SÓTANOS DEL CONVENTO DE SAN FRANCISCO DE POTOSÍ
Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556
La primera en despertarse fue Ana, quien, al verse a oscuras, alargó la mano y tanteó hasta dar con la mía.
—¿Irupé?
Tuve que pelear durante unos segundos para lograr emerger del sueño profundo en el que me hallaba sumida y contestar:
—Sí…
—¡He dormido tan profundamente que me parece que acabara de despertar de un desmayo! —dijo Ana entre bostezos.
—A mí… también… —contesté desperezándome.
—Se ve que necesitábamos descansar —añadió mi madre, que se desperezaba en ese instante—. ¿Os habéis despertado, capitán?
Salazar no contestó, y mi madre apartó la manta y comenzó a palpar a nuestro alrededor.
—¿Capitán, estáis aquí?
Noté que Ana se ponía en pie y se acercaba a la pared. Al oírle arrastrar las manos por ella, deduje que tenía la intención de abrir uno de los postigos del establo. Entonces me di cuenta de que no olía a heno, ni a cuero, ni a excrementos de caballo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Ana.
—Nos han trasladado —musitó mi madre—. Quizá a… alguna de las habitaciones del cabildo —añadió para tranquilizarnos.
Recuerdo que nos castañeteaban los dientes, tanto debido al frío que reinaba en aquel lugar como a la angustia que aquella situación nos provocaba. Volvimos a taparnos con las mantas. Apenas acabábamos de hacerlo, cuando oímos un chirrido como el descorrer de un cerrojo y vimos cómo una franja de luz se colaba por el resquicio de una puerta situada a nuestra espalda. Cuando esta se abrió, apareció una procesión de frailes que caminaban de dos en dos portando velas encendidas, salvo el de delante, que iba solo y llevaba un crucifijo de ocho pies de altura. Todos vestían hábito blanco y capa negra con esclavina.
Mi madre se acercó al fraile del crucifijo y, arrodillándose, le besó el anillo de grandes dimensiones que llevaba en el dedo anular de su mano derecha. El fraile le retiró la mano con afectación, como si el contacto con la mano de mi madre le molestara.
—Padre, ignoramos dónde estamos ni por qué se nos ha traído a este lugar… —dijo ella.
—Os halláis ante un tribunal del Santo Oficio, mancebo… —Mi madre se quedó petrificada—. Y yo, fray Gerundio de Sotomayor, obispo de Sucre en funciones, soy el elegido para presidir el tribunal que se encargará de encausaros.
Ana y mi madre se demudaron, sin que yo entendiera por qué, pues entonces ignoraba qué era la Inquisición y lo peligroso de caer en sus garras.
—Pero… nosotros no hemos hecho nada… —farfulló, blanca como la cal, Ana.
Fray Gerundio nos sobrepasó con desdén, sin dignarse a darle explicaciones. Se dirigía a un estradillo, situado a nuestra espalda, sobre el que había una larga mesa rectangular y varias sillas fraileras. Algunos de los religiosos de la procesión se acomodaron en las sillas que estaban situadas a un solo lado de la mesa, y los otros se quedaron detrás.
Fray Gerundio tomó asiento en la silla que quedaba en el centro. Varios criadillos se acercaron entonces con palmatorias, velas y recados de escribir y los distribuyeron entre los ocupantes de la mesa.
Ana avanzó hasta el borde del estradillo, que se levantaba del suelo unos cinco pies.
—Ignoramos de qué se nos acusa…
—¡Los acusados no tienen derecho a hablar hasta que sean requeridos a hacerlo por este tribunal! —la amonestó un fraile, sentado a la derecha de fray Gerundio.
Este se inclinó hacia el religioso que estaba a su izquierda.
—Notario del secreto, proceded a tomar nota. —A continuación, se puso en pie y, tras aclararse la garganta, recitó en voz alta con solemnidad—: Yo, fray Gerundio de Sotomayor, obispo en funciones de Sucre y representante del Santo Oficio, declaro abierta esta causa por sodomía contra Primitivo de Rojas y…
—¡Eso es un despropósito! —le interrumpió Ana.
—¿Os llamáis Primitivo de Rojas?
—Sí.
—¿Y vos, Mendo de Calderón? —preguntó a mi madre.
—Así es —replicó ella acercándose.
—Entonces no hay error. Se ha presentado contra vosotros una acusación de sodomía, al igual que contra vuestro mancebillo. —Me señaló—. Aunque a él, debido a su edad, no consideramos necesario someterlo a juicio… Recibirá la misma pena que se os aplique a ambos.
—¿Quién nos ha acusado de sodomía? —Ana estaba cada vez más indignada.
Tras un instante de despectivo silencio, fray Gerundio se dignó a contestar:
—El Santo Oficio jamás desvela el nombre del informador, y menos a los inculpados. A los que tampoco, ¡como ya se os ha advertido!, se permite hablar si no son requeridos para ello. —Se volvió al procurador fiscal, que estaba a su derecha, y le dijo—: Fray Fernando, proceded con el interrogatorio.
—¿Sois sodomita? —preguntó el fiscal con animosidad.
—Esa acusación es un desatino —dijo mi madre.
—¡Contestad sí o no!
—No.
El notario del secreto tomó nota.
—¿Y vos? —Se volvió a Ana.
—Tampoco.
—¿Habéis practicado alguna vez el pecado nefando? —preguntó de nuevo el fiscal.
—¡Claro que no! Nunca hemos hecho tal cosa —replicó Ana indignada.
—Si insistís en negarlo, nos obligaréis a daros tormento.
Ana, debido a su carácter impetuoso, fue incapaz de reprimirse.
—¡Ya os hemos dicho que no somos sodomitas! ¿O queréis que os mintamos?
—Este tribunal castiga la mentira con cien azotes. Así que por vuestro bien, os insto a decir la verdad.
—¡Hemos dicho la verdad! ¡Pongo a Dios Nuestro Señor por testigo de que no somos mariones!
—¡Perjuro! ¿Cómo os atrevéis a poner a Dios por testigo de tal infamia? —exclamó el fiscal.
—¡Avisad al verdugo! —ordenó el notario a uno de los frailes que estaban detrás—. ¡Les daremos tormento hasta que confiesen!
Ana se quedó muda, incapaz de asimilar la pesadilla en la que estaban metidas. Iban a darles tormento para que confesasen una mentira y condenarlas después a la hoguera. Porque era de sobra conocido que el castigo para el pecado nefando era la hoguera. Al fin reaccionó y empezó a desatarse las cintas del jubón.
—¡No somos mariones ni podemos serlo! —Ante el pasmo de los frailes, se abrió el jubón y mostró los pechos—. ¡Porque somos mujeres! —gritó.
La conmoción en el sótano fue terrible. Se oyeron gritos de escándalo e insultos por impudicia, mientras muchos de los que allí estaban volvían la cabeza hacia atrás.
—¡Tapaos! —rugió fray Gerundio con los ojos fuera de sus órbitas.
Mi madre cubrió a Ana con su capa.
—¡Cómo os atrevéis a mostrar esa falta de recato! —Fray Gerundio se persignó.
—No hallé otro modo de demostrar que somos mujeres.
—Las mujeres sois las responsables de todos los pecados del hombre…
—Pero no del nefando… —dijo Ana.
—Por vuestra culpa —prosiguió fray Gerundio—, los hombres fuimos desterrados del Paraíso. Y no contentas con eso, estáis empeñadas en llevarnos al infierno. ¡Porque es vuestra lascivia la que nos incita a pecar! ¡Cuántos santos varones se pierden por culpa de la exhibición deshonesta que las mujeres hacéis de vuestros cuerpos con el fin de despertar nuestra lujuria! —Entusiasmado con su arenga, se estaba poniendo rojo como la grana y tuvo que coger aire para poder alcanzar el clímax final—. ¡Sois vosotras las culpables de provocar nuestra condenación eterna! ¡Hijas de Lucifer!
Ana escuchó atónita gran parte de la perorata del obispo en funciones, intercambiando con mi madre miradas de asombro. En un momento determinado llegó a la conclusión de que el religioso no estaba en sus cabales y cambió de actitud: se tapó la cara y comenzó a sollozar al tiempo que se arrodillaba humildemente frente al religioso.
—Excelentísimo padre…, ¡perdonadme! ¡No era mi intención ofenderos! El miedo al tormento me cegó y ¡no vi otra forma de demostrar que no somos sodomitas! Pero estoy muy arrepentida… —Los sollozos no la dejaron continuar.
A mí me daba la impresión de que el llanto era fingido, pero fray Gerundio asentía con la cabeza mientras ella hablaba. Al fin, los sollozos y súplicas de Ana —que me pareció una auténtica cómica— lograron arrancar un atisbo de sonrisa en el rostro de madera del obispo.
—Os perdono, mujer. Pero que no se repita esa deshonesta… exhibición…
—¡No se repetirá! ¡Os lo juro, padre santísimo!
—Una mujer ha de defender su pudor por encima de la vida, como hicieron santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes.
—Vuestras sapientísimas palabras me han persuadido de cuán grave ha sido mi falta. Confesaré mi pecado y doblaré tres veces la penitencia que se me imponga —respondió Ana con una humildad impropia de su carácter.
—¡Haréis muy bien, mujer! —contestó. Se volvió al notario del secreto y dijo—: Tomad nota: este tribunal ha determinado que la acusación de sodomía contra estas tres mancebas está injustificada y declara el juicio sobreseído. ¡Las acusadas quedan en libertad!
Una vez que el notario del secreto hubo tomado nota, fray Gerundio bajó del estrado y se acercó a nosotras para que le explicáramos las circunstancias que nos habían conducido a Potosí. Ana y mi madre le dieron fe de que eran hidalgas y cristianas viejas y tenían solar conocido en Medellín. Uno de los frailes, que era extremeño, le aseguró que existía tal localidad y que la casa de Calderón, a la que pertenecía mi madre, era muy afamada. Fray Gerundio cambió por completo de actitud con respecto a nosotras, y se mostró de lo más afable. Aun así no nos atrevimos a preguntarle adónde habían llevado al capitán Salazar, pues no sabíamos qué relación mantenía con Altamirano y don Antón.
Aunque su cabeza no rigiera bien, el religioso era un hombre sinceramente preocupado por erradicar las costumbres licenciosas de aquella villa pecadora y corrupta, y se alarmó al enterarse de que estábamos solas en Potosí, ¡sin la protección de ningún hombre!
—Es mi deber buscaros un alojamiento apropiado —nos dijo—. Las posadas de esta villa no me parecen lugares adecuados para damas de calidad como vuestras señorías. Preguntaré si hay entre los hombres principales de Potosí alguno que se digne a acoger a dos damas desamparadas.
Fray Gerundio nos condujo por una estrecha escalera al piso bajo del edificio que, según nos explicó, era un convento franciscano fundado por fray Gaspar de Villarroel en el año de 1547. Desembocamos en un claustro cuadrangular sostenido por columnas dóricas, y el obispo en funciones nos alojó en una habitación que quedaba a la izquierda. En su interior, había un escritorio portátil sobre una mesa de madera, dos armarios llenos de libros y un sencillo banco también de madera. Tras decirnos que nos sentáramos, echó la llave de la puerta y se fue dejándonos encerradas. Nuestros malos augurios no se cumplieron, porque fray Gerundio regresó al cabo de un par de horas acalorado, pero con un rictus de satisfacción en su rostro severo.
—Un caballero principal se ha ofrecido a daros cobijo en su casa —nos dijo—, y ha enviado dos sillas de manos a recogeros.
A mi madre la experiencia le había demostrado que, en Potosí, «los caballeros principales» podían ser quizá principales, pero en rara ocasión caballeros, y preguntó:
—¿Lo conocéis?
—No personalmente. Pero me han asegurado que es un hombre piadoso y caritativo. No es la primera vez que se ofrece a albergar en su casa a damas que, como vuestras mercedes, se han quedado sin medios para mantenerse. Gracias a su intermediación —añadió fray Gerundio en tono confidencial—, muchas de esas damas han contraído cristiano matrimonio con hombres adinerados de Potosí.
—¿Vive solo ese caballero? Porque de ser así, no sería conveniente para nuestra fama… —Ana se fiaba tan poco como mi madre de los supuestos caballeros potosinos.
—Su hermana y su cuñada viven con él. Vuestra honra no sufrirá menoscabo alguno por alojaros en su casa.
—En ese caso, aceptamos gustosas su ofrecimiento —se apresuró a decir mi madre—. Os agradecemos mucho el trabajo que os habéis tomado por nosotras, eminentísimo señor obispo.
Un destello de satisfacción cruzó por los ojos de fray Gerundio al ver que mi madre le daba trato no de obispo, sino de arzobispo. Nos acompañó solícito hasta la puerta del convento donde nos esperaban las dos sillas de manos enviadas por nuestro desconocido protector.
Mi madre se metió en la primera, y yo con ella, lo que pareció contrariar a fray Gerundio.
—¿Acaso ese mancebo va a ir con vos en la silla? —preguntó—. ¿No sería más apropiado que fuera a pie?
—No es un mancebo, aunque vista como tal, reverendísimo padre. Es mi hija… —Esta revelación ruborizó a fray Gerundio, que abrió la boca para decir algo—… adoptiva —concluyó mi madre sin darle tiempo. Y me acomodó a su lado.
Ana se subió a la otra silla y, tras despedirnos del religioso, emprendimos la marcha hacia la casa del caballero que se había ofrecido a alojarnos.
De camino me atreví a preguntar a mi madre algo que me desazonaba desde hacía tiempo.
—¿Por qué a los españoles les perturba tanto que seáis mi madre? ¿Porque soy india?
Ella se echó a reír.
—¡Los españoles tienen muchos hijos con las indias! ¡Y algunos los reconocen! Lo que les escandaliza es que una mujer blanca cohabite con un indio.
—¿Aunque sea su esposa?
—Sí, Irupé.
—¿Es que está prohibido que las españolas se casen con indios?
—No. Pero a los españoles del Nuevo Mundo les contraría muchísimo. Se toman como un menoscabo que una mujer blanca escoja a un indio por esposo en vez de a ellos —añadió burlona.
Los mozos de sillas se detuvieron ante una casa de una sola planta, bien construida en mampostería y con dos columnas corintias flanqueando la puerta.
Una criada nos condujo hasta una sala donde nos esperaba un hombre de unos sesenta años, alto, con perilla y cabellos grises. Vestía un grueso ropón de piel, como los que acostumbraban a llevar los adinerados de Potosí. Tras él había dos mujeres de mediana edad, muy hermosas y vestidas ricamente. Una era morena, de vivaces ojos oscuros. La otra era rubia y tenía la piel blanca, nacarada, y los ojos azules.
Tras examinarnos de arriba abajo durante unos segundos, el caballero se acercó y, haciéndonos una cortés reverencia, dijo:
—Me llamo Enrique Sáez de Echeverría. Esta es mi hermana, doña Rosa Sáez. —La mujer morena nos saludó con una ligera inclinación de cabeza, a la que correspondimos—. Y esta otra dama —prosiguió el caballero— es doña Emma de Trelles, la viuda de mi amantísimo hermano Agustín, al que Dios tenga en su gloria.
Mi madre, haciendo gala de sus modales más exquisitos, les hizo una femenina reverencia, pese a que llevábamos ropas masculinas.
—Mi nombre es Mencía de Calderón, y el de mi amiga, Ana de Rojas. Os estamos infinitamente agradecidas por darnos cobijo en vuestra casa.
—La gente de calidad hemos de prestarnos ayuda en situaciones apuradas. Nada más veros me percaté de que sois una auténtica dama…
Mi madre se sonrojó por el cumplido.
—No puedo creer que con estas ropas de hombre parezca una dama…
—Vuestro porte y maneras delatan vuestra alcurnia.
Su tono era tan obsequioso que yo me pregunté si no estaría galanteándola. Mi madre decidió tomárselo a broma.
—Haríais bien en no fiaros, don Enrique —rio—. En el Nuevo Mundo abundan tanto los que se dicen hidalgos y damas que parece que esos títulos se repartieran durante la travesía.
—Un hombre de mi experiencia en el trato con gente distinguida no se deja engañar fácilmente. Hay cosas, como la clase, que no se pueden simular.
Doña Rosa hizo un gesto de impaciencia.
—Hermano, no entretengáis a nuestras invitadas. Me atrevo a asegurar que están ansiosas por refrescarse y cambiarse de ropa.
—Así es —intervino Ana—. Estas ropas varoniles no nos han dado más que disgustos desde que llegamos a Potosí.
—Acompañadnos a mi cámara. Buscaremos vestidos que os puedan servir en mi baúl y en el de mi cuñada —dijo doña Rosa con una sonrisa.
Las seguimos hasta un retrete que ambas compartían, y sacaron de un baúl dos vestidos muy hermosos. Uno era de terciopelo azul ribeteado con un festón de seda blanca. Y el otro, negro con flores de color amarillo alrededor del talle.
Ana escogió el de color azul y mi madre se puso el negro.
—Bien se ve que esta villa goza de una prosperidad increíble —comentó Ana, satisfecha del vestido.
—¿Cuántos años tenéis?
Mi madre y Ana se miraron desconcertadas por la pregunta un tanto impertinente de doña Rosa.
Doña Emma, pensando que recelaban de decir su edad, terció:
—Dejadme adivinarlo: vos representáis unos veinte años —le dijo a Ana—, y vos, Mencía, poco más de treinta… Aún estáis en edad de parir.
Mi madre se quedó pasmada. Luego reaccionó tomándoselo a broma.
—Nada más lejos de mis previsiones que alumbrar otro hijo a mi edad —replicó con una sonrisa.
—Podríamos conseguiros un buen casamiento —terció doña Rosa—. Sois blancas, hermosas, de buen talle, con aspecto de hidalgas…
—¡Somos hidalgas! ¡Y de solar conocido! ¡Como podríamos demostrar llegado el caso! —dijo mi madre enojada por el trato displicente que nos daba aquella dama.
—¡Mejor que mejor! Los ricoshombres de Potosí ansían herederos legítimos a los que transmitir hidalguía, y tiene que ser por parte de madre. Porque ellos, aunque se hagan llamar hidalgos, no lo son. Hay muy pocos en Potosí.
—No hace falta que lo juréis.
—Este asiento minero fue fundado por hombres humildes que se han hecho inmensamente ricos gracias a la plata —explicó doña Emma—. Tanto ellos como sus hijos mestizos están dispuestos a pagar una fortuna por una esposa que blanquee a sus descendientes…
—¿Estáis hablando en serio? —la interrumpió mi madre.
—Por supuesto que sí —intervino doña Rosa—. Mi hermano se encargaría de conseguiros un esposo a cada una a cambio de una dote suculenta que repartiríamos a partes iguales.
Mi madre se escandalizó del negocio que acababan de proponerle con tanto descaro:
—¿Creéis que a mi edad voy a prestarme a tamaño dislate?
—El dinero nunca es un dislate, Mencía. Y vuestra edad no debe preocuparos: aún sois hermosa. Mi hermano acaba de confesarme que no haría ascos a casarse con vos. Le han impresionado vuestras maneras.
—Decidle a vuestro hermano que no estoy dispuesta a casarme.
—Yo tampoco, puesto que ya estoy casada —añadió Ana.
—¡Ni pienso alumbrar a ningún hijo más! —continuó mi madre—. Tengo tres hijas; Irupé es la menor…
—¿Esa india es hija vuestra?
—Sí.
Emma de Trelles soltó una carcajada.
—Os tomé por una dama, y resulta que os habéis amancebado con un indio.
—¡No me faltéis al respeto suponiendo lo que no es! —replicó mi madre indignada.
—No os alteréis. Solo os hemos propuesto un negocio.
—¡Devolvednos nuestras ropas para que podamos abandonar esta casa de inmediato!
—No será menester que os vayáis.
—¡Insistimos en hacerlo!
Doña Rosa nos miró fijamente buscando la forma de convencernos.
—Sentimos haberos ofendido, señoras, y os pedimos sinceras disculpas. Pero nos resistimos a dejaros marchar. Potosí es una ciudad peligrosa para dos mujeres solas y sin medios…
—Nos las apañaremos —dijo Ana.
—No queremos que el obispo se ofenda con nosotros a causa de este malentendido. Permitid que mi hermano os busque alojamiento y se haga cargo de vuestros gastos.
—¡No será preciso!
—¡Por favor! Aceptad nuestro ofrecimiento, aunque solo sea para que podamos desagraviaros. Ignorábamos que nuestra proposición os resultaría tan ofensiva.
Mi madre se quedó un instante pensativa, evaluando las dificultades que tendríamos para encontrar un lugar donde dormir. Había llegado a la conclusión de que Altamirano y Antón de Ursúa habían tratado de deshacerse de nosotras para que no pudiéramos contar que estaban falsificando la ley de la plata, y no era cosa de ir a casa de Yagua y comprometerlo.
—De acuerdo —respondió—. Buscadnos un lugar decoroso donde alojarnos. Ahora no disponemos de medios, pero os doy mi palabra de honor de que, antes de abandonar Potosí, os habremos devuelto el dinero de nuestro alojamiento.
—Hay una hostería de mucho renombre donde se alojan las pupilas más distinguidas de Potosí…
—No es el lujo, sino la decencia del lugar lo que nos preocupa —afirmó mi madre.
—No lo dudo, señora.