RANCHERÍA CHIRIGUANA DE POTOSÍ. CASA DE YAGUA
Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556
Dimos con la casa de Yagua cuando estaba amaneciendo, después de haber vagado por las calles de Potosí parte de la noche. En cuanto llamamos, nos abrió la puerta, como si estuviera esperándonos detrás.
Al ver que veníamos descalzas, medio desnudas, con las camisas desgarradas y las caras arañadas y llenas de moretones, se mostró muy compungido.
—No deberíais haberos disfrazado de hombres y menos andar por las rancherías a estas horas de la madrugada. Os advertí que los blancos no son bienvenidos en estos barrios.
Nos quedamos calladas, como si la conmoción sufrida nos hubiera arrebatado la voz. O al menos así lo recuerdo.
Al fin mi madre se pasó las manos por el rostro, aún con restos del pegamento con el que se había adherido la barba, y dijo:
—No han sido los indios quienes nos han puesto en este estado, Yagua, sino los blancos. —Se le quebró la voz y no pudo continuar.
Yagua suspiró apesadumbrado.
—Potosí no se parece en nada al asiento minero que era hace diez años cuando fue fundado. Por entonces, españoles e indios convivíamos, si no en igualdad, al menos bajo ciertas leyes. Aunque muchos se las saltaban, los indios teníamos la posibilidad de ejercer ciertos oficios, incluso de enriquecernos. Ahora los españoles, y en menor medida los caciques, obligan a los mitayos a trabajar dieciocho horas diarias hasta que mueren de agotamiento o enfermedad en la mina. Eso para que unos pocos disfruten de casas magníficas, perfumes, joyas, porcelanas y objetos suntuosos. La plata tiene la culpa. A su olor han acudido y siguen acudiendo facinerosos, tahúres, prostitutas y delincuentes de todos los colores y linajes procedentes del mundo entero, sin otro afán que enriquecerse. Todo son negocios, lujos, mercados, riqueza y fama. —El indio se pasó la lengua por los labios antes de proseguir—. He prosperado en esta villa. Gracias a mi trabajo, soy ahora un indio rico. Pero Potosí es un lugar peligroso, donde se roba, se mata y se secuestra impunemente… Sus calles están llenas de murcios, capeadores y gentes de la carda. Os confieso, señoras, que cada día acaricio la idea de abandonarlo todo e irme para siempre de este lugar.
Yagua nos llevó junto al fuego, que avivó para que templáramos nuestros ateridos cuerpos. A continuación despertó a un criado y le ordenó calentar agua para que metiéramos los pies, pues casi no los podíamos mover de lo helados que estaban.
—Ahora cuéntenme vuestras mercedes qué les ha ocurrido.
Mi madre metió los pies en el agua.
—Esperad a que se enfríe un poco u os saldrán sabañones —le advirtió Yagua.
—Nos llevaron con engaño a una casa de tablaje. Perdimos todo el dinero que nos adelantasteis a cuenta de la diadema, y más. Como no podíamos pagar, nos apalearon y… se quedaron con nuestras ropas…
No contó nada más. Ni Ana tampoco. Como si, ocultando lo ocurrido, borrasen de su memoria el oprobio del que habían sido víctimas.
—No se preocupen vuestras mercedes por el dinero, que ayer vendí la diadema y podrán disponer de todo el que necesiten para seguir buscando a sus amigos. —Yagua pensaba que era el temor a no encontrarlos lo que las apesadumbraba.
Yo estuve a punto de decir que deberíamos desistir, pues ya habíamos pagado un precio muy alto, pero me callé. Mi madre le había prometido a doña Isabel que buscaría a su marido, Juan de Salazar y, pasase lo que pasase, no faltaría a su promesa. Ana me había contado que mi madre había convencido a Francisco de Becerra, el primer marido de doña Isabel, para que formara parte de su expedición al Nuevo Mundo. Francisco había vendido todos sus bienes y había fletado un barco, mas falleció al poco de llegar. Según Ana, mi madre se culpaba de haberlo instigado a emprender aquella aventura que le había costado la vida. Y se sentía en deuda con doña Isabel.
—Llevaba todo el día esperando a que vuestras mercedes regresasen —continuó Yagua—. Me he enterado de algo que quizás tenga que ver con esos hombres que buscáis.
—¿Qué es? —preguntó mi madre.
—Chunni, un quechua amigo mío, tiene una sobrina llamada Achiq. Esta le contó que había encontrado a dos hombres blancos perdidos en la sierra a una legua de Potosí. Uno era joven y rubio; y el otro, moreno, de mediana edad.
—Las señas coinciden… ¿Podríamos verlos?
—Ese es el problema, que han desaparecido como si se los hubiera tragado la tierra.
—¡Es preciso que veamos a esa joven!
—Achiq sirve en casa de don Miguel Coquechuanca, uno de los yanaconas más ricos de Potosí. Pero mañana es sábado y vendrá a visitar a su tío. Aprovecharemos para entrevistarnos con ella.
La perspectiva de tener al fin noticias de Salazar sacó a mi madre y a Ana del desaliento en que se hallaban inmersas. Dejaron de obsesionarse con el oprobio sufrido y se centraron en que pronto podríamos regresar a Asunción con el capitán y el fraile.
Al día siguiente después del almuerzo, fuimos disfrazadas de indias a visitar a Chunni, el tío de Achiq. Vivía en una ranchería colindante, y su casa era mucho más modesta que la de Yagua. Estaba construida en adobe y madera, con techo de fibra. Tenía una sola ventana muy estrecha y pequeña, y la puerta era tan baja que tuvimos que agacharnos para entrar. En el interior hacía una temperatura agradable. El hogar estaba en un hueco excavado en el suelo, y la familia se sentaba alrededor. Nos abrieron un sitio para que nos sentáramos nosotras también, y nos ofrecieron comida.
En cuanto acabamos de comer, mi madre pidió que le presentaran a la muchacha que había encontrado a los dos castellanos una semana atrás. Achiq era muy hermosa. Cuando mi madre le preguntó, sirviéndose de Yagua como lengua, cuáles eran las señas de los hombres que había hallado en el monte, ella respondió, un tanto ruborizada, que uno era «joven, hermoso y rubio como la miel», y que llevaba sayas de mujer.
—¡Ese es fray Juan! —exclamó Mencía.
—El otro era moreno, alto, con porte de guerrero.
—¡Salazar! —exclamó Ana—. No cabe duda de que son ellos.
Tras hablar un rato con la joven, Yagua tradujo:
—Dice que solo estuvieron dos días en casa de su amo. La segunda noche les sirvió la cena, pero los españoles se durmieron antes de acabársela. Dos criados los llevaron a sus hamacas en volandas. Al día siguiente, habían desaparecido.
—¿Se marcharon durante la noche? —preguntó mi madre.
—Eso dijo Miguel Coquechuanca, pero nadie los vio irse —tradujo Yagua.
La muchacha bajó los ojos azorada. Tenía las mejillas encendidas y se resistía a mirarnos, como si hubiera algo más que no nos había contado.
Ante la insistencia de mi madre, Yagua volvió a interrogarla. Tras discutir un rato con ella en quechua, nos tradujo:
—Me ha confesado que esa madrugada oyó que golpeaban la puerta. Como dormía en el piso de arriba, levantó la estera que cubría la ventana para atisbar lo que sucedía. Frente a la casa esperaban dos hombres con linternas, y también dos llamas. Enseguida salieron dos criados arrastrando de los pies a vuestros amigos. Al llegar junto a las llamas, les quitaron la ropa con ayuda de los otros dos. Luego los colocaron boca abajo sobre los lomos de los animales. Y a continuación se los llevaron.
Una vez que Yagua acabó su relato, mi madre se quedó absorta reflexionando.
—No entiendo… —dijo al cabo de un rato—. ¿Por qué querrían secuestrar a dos desconocidos?
—Sin embargo, tiene que haber una explicación —opinó Ana.
—Preguntadle a Achiq si conoce a los hombres que se los llevaron —dijo mi madre.
Yagua así lo hizo y nos tradujo:
—Cree que son barreteros de la veta rica, de la que Miguel Coquechuanca es capataz. Llevaban barretas y picos a la espalda, y supuso que se dirigían a la mina.
—Hemos de averiguar si están allí y, si es así, iremos a rescatarlos —decidió mi madre.
—¡Eso es impensable! —exclamó Yagua—. ¡La mina es muy peligrosa! No hay día en el que no se despeñen varios hombres o mueran aplastados por los derrumbes de las galerías. ¿Sabéis cómo llaman al Cerro Rico? ¡La boca del infierno!
—Todo Potosí es el infierno, Yagua. Y ya que estamos en él, que sea hasta las últimas consecuencias.
—Señora, dos mujeres blancas llamarían la atención y seríais descubiertas antes de que…
—No hay más que hablar —afirmó tajante mi madre—. Pensad en el modo de que podamos ir.
A primera hora de la mañana siguiente, Yagua vino a nuestro cuarto con una tinajilla de agua en la que nadaban unos tubérculos oscuros parecidos a berenjenas.
—Se me ha ocurrido el modo de que vuestras mercedes puedan ir a la mina sin despertar suspicacias: hacerlas pasar por palliris.
—¿Qué son palliris? —preguntó Ana.
—Las mujeres que recogen el mineral que se les cae a los acarreadores. Unas pocas lo hacen para su provecho; la mayoría están a sueldo de los mandones o capataces.
—Me parece una idea muy ingeniosa, Yagua —dijo mi madre—. Traednos ropa de la que usan las palliris para disfrazarnos.
—Antes deberán lavarse con este agua de uitoc. —Señaló las berenjenas de la tinajilla.
—¿Para qué? —preguntó mi madre mirando con aprensión el líquido oscuro en el que flotaban los tubérculos.
—Para que se os ponga la piel negra.
—Perdonad. Pero no le veo la ventaja…
—No hay palliris blancas. Casi todas son indias, pero algunas son negras, mulatas o zambas. Si vuestras mercedes están de acuerdo, lávense con esta agua y dejen secar la piel al aire.
—¿De verdad nos pondremos negras?
—Sí.
Mi madre recelaba después del fracaso del disfraz de hombre que habíamos adoptado el día previo.
—¿No nos descubrirán?
—Los blancos desconocen el uitoc.
—Lo que quiero decir es que, si sospechan que somos blancas por nuestros rasgos, les será fácil quitarnos el tizne con agua.
—El uitoc no se va con agua por mucho que se frote.
—¿Cómo nos quitaremos entonces la negrura?
—No se irá hasta dentro de unos días, cuando se les caiga el hollejo. Eso salvo que os restrieguen la piel con unas hojas muy irritantes.
Seguimos las instrucciones de Yagua, y esa misma tarde se nos puso la piel más oscura que la de un etíope.
De madrugada nos pusimos las ropas y mantas andrajosas que Yagua nos había facilitado la noche anterior, y salimos en dirección a la mina disfrazadas de palliris.
Yagua, que nos precedía con una linterna, nos explicó por el camino:
—Pienso ofrecerle a la cuadrilla de Miguel Coquechuanca tres esclavas mulatas para…
—Yo, si acaso sería loba —le interrumpí, pues tal era el nombre que se daba a quien nacía cruce de india con negro.
—Cierto —rectificó Yagua—, le ofreceré dos mulatas y una loba al precio de dos maravedíes por día más el sustento.
—¿Aceptará? —preguntó Ana.
—Supongo que sí… Por lo que he oído, necesitan gente.
—No dudéis en bajar el precio si es preciso —intervino mi madre.
—Descuidad.
Nunca olvidaré la impresión que me produjo el cerro rojo de Potosí, recortado por la luz del alba e iluminado por miles de hornos que parecían estrellas parpadeantes.
Un silbido agudo que salió de detrás de una loma me hizo dar un respingo.
—No te asustes, Irupé. Ese ruido procede del horno de un kájcha —me explicó Yagua—. Hay muchos. De noche, hurtan mineral y lo refinan en esos hornos rudimentarios.
—¿No los persiguen?
—Sí, pero son escurridizos como sabandijas.
Al rato, oímos un bisbiseo. Procedía de una fila de indios que se dirigían a la mina con sus cestos y herramientas a la espalda. Yagua nos explicó que eran yanaconas, indios libres que tenían derecho a trabajar por su cuenta, al contrario que los mitayos, a los que obligaban a trabajar como esclavos en la mina. Algunos yanaconas tenían negocios y se habían hecho muy ricos, como Miguel Coquechuanca, pero otros eran tan pobres que tenían que contratarse en la mina para sobrevivir.
—Aceleren vuestras mercedes el paso, que conviene que lleguemos los primeros —nos advirtió Yagua en voz baja.
Al pie del cerro había un poblado de casuchas de adobe con tejado de paja. Allí, según nos explicó Yagua, dormían los mitayos o trabajadores esclavos, que habían sido arrebatados a la fuerza de sus aldeas para trabajar en la mina. Encima del poblado había una explanada llena de montículos de mena. Yagua nos dijo que era donde los cumuris descargaban el mineral que habían sacado del fondo del pozo.
—Esperad aquí mientras subo a la entrada de la veta rica a hablar con los capataces de Miguel Coquechuanca —nos dijo Yagua. Tras un titubeo, añadió en voz baja—: No se lo tomen vuestras mercedes a mal, pero tendría que atarlas. Puesto que voy a ofrecerlas como esclavas, sería…
—Haced lo que tengáis que hacer —le interrumpió mi madre.
El chiriguano sacó una gruesa cuerda de su mochila y nos ató los pies.
—Dejaré suficiente cuerda suelta para que podáis trabajar.
—¿Vamos a trabajar con los pies atados…? —se alarmó Ana.
—De otra forma, nadie os tomaría por esclavas.
Yagua se fue sendero arriba y volvió al cabo de media hora muy sonriente.
—Me pagarán tres maravedíes al día por cada una —nos explicó—. A cambio de que recojáis el mineral que se les cae a los cumuris.
El aire se llenó de gritos, quejidos, insultos, empujones y juramentos soeces. Los capataces, látigo en mano, sacaban a los mitayos de las chozas.
Yagua se mordió los labios preocupado.
—Ruego a vuestras mercedes que recapaciten sobre el paso que van a dar —dijo—. Una vez que las deje en manos de los capataces, no podré protegerlas ni ayudarlas… Podría sucederles cualquier cosa. Si he de serles sincero, mi consejo es que desistan.
—Tenéis razón, Yagua. Yo voy a quedarme, pero Ana e Irupé volverán con vos a casa. Decid a los capataces que lo habéis pensado mejor y no queréis que se desluzcan, porque esperáis dedicarlas a tareas de más provecho. Y que habéis decidido alquilarme solo a mí, que soy la más vieja.
Ana y yo nos negamos a volver con Yagua por no dejarla sola en la mina. Y los cuatro emprendimos la subida hasta la bocamina donde nos esperaban los capataces. Yagua iba en cabeza alumbrándonos con una vela. Caminábamos despacio y con precaución, pues, al llevar los pies atados, temíamos precipitarnos por los barrancos de la ladera. Hacía un frío espantoso, pero aun así sudábamos copiosamente.
—Aunque tengan sofoco, no se descobijen vuestras mercedes o cogerán pulmonía —nos advirtió Yagua.
Una fila enorme de yanaconas seguía nuestros pasos.
A mitad de la cuesta, un enorme pájaro negro con una gola de plumas blancas alrededor del cuello planeó sobre nuestras cabezas con la elegancia de una manta voladora.
—¡Jamás había visto un águila de ese tamaño! —exclamó Ana.
—Es un cóndor —aclaró Yagua.
El animal, después de trazar un rizo en el aire, se precipitó en picado hasta el fondo de una hendidura. Gracias a las primeras luces del alba vimos que arrancaba los ojos al cadáver de un hombre y se los comía. Luego hizo lo mismo con su lengua.
Ana vomitó. No era una mujer pusilánime y me extrañó su quebranto. Sin duda seguía trastornada por lo ocurrido la noche anterior.
—Voy a dejarlas en la bocamina para que puedan ver a todos los que entran. Tengan vuestras mercedes los ojos muy abiertos. Cuanto antes reconozcan a sus amigos y abandonen el Cerro Rico, mejor que mejor —nos advirtió Yagua preocupado.
Mi madre le dedicó una sonrisa de agradecimiento. Era un hombre templado, eficiente y capaz. Sin su ayuda no hubiéramos sabido qué hacer.
—Gracias, Yagua. Trataremos de encontrarlos hoy mismo.
Reanudamos la marcha y, tras veinte minutos de ascenso, llegamos a una especie de gruta excavada en la roca y cerrada por una verja.
—Ese es el socavón de la veta rica, cuyo dueño es Antón de Ursúa y Mondragón, el amo de Miguel Coquechuanca —susurró Yagua.
Una fila de trabajadores esperaba ya a que los capataces abrieran la verja.
—Señoras, ya que están vuestras mercedes decididas a seguir con este dislate, tendré que tratarlas… como a esclavas…
—Perded cuidado, Yagua. Lo comprendemos perfectamente —dijo mi madre.
Él nos acercó a empellones a los capataces, que bebían chicha en la puerta de la mina para quitarse el frío.
—Aquí os traigo a las palliris de las que os hablé —dijo.
—¡Ya nos ocuparemos de ellas! ¡Ahora quítalas de en medio, que vamos a abrir la verja! —replicó el capataz que estaba al mando.
Yagua se volvió hacia nosotras y gritó:
—¡Apartaos, acémilas, que no hacéis más que estorbar!
Muy en su papel, Yagua nos retiró a empujones, pero sin alejarnos de la entrada.
—Quédense por aquí para que puedan ver las caras de todos los que entran —susurró.
Los capataces empezaron a restallar los látigos para obligar a los cumuris y picadores a que se dieran prisa en entrar a la mina.
Vimos desfilar delante de nosotras a una fila interminable de seres ojerosos, desnutridos, macilentos, incapaces de rehuir los latigazos de los capataces. Parecía que les hubieran arrebatado la voluntad y ya nada en este mundo les importase. Muchos tosían sin parar, y se diría que todos sufrían de flemones.
Mi madre y Ana se fijaban en las caras de todos los que entraban. Pero ninguno era Salazar ni fray Juan.
Los capataces siguieron a los cumuris al interior del socavón, azuzándolos con los látigos para que no cayeran en la tentación de perder el ritmo de la marcha. En cuanto los perdimos de vista, nos acercamos a Yagua, que esperaba sentado en una piedra.
—Ninguno de los que han entrado son nuestros amigos. ¿Trabajan más cumuris en este socavón?
Yagua se encogió de hombros.
—No lo sé.
Tres capataces —dos blancos y uno negro—, que acababan de salir de la bocamina se aproximaban. Eran muy fornidos y, por su ropa y talante, parecían mandones. El que iba delante, un bravo malencarado, con un tic en el ojo izquierdo, preguntó señalándonos:
—¿Son esas las agrofas[42] que nos ofreciste, Yagua?
—Sí, Zampoña. Como puedes ver, son jóvenes, fuertes y sanas.
Zampoña dio una vuelta completa a nuestro alrededor. A tenor de cómo le olía el aliento, se había desayunado con media arroba de chicha.
—¡A fe mía que, aunque renegridas, tienen buen talle, Yagua! ¿Permitirás que nos las quedemos esta noche para que nos calienten el camarillo?
Yagua hizo como que le seguía la broma.
—¡Eso se paga aparte! —contestó.
—¿Qué hay de nuestra comisión? Podríamos haber cogido a otras palliris.
—Cuando vuelva esta noche a recogerlas os traeré la comisión. ¿Qué preferís? ¿Vino, kuka…?
—Las preferimos a ellas…, ¿verdad, Negrón?
Negrón se acercó trastabillando. Si su compadre se había bebido media arroba, él se había bebido una entera.
—Sí, yo también las prefiero a ellas —contestó con la lengua estropajosa a causa del alcohol.
—¿Y tú, Calandria?
—Yo también —respondió el tercero de los capataces, un tipo nervudo de mirada aviesa—. Para una vez que nos traen hembras de buen ver, sería de necios desaprovecharlas.
—Pues tendréis que amancebaros a mano, porque mi amo no va a permitir que las encañutéis —afirmó Yagua, que conocía a la perfección la lengua jacarandina de aquellos rufos.
—Pensábamos que eran tuyas —dijo Zampoña.
Yagua bajó la voz:
—Son mulas del diablo —tanteó. Así se llamaba a las mancebas de clérigo, y era un rumor tan jugoso que el capataz abrió los ojos como platos.
—¿Cuál?
—Uno… muy poderoso.
—¿El obispo?
Yagua se puso serio.
—Mi amo es un hombre honesto y virtuoso. No permite que se ultraje a las mujeres de su casa, aunque sean esclavas.
—¿Por qué las trae entonces a la mina?
—Dice que la ociosidad es la madre de todos los pecados.
—¡Tiene que ser el obispo, no cabe duda! —se rio Zampoña.
Yagua se rio con él. Luego añadió:
—Volveré a buscarlas después del ocaso. Y un consejo de amigo: ¡más os vale respetarlas! ¡Mi amo podría enviaros a la horca si no lo hacéis!
—Ya lo has oído, Negrón. Hoy no bebas ni una gota de vino más.
—¿Eso a qué viene, Zampoña?
—Porque cuando te emborrachas sacas el caramillo a pasear. Y si lo metes donde no debes, el obispo te obsequiará con una Mariseca natural de Estiracuellos.
—Negrón no renunciará al vino ni aunque lo ahorquen —se burló Calandria. Y recitó:
La devoción a la uva,
hasta la muerte le brinda,
pues parecerá colgado,
un racimo de uvas tintas.
Tras las risas de rigor, Yagua advirtió de nuevo a los capataces que cualquier vejación a nuestra persona sería severamente castigada. Ellos le juraron que nos respetarían como a monjas. Yagua no podía hacer más, y se fue preocupado cuesta abajo. Tanto que, de tramo en tramo, se volvía a mirarnos.
Los capataces, tras dedicarnos unos cuantos piropos soeces, nos asignaron una tarea a cada una.
A mí me dieron un cuero lleno de agua y me ordenaron que me quedara cerca de la verja para saciar la sed de los acarreadores que en breve saldrían del socavón. A Ana le dieron un cesto de fibra para que recogiera la mena que se les caía a los cumuris en la parte alta de la cuesta. A mi madre le encargaron la misma tarea que a Ana, pero en el tramo siguiente.
Así, las tres quedamos separadas. Antes acordamos en voz baja tratar de coincidir en la explanada, adonde ellas tendrían que bajar a descargar la mena, y yo, a recoger agua.
Los cumuris tardaron tres horas en sacar la primera carga de mena del fondo del pozo.
—¡Daos prisa, perros! —les gritaban los capataces cuando emergían del socavón sudorosos y jadeantes.
Yo, al tiempo que les ofrecía agua, me fijaba en sus caras por si reconocía al capitán Salazar y a fray Juan. Pero todos tenían rasgos indios.
Había perdido la esperanza de que estuvieran dentro, pues creía que ya habría salido hasta el último de ellos, cuando vi que aparecían tres rezagados. El alumbrador era indio, pero los dos cumuris que lo seguían estaban tan sucios y cubiertos de polvo que resultaba imposible saber su color. Sin embargo, aunque su piel era negra, tenían facciones blancas. Me acerqué a ofrecerles agua. El que caminaba tras el alumbrador era Salazar. Él no me reconoció.
Eché a correr en busca de Ana, que estaba recogiendo mena varias varas más abajo, en un recodo de la cuesta. Los capataces me increparon para que regresara, pero yo, emocionada por haber encontrado al capitán, no les hice caso.
—Acabo de ver a Salazar —le dije sin aliento.
—¿Estás segura?
—Creo que sí. Detrás de él viene otro hombre muy delgado.
—Podría ser fray Luis. Voy a comprobarlo.
—No. Han de pasar por aquí. Será mejor que los esperemos.
Negrón bajó a buscarme látigo en mano, y me arreó un par de latigazos en las nalgas que me hicieron gritar de dolor. Luego me levantó las faldas al tiempo que me arrinconaba contra la pared de piedra.
—Dile a tu obispo que o dinero o culo quiero.
—¡Quítale las manos de encima! ¡Es una niña!
Ana le atizó un mordisco en el brazo para que me soltara. Él la tiró al suelo y ella cogió una piedra para machacarle la cara. Negrón, pese a lo borracho que estaba, se apartó con agilidad. Zampoña y Calandra festejaron con aplausos y carcajadas la presteza de Negrón en apartarse. Él les correspondió con una inclinación de cabeza. Su descuido lo aprovechó Ana para arrearle una patada en la entrepierna. El matón aulló de dolor. Sacó su daga y avanzó hacia Ana. Al ver sus ojos inyectados en sangre, comprendí que había tomado la determinación de matarla. Ella también llegó a la misma conclusión, porque aulló:
—¡Sálvate, Irupé! ¡Correee!
Sus aullidos reverberaron por las laderas del cerro, pero yo me quedé paralizada donde estaba.
Ana se zafó de la primera puñalada. Cayó de bruces e intentó alejarse a gatas de Negrón, mas él la atrapó por la falda y la arrastró hasta el borde del barranco.
—¡Suéltala! ¡Suéltala! —gimoteé.
Vi de reojo que Salazar había soltado el zurrón y corría hacia nosotras.
—¡No os perdáis por unas negras, capitán! —le gritó fray Juan.
—¡No puedo sufrir que despeñen a una mujer por muy negra que sea!
Ana tenía un pie fuera del camino y, aunque se agarraba al brazo de Negrón con todas sus fuerzas, este estaba a punto de despeñarla.
Juan de Salazar cogió a Ana, la empujó hasta el camino y, después, se enzarzó a puñetazos con Negrón. Era nervudo, elástico y escurridizo, y peleaba con maestría. En cambio, el capataz, aunque más corpulento, era menos ágil. Quizá la borrachera le restaba reflejos.
Suspiré de alivio al ver que Salazar llevaba las de ganar. Pero Zampoña, que estaba en el recodo de la cuesta, le gritó al tercero de los capataces:
—¡Mata de una vez a ese cumuri entrometido, Calandria!
Sonó un disparo de arcabuz. Juan de Salazar se tambaleó y cayó al suelo. Negrón, tras asegurarse de que no se movía, lo empujó de una patada al fondo del barranco. A continuación, agarró a Ana de los pelos y la tiró también.
El grito desgarrador y despavorido de ella mientras caía al vacío, junto con las carcajadas de los capataces, resuenan aún en mis oídos treinta años después.
Eché a correr como alma que lleva el diablo en busca de Mencía, mi madre, que recogía mena en la parte baja de la cuesta. Al doblar un recodo, unas palliris me sujetaron, pues trotaba con tal ceguera que a punto estuve de despeñarme. Me escondieron en una cuevecilla hecha un ovillo y la taparon con una piedra. No recuerdo nada más.
Desperté en casa de Yagua, adonde me llevaron las palliris cuando cayó la noche. Mi madre tenía mi mano entre las suyas y me besaba la frente. Recuerdo que estaba muy demacrada y tenía el rostro descompuesto.
—¿Están muertos?
—Sí. —Su voz me sonó tan triste como el tañido de las campanas de difuntos—. Se despeñaron en lo profundo de la grieta…
—¿Visteis si se movieron? —Me resistía a creer que las personas a las que amaba podían morir súbitamente.
Mi madre tragó saliva para deshacer el nudo que le atenazaba la garganta.
—No —dijo—. Pero les oí decir a los capataces que iban a echar a Salazar la culpa de la muerte de Ana. «Cuando Yagua venga a buscar a las esclavas, le diremos que el cumuri quiso abusar de la mulata y la tiró al barranco porque se resistió. Como castigo, lo tiramos a él también. ¡Que le diga a su amo que murió doncella!».
Yagua, que escuchaba camuflado entre las sombras, añadió:
—Creen que sois esclavas del obispo y temen que este se enoje.
Me negaba a creer que Ana hubiera muerto.
—Madre, hemos de volver ahora mismo a la grieta y cerciorarnos de que no sobrevivieron…
—No podemos volver al cerro hasta el amanecer —advirtió Yagua—. De noche los senderos están cortados y vigilados.
—¿Por qué? —preguntó mi madre.
—Los kájchas aprovechan la oscuridad para hurtar mineral… Y muchos mitayos, para intentar escapar.
Salimos de casa de Yagua disfrazadas de palliris a eso de las cuatro de la madrugada en dirección al Cerro Rico.
De camino, Yagua nos contó el plan que había ideado para acercarnos a la grieta donde habían caído Ana y Salazar sin despertar las sospechas de los capataces.
—Esta vez iremos a otra veta distinta: la de Centeno. Las alquilaré a uno de los dueños. Lo conozco.
—¿Tiene varios dueños la veta de Centeno? —se sorprendió mi madre.
—Tiene dos. La parte baja es la que nos interesa, pues está pegada a la grieta donde cayeron Ana y el capitán. Pertenece a un indio llamado Diego Poma. Su amo le cedió dos varas muy provechosas antes de regresar a España.
—Un gesto que le honra.
—Las malas lenguas dicen que la veta la descubrió Diego Poma.
—Ya me extrañaba a mí.
Fuimos los primeros en llegar a la veta de Centeno, y Yagua nos ofreció casi de balde al capataz de Poma. Sentadas en una piedra y tiritando de frío, esperamos a que amaneciera. Las tinieblas nos impedían ver el fondo de la grieta y averiguar la suerte de Ana y del capitán.
Cuando el primer fulgor asomó en el horizonte, Yagua le dijo al capataz:
—Voy a llevar a las palliris a hacer sus necesidades antes de que empiecen la jornada.
Vela en mano, nos ayudó a bajar a la grieta en cuestión. A mitad de camino, descubrimos que tanto el cuerpo de Ana como el del capitán habían desaparecido.
—¿Se los habrán comido esos pájaros tan enormes que vimos ayer? —preguntó mi madre.
—De haberlos devorado los cóndores, quedaría algún resto de ellos o de sus ropas —contestó Yagua.
—¡Eso significa que están vivos! —exclamé.
Yagua me miró escéptico.
—Dudo que con este frío hayan sobrevivido toda la noche a la intemperie.
—¿Qué explicación puede haber, entonces? —preguntó mi madre.
Yagua se encogió de hombros.
—Voy a llevarlas a casa. Después indagaré en la capilla de los kájchas, por si alguno ha oído o visto algo.
Tras discutir con el capataz de la veta, que no entendía el porqué de su cambio de parecer, volvimos a casa de nuestro anfitrión y él salió de nuevo. Tardó varias horas en regresar. Mi madre pasó todo ese tiempo sentada en un escabel, con el rostro descompuesto y la mirada perdida. No me dirigió la palabra ni quiso probar la apetitosa comida que nos ofrecieron las criadas.
Yagua regresó después del almuerzo y fue derecho a nuestro dormitorio. Se le veía sudoroso y cansado, pero los ojos le brillaban de satisfacción.
—Traigo buenas noticias, ¡están vivos!
Mi madre se puso en pie. Su rostro se relajó como si lo hubieran planchado.
—¡Alabado sea el Señor! ¿Cómo se encuentran?
—Doña Ana tiene magulladuras y cortes por todo el cuerpo, y el capitán, una herida de bala en el costado izquierdo, además de los cortes. Pero se repondrán.
Mi madre cerró los ojos y respiró profundamente.
—¡Ha sido uno de los peores días de mi vida! Pensaba que Ana había muerto por mi culpa…, y no podía perdonármelo. Salazar se metió en esta aventura por su voluntad, pero ella lo ha hecho por no dejarme sola. ¡Acomodaos y contadme qué sucedió, Yagua!
—Alrededor de maitines, un kájcha llamado Apumayta, que estaba recogiendo mineral a oscuras para que no lo sorprendieran los guardas, oyó un quejido. «¿Hay alguien ahí?», susurró en aymara. «Auxiliadnos, por amor de Dios», le respondió una voz de hombre en castellano.
»Afortunadamente, Apumayta conoce vuestra lengua y le entendió. Fue a buscar a otro kájcha amigo suyo. Los dos descendieron a la grieta con un tizón envuelto en hojas para que no los descubrieran. Hallaron a un cumuri que cubría a una mujer mulata con su cuerpo desnudo para protegerla del frío. Los sacaron de allí con muchas dificultades, pues estaban muertos de frío después de haber pasado tantas horas en la hondonada y les costaba mucho moverse.
»Cuando lograron sacarlos de la grieta, el cumuri, que dijo llamarse Juan de Salazar, les contó que él y la mujer habían caído sobre varios cadáveres medio putrefactos y gracias a eso estaban con vida, pues los cuerpos de los difuntos habían amortiguado el impacto. Por lo visto, esa grieta está debajo de una curva muy pronunciada del sendero, y muchos desdichados se despeñan en ella.
»Los kájchas los ocultaron en una cueva a una legua del Cerro Rico. A él le habían dado un tiro en el costado izquierdo a la altura del corazón, pero la bala solo le rozó la piel. Ambos tienen magulladuras en todo el cuerpo, pero ningún hueso roto. Se repondrán dentro de un par de días.
—Pero… ¿por qué no pidieron auxilio después de haberse caído? —preguntó mi madre.
—Porque temían que los capataces los rematasen.
—¡Vamos a buscarlos ahora mismo! —exclamó mi madre poniéndose en pie.
—Será preciso esperar a que anochezca, doña Mencía.
—No. Hemos de ir cuanto antes. Es indecoroso que una mujer casada pase tanto tiempo en una cueva con un hombre… en cueros.
—Tranquilizaos. Estoy seguro de que los kájchas les habrán facilitado mantas. Ese amigo vuestro ha advertido a los kájchas que no digan a nadie que están vivos. Cree que Miguel Coquechuanca quiere matarlo, aunque ignora por qué. ¿Lo sabéis vos?
—Sin duda es un equívoco —caviló mi madre en voz alta—. Salazar es un recién llegado a Potosí. No ha tenido tiempo de indisponerse con nadie.
Yagua no pudo evitar reírse.
—Señora, este lugar es el más idóneo del orbe para ganar enemigos. Todos aquí tienen un único propósito: el de hacerse ricos… con el trabajo de los demás. Entre gentes tan ambiciosas y con tan pocos escrúpulos, las traiciones, las intrigas y las muertes están a la orden del día.
—¿Queréis decir que Salazar se ha cruzado en el camino de algún poderoso?
—Pudiera ser… Aunque lo más probable es que lo hayan secuestrado para que acarree mena desde el fondo del pozo.
—¿A un blanco? —se extrañó mi madre.
—Se rumorea que un grupo de rufianes sale cada noche a la caza de borrachos, pordioseros, tahúres o cualquiera de los incautos que pululan por las calles de Potosí, sin importarles de qué color sean, y los llevan a trabajar a la mina.
—¿Quién los manda?
Yagua se encogió de hombros.
—Se dice que Miguel Coquechuanca, pero nadie lo sabe de seguro.
—¿No es el mandón de la veta rica?
—Sí, señora. Pero su propietario es don Antón de Ursúa y Mondragón.
Mi madre se quedó pensativa.
—Es evidente que hay algo… que se nos escapa.
—Ya os advertí que Potosí es una villa llena de intrigas. Hemos de tomar precauciones. Por cierto, algunos vecinos me han hecho llegar quejas por la presencia de vuestras mercedes en mi casa.
—¿Y eso?
—Ya os dije que está prohibido que blancos, mestizos o negros habiten en las rancherías. Ayer vieron salir de mi casa a dos caballeros españoles y a su paje. Y esta mañana a dos mulatas, acompañadas de una zamba. Así que es mejor que no vuelvan a mi casa. Una vez que se hayan reunido con doña Ana y el capitán, se alojarán en una posada del centro de Potosí. Os facilitaré a vos dinero para ello.
—Algún día espero poder pagaros todo lo que estáis haciendo por nosotras, Yagua.
Pasamos gran parte de esa tarde frotándonos la piel con unas hojas, que, según una de las criadas de Yagua, nos harían recuperar la blancura de la piel. Solo lo logramos en parte, pues los pliegues y las arrugas se nos quedaron oscuros; pero como podía confundirse con suciedad, no nos preocupamos demasiado.
Bien entrada la noche, salimos de casa de Yagua vestidas de castellanos y procurando hacer el menor ruido posible. Llevábamos en una taleguilla dos trajes masculinos: uno para Ana y otro para el capitán.
En la ranchería de los aymaras recogimos a los dos kájchas, que nos condujeron a la cueva donde habían ocultado a Salazar y a Ana.
No había luna y fue duro para nosotras recorrer a oscuras las dos leguas que nos separaban de ellos, pues con frecuencia resbalábamos a causa de los guijarros que tanto abundaban en los caminos de aquellas sierras.
Encontramos a ambos en mejor estado del que suponíamos. Los kájchas les habían proporcionado comida y les habían lavado las heridas con urucú para que no se les emponzoñasen. Nos esperaban en el interior de la cueva, envueltos en una manta de llamativos colores, junto a una fogata que los indios habían encendido para ayudarlos a sobrellevar el intenso frío del altiplano.
Al ver entrar a mi madre, el capitán se puso en pie y le besó la mano. Estaba maltrecho, ojeroso y muy delgado, pero no había perdido un ápice ni de su gentileza ni de su apostura.
Ana nos estrechó fuertemente entre sus brazos; había temido no volver a vernos y, aunque estaba llena de magulladuras y rendida de cansancio, se sentía muy feliz. Todos lo estábamos, pues habíamos logrado reunirnos y al fin podríamos regresar.
Durante las muchas horas que estuvieron juntos, Ana le había contado a Juan de Salazar todo lo que nos había ocurrido desde que salimos de Asunción en su busca.
—Os estoy infinitamente agradecido por lo que habéis hecho por mí.
Salazar cogió la mano derecha de Ana y la besó. A continuación hizo lo mismo con la izquierda de mi madre.
—Es a vuestra esposa a quien debéis dar las gracias. Me obligó a prometerle que os llevaría de vuelta a Asunción —dijo mi madre.
—Hicisteis esa promesa en la suposición de que tardaríais solo unos días en encontrarme. No fue así y, sin embargo, persististeis en el empeño… Sois admirables.
Vi que mi madre y Ana se ruborizaban.
—Esos elogios corresponden a vuestra esposa. En cuanto regresemos a Asunción…
—Antes hemos de liberar a fray Juan, Mencía. Nunca ha sido santo de mi devoción, ya lo sabéis, pero de ahí a abandonarlo en la mina…
—Ni por un momento habíamos pensado en abandonarlo, capitán Salazar —se apresuró a decir mi madre.
Yagua intervino:
—Sugiero que regresemos a Potosí y descansemos unas horas. Conozco una posada donde vuestras mercedes pueden alojarse. Cuando hayamos dormido, discurriremos la forma de liberar a ese hombre.
—Estáis en lo cierto, Yagua. Llevamos muchas horas sin dormir, y el agotamiento no es bueno para pensar.
Nos pusimos en marcha azotados por un viento helado que nos hacía castañetear los dientes. Amanecía cuando llegamos a las rancherías de Potosí. Sus calles estaban desiertas, pues los arrieros, mineros y demás trabajadores de la mina subían ya por las laderas del Cerro Rico para comenzar la jornada. En las calles de los españoles tan solo vimos a un tonelero que, con ayuda de su aprendiz, cargaba unos barriles en un carro.
—Asistiréis esta tarde a la misa de seis en la iglesia de la Anunciación —nos dijo el chiriguano antes de llamar a la puerta de la posada—. Yo no puedo entrar porque es una iglesia para blancos, pero rondaré por la puerta y, cuando acabe la ceremonia, me haré el encontradizo. Después deliberaremos qué hacer.
Todos asentimos. Y Yagua hizo sonar la aldaba.
—¿Quién va? —preguntó desde el otro lado el posadero.
—Mis amos precisan de dos habitaciones, ¿las tenéis?
El posadero abrió la mirilla y, tras escudriñar atentamente nuestras ropas a fin de averiguar nuestro pecunio, contestó:
—¿No preferiríais una para los cuatro? Me quedan cuatro medias con limpio[43]. Os saldrían más baratas.
Las ropas que Yagua nos había proporcionado en esta ocasión eran mucho más modestas, y parecíamos hidalgos pobres.
—¡No! —intervino mi madre—. Necesitamos dos habitaciones.
Yagua sacó de su faltriquera una bolsa llena de monedas y la hizo sonar. El posadero se apresuró a descorrer los cerrojos de la puerta, y yo recuerdo que me dejé llevar por el anhelo de dormir en una cama después de tanto tiempo.
En ese instante, una docena de hombres armados con espadas y ballestas doblaron la esquina y se acercaron corriendo. Debían de estar escondidos vigilando la posada.
—¡Alto! ¡Daos presos! —gritó el capitán, un hombre fornido de pelo rojizo.
—¡Los corchetes del corregidor! —exclamó el posadero. Y nos dio con la puerta en las narices.
Salazar se llevó instintivamente la mano al costado para desenvainar la espada olvidando que no la tenía. Lejos de perder los nervios, preguntó:
—¿Quién ha dado orden de detenernos?
—El licenciado Altamirano, corregidor provisto por la audiencia de Lima, ¡y máxima autoridad de este asiento minero!
—Sin duda se trata de un error, nosotros acabamos de llegar y no hemos infringido la ley…
—¿Cuál es vuestro nombre?
—Juan de Salazar y Espinosa de los Monteros.
—¡Mentís!
Salazar le miró con fiereza.
—¡No estoy mintiendo, vive Dios! ¡Cómo os atrevéis a afrentarme de ese modo!
El capitán de los corchetes cogió una antorcha y se la acercó a la cara.
—Las señas coinciden. Vuestro nombre es Juan de Rocamunde.
—¡Os juro por mi honor que no me llamo así!
—¡Arrestadlo! ¡Y también a los que lo acompañan!
Salazar se resistió con puñetazos y patadas, pero no le sirvió de nada. Tras derribarlo a golpes, le ataron las manos a la espalda. A nosotras nos las ataron también, después de habernos obsequiado con un par de cintarazos, aunque no opusimos resistencia.
Yagua se esfumó. Los corchetes no se percataron y, si lo hicieron, no se molestaron en detenerlo porque lo consideraban un simple siervo.
Nos llevaron a una casa de grandes dimensiones, y nos hicieron dar un rodeo para que entráramos por la puerta de atrás. Fuimos conducidos a un cuarto muy espacioso situado en la planta baja. Los postigos se hallaban echados y no veíamos nada, pero olía a detritus de caballo, paja y cuero sudado, por lo que deduje que estábamos en un establo.
Encendieron una linterna que llevaba uno de los corchetes y nos ataron de pies y manos a las argollas para sujetar a los caballos que había en la pared. Después se fueron, dejándonos a oscuras.
A eso de mediodía, el capitán de los corchetes regresó y abrió los postigos para que entrase la luz. A continuación entraron dos hombres. Eran caballeros, o tales me parecieron, pues llevaban ropas y joyas de gran calidad.
—¡Antón de Ursúa y Mondragón, el amo de Miguel Coquechuanca! ¡Qué sorpresa! ¡Os hacía en la Ciudad de los Reyes! —exclamó Salazar dirigiéndose al hombre que llevaba un formidable ropón forrado de piel blanca.
—¡Y yo a vos en el fondo de un pozo, Rocamunde! ¿Quién sois en realidad?
—Me llamo Juan de Salazar y Espinosa. Salí huyendo de Asunción, acusado de un crimen que no cometí. Usé un nombre falso porque temí que hubiera llegado a Potosí la orden de detenerme.
Don Antón le soltó una bofetada.
—¿De verdad creéis que me voy a tragar esa historia, Rocamunde?
—¡Es la verdad!
Don Antón, rojo como la grana, le dio otro bofetón.
—¿Pensáis que soy un necio?
—A esta pregunta prefiero no contestar. No me gusta mentir.
El caballero que acompañaba a don Antón soltó una carcajada al percatarse de la burla. Había permanecido a cierta distancia y, al tiempo que se acercaba, dijo:
—¡Calmaos, Antón, que vais a sufrir una apoplejía!
Vestía una loba de terciopelo ribeteada de azabache sobre la que destacaba una gruesa cadena de oro, de la que colgaba un escudo con la forma del Cerro Rico en el que se leía esta leyenda: «Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro».
—¡Este bellaco está agotando mi paciencia, Altamirano! —gritó el vizcaíno cada vez más acalorado—. Os han enviado para controlar la ley de la plata, ¿verdad, Rocamunde? ¡Confesadlo! —Esta vez le arreó a Salazar una patada en la espinilla.
Altamirano agarró a don Antón del brazo y se lo llevó al extremo opuesto del establo. Tras un par de minutos de confidencias, regresaron. Seguramente habían acordado cambiar la táctica del interrogatorio, porque esta vez el corregidor se dirigió a mi madre:
—¿Quién sois vos? —le preguntó.
—Me llamo… Men… Mendo de Calderón —rectificó mi madre enronqueciendo la voz.
—¿Y vos? —Se volvió a Ana.
—Primitivo de Rojas.
—¿A qué habéis venido a Potosí?
—A advertir a Juan de Salazar de que nadie le acusa de la muerte de Domingo Martínez de Irala, pues se averiguó que no había sido envenenado —explicó mi madre.
—¿Habláis de Irala, el gobernador de Asunción?
—Sí, señor.
—¿Ha muerto?
—Hace poco más de un mes.
—¿Y han acusado a este de su muerte? —Señaló a Salazar.
—Los hijos de Irala pensaron que podría sucederle…
—¿Sucederle? ¿Qué cargo ocupa en Asunción vuestro amigo?
—Es el capitán Juan de Salazar y Espinosa, tesorero mayor del Río de la Plata.
Noté que Antón de Ursúa y Mondragón se demudaba.
—¡Tesorero mayor! ¡Maldita sea! —masculló nervioso—. ¿Veis como tenía razón, Altamirano? ¡Ese título lo concede el Consejo de Indias! —Agarró del pelo al capitán y le sacudió la cabeza—. Sois el veedor enviado por el Consejo de Indias, ¿verdad? ¡Hablad u os arrancaré los ojos!
—No sé a qué veedor os referís —respondió Salazar impasible.
Don Antón cogió una fusta que estaba colgada y avanzó hacia Salazar dispuesto a cruzarle la cara, pero Altamirano agarró del brazo a su amigo y se lo llevó de nuevo a la otra punta del establo para que no pudiésemos oír lo que hablaban. Pasaron más de cinco minutos discutiendo en voz baja hasta que parecieron llegar a un acuerdo.
Altamirano se acercó a Salazar:
—Si fuerais el veedor del Consejo de Indias —le dijo—, podríamos llegar a un acuerdo.
—No os entiendo.
—Don Antón y yo estaríamos dispuestos a revelaros los nombres de todos los implicados, tanto aquí como en Lima, a cambio de librarnos del castigo… Y naturalmente, de que se nos permita seguir explotando nuestras vetas. ¿Qué me decís? ¿Podríais vos garantizarnos un acuerdo con el Consejo de Indias?
Salazar lo miró burlón.
—No sé de qué me habláis, ni me interesa —dijo—. Lo único que deseo es regresar a Asunción cuanto antes. Si ponéis en libertad al clérigo que me acompañaba, mañana mismo nos iremos.
—¿Cómo se llama ese clérigo?
—Fray Juan Fernández Carrillo. Vinimos a Potosí a pedirle dinero a un banquero primo suyo… Emilio Sanjuán Escalona, creo recordar que se llama.
Don Antón y el del collar intercambiaron una mirada que a mí me pareció de alivio.
—¿Conocéis a ese banquero? —le preguntó Salazar.
—Sí.
—Miguel Coquechuanca nos dijo a fray Juan y a mí que ese banquero había abandonado la villa… Pero si aún vive en Potosí, podrá confirmar vuestra merced que fray Juan Fernández Carrillo es primo suyo… Y que lo que os he contado es la pura verdad.
—Hace seis meses que don Emilio Sanjuán Escalona partió hacia Sevilla llamado por el Consejo de Indias.
—¿Veis? —se apresuró a decir Salazar—. Si yo fuera un enviado del Consejo de Indias, lo sabría y no hubiera empleado esa argucia tan boba.
El licenciado Altamirano sonrió.
—Es evidente que sí. Hemos cometido una equivocación imperdonable con vos, capitán Salazar. Os presento mis disculpas.
—Quedáis disculpado. Liberad a fray Juan para que podamos volver a Asunción cuanto antes —replicó secamente Salazar.
—Mañana ordenaré a Miguel Coquechuanca que lo saque del pozo. Es la hora del almuerzo. Me gustaría invitaros a comer para desagraviaros… Desgraciadamente, don Antón y yo tenemos un compromiso…
—¡Bastará con que nos quitéis las ligaduras! —repuso Salazar.
—Por supuesto —respondió Altamirano con una amplia sonrisa—. ¡Desátalos, Emilio! ¡Y después ordena que les traigan viandas y mantas!
Mientras el pelirrojo capitán nos cortaba las ligaduras, Altamirano añadió:
—Aunque ni don Antón ni yo podamos quedarnos, Emilio Cegarra, el capitán de mis corchetes, os facilitará todo lo que os sea menester. Aceptad de buen grado los alimentos que os traigan. Necesitáis comer y descansar; se os ve fatigados.
—En verdad lo estamos —intervino mi madre, ahuecando la voz para que pareciera varonil—. Desde nuestra llegada hemos sufrido tantos sobresaltos y quebrantos que apenas hemos podido dormir.
—¿Qué lugar es este? —preguntó Salazar. Por su tono de voz, era evidente que no confiaba en Altamirano por mucho que este nos sonriese.
—Los establos del cabildo. Podéis quedaros el tiempo que os plazca. Daré orden de que nadie os moleste.
Salió dedicándonos otra sonrisa, seguido de don Antón, que parecía confuso.
Al poco de irse, entraron dos mujeres con sendas cestas en la cabeza en las que portaban comida, vino y mantas.
Mientras comíamos, Salazar no quitaba ojo a la pistola de rueda que el capitán de los corchetes llevaba en el cinto. Mi madre me había explicado en una ocasión que las pistolas de rueda eran muy rápidas, pues no hacía falta que se encendiese mecha alguna para dispararlas. Era evidente que Salazar no se fiaba de las intenciones del corchete. Pese a la vigilancia de Cegarra, almorzamos con apetito, acompañando las viandas con buenos tragos de vino para combatir el frío.
Cuando terminamos, las criadas recogieron los manteles y se marcharon. Para nuestra sorpresa, Emilio Cegarra se fue tras ellas y nos quedamos solos.
Ya más tranquilos, pues pensábamos que nos habíamos dejado llevar por un exceso de suspicacia, planeamos el viaje de vuelta a Asunción. A Salazar le preocupaba no disponer de dinero para comprar víveres y canoas. Mi madre le habló de la diadema que nos había regalado el tuvichá, y le aseguró que con el importe de su venta habría suficiente para recompensar a Yagua y comprar lo que fuera menester.
Ana parecía ausente. Apenas hablaba.
—¿Hay algo que te preocupe, Ana?
—No, Mencía. Es el cansancio.
Mi madre bostezó. Nosotros, contagiados por ella, hicimos otro tanto. Sentíamos un sueño invencible, lo que no nos extrañó en absoluto, pues estábamos agotados después del intenso ajetreo de los últimos días.