XXXV

MANCEBÍA DE POTOSÍ

Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556

Tal como nos había advertido Sara, a eso de las cinco de la tarde llamaron a la puerta de nuestro dormitorio. Antes de que nos diera tiempo a reaccionar, una mujer de unos cuarenta y cinco años, de porte elegante y enormes ojos oscuros fríos como témpanos, abrió y cruzó el umbral con gesto decidido.

La seguían tres criadas indias que portaban todo lo que una dama de la corte podía necesitar para asistir a un sarao: vestidos de brocado, afeites, joyas, perfumes… La última traía un aguamanil con toallas y jabón de Castilla. Colocaron las ropas y todo lo demás sobre un banquillo que había al lado del espejo, mientras mi madre y yo las contemplábamos atónitas desde la cama.

—Me llamo doña Marina y soy la madre de esta notable casa, la mejor de Potosí. —Se presentó la mujer de ojos oscuros, acercándose al borde de nuestro lecho.

Tras pedirnos que nos levantáramos, ordenó a una de las criadas que trajera a Ana a nuestro cuarto.

—Quitaos las camisas, que vamos a asearos —nos dijo doña Marina cuando ella entró.

Ana y mi madre se resistían a quedarse en cueros; pero yo, molesta por los efluvios que me subían de la entrepierna y las axilas, empecé a quitármela.

—Tú no es preciso que te la quites, mozuelo. —Como iba vestida de varón, me tomó por un criadillo o un paje. Mi madre me advirtió con la mirada que no la sacara de su error—. Bastará con que te demos una saya limpia para que sirvas los confites en la sala. —Volviéndose a la criada que había ido a buscar a Ana, le ordenó—: Elisa, sube a este mancebillo la saya de color azul que está abajo en el ropero para que se la ponga.

—Sí, madre —contestó la india con respeto.

Mientras, las otras dos criadas dejaron en cueros a Ana y a mi madre, ante la mirada atenta de la madre de la mancebía. Luego, las criadas enjabonaron un paño húmedo con el exquisito jabón de Castilla y frotaron a Ana y a mi madre de arriba abajo.

Doña Marina, que no dejaba de escudriñarlas, se percató de que las españolas tenían restos de piel ennegrecida y ordenó a las criadas que les restregaran con esparto el escote y los brazos.

—Es un tinte, y no se nos irá hasta que mudemos la piel —le advirtió mi madre.

Pero la doña insistió en que siguieran frotando.

Las dos aguantaron estoicamente los restregones. Imagino que querían mostrarse dóciles para no despertar ningún recelo.

—Dejadlo ya —ordenó la mujer unos minutos más tarde, convencida de la inutilidad de despellejarlas—. Taparemos con afeites las manchas que no hayan desaparecido.

Después de secarlas, las perfumaron con buches de agua de rosas y les untaron el cuerpo con un ungüento hecho con sebo de gato, huevos y almizcle que, según nos explicó doña Marina, era una receta de su invención para suavizar la piel y que usaban con mucho éxito todas las pupilas de aquella «respetable casa».

A continuación, las criadas pusieron a Ana y a mi madre unos cartones de pecho tan ajustados que los senos se les subieron a los sobacos. Cuando les colocaron el jubón, sin camisa debajo, los pezones se les salían por el escote al menor movimiento.

Mi madre se ruborizó al verse en el espejo, pero a Ana le brillaron los ojos. Creo que, pese a lo atrevido que era el vestido, le gustaba.

A continuación, les afeitaron el rostro, el escote y los brazos con unos polvos blancos, que dieron a su cutis un aspecto nacarado. Después, les enrojecieron las mejillas, la frente, la barbilla, los hombros, las puntas de las orejas, los pechos y las palmas de las manos con un colorete líquido de Granada, que sacaron de una salserilla. Usaron el mismo colorete para los labios y les pusieron cera encima para que se vieran más jugosos.

Me parecieron muy hermosas a la luz titilante de las velas.

—¡No imagino a Ñandesy más bella! —exclamé rendida de admiración.

Si mi madre se hubiera percatado de que la había comparado con una diosa guaraní, me lo habría reprochado, pero estaba preocupada por otro asunto.

—¿Podría ponerme una camisa debajo del jubón? —pidió; no sabía cómo taparse los senos.

—No se usan en esta casa. La mujer ha de mostrar toda su belleza —replicó doña Marina.

—¿Dónde está Sara? Dijo que vendría a… acompañarnos.

En vez de responderle, la mujer de los ojos oscuros sacó de una arquilla unas píldoras y se las dio.

—Meteos en la boca estas pastillas de olor, para que os perfumen el aliento.

Hechizada en ver cómo las vestían y alhajaban, yo no me había percatado de lo nerviosas que estaban. Lo advertí al ver que a mi madre le temblaban los labios cuando se metió las pastillas en la boca, y que Ana se alisaba el vestido con manos atolondradas.

—¿Os parece que están bien aderezadas, madre? —preguntó una de las criadas.

Doña Marina se separó unos pasos para examinar a mi madre y a Ana de cuerpo entero.

—Sí. Están muy bellas. Llevadlas a la sala.

Percibí un destello de pánico en los ojos de mi madre.

—¿No podríamos esperar a Sara? No conocemos a nadie…

—¿Estáis inquieta? —Percibí una chispa de burla en doña Marina.

—Sí —contestó mi madre humildemente.

—Ya tenéis edad para no estarlo.

—Tengo edad, pero no experiencia.

—Pues apresuraos en aprender el oficio, porque a la puta nadie la quiere vieja.

Vi un destello de ira en los ojos de mi madre. Pero lo dominó de inmediato y sonrió a doña Marina.

—Lo intentaré con todas mis fuerzas, señora. Llegar a ser como vos es mi mayor deseo. Os ruego encarecidamente que me instruyáis… —añadió zalamera al tiempo que le hacía una reverencia.

No era propio de mi madre mostrarse tan sumisa ni lisonjera, y deduje que quería ganarse el favor de aquella mujer.

—A pesar de vuestra edad, sois aún muy hermosa y vuestras maneras impecables… Os auguro mucho éxito en nuestra casa. ¿Cómo os llamáis?

—Mencía.

—Esta noche muchos caballeros se interesarán por vos.

—Dios oiga a vuestra merced.

—Llamadme madre —dijo la mujer de los ojos oscuros, conmovida por oírse tratar de merced—. Todas las pupilas lo hacen. De hecho, soy como una madre para ellas.

—No me cabe duda, señora… madre. —Recalcó la palabra con devoción.

Ana se aproximó y le hizo otra reverencia a doña Marina.

—Si me concedéis ese honor, yo también os llamaré madre.

—Por supuesto —contestó ella con una sonrisa de complacencia—. Ordenaré a Sara que os acompañe hasta que algún cliente se fije en vosotras… Para que no os sintáis perdidas.

—Gracias por vuestra comprensión, madre.

—No hay de qué. Le diré a Sara que venga a buscaros.

Mi madre y Ana se pasaron el cuarto de hora que Sara tardó en venir a buscarnos recorriendo el dormitorio de un lado a otro.

La joven llevaba un vestido de seda azul, con brocado de estrellas de plata. Gracias a los afeites, su piel tostada se había tornado blanca como el mármol, y sus ojos alcoholados brillaban como el azabache.

—¡Qué bella estás! —exclamó Ana, asombrada por el cambio que había experimentado la joven.

—Son los afeites —rio ella—. Siento haber tardado. He ideado un plan para que podáis huir. Os lo contaré camino de la sala.

—Pero… no queremos ningún trato carnal con los hombres que allí esperan —dijo mi madre.

—Hasta después del baile, no elegirán a las mujeres con las que quieren pasar la noche.

La sala era espléndida. Además de hallarse completamente cubierta de gruesos tapices y alfombras, tenía cuatro chimeneas, y estaba iluminada con tantas hachas, candelabros y lámparas que parecía de día. Por el lado contrario al que entramos, había un estrado de un pie de altura. Sobre él, un grupo de muchachas esperaba a que los caballeros se acercasen. Parecían damas de la reina, a tenor de lo lujosos que eran sus vestidos, y sus joyas refulgían tanto que casi dañaba la vista mirarlas.

Mientras Sara iba a entregarle a la madre la llave de nuestros cuartos, el padre se acercó a nosotras. Examinó detenidamente a Ana y a mi madre y, haciendo un gesto de asentimiento, les ordenó que se subieran a la tarima y se colocaran junto al resto de las pupilas. A mí me mandó ir a la despensa a coger una bandeja de confites para ofrecérselos a los huéspedes.

La orquesta de muchachas comenzó a tocar la misma pieza que habíamos oído ensayar en el patio.

A mi madre y a Ana no tardaron en sacarlas a bailar. Sus maneras y su educación llamaban la atención de los hombres, tal como había pronosticado la madre de la mancebía, que vigilaba la sala ataviada con un elegante traje de terciopelo granate con pasamanería de plata y azabache.

Durante el segundo baile, Ana empezó a fingir arcadas, como si quisiera vomitar, y salió corriendo de la sala tapándose la boca con las manos. Mi madre fingió también varias arcadas, y salió detrás de ella. Sara dejó al hombre con el que danzaba y las siguió.

El padre de la mancebía se acercó a la mujer de los ojos oscuros que estaba a mi lado y le preguntó en voz baja:

—¿Qué ocurre?

Ella se encogió de hombros:

—Lo ignoro.

—Pues id a averiguarlo.

Yo, rápidamente, dejé la bandeja de confites sobre una mesita y abandoné la sala sin que nadie se percatara, pues los pajes entrábamos y salíamos continuamente.

Eché a correr por el patio en dirección al zaguán. Vi que Sara, mi madre y Ana desaparecían tras una puertecilla que yo había visto cerrada. Llamé tres veces con los nudillos como habíamos convenido, y dije con voz queda:

—Soy yo, Irupé.

La puerta se abrió de inmediato, y una bofetada de aire hediondo me envolvió. Dentro de aquel pequeño aposento había no menos de veinte o treinta orinales a la espera de que el portero los vaciara a medianoche al grito de «¡Agua va!».

—¡Mojaos el vestido, deprisa! —dijo Sara en cuanto estuve dentro.

Aunque con repugnancia, mi madre y Ana embadurnaron sus ropas con orines y heces de los orinales.

No tardamos en oír el repiqueteo de unos chapines, que se acercaban al cuartito.

—¡Agachaos como si estuvieseis haciendo de vientre o vomitando! —susurró Sara.

—¡Abrid! —nos ordenó la madre con acritud desde el otro lado de la puerta.

Sara se apresuró a obedecerla.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué habéis abandonado la sala de ese modo?

Ana y mi madre fingieron que las arcadas no las dejaban responder.

—Tienen mucho flujo de vientre y vómitos —contestó Sara por ellas.

—¿Y el mancebillo? ¿Qué hace aquí?

Yo fingí una arcada. Pero asqueada por el hedor de aquel cuarto, la arcada se convirtió en auténtica y vomité todo lo que había comido. A punto estuve de manchar el vestido de la madre, lo que fue muy conveniente para convencerla de que no fingíamos.

—Los tres están enfermos, madre —dijo Sara—. Sin duda han comido algo en mal estado.

La madre frunció el ceño contrariada.

—¡Vaya quebranto! Hay varios caballeros interesados por las nuevas pupilas.

—Si las dejamos descansar un rato, quizá puedan volver a la sala dentro de unas horas… Si es que les cesan la diarrea y los vómitos.

—Será mejor que las lleves a su cuarto, Sara. Y al mancebillo, también. Toma las llaves. Ordenaré que suban bacinillas, agua y jabón.

—Gracias, madre, intentaremos volver a la sala cuanto ant… —Ana vomitó unas aguas. Le pasaba lo que a mí: de tanto fingir arcadas, acabó vomitando de verdad.

Mi madre hizo ademán de hacerle a doña Marina una reverencia de despedida. Pero al doblarse, fingió o padeció otra arcada.

—¡Quitaos esos vestidos, no los vayáis a manchar! Si mañana no estáis repuestas, llamaremos al barbero para que os purgue.

—Si me lo permitís, subiré a ayudarlas a desnudarse —dijo Sara.

—Sí. Será lo mejor; pero no te entretengas mucho, que don Rodrigo se va a impacientar. ¡Y el viernes es el día de los clientes de calidad!

Cuando la madre se alejó, Ana preguntó:

—¿Por qué el viernes es el día de los clientes de calidad, Sara?

—Porque sábado y domingo son días de confesión y comunión. A los clientes píos les gusta pecar en viernes para poder arrepentirse el sábado y el domingo e iniciar la semana en paz.

—¡Qué artimaña tan hábil! —rio Ana. Mi madre, que era muy religiosa, la fulminó con una mirada de reproche.

Cuando llegamos al dormitorio, Sara nos dijo que no abriéramos a nadie hasta que volviera con los trajes de varón.

—Entraré furtivamente en los dormitorios mientras estén…

—¡Comprendo! —la interrumpió mi madre—. Pero ¿no será muy arriesgado?

Sara nos dedicó una de sus esplendorosas sonrisas.

—Los hombres se ciegan con los ardores del coito. No creo que me descubran.

Tardó tres horas, que pasamos sobre ascuas, en volver a nuestro dormitorio con dos jubones, dos calzas, un par de capas y otros tantos sombreros de ala ancha.

—Siento haber tardado tanto. He tenido que localizar a varios huéspedes ataviados con ropas que os pudieran servir y, después, esperar a que subieran a los dormitorios.

—Pero… cuando se den cuenta de que les faltan sus ropas, pedirán que se registren las habitaciones… —dijo mi madre.

—¡Si supierais lo que pierden los caballeros en esta mancebía! ¡Hasta un ojo de cristal hallamos en una cama en cierta ocasión!

Ana soltó una carcajada nerviosa.

—¡Podría decirse que se quedó tuerto de un empujón! —exclamó.

Todas reímos la broma. Estábamos tan tensas que era una forma de desahogarnos.

—Solo les quité una prenda a cada uno de esos clientes… —nos aclaró Sara cuando dejamos de reírnos—. Estaban todos tan borrachos que dudo que recuerden dónde dejaron su ropa. ¡El vino no tiene tino!

—¡A ver cómo se las apaña aquel al que le has quitado las calzas! —exclamó Ana riéndose de nuevo.

—¡No será el primer cliente que se va a casa en bragas!

Nos dio un nuevo ataque de risa convulsiva.

Sara se limpió las lágrimas que se le habían saltado, y dijo:

—No he podido conseguiros medias ni zapatos, porque los huéspedes los dejan siempre debajo de la cama, y me dio miedo acercarme tanto.

—De noche no se notará que vamos descalzas.

—Pero se os helarán los pies.

—No te preocupes —dijo mi madre—. Bastante has hecho ya por nosotras.

Ya más relajadas por las risas, nos quitamos los afeites de la cara, nos recogimos el pelo y nos vestimos con las ropas de varón. Cuando estuvimos listas, Sara sacó de su faltriquera una moneda de plata y se la puso a mi madre en la mano.

—Dádsela al portero de propina… para que os abra la puerta con diligencia. ¡Que tengáis una vida feliz!

Mi madre la abrazó.

—¡Dios te bendiga, Sara!

Ana y yo nos despedimos también de ella con un abrazo.

—Embozaos bien el rostro con la capa y caminad trastabillando, como si estuvierais borrachos —nos advirtió la joven antes de que abandonáramos el dormitorio.

Gracias a sus indicaciones, alcanzamos sin tropiezo la calle.

No volvimos a ver a Sara ni supimos si nuestra escapada le acarreó algún castigo, como mi madre se temía, pero nunca olvidamos su bondad para con nosotras.

Aquella era una noche sin luna. La oscuridad impenetrable que reinaba en las calles nos favoreció, pues si, como suponíamos, el padre de la mancebía había enviado jaques a perseguirnos, nunca nos encontraron. Pero esa misma oscuridad hizo que nos desorientáramos y tardáramos un par de horas en atravesar el barrio de los españoles. Por fin, nos internamos en las rancherías y buscamos la casa de Yagua. Era posible que lo hubieran detenido o que lo hubieran hecho desaparecer como al capitán, pero no teníamos ningún otro sitio adonde ir.

Después de dar muchas vueltas, llegamos a su casa con los primeros fulgores del alba.

Yagua se quedó atónito al vernos. Nos contó que nos había buscado por todo Potosí, incluso en la cárcel del cabildo con el pretexto de que era nuestro criado y quería proporcionarnos comida y mantas. También había preguntado a todos los conocidos que servían en las casas de los blancos, mas nadie había sido capaz de darle razón de nuestro paradero.

—¡Temí que os hubieran matado, señoras! —dijo tan compungido que mi madre replicó:

—¡Gracias, Yagua, sois un buen hombre! ¡Bien se ve que sois pariente de nuestro buen amigo el tuvichá!

—¿Sabéis algo del capitán Salazar? —preguntó Ana.

—Sí. Una palliri me advirtió que lo habían devuelto al pozo de la veta rica con fray Juan. Yo no sabía si volvería a veros. Así que tomé la determinación de liberarlos por mi cuenta. Después de que hayáis cenado os contaré el plan que puse en marcha esta misma mañana. Imaginé que a vuestras mercedes les gustaría que así lo hiciera… en su nombre.

—¡Claro que sí, Yagua! —exclamó mi madre, que sentía admiración por el ingenio y la sensatez de aquel chiriguano.

Yo también sentía lo mismo. Aún hoy me parece uno de los hombres más sabios y sosegados que he conocido.