitó al capitán. Después de toser y vomitar el buche de sangre, se tiró al suelo, dando un grito desgarrador al morder el polvo.
El padre Escobar se acercó solícito a ayudarlos, y les preguntó en quechua qué mal les aquejaba.
Salazar, con los ojos entrecerrados, fingiéndose presa de un gran desfallecimiento, susurró:
—Hablamos… castellano, padre.
El religioso miró sus rostros con atención.
—¡Sois españoles! —exclamó escandalizado.
—Somos mes… tizos…, aun… que cristia… nos.
—¿Quién os ha traído a trabajar como mitayos? Denunciaré al cabildo este despropósito…
Salazar lo interrumpió, consciente de que si avisaba al cabildo, estarían perdidos.
—¡No! Hemos venido volun… tariamente, para pagar una deuda… que ha llegado a su fin… Como noso… tros.
—¿Desde cuándo vomitáis sangre?
—Desde hace una semana.
—Os llevaré al hospital de la Santa Vera Cruz. ¡Jalja y Kusi, sujetadlo! —les ordenó a dos de los criados.
—Es… tarde, padre.
—Si no hay tiempo para salvar vuestros cuerpos, nos ocuparemos al menos de vuestras almas.
—Dios os bendiga —farfulló Salazar entre toses, consciente de que su saliva, aún impregnada de sangre, salpicaría al sacerdote—. En el es… tado en que estoy, es la sal… vación de mi alma lo… que…
Se acercó al padre Escobar sostenido por los dos criados, se arrodilló y le pidió su bendición. Le hizo un gesto a fray Juan para que hiciera lo mismo, pues intuía que a este le parecería un menoscabo arrodillarse ante otro religioso de menor rango.
—¡Dios Nuestro Señor tendrá piedad de vosotros! —dijo el padre Escobar al tiempo que los bendecía. Tras ordenar a sus hombres que subieran al capitán y a fray Juan a la carreta, el sacerdote se acercó a Aruwiri, que esperaba impasible junto a la pared de roca—. Informa a los capataces de que me he llevado a estos dos hombres de tu cuadrilla al hospital. Diles también que manden a alguien a recoger sus zurrones de mineral.
Aruwiri hizo ademán de no haberle entendido y el sacerdote repitió la frase en quechua. En esta ocasión el indio se dio por enterado y reanudó la marcha cuesta abajo.
Una vez acomodados Salazar y fray Juan, la carreta se puso lentamente en movimiento, amortiguando con el chirrido de sus ruedas las toses de los enfermos.
Salazar, aprisionado entre dos tísicos, se arrastró hasta fray Juan y le susurró al oído que todo iba bien. Se sentía optimista. Pronto saldrían de la mina, que era la parte más complicada. Y no le cabía duda de que quien le había enviado la nota tendría un plan para sacarlos del hospital.
Súbitamente, oyó gritos en quechua seguidos de un gran alboroto. Salazar imaginó que alguien se habría despeñado, o que los capataces perseguían a un fugitivo. Pero cuando le pareció entender el nombre de Aruwiri, se encaramó sobre el cuerpo de un hombre —tenía este tan poco resuello que ni siquiera protestó— y se asomó por encima de la baranda de la carreta para ver qué sucedía. Aruwiri había soltado la carga y corría enloquecido cuesta abajo. Los capataces le gritaban que se detuviese, pero él no hacía caso. Salazar no entendía el porqué de su alocado comportamiento.
Un poco más adelante, el indio se abalanzó sobre un hombre que, parado en mitad del camino, intentaba atraer la atención del conductor de la carreta con gritos y gestos. Ambos forcejearon, mientras un par de capataces se acercaban dando voces en quechua.
Salazar palideció al ver que el hombre con el que forcejeaba Aruwiri era Miguel Coquechuanca. Sin duda había visto cómo él y fray Juan subían a la carreta del hospital, y se disponía a impedir que abandonasen la mina.
El capitán notó que sudaba copiosamente. Su plan estaba a punto de fracasar. Al ver que los capataces desenvainaban sus puñales para ensartar a su amigo por la espalda, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Suéltalo, Aruwiri, o te matarán!
Aruwiri lo miró durante un instante.
—¡Me matarán de todos modos! —respondió—. ¡Véngame!
Y dicho esto se precipitó al barranco arrastrando consigo a Miguel Coquechuanca. Durante segundos interminables, cayeron abrazados, gritando como posesos.
Salazar se tapó los oídos. Aun así, el ruido que hicieron los huesos del cumuri y el yanacona al estrellarse contra las rocas del fondo provocó que el corazón le diera un vuelco. Apartó como pudo a los enfermos y bajó de la carreta. Se asomó al precipicio. Al ver el cuerpo desmembrado de Aruwiri, un espasmo le recorrió la espalda y estuvo a punto de darle un vahído. Un criado del padre Antonio de Escobar lo sujetó. Salazar no le dio las gracias; no porque no deseara hacerlo, sino porque el pecho le estallaba por dentro y no podía hablar ni respirar. Había visto caer a muchos compañeros de armas degollados, asaeteados o desmembrados en el campo de batalla. Pero no recordaba ninguna otra muerte que lo hubiera turbado tanto. Como soldado, apreciaba el valor, el compañerismo y el sacrificio, virtudes de las que los españoles se enorgullecían, y por eso la grandeza de aquel indio lo anonadaba.
«Aruwiri se ha sacrificado por mí, y yo probablemente no lo hubiera hecho por él», pensó.
El padre Antonio de Escobar se le acercó por detrás.
—¿Qué le ha ocurrido a vuestro alumbrador? —le preguntó—. ¿Por qué ha matado a ese hombre a costa de su propia vida?
Salazar se percató con el rabillo del ojo de que los dos capataces que habían intentado detener a Aruwiri estaban también detrás, esperando su respuesta. Empezó a toser desaforadamente.
—No… lo sé… Quizá la de… sesperación, al ver que nos íbamos al hos… pital y él se que… daba, le nubló el entendi… miento —explicó entre toses.
—Eso ha debido de ser. ¿Era cristiano?
—No lo… sabemos.
—Dudo que de haber sido cristiano hubiera sacrificado a un inocente.
Salazar agachó la cabeza para ocultar la emoción que lo embargaba.
—Yo tam… bién —respondió con voz ronca.
—¿Conocíais al otro hombre? ¿Al mandón que vuestro alumbrador ha matado? —preguntó uno de los capataces en castellano.
—No… Nunca lo había… mos visto. —Salazar fingió que las toses lo ahogaban y no podía continuar hablando. El padre Escobar ordenó que los subieran a la carreta.
Al capitán no le hizo falta fingir desfallecimiento, porque estaba desmadejado por el dolor del alma. Y fray Juan temblaba de miedo.
Antes de subirlos a la carreta, un criado les colocó una chala de maíz en sus partes pudendas.
—¡En marcha! —ordenó el padre Escobar. A continuación se arrimó a la carreta y le preguntó a Salazar—: ¿Sabíais que vuestro alumbrador hablaba castellano?
—No… Está vis… to que nos en… gañó.
—Los indios son unos mentirosos.
Salazar apretó los párpados para desprender las lágrimas que se le enredaban en las pestañas.
—No todos, padre.
—Alguno hay que no lo es.
Cuando el padre Escobar se alejó, fray Juan le susurró al capitán, a modo de consuelo:
—Dios recompensará a Aruwiri por su buena acción.
—¿Os hubierais sacrificado por él?
El fraile abrió los ojos desmesuradamente, desconcertado.
—No es lo mismo. Él era indio…
Salazar apretó los puños para evitar las ganas imperiosas que le entraron de asestarle un puñetazo.
El hospital de la Vera Cruz, situado en la calle San Francisco, albergaba unas ciento cincuenta camas. Los indios preferían dormir en el suelo, sobre pellejos, pero los blancos y los mestizos compartían una cama para dos, para tres o para cuatro, según la aglomeración que hubiera. El hospital llegaba a acoger a quinientos enfermos, porque no solamente se ocupaba de los tísicos y accidentados de la mina, también acogía a los dolientes de Potosí, ¡que no eran pocos! Atraídos por la plata, acudían a esta villa mineros, soldados, aventureros, negociantes, buscavidas, jaques, murcios y pordioseros; todos ellos desarraigados, sin familia ni amigos que los cuidasen cuando enfermaban.
A instancias del padre Antonio de Escobar, en el hospital de la Vera Cruz se daba el mismo trato —aunque sería más exacto decir maltrato— a indios, mestizos y españoles. Los médicos, cirujanos y barberos que allí trabajaban sentían devoción por las sangrías, y a todos los enfermos que cruzaban las puertas del hospital, fuese cual fuese su mal, les prescribían una. En cualquiera de sus variantes: de oreja, de lengua, de vena, de nalgas, de pantorrillas…
A Salazar lo bajaron de la carreta antes que a fray Juan. Este le lanzó una mirada lastimera cuando los separaron.
Dos fornidos indios llevaron al capitán a una sala situada a la izquierda del zaguán. Allí, una fila de enfermos esperaba a que un médico vestido con un grueso ropón de terciopelo negro, bastante desgastado, les hiciera un rápido diagnóstico del mal que padecían.
Salazar tuvo la impresión de que lo habían metido en una sala de tormento. Estaba rodeado de aparatos horripilantes: sillas con correas, una cama también con correas que recordaba a un potro, y mesas llenas de instrumentos que, imaginó, serían como los que usaba la Santa Inquisición en sus interrogatorios.
Además del médico, había en la sala un barbero con un delantal ensangrentado —quien, cuando Salazar entró, limpiaba con un paño una lanceta manchada de sangre—. Junto a él, varios ayudantes indios, aún más fornidos que los que habían bajado de la carreta al capitán, se ocupaban de ordenar sobre una mesa vendas, lancetas, tijeras, pinzas, espéculos, sierras, tenazas y otros instrumentos médicos.
El galeno le hizo una seña a Salazar para que se acercara y, tras tomarle el pulso, le prescribió una sangría de nalgas.
El capitán había visto cómo muchos de sus hombres, heridos en guerras, riñas o refriegas, recibían el golpe de gracia a manos del barbero o cirujano de turno por la desmedida afición que estos les tenían a las sangrías. Y protestó.
—¡Vive Dios! ¿Para qué vais a hacerme una sangría de nalgas? ¿Qué tiene que ver el mal de pecho con las posaderas?
El médico le lanzó una mirada furibunda. No estaba acostumbrado a que los enfermos le dirigieran la palabra ¡y menos a que discutieran su diagnóstico!
—Los malos humores —explicó con suficiencia— suelen acumularse en las zonas bajas y por eso se hace necesario sangrar las posaderas.
Salazar lanzó un escupitajo sanguinolento a los pies del médico.
—¿No os parece que ya he sangrado bastante?
—Es preciso que sangréis mucho más, hasta que todos los humores dañinos hayan abandonado vuestro cuerpo.
—Yo creo que un ungüento para el pecho me vendría mejor…
El médico lo miró con severidad.
—Vuestra bilis es muy oscura —señaló la saliva sanguinolenta que acababa de escupir el capitán—. Os prescribiré, además de la sangría, unos purgantes. Tres por ahora. Cuando os hayan hecho efecto, os aplicaremos una lavativa.
El capitán se calló por miedo a que le aumentara el tratamiento.
El barbero se acercó a Salazar con una sonrisa perversa, blandiendo una lanceta, y el español lo miró desafiante.
—¡Sujetadlo! —ordenó con sorna el barbero a dos de sus ayudantes.
Le quitaron el taparrabos y lo tumbaron boca abajo sobre la mesa para sangrarle las posaderas.
—¡Mariones! —farfulló el capitán mientras lo inmovilizaban—. ¡No voy a poder sentarme en una semana por vuestra culpa!
Tras haberle aplicado el tratamiento completo, lo llevaron, sostenido de las axilas por dos indios, a una sala rectangular muy amplia con camas a ambos lados. Le asignaron una ocupada por dos enfermos. Salazar se acomodó en la parte de abajo y tiró todo lo que pudo de la manta, porque hacía un frío espantoso.
Una hora después entraron dos enfermeros sujetando a fray Juan. El capitán, que estaba atento, les hizo una seña con la mano para indicarles que lo metieran en su cama.
—No creo que quepamos los cuatro —farfulló el fraile con la voz constreñida por los retortijones de la purga.
—Cabéis perfectamente —afirmó uno de los enfermeros—. Además, esos no se moverán mucho más.
No mentía. Los dos enfermos que ocupaban la cabecera de la cama parecían más en el otro mundo que en este. Uno vomitaba cuajos sanguinolentos cada vez que tosía, y el otro tenía el cuerpo lleno de pústulas apestosas.
Fray Juan se acomodó junto a Salazar a los pies de la cama.
—¡Dios nos ampare! —musitó al tiempo que le daba un retortijón.