UN ALOJAMIENTO DE PRESTIGIO
Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556
Era alrededor de mediodía cuando abandonamos en ayunas la casona de don Enrique. Aunque se habían ofrecido a darnos de almorzar, mi madre había rehusado, para mi disgusto, pues estaba hambrienta.
Íbamos en dos sillas de manos, precedidas por Enrique Sáez de Echeverría, que nos acompañaba a pie. Nos detuvimos ante un edificio de planta cuadrada y paredes encaladas tan altas como si se tratase de una fortaleza.
Los mozos de silla entraron hasta el zaguán, donde don Enrique nos ayudó a bajar.
—Esperadme aquí —nos advirtió—. He de hablar con el dueño de la hospedería para acordar los detalles de vuestra admisión.
Nos asomamos al patio, que estaba lleno de macetas con plantas olorosas y flores. Tenía bancos de piedra labrada alrededor de los soportales y era muy agradable. No se diferenciaba del claustro de una catedral excepto por las risas que allí se escuchaban. Pertenecían a muchachas muy jóvenes galanamente vestidas. Unas bordaban bajo los soportales, otras jugaban a las cartas; otras, a la gallina ciega con un zapato en la mano mientras gritaban «¡Zapato acá!» al tiempo que daban con él a la que llevaba los ojos vendados. Las más alborotadoras eran las que ensayaban una pavana al son de las chirimías que tocaban tres muchachas indias muy bellas.
—Don Enrique no nos ha engañado —susurró Ana complacida—. Por sus ropas y maneras parecen hijas de caballeros.
—Sí… Aunque su gusto deja mucho que desear… Llevan demasiadas joyas para ser mediodía…
—Mencía, en esta villa todos muestran un afán desmedido por el lujo, como nuevos ricos que son.
Vimos que don Enrique salía en ese momento de una de las estancias, acompañado de un hombre también alto, de ademán severo y completamente vestido de negro. Fuimos a su encuentro y el español nos presentó:
—Estas son las damas de las que os he hablado.
—La de la izquierda me parece algo… mayor para admitirla como pupila en esta casa —opinó el otro mirando a mi madre con descaro.
—Es una dama con mucha clase… y de un porte exquisito.
El caballero dudó un instante. Luego dijo:
—De acuerdo. La aceptaré también a ella. Bienvenidas a mi casa, señoras. Os deseo una estancia agradable en ella.
—Lo será, sin duda —contestó mi madre con una reverencia—. Os agradecemos vuestra gentileza por acogernos.
Volvió a echarnos una mirada escrutadora y, sin preguntarnos siquiera nuestro nombre, dijo:
—Mandaré a una de las pupilas que os muestre vuestras habitaciones. ¡Sara, acércate!
Una de las jóvenes que bailaban la pavana salió del grupo y corrió diligente hasta nosotras. Las cintas del pelo se le aflojaron y una larga mata de sedoso cabello negro bailoteó alrededor de su rostro. Cuando llegó donde estábamos, vimos que apenas tendría quince años y era preciosa.
—¿Qué se os ofrece, señor? —Su sonrisa luminosa y chispeante la dotaba de una gracia singular.
—Lleva a estas nuevas pupilas a sus habitaciones.
—¿Le pregunto a doña Marina cuáles?
—No hace falta. Ayer se quedaron dos libres en el ala izquierda del primer piso. —Sacó dos llaves de un aro que llevaba cogido al cinturón y se las dio a la joven—. Toma.
—Seguidme —nos dijo la muchacha.
—Si no han almorzado, llévalas antes a comer.
—No, no hemos comido nada desde ayer —se apresuró a decir Ana.
El hidalgo se fue sin decir nada más. A mi madre y a Ana les desconcertó su hosquedad, pero consideraron que seguramente tenía por costumbre mostrarse riguroso con las pupilas, y con ellas actuaba de igual forma aunque fuesen mujeres maduras.
Al contrario que él, de camino al comedor, la hermosa Sara averiguó nuestro nombre y el motivo de nuestra presencia en Potosí.
—Creo que ha sobrado manjar blanco, ¿os gusta? —nos preguntó antes de entrar.
—¡No hay nada que me deleite más! —exclamó Ana—. Hace años que no lo pruebo. ¡Es tan difícil de encontrar en el Nuevo Mundo!
—Veo que en esta casa alimentan bien a las pupilas —dijo mi madre.
—¡Oh, sí, señora! Nos dan muy bien de comer y nos proporcionan hermosos vestidos.
—¿Me permites una pregunta? ¿Cómo es que te llamas Sara?
La joven se encogió de hombros.
—Siempre me he llamado así: Sara Álvarez Fernández.
—Quiero decir que Sara no es un nombre cristiano. Mi madre tuvo una nodriza portuguesa que se llamaba Sara y era judía. Quizá tu familia también lo sea…
La joven miró a mi madre confusa, como si nunca se le hubiera ocurrido esa posibilidad.
—Lo ignoro. Me dejaron aquí muy pequeña; seis años tenía. Por lo visto, mi madre murió al poco de llegar al Nuevo Mundo, y mi padre no podía encargarse de mí. ¿En qué se diferencian los judíos y los conversos de los demás españoles? —preguntó.
Mi madre se mordió los labios como avergonzada, aunque no entendí por qué.
—En nada —respondió quedo.
Cuando entramos en el comedor, ya habían plegado las borriquetas y quitado los manteles, pues hacía rato que las pupilas habían acabado de almorzar.
—¿Cuántas muchachas se alojan en esta casa? —se interesó Ana al ver la cantidad de borriquetas apiladas contra la pared.
—Cincuenta.
—¡A fe mía que hay muchas familias pudientes en Potosí! Porque este establecimiento debe de ser caro.
—Mucho —respondió Sara con una sonrisa pícara.
Un pinche nos trajo cuatro cojines para que nos sentáramos y una mesita para colocar las viandas.
—Tendréis que comer en el suelo, porque ya hemos desmontado las mesas —dijo.
—No te apures, que hemos comido en el suelo la mayor parte de nuestra vida —respondió mi madre.
Yo estaba impaciente por degustar el manjar blanco que tanto me habían alabado y, en menos de un padrenuestro, el pinche regresó con una fuente grande rebosante de una crema blanca muy espesa.
—¡Aquí lo tenéis!
Metí la cuchara con tanta curiosidad como ansia. Era pollo hervido, desmigado y cubierto con espesa crema de leche, harina y almendras, todo ello endulzado con miel.
—¡Qué sabroso es! —exclamé.
Cuando terminamos de comer, Sara nos llevó al primer piso y señaló dos puertas que quedaban cerca de la esquina.
—Aquellos son vuestros cuartos —dijo.
Abrió la puerta del que quedaba en primer lugar. Era un dormitorio muy agradable y bien acondicionado para el frío clima de Potosí. El suelo y las paredes estaban cubiertos con gruesas alfombras y tapices y, junto a la cama, había un brasero labrado de grandes dimensiones.
Ana se dejó caer sobre la cama nada más entrar.
—¡Plumas! —exclamó—. ¡Es el colchón más blando que he probado en mi vida!
Mi madre palpó las gruesas cortinas de terciopelo y, a continuación, se detuvo ante el espejo con marco de plata que estaba junto al arcón.
A mí me llamó la atención una cacerola de bronce que había junto a la chimenea. Tenía la tapa agujereada y un largo mango de madera en vez de asas.
—¿Qué es? —pregunté.
—Un calentador de camas —respondió mi madre—. Se rellena con los rescoldos de la chimenea y se pasa entre las sábanas. Reconforta mucho a la hora de acostarse, pues alivia del frío y de la humedad. Yo tenía uno parecido en mi casona de Medellín.
—¿Os agrada el cuarto? —preguntó Sara.
—¡Mucho! —contestó Ana entrecerrando los ojos—. Si no os importa, me dormiré aquí mismo. ¡Estoy tan cansada!
—Es una suerte ser pupilas de esta casa —comentó Sara a mi madre—. Alojaos con vuestra hija en el cuarto de al lado; es igual a este. Será mejor que os acostéis cuanto antes, porque a eso de las cinco vendrá doña Marina a traeros afeites, vestidos y joyas para el sarao de esta noche.
—Yo no pienso abandonar esta cama hasta mañana. —Ana bostezó.
—Dile a esa señora que no necesitamos otros vestidos: los que llevamos nos servirán.
Noté que mi madre se mostraba inquieta, aunque no comprendía por qué. En cambio Ana, ajena a cualquier preocupación, comenzó a roncar suavemente.
—Los caballeros que frecuentan esta casa esperan que vayamos vestidas y alhajadas como reinas, y los vestidos que lleváis son… muy modestos —insistió Sara.
—Ana, Irupé y yo vamos a alojarnos aquí solo por unos días, mientras resolvemos unos asuntos en Potosí. Y desde luego no aspiramos a casarnos como las pupilas…
Sara se echó a reír.
—Los hombres no se casan con mujeres como nosotras.
Mi madre tragó saliva.
—¿Acaso estamos en una mancebía?
—¡La mejor de Potosí!
—¡Ana! —gritó mi madre al tiempo que se acercaba a la cama y la zarandeaba—. ¡Despierta! ¡Tenemos que irnos!
Sara nos miraba con sus dulces ojos llenos de asombro.
—¿Por qué? ¡En ninguna otra mancebía de Potosí ganaréis tanto dinero! ¡Ni os tratarán mejor!
Mi madre cogió a Sara de las manos y le dijo, tratando de no ofenderla:
—Escucha…, nosotras no… nos vendemos…
—Sois blancas y vuestras maneras seducirán a muchos caballeros.
—Sara, sé que a ti te parece normal… vender tu cuerpo… Pero a nosotras nos repugna.
—Es cuestión de costumbre.
—La fornicación es un pecado espantoso. ¡Primordialmente para las mujeres!
—¿Por qué?
—¡Dios podría condenarnos al fuego eterno!
Sara miró a mi madre muy angustiada.
—Entonces, yo… ¿voy a ir al infierno? —Le temblaban los labios como si nunca antes se le hubiera ocurrido tal posibilidad.
Mi madre se quedó absorta mirándola. Era tan inocente, tan niña…
—Dios es misericordioso y no tuviste elección. ¡Estoy segura de que te perdonará! —La abrazó emocionada.
Estuvieron unos segundos estrechadas una contra la otra hasta que Ana dijo:
—Sara, necesitamos que nos ayudes a salir de aquí.
La muchacha se secó las lágrimas que se le habían quedado prendidas en las pestañas.
—El padre ha pagado por vosotras, y no lo permitirá. —Hablaba, claro, del encargado de la mancebía al que habíamos visto poco antes.
—¡Ha de haber algún modo de salir! ¡De escaparnos!
—La puerta de la mancebía permanece cerrada con llave durante el día. Solo la abren al atardecer para dar paso a los clientes.
—¡Pues escaparemos cuando se haga de noche!
Mi madre negó con la cabeza.
—No creo que sea tan fácil, Ana. Supongo que la puerta estará vigilada, ¿verdad, Sara?
—Sí, un portero permanece toda la noche junto a ella para recibir a los clientes e impedir que las pupilas abandonen la casa sin permiso.
Mi madre se quedó unos instantes pensativa. Al fin dijo:
—Se me ocurre que quizá podríamos burlar al portero disfrazándonos de hombres…
Ana la miró con sorna. A mi madre nunca le había gustado vestirse de varón, aunque últimamente no nos quitábamos el disfraz de encima, y la última vez que lo usamos no habíamos salido bien libradas. Pero parecía dispuesta a volver a intentarlo.
—¿Podrías conseguirnos ropas de hombre? —le preguntó a Sara.
La joven negó con la cabeza.
—Desde el padre al último de los rufianes que vigilan esta mancebía cierran sus cuartos con llave.
Su respuesta desalentó a mi madre, pero no a Ana, que propuso:
—¿Qué tal si le robamos las ropas a algún cliente?
Los ojos de Sara se iluminaron.
—Eso quizá fuera posible… Ahora descansad. Ya os dije que a las cinco vendrá doña Marina a vestiros y daros afeites.
—Nosotras no estamos dispuestas a engalanarnos para esos… hombres…
—Debéis fingir que sí —la interrumpió Sara— para que doña Marina no sospeche que planeáis fugaros. Poneos los vestidos y las alhajas. Mostraos contentas y dispuestas a enamorar a los clientes. El padre ha pagado por vosotras a don Enrique y al más mínimo recelo os encerrará en el sótano. De él me sería imposible sacaros. ¡Confiad en mí! Discurriré el modo de hacernos con las ropas de algún cliente sin que nos descubran.
Sara se fue, y mi madre y yo nos acomodamos en el dormitorio que estaba al lado del de Ana sobre una blanca cama de plumas. Aunque nuestras preocupaciones eran muchas, estábamos tan agotadas que nos dormimos.