XXIX

NOCHE EN EL FONDO DEL POZO

Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556

A lo largo de aquella interminable jornada, el capitán y el fraile, enajenados por las hojas de kuka, perdieron la cuenta de lo mucho que habían subido y bajado al fondo del pozo.

Una de las veces que salieron al exterior se encontraron con que había oscurecido por completo. Y Aruwiri dijo:

—Hemos acabado por hoy.

Aunque era noche cerrada, el cerro estaba iluminado por infinidad de fuegos. Desde lo alto semejaba una constelación de estrellas titilantes.

—¿Por qué hay tantas hogueras? —preguntó el fraile.

—Para alimentar a los hornos de viento —le contestó Aruwiri.

—¿También funcionan de noche?

—Las huayras no se apagan nunca; refinan mineral noche y día.

Según bajaban, vieron en los bordes del sendero a mujeres y niños polvorientos que recogían las piedras de mineral que se les habían caído de los zurrones.

—Son palliris. Trituran las piedras que desechan los mandones porque, a veces, hallan dentro unos hilillos de plata que les sirven para subsistir —les explicó Aruwiri.

Se desató una racha de viento helado, y al poco empezó a caer aguanieve. Estaban sofocados porque acababan de salir del socavón, y se les congeló el sudor.

Llegaron a la explanada media hora después temblando de frío, y los tres descargaron sus zurrones en silencio.

Salazar se fijó en lo mucho que se había incrementado la altura de los montones de mena a lo largo de la jornada. En la primera descarga de la mañana tendrían una vara de altura y ahora alcanzaban no menos de diez. En la explanada vio también a muchas palliris. Unas recogían las piedras del suelo, y otras, las que se caían de los zurrones de las llamas.

—¿Adónde llevan la mena esos carneros? —preguntó el capitán señalando las llamas.

—A la villa. Están empezando a amalgamar el mineral con azogue. Es más caro que las huayras, pero dicen que se saca más plata.

—¿Dónde dormiremos?

Aruwiri señaló un grupo de casuchas circulares de adobe, sin ventanas y con tejado de paja, que había al pie del cerro.

—En aquellas cabañas de allí abajo.

Salazar notó un retortijón en la boca del estómago. Después de haber trabajado todo el día, estaba hambriento. Mucho.

—¿Cuándo nos darán de cenar?

La sonrisa burlona que apareció en el rostro del indio le dio a entender que no probarían bocado hasta el día siguiente.

Aruwiri abrió la bolsa y le ofreció dos hojas de kuka.

—Te quitarán el hambre —dijo.

—Son tuyas —respondió Salazar. El tiempo en la mina había relajado el tratamiento.

—Me las dieron a mí porque soy el alumbrador.

—¿Podríais darme a mí también? —Fray Juan extendió la mano y el indio le puso en ella otras dos hojas—. ¿No tenéis más? Estoy helado y molido, como si me hubieran dado una somanta de palos.

—No es conveniente acullicar[41] más de dos hojas después del ocaso. Se os quitaría el sueño y mañana os sentiríais peor.

El indio los condujo a una cabaña de adobe con los techos tan bajos que los tres se veían obligados a permanecer encorvados. Poco a poco se fue llenando de cumuris, que se acomodaban en el suelo apretujados unos contra otros para soportar el frío. Aruwiri se tumbó, y el fraile y el capitán hicieron lo mismo.

La noche era muy fría. Y ninguno de los que estaban en la cabaña salía al exterior a hacer sus necesidades. El hedor resultaba insoportable, pero el fraile y el capitán no rechistaron. A lo largo de aquella interminable jornada habían aprendido a ser dóciles, a pasar desapercibidos…

Ya estaban dormidos cuando se abrió la puerta y apareció el capataz acompañado de dos subordinados que portaban cada uno un hacha encendida.

—¡Eh, vosotros dos! ¡Salid! —gritó en castellano.

Los dos españoles se acercaron a la puerta de la cabaña. El capataz les acercó el hacha a la cara y les sopló.

«Estamos tan ennegrecidos y cubiertos de polvo que le cuesta reconocernos», pensó Salazar.

—Estas cabañas son para los indios y vosotros sois negros —recalcó con sorna lo de negros a sabiendas de que eran castellanos—. Así que tendréis que pasar la noche encerrados dentro de la mina. ¡Tú, alumbrador! —le dijo a Aruwiri—, llévalos hasta la galería donde durmieron anoche y déjalos allí, ¡sin vela!

Aruwiri permaneció impasible hasta que el capataz repitió la orden en quechua. Entonces asintió como si acabara de entenderle. Encendió una vela en una de las hachas y les hizo una seña a Salazar y al fraile para que lo siguieran.

Recorrieron en silencio el camino que conducía a la bocamina, y bajaron, también en silencio, los numerosos escalones que llevaban al fondo del pozo.

—Alguien ha dado orden de encerraros aquí —dijo lúgubremente Aruwiri cuando llegaron a la galería donde habían pasado la noche anterior.

—Miguel Coquechuanca y su amo, supongo… Aunque me gustaría saber por qué. ¿Hay algún modo de escapar de este infierno?

El indio negó con la cabeza. La luz que llevaba en el pulgar se agitó haciendo titilar sus rasgos aguileños.

—Que yo sepa, nadie ha sobrevivido a ese intento.

—Antes de que te vayas, dime, ¿cómo es que hablas tan bien castellano?

—Mi padre era español y me lo enseñó. Pensaba usarme de lengua, pero debió de aburrirse de esperar a que creciera…

—¿Te abandonó?

—Es lo corriente. ¿Acaso tú no lo has hecho?

Salazar se mordió los labios. Que él supiera, había tenido tres hijos mestizos, cada uno con una mujer, y nunca se había ocupado mucho de ellos. Tan solo había procurado que no les faltara de comer.

—Tu padre fue un mal cristiano —intervino el fraile—. Su deber era haberte instruido en la verdadera fe.

—Mi abuelo materno me instruyó en la suya.

—No te gustamos, ¿verdad?

—¿Quieres que te mienta, capitán?

—Llevas todo el día socorriéndonos…, a riesgo de que te castiguen. Me pregunto por qué.

—¡Es caridad cristiana ayudar al necesitado! —intervino fray Juan.

—¡Callaos, fraile! Aruwiri no es cristiano… ni está interesado en serlo.

—¡Todos los hombres, sea cual sea su condición, anhelan convertirse a la verdadera fe!

—Solo he cumplido la ley de la mina —explicó el joven con parsimonia—. Dice que los cumuris hemos de auxiliarnos siempre; aunque seamos enemigos.

—Pero no te fías de nosotros…

—Los blancos que conozco son traidores, taimados y crueles.

—Yo también te habría ayudado, Aruwiri.

—Quizá. Pero en cuanto salieras de la mina, me tratarías como a un esclavo.

Salazar bajó la mirada.

—No estás errado… Solo que… nunca había conocido a un indio como tú.

—Quizá nunca te interesó conocerlo.

—Quizá… Pero a fe mía que he cambiado de parecer…

—¿En un solo día…? Estás ofuscado por las muchas desgracias que has padecido aquí abajo. Pero si regresaras con los tuyos, volverías a actuar como antes.

—¡No, vive Dios!

—¿Me sentaríais a vuestra mesa? ¿Me presentaríais a vuestros amigos? ¿A vuestra esposa? —Había vuelto a tratarlo de vos para poner en evidencia la distancia que los separaba.

Salazar agachó la cabeza.

—Seguramente no.

—¿Veis?

—No porque os tenga en poca estima, Aruwiri —intervino fray Juan con voz melosa—. Sucede que el capitán Juan de Salazar y Espinosa de los Monteros es un hidalgo y no es propio de hidalgos codearse con…

Aruwiri lo interrumpió con una carcajada.

—¡Que vuestras mercedes duerman bien!

Salazar agarró a Aruwiri del hombro.

—A partir de ahora haré lo imposible por enmendar mi comportamiento con los indios…, y contigo.

El joven lo miró fijamente, sin mostrar ninguna emoción:

—Mientras seamos compañeros de cuadrilla, arriesgaré la vida por vosotros si es menester. Después, si es que hay un después, cada cual seguirá su camino.

—Sea. Pero como hombres cabales que somos, fray Juan y yo queremos agradecerte todo lo que hoy has hecho por nosotros, Aruwiri.

—¿De verdad hubierais hecho lo mismo por mí?

Salazar era incapaz de mentir a un hombre que le miraba a los ojos.

—Quizá no.

—¿Por qué?

Salazar se pasó la lengua por los labios.

—Hasta hoy, juzgaba que los indios eran… distintos… a nosotros.

—¿Inferiores?

—Estaba errado. A veces, como en tu caso, sois mejores.

Aruwiri soltó una carcajada.

—¡Nunca esperé oír a un cristiano confesar tal cosa! ¡Que vuestras mercedes tengan una buena noche!

—¡Dios te ampare, Aruwiri!

Salazar y fray Juan se quedaron mirando cómo era engullida por las tinieblas la lucecilla que portaba el indio en el pulgar.

—Otra noche a oscuras, respirando este maldito polvo —masculló el capitán de mal humor.

—Rezaré para que Dios Nuestro Señor nos dé fuerzas para soportar esta cruz.

—Más nos valdrá buscar el modo de salir de este infierno. De continuar trabajando a este ritmo, reventaremos más temprano que tarde.