XXVIII

IRUPÉ REANUDA SU RELATO

Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556

Los guerreros a los que el tuvichá nos había confiado eran expertos remeros y buenos conocedores de la selva, y el viaje desde la tekoa a Potosí fue más rápido de lo que esperábamos.

El tuvichá estaba emparentado con tribus, algunas de las cuales eran chiriguanas, que vivían en la cuenca superior del río Pilcomayo. Y ellas nos facilitaron comida, refugio y ropa de abrigo para poder continuar el viaje. Esto tenía mucha importancia, pues las sierras que rodean Potosí son estériles, con muchas nieves y recios vientos, y sin su ayuda hubiéramos perecido.

Alcanzamos el asentamiento minero de Potosí en cuestión de semanas. Para entonces, Salazar y fray Juan estaban sacando mineral de las entrañas del Cerro Rico, pero nosotras lo ignorábamos. Es más, temíamos que hubieran muerto, ya que en los últimos poblados donde pernoctamos —los de las sierras— no supieron darnos noticias de ellos.

Al entrar en la villa de Potosí, nos sorprendió ver lo quebradas y en cuesta que estaban sus calles y el contraste que ofrecían sus edificios: algunos bellísimos, de esmerada construcción, y otros feos, bajos y mal ordenados. Se debía a que la población crecía sin mesura —algunos años se duplicaba— y no había tiempo de construir alojamientos decentes para tantos vecinos.

Rodeaban Potosí un círculo de rancherías, o barrios de casas de adobe, habitadas por indios y negros. En el barrio de los blancos había también bastantes casas de poco fuste, ya que muchos de ellos eran tratantes sin asiento fijo en la villa.

Los guerreros del tuvichá nos dejaron a Ana, a mi madre y a mí en la casa más grande y mejor construida de la ranchería, de lo cual dedujimos que nuestro anfitrión era un hombre de posibles.

Habían mandado aviso a su dueño de que llegaríamos esa mañana, y nos esperaba bajo el alero de su puerta.

Me sorprendió que vistiera como un quechua y no llevara ese palito de madera que los ava se clavan en la barbilla para ahuyentar a los malos espíritus.

—¿Por qué no llevas tembetá? —le pregunté en guaraní.

—Porque soy chiriguano, y en Potosí hemos adoptado los usos de otros pueblos —contestó en perfecto castellano.

Mi madre y Ana se alegraron mucho de que hablara nuestra lengua.

—Mi nombre es Mencía de Calderón —se presentó mi madre con una ligera genuflexión.

—El mío, Yagua, para serviros —dijo, correspondiendo al saludo de mi madre con una inclinación de cabeza—. Sed bienvenidas a mi casa.

—Gracias por acogernos.

—El tuvichá es cuñado de mi abuelo, y sus amigos también lo son míos.

Nos condujo a una habitación con las paredes y el suelo cubiertos de ricos tapices y espesas alfombras con adornos indios de fuerte colorido. Había un aparador con jarras de plata y una mesita rodeada de escabeles importados de España.

Nos indicó con un gesto que nos sentáramos y nos preguntó si ya habíamos desayunado.

—¡No! —exclamé yo, que estaba hambrienta, pues no habíamos comido desde la tarde anterior.

—No os preocupéis por eso —dijo mi madre, dirigiéndome una mirada de reproche—. Nos acomodaremos al horario de vuestras comidas.

Yagua nos llevó a la cocina, una habitación con un fogón en el centro, donde comían además de cocinar. Allí había dos mujeres indias. Una de ellas nos recibió con cordialidad, pero la otra se apartó a un lado. Tuvimos la sensación de que nos despreciaba. Sin embargo, Yagua nos explicó que estaba preñada y que las mujeres en ese estado no quieren hablar con desconocidos, pues piensan que eso podría causarle algún daño al niño.

La criada nos ofreció como desayuno unos tubérculos, cocidos entre ascuas, llamados papas, y una sopa de harina muy espesa y caliente que nos reconfortó mucho. Luego, tomamos mate con Yagua.

—Hemos venido en busca de un capitán que viaja acompañado de un fraile —le explicó mi madre—. ¿Sabéis algo de ellos?

Yagua, sorprendido por su ingenuidad, sonrió.

—Potosí es una villa muy grande, adonde llegan a diario muchos forasteros. Si me dais sus señas, trataré de indagar sobre su paradero.

—El capitán es alto, moreno, de porte aguerrido y edad madura, aunque bastante gallardo. En la mejilla tiene un tajo que le hicieron hace un mes. El fraile es joven, gentil, de facciones delicadas y tez clara.

—Preguntaré a los que sirven en las casas de los blancos si han visto a dos hombres de esas señas que hayan llegado recientemente a Potosí.

—Nosotras también los buscaremos.

Yagua hizo un gesto de contrariedad.

—Potosí es una villa peligrosa… Desde hace días se rumorea que están secuestrando a gente para llevarla a trabajar a la mina.

—Somos mujeres… No creo que corramos peligro.

—Sí lo corréis. Están escasos de manos para sacar la plata.

—¿Cómo es eso?

—Los mitayos huyen de las aldeas para que los caciques no los traigan a trabajar en las minas de Potosí.

—¿Quiénes son los mitayos? —preguntó Ana, curiosa como siempre.

—Los caciques proporcionaban al inca hombres para los trabajos comunales: los mitayos. Los españoles se apropiaron de esa tradición y…

—… abusan de ella para enriquecerse, ¿no es así? —concluyó mi madre.

Yagua asintió con expresión apesadumbrada.

—Me temo que así es. Obligan a los mitayos a trabajar en la mina desde el alba hasta el anochecer sin alimentarlos apenas. Muchos no regresan nunca a sus aldeas. Mueren sepultados en los derrumbes, despeñados en los caminos de acceso al cerro o por agotamiento… Aunque una mayoría perece de fiebres.

—¿Es que hay peste? —preguntó Ana.

—No… Sucede que en el interior de la mina hace un calor espantoso y el aire es irrespirable. Como los cumuris sacan el mineral al exterior, donde el frío es muy intenso, medio en cueros y sudando, al poco de llegar cogen catarros, asmas y calenturas y muchos mueren enseguida.

—¿No tratan de sanarlos? —se escandalizó mi madre.

—En abril del pasado año fundaron un hospital, el de la Santa Vera Cruz, que atiende a indios y españoles. A él llevan a los que sufren accidentes o enferman en la mina, pero no hay espacio suficiente para tantos.

—¿Cuántas camas tiene el hospital?

—Ciento cincuenta. Pero tan solo las atienden dos médicos, dos cirujanos y tres barberos, que se ocupan en primer lugar de los españoles. Los sanadores kallawayas son quienes se ocupan de los indios.

—¡Mejor! —exclamé yo—. Porque los médicos los matarían a sangrías.

Ana se echó a reír. Mi madre me lanzó una mirada de reproche y luego apartó la manta que llevaba sobre el vestido y le mostró a Yagua la diadema de oro que le había regalado el tuvichá.

—Os ruego que vendáis esta diadema cuanto antes. Adelantadnos algún dinero para buscar a nuestros amigos. El resto quedáoslo como pago por alojarnos.

—Señoras, no es preciso pago alguno. Considero un honor…

—¡No, Yagua! —le interrumpió mi madre—. Acordé con el tuvichá que así lo haría y no voy a faltar a mi palabra. Tomadlo como un regalo de su parte.

—Gracias entonces a los dos —dijo el chiriguano con una inclinación de cabeza.

—Necesito pediros otro favor: que nos compréis ropas de varón.

Yo me quedé estupefacta, pues vestir de varón iba contra los principios de mi madre. Y Ana soltó una nueva carcajada.

—Puedo prestaros algunas prendas mías —ofreció nuestro anfitrión.

—Queremos ropas españolas —puntualizó mi madre.

—Uso ropas españolas cuando salgo de la ranchería. Seguidme y os las mostraré.

Nos condujo hasta un dormitorio de grandes dimensiones, forrado con tapices y alfombras de lana de vivos colores. Se veían varias hamacas recogidas y, encima de cada una de ellas, una manta gruesa de color blanco. Además, había un baúl de cuero repujado y un espejo de cierto tamaño con marco de plata.

Yagua sacó del baúl camisas, golas, medias, calzas, jubones y capas.

Ana y mi madre se quedaron estupefactas al ver tantos trajes y de tanta calidad.

—¿Todas esas ropas son vuestras?

—Y de mis hijos. Escoged las que más se os acomoden.

—Son demasiado lujosas. Llamaríamos la atención —opinó Ana.

—Aquí es frecuente ver a indios y mulatos con terciopelos y brocados. —Yagua suspiró antes de continuar—: Potosí es la riqueza del mundo. Con la plata de sus entrañas se enriquece hasta el turco. Sería de justicia que sus habitantes gozáramos de esa opulencia, pero casi todos los dineros se nos van en comprar alimentos. En comparación, los brocados y terciopelos son baratos, y con ellos nos contentan.

—En Castilla sucede otro tanto —corroboró Ana—. Pese a toda la riqueza que llega del Nuevo Mundo, el pueblo vive peor que antes si cabe, pues los precios suben constantemente. Solo el rey y los nobles sacan provecho de tanta riqueza.

Yagua asintió.

—Vuestras mercedes pueden vestirse en mi dormitorio. Aquí está el único espejo de la casa…, y necesitarán verse.

En cuanto Yagua abandonó el cuarto, Ana y mi madre escogieron las ropas que les parecieron más adecuadas y se las pusieron.

Mi madre acarició la capa de paño que acababa de colocarse sobre los hombros.

—En la Península cualquier hidalgo presumiría de ropas como estas.

—Puedo aseguraros que mi padre jamás ha portado trajes tan magníficos —añadió Ana tocando el brocado que adornaba las mangas de su jubón—. ¿No deberíamos llevar espada?

—¿Para qué si no sabemos usarla?

—Parecerá raro que no la llevemos.

—Y si la lleváramos, correríamos el riesgo de que alguien nos desafiara…

—Deberían habernos enseñado esgrima.

Yo pensé que mi madre iba a responder a Ana con un exabrupto, pero me sorprendió.

—Sí. Las mujeres deberíamos ser capaces de defendernos.

Ana se puso al lado de mi madre para verse en el espejo. Parecía un jovenzuelo… extraordinariamente gallardo.

Mi madre se tocó las mejillas preocupada.

—Irupé y tú podréis pasar por mancebos imberbes, pero yo… debería tener barba.

Me enviaron a pedirle a Yagua una barba postiza, si es que podía conseguirla, y ropas más modestas para mí, pues Ana y mi madre acordaron que me hiciera pasar por su paje.

Yagua dijo que en Potosí era posible conseguir las cosas más extrañas, y salió de inmediato.

Volvió un par de horas después, con las ropas que le habíamos solicitado y la barba postiza para mi madre.

—Me he tomado la libertad de traeros también dos pelucas, pues de otra forma vuestras mercedes tendrían que cortarse el pelo —nos dijo.

—¡Es una idea excelente, Yagua! Pensáis en todo.

—¿Cómo habéis conseguido esas pelucas? —se interesó Ana.

—Hay una compañía de cómicos representando en la villa. Me enteré de que están alojados en una posada cerca de la iglesia de la Anunciación y fui a verlos. Tenían pelucas y barbas postizas para la representación y aceptaron vendérmelas a buen precio.

—¡Potosí no deja de sorprenderme! —exclamó Ana—. ¡Hasta cómicos llegan a este lugar! Me gustaría verlos representar. Desde que salimos de Sevilla no…

—Ana, no hemos venido a Potosí a ver comedias, sino a buscar a Salazar —la interrumpió mi madre.

Yagua sacó del bargueño una bolsa de cuero y se la dio a mi madre.

—Es todo lo que tengo en casa. Hasta que haya vendido la diadema, no podré conseguir más dinero.

Mi madre abrió la bolsa. Contenía cuatro monedas de plata.

—Con esto tendremos de sobra. Muchas gracias.

Ocultó la bolsa debajo del sobaco y se la ató al hombro, como había visto hacer a los hidalgos sevillanos para que no les robasen. A continuación, nos dispusimos a salir en busca de nuestros amigos.

—A los españoles y a los mestizos no les permiten vivir con los indios en las rancherías —nos advirtió Yagua—, por lo que no podéis salir de esta casa así vestidas.

Nos pusimos las ropas indias que traíamos encima de las castellanas. Yo no llevaba capa, pero mi madre y Ana, que sí las llevaban, se las enrollaron en la espalda como si fueran zurrones. De esa guisa salimos por la puerta.

Fuimos al cabildo, pensando que allí llevarían un registro de los recién llegados a la villa, y pedimos entrevistarnos con el alguacil mayor. En su lugar, quien nos recibió fue su secretario, un golilla escuálido de gesto amanerado.

—El alguacil mayor no está —nos espetó con voz atiplada.

—¿Cuándo volverá? —preguntó mi madre enronqueciendo la voz para que pareciera masculina.

El secretario la miró por encima de los anteojos y respondió con una sonrisa más falsa que los doblones de plomo:

—No es de vuestra incumbencia.

—Esperaremos su regreso.

Mi madre se sentó en un banco corrido, que había junto a la mesa del secretario, y nos indicó con un gesto a Ana y a mí que la imitáramos.

—¡Tardará!

—No tenemos ninguna prisa.

—El alguacil mayor no volverá hasta dentro de un mes. Ha ido a la Ciudad de los Reyes —se dignó explicarnos con el ceño fruncido.

—En ese caso, quizá vos podríais ayudarnos a localizar a unos amigos.

—No me ocupo de…

—Han debido de llegar a Potosí hace unos días —le interrumpió mi madre, olvidándose de ahuecar la voz—. Uno de ellos es un fraile… y el otro, un soldado.

Para nuestra sorpresa, el golilla dio un respingo.

—¡Dios nos ampare! ¡Cuánta depravación!

—¿A qué os referís? —preguntó desconcertada Ana.

—En Potosí sobran los mariones. Así que decidles a vuestros… amigos que no son bienvenidos en esta ciudad. ¡Ni vuestras mercedes tampoco!

Divertidas por el error del melindroso golilla, y convencidas de que no tenía la menor idea de dónde estaban el fraile y el capitán, nos dirigimos al templo de la Asunción, pues Yagua nos había dicho que en las calles adyacentes tenían sus negocios los banqueros de Potosí.

Logramos que nos recibieran cuatro banqueros, que nos trataron amablemente, aunque yo, que me fijaba mucho en las caras, noté en ellos cierto recelo. Quizá fuera algo propio de su oficio. O que nuestras voces les sonaban ahembradas por mucho que nos esforzáramos en disfrazarlas. Ninguno de los banqueros supo darnos señas ni del capitán ni del fraile.

Yo nunca había tratado con prestamistas, y me asombró lo rápido que se propagaban las noticias entre ellos. El siguiente al que visitamos ya sabía a qué íbamos. Era un hombre grueso, colorado, con doble papada y mirada sagaz.

—Como presumo que vuestras mercedes no quieren hacerme perder el tiempo, escuchen —nos dijo en cuanto entramos a su despacho, el más lujoso de los que habíamos visto esa mañana—: Hace más de cuatro meses que ningún buscavidas procedente de Asunción ha arribado a esta villa.

—Los hombres que buscamos han salido hace poco más de un mes de Asunción —insistió mi madre—. Quizá no tengáis noticia de su llegada.

—Yo tengo noticia de todo lo que sucede en Potosí —afirmó con aplomo el banquero.

—Uno de ellos es un fraile de unos veintiocho años y el otro…

—Ya os he dicho que no están aquí.

—¿Cómo podéis estar tan seguro?

—Lo primero que hacen todos los aventureros al llegar a Potosí es venir a pedirnos dinero para sus quimeras o despropósitos. ¡Dinero que después se gastan en naipes! ¡Lopillo! —gritó a su secretario—. ¡Acompaña a estos señores, que ya se van!

Lopillo, más impertinente si cabe que su amo, nos empujó hasta la puerta.

Hubimos de reconocer que el banquero no andaba descaminado en lo de que fray Juan y Salazar hubieran ido a pedirles dinero nada más llegar, lo cual nos causó cierto desasosiego.

Había pasado la hora del almuerzo y estábamos hambrientas. Así que paramos al primer hombre que vimos por la calle y le preguntamos por un figón o un puesto callejero donde comer.

Era un mancebo alto y agraciado que vestía un jubón de terciopelo a juego con las calzas y sombrero con pluma blanca. A mí me llamó la atención el mondadientes de filigrana de plata que llevaba colgado del cuello.

—¿De qué lugar provienen vuestras mercedes? —nos preguntó muy sonriente.

—De Asunción, en el Río de la Plata —contestó Ana olvidándose de enronquecer la voz.

—Me refería al lugar de España del que proceden.

—Somos extremeños —intervino mi madre ahuecando la voz, para que pareciera masculina.

—Yo soy vizcaíno.

—He oído que hay muchos en Potosí.

—Así es, en efecto. Mi nombre es Antonio Zubiria del Pino, para servirles.

Se echó la capa hacia atrás y nos hizo una reverencia con mucho donaire.

—El mío, Joaquín Llamas —dijo Ana imitando su saludo.

A mi madre la reverencia le salió aún peor, pues estaba nerviosa porque no se le ocurría ningún nombre.

—Yo me llamo José Martínez Zárate —dijo al fin.

Advertí una mirada burlona en Antonio Zubiria del Pino, y me pregunté si se habría dado cuenta del engaño.

—Vuestras mercedes me han preguntado por un figón. Pero no es menester que busquen ninguno.

—¿Cómo es eso? —preguntó Ana.

—Por la fiesta de Todos los Santos, es costumbre en esta villa obsequiar a los muertos con sus alimentos preferidos, y «los vivos» nos los comemos. Los alimentos, claro —se echó a reír.

—Pero el día de Todos los Santos fue hace ya días —objetó Ana.

—Las gentes adineradas de Potosí honran a sus difuntos durante toda la semana. Así que si vuestras mercedes gustan de acompañarme…

Perplejas, lo seguimos. Sus andares eran amanerados, como un barco que se mece. Nos condujo hasta una calle donde todos los edificios eran señoriales, construidos en piedra y con abundancia de escudos y ornamentos.

—¡Cuántos nobles hay en esta villa! —se admiró mi madre al ver tantos escudos nobiliarios en una calle del Nuevo Mundo.

—El dinero es lo que tiene…, ennoblece mucho…, incluso a los marranos —replicó burlón Antonio Zubiria del Pino.

Al llegar a mitad de la calle, nos quedamos boquiabiertos: el suelo estaba cubierto con una alfombra de láminas de plata, que refulgían con el sol.

—¡Pardiez! ¡Este suelo no se deja mirar! —exclamó mi madre entrecerrando los ojos.

Junto a las puertas de las casas, había altarcillos presididos por cruces, también de plata. Y al lado de cada altarcillo, una mesa con platos exquisitos: carnes, empanadas, golosinas, frutas, vino y kanwi.

Nuestro amigo se arrodilló con gesto devoto ante el altar más espectacular de la calle, presidido por una cruz de plata, oro y esmeraldas, y profusamente decorado con flores, candelabros, salserillas y jarras de plata y cristal.

Tras rezar unos minutos, Antonio Zubiria del Pino se volvió a la mesa de las viandas anexa al altarcillo. Estaba cubierta con un mantel de tul y presidida por un ángel con las alas de plata extendidas hacia los alimentos, como si los estuviera protegiendo. Sus platillos contenían los manjares más apetitosos que uno pueda imaginar. Antonio los probó con el fervor de quien no ha comido en un mes.

—Acérquense vuestras mercedes a honrar la memoria de estos difuntos —nos dijo.

Mi madre, Ana y yo obedecimos de buena gana. Los alimentos eran deliciosos. Pero a mitad de la calle teníamos tal hartura que desistimos de «honrar a más difuntos».

Antonio Zubiria del Pino resultó ser un tragatajadas insaciable y continuó «venerando difuntos» hasta el final de la calle. Tras limpiarse los dientes con mucho donaire —tenía las maneras de un lindo de la corte—, nos preguntó:

—¿Les apetecería a vuestras mercedes acompañarme a jugar una partida de naipes? En Potosí hay casas de juego que pueden competir con las de Sevilla en fausto y señorío.

Mi madre y Ana intercambiaron una mirada de entendimiento, y llegaron a la conclusión de que, si había alguna posibilidad de encontrar a Salazar, era en un garito.

—Será un honor acompañaros, don Antonio —contestó mi madre.

Seguimos al vizcaíno por las calles de Potosí, que me parecieron tan sucias y malolientes como las de Asunción. A nosotros los guaraníes nunca se nos ocurriría arrojar la basura y los excrementos a la plaza de nuestra tekoa. En cambio, los blancos sí lo hacen, ¡y a la puerta de sus casas!

Al pasar por una plazuela, vimos a un grupo de niños jugando al corro. Cantaban una canción que Mencía, mi madre, me había enseñado y que todavía recuerdo:

De una,

de dola,

de tela,

canela,

cumaque,

de vela,

de vela velón:

cuéntalas bien,

que las once son.

Me quedé rezagada viendo jugar a los niños, y Ana y mi madre volvieron corriendo a buscarme. Creí que era para evitarme una contrariedad, pues, al ser india, los niños podrían abominar de mí. Pero no se trataba de eso. Querían distanciarse de Antonio Zubiria para poder intercambiar confidencias. Y aprovecharon la excusa que yo les había proporcionado.

—Para mí que este don Antonio es un enganchador[39] y pretende dejarnos sin blanca —susurró mi madre.

—No le será difícil. Nosotras ignoramos las tretas, fullerías y floreos de los naipes —replicó Ana—. Pero aun a riesgo de que nos desplume, es más seguro ir con él que ir solas a las casas de juego.

—¿Tú sabes jugar a la baraja, Ana?

—No.

—Yo tampoco.

—¡Estamos apañadas!

—Algo se me ocurrirá para salir del paso.

Cuando regresamos junto al vizcaíno, mi madre ya tenía lista su respuesta:

—Don Antonio, tengo que confesaros que ninguno de los dos sabemos jugar a los naipes…

—¿Cómo puede ser eso? ¿De dónde han salido vuestras mercedes?

—De un convento —se apresuró a contestar Ana.

—¿Son frailes?

—Cuando nos llegó el tiempo de profesar, nos salimos…, por falta de vocación.

La cara del vizcaíno mostró gran contrariedad.

—Pero tenemos gran deseo de aprender. —Ana hablaba con entusiasmo, como si la emocionara iniciarse en algo que le había sido prohibido. Era una buena cómica.

Antonio Zubiria echó una mirada calculadora a nuestros trajes.

—Supongo que vuestras mercedes no ignoran que en las casas de juego se apuesta dinero.

—Eso no será problema; tengo la islilla bien cubierta —dijo mi madre dándose unos golpecitos a la altura de la axila.

La cara de Antonio Zubiria del Pino se iluminó con una sonrisa.

—¡Tengan por seguro que, antes de que termine el día, haré de vuestras mercedes auténticos tahúres!

—Mi padre siempre decía: «¿Quién gana siempre la rifa? Quien inventa la engañifa» —dijo Ana—. Así que será mejor no apostar hasta saber jugar.

Antonio soltó una carcajada.

—No desconfíen vuestras mercedes, que no voy a llevarlos a un garito de fulleros, sino a una de las casas de tablaje más prestigiosas de Potosí. ¡Y me cuidaré de que no malgasten sus dineros!

—Empezad por decirnos el valor de las cartas —pidió mi madre, que, viendo que no podía zafarse de jugar, intentaba perder la menor cantidad de dinero posible.

—No se agobien vuestras mercedes, que es más sencillo de lo que parece y aprenderán presto.

Antonio Zubiria se detuvo ante un edificio de piedra y ladrillo de gran amplitud que ocupaba casi una manzana y tenía una balconada de madera. Golpeó la aldaba y enseguida nos abrieron. Tras atravesar un patio, entramos en una estancia muy amplia, con las paredes cubiertas de tapices y profusamente iluminada gracias a los candeleros de las mesas y los numerosos hachones distribuidos por el recinto.

A izquierda y a derecha de la sala había dos chimeneas encendidas que nos obsequiaron con un calorcillo placentero.

—Es el primer lugar de Potosí donde no siento frío —afirmó Ana.

—¿Estaréis conmigo en que esta casa de tablaje no tiene nada que envidiar a las de Sevilla? —nos susurró don Antonio.

—A fe mía que no… —le contestó mi madre, asombrada por la magnificencia de aquella sala.

Había no menos de treinta mesas con tapetes de terciopelo. Y en cada mesa se sentaban seis o más jugadores rodeados de otros tantos mirones.

El coimero o dueño del garito se nos acercó con una sonrisa esplendorosa.

—¡Albricias, don Antonio! Veo que venís bien acompañado —le saludó mientras de reojo calibraba el valor de nuestros vestidos.

—Traigo a dos amigos interesados en probar el tablaje de vuestra casa. Así que dadnos una mesa de confianza. Y arrimadles un par de pedagogos, porque son tahúres inexpertos —añadió guiñándole un ojo.

El coimero, sin perder su escayolada sonrisa, nos condujo hasta el extremo opuesto de la sala. Ana y mi madre miraban atentamente los rostros de los jugadores, tratando de reconocer en alguno al capitán.

El aire de la estancia estaba perfumado con maderas de Brasil, pero a medida que avanzábamos yo notaba una pestilencia muy viva a pedorreras. No me explicaba de dónde provenía. Sin embargo, al pasar junto a una mesa, uno de los tahúres se levantó.

—¡Quédese vuestra merced donde está! —le dijo el coimero—. ¡Que yo haré que le traigan un orinal para que no le sea menester abandonar el juego! Que salir de esta pieza tan abrigada a otra más fría no engendra más que catarros, jaquecas y asmas. ¡Mancebo, capa y orinal para este hidalgo! —gritó a un criadillo que pululaba entre las mesas.

Arreglada la urgencia, el coimero nos llevó hasta un rincón donde jugaban cuatro hombres. Dos de ellos —uno alto y otro bastante bajo— se levantaron al vernos llegar.

—No cesen vuestras mercedes el juego por nosotros —dijo mi madre engrosando la voz—. Queríamos preguntarles por dos amigos…

—Bajón y Alzacuellos ya habían acabado de jugar —la interrumpió con voz bronca uno de los tahúres que se habían quedado sentados. Era manco, y su mirada aviesa desasosegaba al más templado.

—Empiecen vuestras mercedes otra partida, que a nosotros más nos satisface mirar que jugar —dijo Ana.

—Nuestros amigos han debido de llegar hace una semana… —continuó mi madre—. Quizá vuestras mercedes los hayan…

—Alzacuellos y yo no jugaremos más por hoy —la interrumpió Bajón.

—En ese caso, quédense detrás de mis amigos para dirigirles el juego —dijo Antonio—, que, si ganan, sabrán recompensarlos.

—Dudo que ganemos… —masculló azorada mi madre, pues veía que nos estaban tendiendo una trampa.

—Hace un mes, un hidalgo que era la primera vez que jugaba ganó quinientos ducados gracias a nuestras lecciones —dijo el tahúr alto al que llamaban Alzacuellos.

—Y nosotros mordimos el quinto por aconsejarle bien —concluyó Bajón.

—Alzacuellos y Bajón son los mejores pedagogos de naipes de Potosí —aseveró Antonio.

—¡Siéntense vuestras mercedes de una vez! —ordenó el Manco.

Ana y mi madre se acomodaron en las sillas que acababan de dejar los tahúres y yo me quedé detrás de ellas. Pero el tal Antonio me advirtió:

—Quita de ahí, mancebo. No vayan a confundirte con un apuntador de cartas. Deja ese lugar a los pedagogos.

El Manco sacó un real de a ocho de la faltriquera y lo soltó ruidosamente sobre la mesa. Mi madre echó mano a la bolsa que llevaba en el sobaco y sacó otro real de a ocho.

Tardaron menos de dos padrenuestros en limpiarnos la moneda.

—¿Han visto en esta casa a un capitán de unos cincuenta años, moreno, gallardo y con una cicatriz en la mejilla? —insistió mi madre.

—Hablaremos cuando acabe el juego, que no conviene que nos distraigamos —contestó el Manco.

—Nosotros… no vamos a jugar más, ¿verdad, José? —dijo Ana poniéndose en pie y haciendo una seña a mi madre con la cabeza.

—Perdonad la descortesía de estos hidalgos amigos míos. Desconocen las reglas de esta casa —dijo Antonio a los tahúres.

—¿Qué reglas son esas? —preguntó mi madre.

—No ha de abandonarse el juego a la primera pérdida so pena de ser tachado de cobarde —afirmó el Manco en tono amenazador.

Mi madre, resignada, sacó otra moneda.

Para mi sorpresa, Ana y mi madre ganaron las cuatro partidas siguientes. Yo me temí que les estuvieran haciendo la fullería del lamedor que consiste en cebar al tahúr para pelarlo después. Pues ellas, al ver que ganaban, habían quedado atrapadas por el juego. Los ojos les brillaban como ascuas y las manos les temblaban de emoción. Los pedagogos no paraban de hacerle señas al Manco con ojos, cejas y manos para indicarle las cartas que llevaban, pero ellas parecían no darse cuenta. Y decidí intervenir.

—Amos, os recuerdo que hemos de entrevistarnos con Pedrálvarez antes de la noche —mentí para sacarlas del juego.

—No le importará esperarnos hasta que acabemos esta partida —replicó Ana, decidida a no renunciar a la racha ganadora.

Como me temía, la racha resultó ser perdedora. A partir de ese momento mi madre y Ana no hicieron más que perder. Una verdadera fortuna: seis reales de a ocho.

El Manco entró en cólera cuando mi madre le dijo que no tenían ese dinero. Él y sus tahúres nos arrinconaron contra la pared con sus toledanas.

Antonio intercedió por nosotras:

—Serénense vuestras mercedes. Estoy seguro de que mis amigos sabrán responder de su deuda.

—Sí, mañana traeremos el dinero —afirmó mi madre contrita y olvidándose de ahuecar la voz—. Si además averiguan el paradero de nuestros amigos, les daremos a vuestras mercedes una recompensa extra.

El Manco sonrió socarrón y apartó la espada del pecho de mi madre.

—¿Tan queridos les son?

—Tenemos mucho interés en encontrarlos.

—Comprendo… Para que vuestras mercedes vean que nos les guardamos rencor, nos gustaría invitarlos a un trago.

—No queremos que se nos haga tarde. Vamos desarmados —se apresuró a decir Ana.

—Después los acompañaremos a su casa, no se preocupen.

—Pero…

—¿Acaso vuestras mercedes van a hacernos el agravio de rechazar nuestro convite?

No pudimos negarnos y salimos de la casa de tablaje escoltadas por los cuatro fulleros, cinco si contamos a nuestro supuesto amigo Antonio.

A pocas varas de distancia de la casa de juego, había una casona de buena factura, mejor incluso que la casa de tablaje.

El Manco llamó a una puerta con una secuencia de golpes recios y ligeros que nosotras interpretamos como una señal convenida.

Nos abrió un mulato muy alto, de piel color canela y ademanes delicados. A mí me pareció el hombre más hermoso que había visto nunca. Vestía una saya de terciopelo azulado que le llegada hasta medio muslo y medias de seda de color perla con hilos de plata que realzaban sus interminables piernas. Se alumbraba con una bujía que hacía refulgir sus abundantes joyas de plata.

—¡Vive Dios, Julián, estás hecho un Marigalleta con esos vestidos! —exclamó Antonio.

—¿Te gustan, Antoñito? Cuando quieras, te los presto.

—No tengo tu apostura. Necesitaría pantorrilleras para las piernas.

El hermoso mulato clavó los ojos en mi madre.

—¿Qué me traéis hoy? ¿Un Maribarba?

—¡Y dos Maribobales! —El Manco nos señaló a Ana y a mí.

Tras examinarnos concienzudamente, el mulato dijo:

—Pasad y os pagaré.

—Mañana, que ahora hemos de volver al negocio del tablaje.

—Si vuestras mercedes se van, nosotros también, que ahí dentro no conocemos a nadie —se apresuró a decir mi madre.

—Esta es una de las mejores casas de conversación de Potosí. Dentro hallarán vuestras mercedes gentes muy de su gusto y condición. Y es probable que puedan darles noticia de esos caballeros que buscan —dijo el tal Antonio.

—Pero… sin conocerlos…

El mulato agarró del brazo a mi madre y dijo:

—Yo os los presentaré.

La estancia adonde nos condujo el mulato Julián nos dejó boquiabiertas. Era aún más suntuosa que la casa de tablaje donde nos habían desplumado. Los suelos, las paredes e incluso las antepuertas estaban cubiertos de alfombras y tapices flamencos. Había pinturas italianas y mesas de mármol con incrustaciones de lapislázuli y ágatas. Distribuidas por toda la sala había también mesillas donde se veían copas y jarras de cristal veneciano con bebidas de nieve y platicos con frutas, garrapiñadas, manjar blanco y otras exquisitas viandas.

En aquella sala se hallaba, sin duda, lo más granado de la ciudad, pues había gentilhombres, comerciantes, militares y clérigos, todos ellos vestidos con mucho adobo de plata y oro.

Algunos jugaban a la baraja. Otros conversaban recostados sobre los cojines de brocado. Otros lo hacían de pie, distribuidos en corrillos. Todos portaban ricas joyas: cadenas de oro y plata, toisones, sortijas, veneras…

—Nos hemos pasado de desconfiadas —le susurró mi madre a Ana—. Se ve que son gentes de calidad.

—¡Y de dineros! ¿Te has fijado en el vino? ¡En Asunción hace años que hasta el corregidor bebe chicha!

El mulato Julián paseó a mi madre y a Ana por los corrillos de la sala. Las presentaba como dos jóvenes hidalgos recién llegados a Potosí. A mí no me prestaban atención porque suponían que era su paje.

Mi madre y Ana, en vista de la buena disposición con que los caballeros de la sala las atendían, les preguntaban por Salazar y fray Juan, pero ninguno supo darles señas de ellos.

Estaban comiendo unas garrapiñadas cuando se nos acercaron dos caballeros, y tras mirarnos de forma que a mí se me antojó insolente, el más recio de los dos le preguntó a mi madre:

—¿Cómo os llamáis?

Vestía jubón y calzas de terciopelo granate con brocados de oro y plata, y una lechuga de encajes y puntas alrededor del cuello.

Mi madre vaciló un segundo. La actitud del hidalgo la ponía nerviosa y no se acordaba del nombre que le había dado a Antonio.

—José Martínez Zárate —contestó al fin.

El segundo hidalgo era flaco y natilloso, y vestía saya de terciopelo negro hasta los tobillos, con adornos de azabache. Por sus ropas y maneras me recordó a un clérigo.

—Y vos, ¿cómo os llamáis? —preguntó a Ana.

—Joaquín Llamas.

—¿Ese mancebillo es vuestro esclavo? —preguntó señalándome.

—No. Es un niño a quien he criado como a un hijo… —dijo madre—. ¿Cuál es el nombre de vuestras mercedes?

Fulminándola con una mirada reprobatoria como si la pregunta fuera del todo impertinente, el hidalgo recio dijo:

—Mi nombre es don Acacio Contreras.

—Y el mío, don Pancracio Espada Gomariz —añadió el que tenía aspecto de clérigo—. Acompañadnos.

—¿Adónde? —preguntó mi madre.

—¿Acaso no sabéis qué lugar es este?

—Una casa de conversación…, ¿no?

—Sí… Aunque algo especial… Aquí, además de jugar y conversar, se hacen otras cosas.

Don Acacio se metió el dedo entre la gola y el gaznate para rascarse la nuez, y le ofreció el brazo a mi madre. Y el que tenía pinta de clérigo le ofreció el suyo a Ana.

Vi que mi madre y Ana empalidecían, pues que aquellos hidalgos les ofrecieran su brazo como si fueran mujeres solo podía significar que las habían descubierto.

Echaron a correr por la sala en dirección a la puerta. Yo las seguí.

—¡Julián! ¡Avisa a los guardas! —gritó Pancracio.

—¡Orejas, Organista y Liendroso, venid! —vociferó el mulato Julián asomándose al pasillo.

Antes de alcanzar la puerta de la calle, nos cortaron el paso tres macarros arrufados con las espadas desnudas.

—¡Se acabó la carrera, pichones! —gritó el más alto de los tres, un jaque descomunal con las orejas cortadas.

Mi madre intentó escabullirse, pero el desorejado la atiborró a cintarazos hasta que cayó al suelo gimiendo de dolor.

El segundo macarro, un tipo con más zurrapas en el pelo que el trasero de una oveja, derribó a Ana y empezó a patearla.

Yo, inocente de mí, grité:

—¡Unos caballeros nos invitaron! ¡No hemos robado nada!

—¡Ciérrale el pico a ese indio para que no diga más sandeces, Organista de Palos[40]! —dijo el desorejado.

El Organista rodeó mi cuello con sus recias manazas entrenadas en el remo. En esto apareció el mulato Julián.

—¡Quietos! ¡Que vais a deslustrar la mercancía! Dejadme a mí arreglar este entuerto. —Se nos acercó meloso—. ¿Por qué habéis salido corriendo, señores? ¿Acaso os han tratado mal los gentilhombres de ahí dentro?

—¡No! ¡Pero queremos irnos! —replicó Ana con firmeza.

Julián la agarró por la barbilla.

—Antes tenéis que pagar vuestras deudas. Así que, o complacéis a esos caballeros…

—… u os untaremos las nalgas con tocinos —concluyó el desorejado, al que paradójicamente apodaban Orejas. Y no hablaba de grasa, sino de látigo.

—Nosotros no debemos nada. Fuimos invitados a venir por don Antonio Zubiria del Pino.

—Ya es tarde para eso, pichón. —Julián estiró los morros tratando de besar a Ana, pero ella apartó a tiempo la cara.

—Si no nos dejáis marchar, ¡os denunciaremos a las autoridades! —dijo.

—Ahí dentro están todas —replicó burlón el mulato—. Pasad.

Le retorció un brazo a mi madre y la empujó para obligarla a volver a la sala.

El Liendroso pinchó a Ana en las nalgas con la punta de su puñal, para que la siguiera. Y el Organista de Palos me dio un puntapié en el trasero para que no me quedara rezagada.

Los jaques, precedidos por Julián, nos llevaron de nuevo ante don Pancracio y don Acacio.

—Aquí tienen a sus pichones —les dijo el mulato.

Acacio sacó una moneda de su manga y se la tiró a Julián, que la cogió al vuelo con asombrosa agilidad.

—Si a sus señorías les place, Orejas, Liendroso y Organista de Palos los acompañarán y esperarán fuera… Por si se resisten…

—Sea —dijo Pancracio.

Los macarros nos condujeron a empellones a un pasillo con puertas a ambos lados.

—Están todos los dormitorios ocupados —dijo un hombre grueso que hacía guardia a la entrada.

Ana dio un respingo al percatarse de dónde estaban.

—¿Es esto una mancebía? —preguntó.

Orejas soltó una carcajada.

—¡Si los bobos volaran, nunca veríamos el cielo!

—¡Caballeros, hemos sido víctimas de un engaño! —apuntó mi madre—. Vinimos invitados a esta casa pensando que era honorable. Pero en vista de que no es así, deseamos irnos. Tanto mi amigo como yo hemos hecho voto de castidad y no deseamos tener tratos deshonestos con mujeres.

—¡Os damos nuestra palabra de honor de que eso jamás sucederá en esta casa! —Acacio la atrajo bruscamente hacia sí y la besó en la boca.

—¡Soltadme! ¡Socorro!

—¡Silencio! ¿Qué gritas? ¿Crees acaso que estás en un berreadero de poca monta?

—¡Acabemos de una vez! ¡Que estos dos me están haciendo perder la paciencia! ¡Atadlos y buscadnos una habitación desocupada! —dijo Pancracio a los jaques.

En esto se abrió la puerta de una de las habitaciones en la que alcancé a ver una cama con sábanas de Holanda y colcha de brocado de plata, la más lujosa que había visto nunca.

—¡Una libre! —gritó el hombre grueso que hacía guardia a la entrada del pasillo.

—¿Os importa que compartamos la habitación, don Pancracio? —preguntó Acacio.

—Antes al contrario, será un placer compartirlo todo con vos.

Los jaques metieron dentro a empujones a mi madre y a Ana.

—Si vuestras mercedes precisan de ayuda, no duden en avisarnos, que aquí fuera nos quedamos —dijo en tono servil el Orejas al tiempo que se cerraba la puerta.

Me quedé junto al quicio llorando.

—¿Nos beneficiamos al putillo ese? —preguntó el Organista señalándome.

—Es indio.

—¿Y qué? Quien no tiene al hermoso besa al tiñoso.

Tras pensárselo, el Orejas contestó:

—¡Bah! ¡No me seduce atascar fuelles!

Se oían carreras, golpes y gritos en el interior del dormitorio. Yo, impotente, me eché a llorar. En cambio, los macarros parecían divertidos.

—Parece que esos dos se resisten a que les quiten las agujetas —farfulló Orejas entre risas.

—¡Serán vírgenes del ojete! —se burló el Liendres.

La puerta del dormitorio se abrió en ese instante y salió Pancracio Espada Gomariz tirando de Ana, que llevaba las calzas bajadas hasta media pierna y la peluca enganchada en la hombrera.

—¡Son hembras, vive Dios! —dijo con repulsión. Zarandeó a Ana para obligarla a volverse y que los jaques pudieran verle las vergüenzas.

Yo era una niña y no entendía por qué le disgustaba tanto a aquel caballero que fuera mujer. Advertí que Ana tenía las nalgas llenas de moretones y mordiscos y me asusté.

A continuación, salió Acacio del dormitorio empujando a mi madre, que también llevaba las vergüenzas al aire y la barba medio despegada.

—¿Se puede saber quién es el bellaco que trajo a estas mancebas a la casa? —preguntó.

—Antonio y sus rufianes nos dijeron que eran mariones.

—¡Pues os han engañado bien! ¿Y Julián? ¿Es que no distingue un coño de una pija?

—Julián pensó que estaban sin estrenar, no que fueran mujeres.

—¿Para qué le sirven las manos? Con una simple palpada nos hubiera ahorrado este berrinche.

—No os sulfuréis más y vayamos a escoger nuevo género, amigo mío —dijo Acacio levantándose la barriga para atarse las calzas—. ¡Y vosotros procurad que no nos quiten el dormitorio! —les advirtió a los macarros mientras se alejaba llevándose a Pancracio del brazo.

—Pierdan cuidado vuestras mercedes —contestó el Orejas.

En cuanto los dos hidalgos desaparecieron, los jaques nos quitaron las valiosas ropas que nos había prestado Yagua, incluidos los zapatos y las capas. Nos echaron en camisa de aquella malhadada mansión por una puerta trasera.

—¡Como se os ocurra contar lo que aquí habéis visto, vive Dios que os arrancaremos el pellejo! —nos advirtió el jaque antes de cerrar la puerta.

Echamos a correr despavoridas. Un viento helado que pasmaba los huesos como si estuviera a punto de nevar nos azotaba de frente. Habíamos recorrido una docena de calles tortuosas cuando empezó a llover aguanieve. Ana y mi madre, viendo que nadie nos seguía, se sentaron en el quicio de una puerta. Yo hice lo mismo.

Permanecieron mucho rato en silencio. Supuse que trataban de asimilar la infamia a la que las habían sometido. Estábamos medio desnudas: mi madre y yo en camisa, y Ana, con el jubón hecho trizas y las calzas caídas, ya que le habían roto las agujetas y no hubo forma de colocárselas en su sitio. Las ráfagas de lluvia nos daban de cara. El frío nos provocaba temblores y nos castañeteaban los dientes. Nuestros pies chapoteaban en el charco que se había formado alrededor de la puerta donde estábamos sentadas. Pero a ellas parecía no importarles. Tal era su consternación.

Por fin, mi madre se puso en pie y echó a andar con la mirada perdida. Ana la siguió sin decir ni una palabra, y yo fui detrás. Hubiera preferido mil veces verlas gemir, llorar, desesperarse, que sumidas en aquella mudez.

A medida que abandonábamos los barrios más pudientes de Potosí, la oscuridad crecía, pues los pobres no tenían dinero para alumbrar los altarcillos de los santos ni las puertas de sus viviendas. Y nos perdimos.

Vagamos durante horas por las intrincadas calles de aquella villa hasta que nos tropezamos con un grupo de indios de trajines que recogían la basura. Uno de ellos hablaba castellano y, gracias a sus indicaciones, logramos dar con la ranchería de los chiriguanos y la casa de Yagua donde estábamos alojadas.