NO ES TRABAJO PARA HIDALGOS
Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556
Juan de Salazar se despertó bañado en sudor y con una terrible sensación de ahogo. Abrió los ojos. No vio nada, absolutamente nada. Parpadeó una y otra vez. La oscuridad seguía siendo impenetrable. Trató de calmarse y buscar una explicación. Creyó hallarla: estaba sumido en una pesadilla y, en cuanto se despertara, volvería a ver. Se pellizcó los brazos y pataleó hasta hacerse daño en los talones. Cuando tuvo la certeza de que estaba despierto, volvió a mirar en todas direcciones. No distinguió ni una chispa de luz.
Lo último que recordaba era que se había acostado en una hamaca junto a fray Juan, en casa de Miguel Coquechuanca. Palpó a ambos lados de su cuerpo. Estaba tumbado sobre una superficie arenosa con piedras.
Se puso en pie de un salto. La sensación de ahogo con la que se había despertado se incrementó. Respiró con ansiedad. La boca y los pulmones se le llenaron de polvo. Escupió. En ese instante, se oyó un estruendo que hizo vacilar el suelo bajo sus pies. Al estruendo le siguió una nube de polvo espesa y cálida que lo ahogaba. Trató de calmarse y pensar.
«Lo primero de todo es averiguar en qué lugar me hallo», se dijo.
Estiró los brazos y caminó hacia delante tanteando, pero sus manos se hundían sin cesar en la nada. Se le ocurrió dar un salto, y su cabeza chocó contra algo duro, que se precipitó sobre él en forma de lluvia de polvo y piedras.
Entonces se dio cuenta de que «algo» se arrastraba hacia él, porque una leve corriente de aire chocaba contra sus piernas. Echó mano a la espada para defenderse, pero no la encontró, ni tampoco el puñal de mano izquierda. Se palpó el talle, los muslos y, por último, las vergüenzas… No solo lo habían desarmado… También le habían quitado la ropa. «¿Por qué me habrán dejado en carnes?», se preguntó.
La cosa, o lo que fuera que lo perseguía, seguía acercándose. No podía tratarse de un roedor, ni de una serpiente… A tenor de la cantidad de aire que desplazaba al moverse, era bastante más grande. El capitán retrocedió hasta que su espalda tropezó con una pared de roca. Viendo que no tenía escapatoria, esperó la llegada de la cosa con los brazos estirados.
Una voz aguda al borde del llanto gimoteó a sus pies:
—¡Por amor de Dios! ¿Hay alguien aquí? ¡Ayudadme!
—¿Fray Juan?… ¿Sois vos?
—Capitán… ¿Dónde estáis? No os veo. No veo nada… ¿Qué lugar es este?
—El infierno…
—¡Dios misericordioso, apiádate de nosotros! —gimió el fraile, abrazándose a la pierna izquierda de Salazar como si de un salvavidas se tratase.
El capitán se agachó para ayudarle a ponerse en pie. Este simple movimiento levantó una nube de polvo que los ahogó.
—¿Dónde estamos? —preguntó el fraile entre toses.
—Bajo tierra, creo. Parece que en una cueva.
—¿Nos han… enterrado vivos?
—No sé si vivos o muertos, pero nos han enterrado.
—¿Creéis que estamos muertos?
—Los muertos no hablan, fray Juan.
Se oyó un nuevo estruendo, seguido de una nube de polvo, que anegó los pulmones del fraile y del capitán.
—¡Te… ne… mos que sa… lir de a… quí! ¡O nos aho… ga… remos! —balbució el fraile entre toses.
Salazar, consciente de que, si decía palabra, el polvo se le metería hasta las entrañas, esperó a que la nube se posara en el suelo para responder:
—Tapaos la boca y la nariz y hablad lo menos posible.
—Casi no se puede respirar… ¡Vamos a morir!
—Lo que tenga que ser será…
Otra explosión, seguida de una nube de polvo algo más leve que la anterior, los sumió en un nuevo coro de toses y escupitajos.
El religioso comenzó a gimotear, lo que erizó los nervios del capitán.
—¡Dejad de lloriquear, fray Juan! ¡Si nos encontramos en esta situación es por vuestra culpa! ¡Os empeñasteis en traerme a Potosí! ¿O ya no os acordáis?
—¡Necesito dinero para salvar a Elvira!
—Decid mejor para amancebaros con ella.
—¡No es la ambición lo que me guía! Quiero ofrecerle una vida mejor… Apartarla del hombre que la maltrata… Aunque no lo creáis, el fin que me guía es compasivo…
—Es una mujer casada. El camino del infierno está empedrado de buenos propósitos, fray Juan.
—Creéis que soy un mal hombre, pero os equivocáis, capitán… Yo no quería ser sacerdote… Fue mi familia quien me obligó. ¿Qué culpa tengo yo de haberme enamorado de Elvira? Cuando su madre la casó contra su voluntad con Ruy Díaz de Melgarejo…
—Gran soldado y gran amigo mío… —puntualizó Salazar.
—Intenté olvidarla…, pero fui incapaz —continuó el fraile con voz temblorosa—. Ella también lo fue. Añoraba mi compañía, mis pláticas… Su esposo la maltrata. Quiere abandonarlo, pero su madre no está dispuesta a consentirlo. Solo me tiene a mí…
Una nueva explosión, seguida de la consabida nube de polvo, los zarandeó contra una superficie llena de aristas que, al caer al suelo, les arañaron los brazos y los costados.
—¡No quiero morir! ¡Sacadme de aquí, capitán! ¡Sacadme de este infierno! ¡Por lo que más queráis! —suplicó el fraile entre hipidos y toses, mientras se agarraba con desesperación a una pierna del capitán.
—¡Comportaos, fray Juan! Sois un hombre de Dios. Él desprecia a los cobardes.
—¡Y los valientes colman los cementerios!
Cuando Salazar logró liberarse de la tenaza que el fraile ejercía sobre su pierna, este comenzó a llorar como un niño.
De haber tenido su espada, le hubiera dado un cintarazo a fray Juan para hacerle entrar en razón. El aire se hacía por momentos irrespirable y él mismo era consciente de que no les quedaba mucho tiempo. Deseaba hacer recapitulación de su vida y arrepentirse de sus pecados antes de entregar el alma. Había disfrutado de poco sosiego a lo largo de su existencia. En cambio, en ella abundaban las escaramuzas, las intrigas, las traiciones, las muertes… Demasiadas muertes.
«¡Te ruego que me perdones, Dios misericordioso, y acojas mi alma en tu seno! —musitó para sí a modo de oración—. He matado a muchos, lo sé… Algunos merecían morir, pero otros eran inocentes… Ancianos, mujeres y niños que no me habían hecho nada. En mi descargo, he de decir que siempre fui leal a mi rey y que, de los desmanes que cometí, muchos fueron con el propósito de engrandecer la Corona y adoctrinar a los indios en la verdadera fe para salvar sus almas. Soy un soldado, Señor, y ese es mi cometido. Fue mi forma de servirte… Unos usan la cruz y otros, la espada. Tú eres todopoderoso y, de haberlo considerado oportuno, habrías eliminado mi oficio de la faz de la Tierra… También maté por ambición, no lo niego…, aunque sabía que estaba mal. Cuando iba a casarme con Isabel de Contreras hice el propósito de regenerarme. Pero ella amaba al conquistador, al bizarro, al bravo…, y no podía defraudarla. Volví a enfangarme en ambiciones, peleas y muertes… La mujer que me habría ayudado a cambiar era otra. ¡Y ni siquiera me di cuenta!».
Se secó con las manos el rostro bañado en sudor al que se había adherido una gruesa capa de polvo.
«Soy injusto con Isabel. Ella me adoraba y esperaba verse correspondida. Yo la traicioné mil veces. Me agobiaba, y todavía me agobia, con sus zalamerías, sus arrumacos y, sobre todo, con sus celos… Claro que… no son infundados. La mujer y la estopa con poco fuego arden. Y yo fuego tengo para dar y tomar. —Sonrió como si estuviera contando sus escarceos amorosos a un camarada—. Cada vez que Isabel se entera de que le he sido infiel, me obsequia con una tanda de reproches, llantos y reprimendas ¡insufribles! Por mucho que le explico que como hombre estoy sujeto a apetitos que no puedo ni quiero controlar, no entra en razón y me aleja de casa…».
Dio un respingo. Le había parecido ver en la lejanía una luminiscencia tenue que se desvanecía y que, al cabo de unos segundos, volvía a aparecer. Se restregó los párpados. Volvió a abrir los ojos. Las lucecillas seguían allí, bailoteando en las tinieblas.
Agarró del cuello a fray Juan, que aún gimoteaba en el suelo, para obligarlo a mirar en dirección a los destellos.
—¡Dios sea loado! ¡Parecen luces! ¡Alguien viene a rescatarnos, capitán!
—¡Estamos aquí! —gritó Salazar.
Las luces se detuvieron un instante, pero enseguida reanudaron la marcha.
—¿Por qué no nos contestan?
—No lo sé… —respondió inquieto el capitán.
Se quedaron inmóviles, contemplando cómo las luces se agrandaban y desgarraban las tinieblas lentamente. No tardaron en descubrir que se hallaban en el interior de una cueva rocosa y lo que avanzaba hacia ellos era una fila de treinta bujías parpadeantes.
Oyeron un bisbiseo de voces sibilantes agrandado por el eco. Y fray Juan se arrodilló aterrorizado.
—¡Dios nos ampare! ¡La Santa Compaña!
—¿Qué es la Santa Compaña? —preguntó el capitán.
—Una procesión de almas en pena… —explicó el fraile con voz temblorosa—. ¡Hemos de desaparecer antes de que nos den alcance! ¡Corred!
—Estamos en una cueva y no hay más salida que esa. —Señaló la dirección por la que se acercaban las luces.
Sus portadores entonaron en ese instante una canturía en una lengua desconocida, y el fraile fue presa del pánico.
—¡Tapaos los oídos, capitán! ¡La Santa Compaña hechiza con sus cantos a los vivos para arrastrarlos al infierno!
—Los muertos no cantan… Y en el infierno ya estamos. Dejad de temblar, fray Juan, y vayamos a su encuentro. Sean vivos o difuntos, lo mejor es salir de dudas cuanto antes.
—¿Nunca habéis estado en Galicia, capitán?
—No.
—Las gentes de aquel reino saben cómo enfrentarse a la Santa Compaña. En el Camino de Santiago me hablaron de un remedio.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Agua bendita.
—Pues estamos apañados…, porque no veo ninguna pila de agua bendita por aquí.
—Entonces… tenemos que tratar de pasar desapercibidos: fingir que no los vemos para que no nos vean.
—Quedaos aquí fingiendo lo que gustéis, mientras me acerco a averiguar quiénes son los que vienen.
—¡No! ¡Tumbaos junto a mí! Y no os mováis ¡ni aunque la Santa Compaña nos pase por encima!
—¡Si he de morir, no será por aplastamiento de difuntos! —bromeó Salazar.
—Capitán, hacedme caso al menos en esto: si una de esas almas en pena os tiende su vela, ¡por nada del mundo la cojáis! ¡Tendríais que seguirla al infierno!
—No será peor que haberos seguido a vos —replicó Salazar mientras se alejaba al encuentro de las luces.
A medida que se aproximaba, la tenue iluminación de los que venían le permitió averiguar que lo que él había imaginado una cueva era un túnel excavado por manos humanas, pues tenía forma regular.
«Debe de ser una mina», dedujo.
Siguió caminando hacia las luces con paso resuelto, hasta llegar a la altura del hombre que encabezaba el cortejo.
—¿Quiénes sois? —le preguntó.
El hombre se detuvo, y alzó el dedo pulgar al que llevaba atada una vela. El capitán pudo verle la cara. Tenía facciones indias y lo que parecía un flemón en el carrillo derecho. Los que iban detrás también parecían tener los carrillos hinchados. «¡Cuánto sufren de las muelas estos desdichados!», pensó Salazar al verlos.
—¿Podéis decirme dónde nos hallamos, buen hombre? —preguntó en voz alta.
El indio retrocedió con los ojos muy abiertos, como si acabara de ver al mismo diablo. Luego, farfulló algo en una lengua extraña. Al hablar, se le movía el bulto de la boca, y el capitán comprendió que no se trataba de un flemón.
—¿Alguno de vosotros habla mi lengua? —preguntó de nuevo alzando más la voz.
La fila de indios retrocedió como si fuera Satán quien les hubiera hablado.
—¿No hay nadie aquí que hable cristiano? —insistió Salazar.
El fraile, que ya había llegado a la conclusión de que aquellos seres no eran almas en pena, se acercó al grupo. El capitán descubrió entonces que fray Juan, amén de estar desnudo como él, tenía la cara y el cuerpo ennegrecidos con betún.
—¡Estáis más negro que el suspiro de una chimenea, fray Juan!
—¡También vos lo estáis!
Salazar se miró el abdomen. Efectivamente, también a él lo habían embetunado de arriba abajo.
—Ahora entiendo por qué se han asustado tanto estos indios. ¡Han debido de pensar que somos diablos!
—Se me da bien comunicarme por señas. Les haré entender que queremos que nos lleven ante sus amos.
Fray Juan se acercó al primero de la fila y comenzó a hacerle señas con las manos. Aquello fue la gota que colmó el vaso. El hombre puso cara de espanto y echó a correr como alma que lleva el diablo por el túnel. Sus compañeros lo imitaron.
Se oyeron pasos precipitados y, de las tinieblas, surgió un hombretón de anchas espaldas y piel negra, aunque con rasgos indios.
«Un zambo», pensó Salazar.
—¡So! ¡Quietos! ¡Todo el mundo a la fila, vive Dios! —gritó el fortachón restallando el látigo. Continuó hablando en una lengua desconocida, mientras repartía latigazos a diestro y siniestro para obligar a los indios a rehacer la hilera.
Aquel capataz vestía a la española. Sudaba copiosamente, a pesar de que no llevaba jubón; tan solo una camisa con puntas deshilachadas.
Dos hombres malencarados llegaron a auxiliar al capataz, y entre los tres recompusieron la fila en pocos minutos a base de latigazos. Una vez que terminaron, el capataz se acercó a Salazar y fray Juan y les preguntó en perfecto castellano con la voz recia y profunda de un hombre negro:
—¿Quiénes sois vosotros, tiznados?
—¡Gracias a Dios que habláis nuestra lengua! —se adelantó el fraile, mostrando una sonrisa meliflua de las de aplacar a las fieras—. Mi nombre es fray Juan Fer… Agustín Ortega Álvarez —rectificó acordándose del nombre falso con que el día anterior lo había presentado Salazar—. Este es el capitán Juan… Rocamunde. Y vuestra merced es…
Esperó a que el capataz se presentara, pero este cruzó los brazos y guardó silencio.
—No sabemos cómo hemos llegado aquí —continuó el fraile.
—Volando no —se rio el hombre negro.
Salazar intervino:
—Nos hemos despertado en medio de la oscuridad más absoluta y no sabemos quién nos ha trasladado a esta mina… Porque esto es una mina, ¿no?
El capataz escupió.
—¿Tú qué crees?
—¿Por qué nos han traído aquí? —preguntó el fraile.
El capataz se encogió de hombros.
—A mí solo me han dicho que aquí abajo había dos cumuris nuevos y debéis ser vosotros.
—No somos cumuris, somos españoles.
El capataz soltó una carcajada.
—Los cumuris son los que acarrean el mineral.
—¡Pero si somos españoles!
—Eso no será impedimento. Hasta los tontos saben acarrear mineral y vosotros no tenéis por qué consideraros inferiores.
—¡Somos blancos! —insistió el fraile.
—Pardiez que aquí dentro no se notará. —Le hizo una seña a un indio que estaba en la fila para que se acercase. Era de los que llevaban una vela atada al pulgar—. Tú, Aruwiri, te encargarás de guiar a estos dos inútiles. ¡Y ay de ti si no suben la mena que les corresponde, porque sufrirás el mismo castigo que ellos!
El indio, un joven gallardo de ojos rasgados, permaneció impasible, como si no lo hubiera entendido. El capataz repitió la orden en quechua, y esta vez Aruwiri asintió.
Los ayudantes del capataz trajeron una manta, se la colocaron a Salazar en la espalda y se la ataron por delante. A continuación, lo empujaron para que se situara detrás del llamado Aruwiri. El capitán se percató de que el indio llevaba una manta igual que la suya.
Al momento, los esbirros intentaron atarle otra manta a fray Juan, pero él se resistió.
—¡No, tengo calor! ¡No necesito abrigarme! ¡Quitadme la manta! —decía.
—Esa manta no es para que te abrigues, necio; es un zurrón para que cargues el mineral —le aclaró burlón el capataz.
—¡Soy un hombre de Dios e hidalgo por los cuatro costados! ¡No me está permitido desempeñar tal clase de tareas!
—No sabía de vuestra condición. Como andáis en cueros y no lleváis crucifijo… ¡Claro que os lo tendríais que colgar de los compañones!
El fraile se ruborizó al hacerse consciente de su desnudez y trató de cubrirse con las manos.
—Me han quitado los hábitos… y el crucifijo…
Las carcajadas del capataz resonaron en la galería. Fray Juan, que no estaba hecho a tales afrentas, replicó airado:
—¡Tratadme con el respeto debido! ¡Arrodillaos y pedidme perdón!
El capataz subió el tono de las carcajadas.
—¡Latae sententiae! —gritó el fraile.
El capataz fingió asustarse del latinajo.
—¡Clemencia, reverendo padre! Solo bromeaba. ¡Apiadaos de este pecador! —Se arrodilló a los pies del fraile e hizo restallar el látigo sobre los pies desnudos del religioso.
—¡Es un sa… crilegio mal… tratar a un ministro!
Tuvo que dar un salto para sortear el segundo latigazo.
—¡Pagaréis por esta infamia! ¡Os acabo de excomulgar! ¡Latae sententiae!
El tercer latigazo del capataz le acertó de pleno en las nalgas.
Los gritos del religioso hacían a aquel retorcerse de risa.
Interrumpió su diversión la llegada de tres hombres. Uno llevaba un cántaro de agua; otro, una cesta de tortas; y el tercero, un zurrón lleno de hojas. El capataz, tras intercambiar con los tres hombres unas cuantas frases en quechua, se alejó con ellos por una boca de la galería.
Salazar cogió del brazo al fraile y lo acomodó tras de sí.
—No volváis a llamar la atención —le susurró—. Mostraos sumiso.
Uno de los esbirros del capataz gritó una orden en quechua, y la fila reanudó la marcha. Los dos españoles siguieron sin oponer resistencia a Aruwiri, el indio que les habían asignado como guía.
Mientras caminaba por la mal iluminada galería, Salazar seguía dándole vueltas al magín. «Dudo que a los hijos de Irala se les haya ocurrido escribir a Potosí avisando de nuestra llegada. Además, hemos venido bastante deprisa. Es imposible que el correo llegara antes que nosotros. Quienes nos han secuestrado tienen que haber sido Miguel Coquechuanca y Antón, su amo. Pero ¿por qué? Ni siquiera saben quiénes somos, pues les dimos nombres falsos».
Una explosión tremenda interrumpió las cavilaciones del capitán tirándolo al suelo. Siguió una lluvia de tierra y piedras, que obligó a toda la fila de porteadores a cubrirse la cabeza con los brazos. En medio de la cortina de polvo solo se oían toses, jadeos y escupitajos, con los que los porteadores se afanaban en sacar polvo de sus pulmones.
—¡Dios bendito! ¿Qué son estas sacudidas? ¿Terremotos? —preguntó fray Juan entre toses.
Salazar, tapándose la boca con la mano, respondió:
—Supongo que han hecho estallar una carga de pólvora…, aunque no estoy seguro.
—Si al menos pudiésemos preguntar qué ocurre…, ¡ninguno de estos indios entiende el cristiano! —Las toses no le dejaron continuar.
Cuando la nube de polvo se disipó, los alumbradores, cuyas velas se habían apagado a causa de la caída, las volvieron a encender, y la fila de cumuris emprendió de nuevo la marcha.
Aruwiri les indicó por señas que se pusieran detrás de él.
Vieron pasar por las bifurcaciones de la galería a varias filas de cumuris que, como ellos, caminaban de tres en tres. El que iba delante llevaba, igual que Aruwiri, una vela atada al pulgar para iluminar a los otros dos.
Después de un cuarto de hora, desembocaron en una galería más estrecha. Tanto que tuvieron que pegarse a la pared para dejar paso a dos hombres que llevaban a otro a rastras. Gracias a la vela de Aruwiri vieron que la cabeza del hombre que arrastraban dejaba en el suelo un reguero de sangre y sesos.
Fray Juan, sobrecogido, bendijo el cuerpo del difunto cuando pasó por su lado. Salazar se santiguó y agachó la cabeza.
A los pocos minutos, volvieron a cruzarse con los hombres que habían arrastrado al difunto. Por lo poco que habían tardado, Salazar dedujo que habían abandonado el cadáver en la galería ancha para que no estorbara el paso.
Llegaron a una zona iluminada por varios candiles dispuestos sobre los salientes de las peñas. Había tanto polvo que dificultaba la entrada de la luz y apenas podían ver. Tan solo oían repiqueteos y voces como de ultratumba mezcladas con risas.
Salazar no tardó en deducir que el repiqueteo lo producían los picos y barrenas al chocar contra la roca. Las voces de ultratumba eran de los mineros que arrancaban el mineral. Solo las risas le resultaban inexplicables.
—Si no me equivoco, estamos en el corazón de la mina —comentó a fray Juan.
Para su sorpresa, Aruwiri se sumó a ellos en perfecto castellano:
—Así es. Esta es una de las vetas principales.
Al fraile se le iluminaron los ojos.
—¡Habláis nuestra lengua! ¡Alabado sea el Señor!
El guía se puso el dedo índice en los labios.
—Hablad quedo. Los capataces no lo saben… y no quiero que se enteren. En aquel recodo están las pilas de mineral. —Indicó un lugar imposible de ver a causa de la nube de polvo en la que estaban inmersos—. Tenemos que llenar la alforja y subirlo a la superficie.
Tras soplar para apartarse el polvo de la cara, Salazar distinguió varios montones de mena a unas seis varas de distancia. Encima de cada uno había dos niños. A ellos pertenecían las risas que habían oído.
—¿Qué hacen todos esos niños jugando en este infierno? —le preguntó a Aruwiri.
En vez de contestarle, el indio se acercó a una de las pilas de mineral y se puso en cuclillas, de espaldas. Dos niños se subieron a lo alto del cúmulo y, en lo que se reza un padrenuestro, le llenaron la alforja de mena. Se incorporó e hizo una seña a sus compañeros para que lo imitaran.
Salazar así lo hizo. Cuando los niños le llenaron la alforja, le resultó tan pesada que casi no pudo incorporarse. Y a fray Luis tuvieron que ayudarlo entre Aruwiri y él, porque reculaba.
Un hombre muy robusto de piel oscura, seguramente un zambo como el otro capataz, se acercó a ellos y les gritó algo en quechua mientras agitaba la mano para indicarles que aceleraran el paso.
—Apresuraos ahora todo lo que podáis —susurró Aruwiri—. Vamos retrasados y hemos de alcanzar a nuestro grupo antes de que salgan a la superficie, o nos azotarán.
Era tanto el peso que llevaban a la espalda que a Salazar y al fraile les costaba un esfuerzo enorme caminar, y sudaban a mares.
Tras recorrer un buen trecho por la galería, desembocaron en una sala circular de unas cinco varas de diámetro.
—¿Por dónde seguimos ahora? —preguntó el capitán, pues aquella sala excavada en la roca no tenía más salida que la galería por la que acababan de entrar.
Aruwiri señaló hacia arriba y Salazar siguió su dedo con la mirada. En lo alto vio un círculo de luz del tamaño de un doblón. Aquella sala circular era una chimenea que llegaba hasta la superficie.
—Es un pozo muy profundo —masculló el capitán.
—No es tan alto como parece. A mitad de camino hay una galería que tiene salida a la ladera de la montaña.
—¿Cómo vamos a izarnos por él?
El guía arrimó su pulgar a la pared de roca para iluminar los dos gruesos troncos de árbol con peldaños labrados que estaban clavados en el suelo.
—Por esas escalas de patilla. Una es para subir y otra, para bajar —dijo.
El fraile exclamó asustado:
—¡Están clavadas en vertical!
—Las escalas de patilla son más seguras que las de cuerda —lo tranquilizó el indio—. Al estar labrados en la madera, sus peldaños no se mueven. Y hay cuerdas a ambos lados para agarrarse.
—¡No podré subir con este peso a la espalda! ¡Me despeñaré! —gimió fray Juan.
—No perdáis el sosiego y haced todo lo que yo haga. —Aruwiri se apretó las vendas de las manos, puso el pie derecho en el primer peldaño y añadió—: Los alumbradores vamos siempre delante.
Cuando llegó al quinto peldaño, le hizo una seña al fraile para que subiera tras él, pero el religioso estaba aterrorizado, y Salazar tuvo que empujarlo.
—Yo iré detrás para sujetaros. No temáis —dijo. Aunque pensó que si el fraile se le caía encima, se despeñarían los dos.
La distancia de los escalones no era regular y, en ocasiones, el fraile y el capitán perdían pie y tenían que agarrarse con todas sus fuerzas a las cuerdas que, a modo de barandillas, estaban situadas a ambos lados de la escala para no precipitarse al vacío. El capitán comprendió entonces por qué Aruwiri —al igual que los demás alumbradores— llevaba la vela atada al pulgar: necesitaba tener las manos libres para aferrarse a las cuerdas.
La subida les resultó a los españoles aún más penosa de lo que habían imaginado, pues la carga que llevaban a la espalda los empujaba hacia atrás, y tenían que hacer un esfuerzo enorme para mantenerse erguidos. A este mal se unían la dificultad para respirar, las toses provocadas por el polvo y el calor insoportable que emanaba de las entrañas de la Tierra.
Tras ascender unas diez varas, llegaron a una pequeña plataforma habilitada para descansar.
—A partir de aquí hay corrientes de agua y muchos peldaños están mojados —les advirtió Aruwiri, jadeando y cubierto de sudor—. Agarraos bien o podríais despeñaros.
Salazar y el fraile no le contestaron. Casi no podían respirar. Tardaron un par de minutos en escupir el polvo de los pulmones y recuperar el aliento.
Aruwiri les señaló las luces que se veían por encima de sus cabezas.
—Nuestra cuadrilla está ya en la siguiente plataforma. No podemos demorarnos más. La cuadrilla que viene detrás se nos echará encima —dijo al tiempo que se acomodaba la alforja para reanudar el ascenso.
—¡No puedo seguir! ¡No hago más que resbalarme! ¡Soy incapaz de subir un solo escalón más! —gimió fray Juan.
Salazar pensó que a él le pasaba lo mismo, aunque su orgullo le impedía manifestarlo.
—¡Claro que podéis! Todos podemos aguantar más de lo que pensamos. ¡Así que adelante! —manifestó el indio.
En el siguiente tramo coincidieron con una cuadrilla de picadores que bajaba por la escala de patilla vecina. Los utensilios que llevaban los picadores a la espalda, al estar tan próximas las escalas, se les enganchaban en el zurrón y tenían que agarrarse con todas sus fuerzas a los pasamanos de cuerda para no verse arrastrados al vacío.
Al llegar a la siguiente plataforma, el fraile y el capitán no cesaban de jadear.
—A partir de aquí la subida será más fácil porque los peldaños están secos —dijo Aruwiri.
—Yo ya no puedo más —gimió fray Juan.
—Entonces, descansaremos.
Al ver cómo el fraile y el capitán se lamían las manos desolladas por el roce de las cuerdas, Aruwiri sacó unos trapos de su zurrón para que se las vendaran.
Apenas habían terminado de hacerlo, se oyó una nueva explosión y de las profundidades del pozo subieron espesas nubes de polvo que les atascaron aún más los pulmones, lo que provocó un concierto de toses. Aruwiri y el capitán cesaron de toser cuando el polvo se asentó, pero fray Juan era incapaz de parar.
—¡Si no dejáis de toser, os ahogaréis! —El capitán se preocupó al ver que el fraile empezaba a amoratarse.
El religioso intentaba coger aire, pero no podía. Abría la boca con desesperación y, en vez de inspirar, emitía un estertor. Los ojos se le salían de las órbitas. Estaba a punto de dar el alma.
—Me… ahogo… —balbució.
Aruwiri pegó su boca a la del fraile y le insufló aire hasta que consiguió que recuperara el resuello, pero seguía fatigado e incapaz de continuar ascendiendo. El indio aflojó los cordeles de la bolsa que llevaba colgada del cuello, sacó una hoja de color verde, la enrolló y se la metió al fraile en la boca.
—Chupadla. Os ayudará.
—Me muero…
—No habléis y sosegaos. Dentro de un rato os sentiréis bien.
—¿Podéis darme unas hojas de esas a mí también, Aruwiri? —le preguntó Salazar.
—Ya no me quedan. Pero nos repartirán más después del almuerzo.
—¿Quiénes?
—Los españoles.
—¿Conocen esas hojas? —Salazar no salía de su asombro.
—Sí. Incluso nos permiten hacer pequeñas pausas para el akullikuy…
—¿Qué es eso?
—Vosotros lo llamáis acullico. Es un bolo de esas hojas que nos colocamos entre la mejilla y la mandíbula para que su jugo se disuelva lentamente en la boca.
—Lo conozco —le interrumpió Salazar—. Una muchacha nos dio un bolo de esos anteayer.
Fray Juan, que —tal como había pronosticado Aruwiri— había recuperado el resuello y las fuerzas, exclamó:
—¡Alabado sea el Señor! ¡Estas hojas son milagrosas!
—Así es. ¡El gran Manco Kapac nos las regaló!
—¿Quién es ese manco?
—Manco Kapac es el hijo de Dios.
A fray Juan se le desorbitaron los ojos al oír tamaña herejía.
—¡Jesucristo es el Hijo de Dios!
—Nosotros lo llamamos Manco Kapac.
—¡A partir de ahora lo llamarás Jesucristo! ¡Je-su-cris-to! —repitió fray Juan fuera de sí. Y comenzó a toser de nuevo.
—No me suena bien ese nombre; pero le llamaré como digáis… con tal de que no os alteréis —replicó Aruwiri con serenidad.
—El efecto de esas hojas es sorprendente —comentó Salazar para evitar que fray Juan volviera a ofender a su guía con otro arrebato—. Anteayer nos quitaron el cansancio y el hambre.
—Mi pueblo las usa desde antiguo. Quitan las aflicciones y dan fuerza y coraje para trabajar. ¡Incluso abren el pecho para que entre más aire en los pulmones!
—¿Cómo se llama la planta donde crecen esas hojas?
—Kuka. Al principio los españoles nos prohibieron consumirlas porque creían que la kuka era una planta diabólica. Pero cambiaron de opinión cuando se dieron cuenta de que sin esas hojas rendíamos la mitad en la mina.
—Pues yo, que las he probado —afirmó fray Juan—, doy fe de que el consumo de estas hojas incrementa virtudes cristianas como el esfuerzo, la laboriosidad y el coraje. Y si tengo ocasión, así lo…
—Deberíamos proseguir —lo interrumpió Aruwiri—. Nos estamos retrasando mucho. Casi no se ven las luces de nuestra cuadrilla.
Reanudaron el ascenso. El indio subía los escalones pausadamente, aunque sin perder el ritmo. Fray Juan, por efecto de la hoja, lo hacía ahora con más bríos que Salazar. Tardaron media hora en alcanzar la siguiente plataforma, pero Aruwiri dijo que no podían pararse a descansar.
El efecto de la única hoja de kuka que había tomado fray Juan se estaba desvaneciendo, y protestó:
—¡Este es un trabajo para bestias, no para cristianos!
Tras casi una hora más de ascenso, llegaron a una plataforma circular el triple de ancha que las anteriores, a la que el sol que penetraba desde lo alto de la chimenea iluminaba oblicua y débilmente.
—Descansaremos un momento —dijo Aruwiri.
Salazar y el fraile se tumbaron en el suelo para recuperar el resuello. Por su parte, el guía se dirigió a un tinajón de barro que estaba arrimado a la pared y regresó con un cazo lleno de agua para darles de beber. Una vez lo hubieron hecho, les mostró un túnel que partía de la plataforma. Salazar y fray Juan vieron que por él avanzaba una fila de lucecillas a cierta distancia.
—Deben de ser las de nuestra cuadrilla —dijo Aruwiri.
—¿Dónde desemboca ese túnel? —preguntó Salazar.
—En el exterior. En la ladera de la montaña.
—Pensé que se salía por ahí arriba. —El capitán señaló la boca del pozo.
—Así era hasta hace un par de años. Ahora han excavado un socavón de doscientas varas de longitud que sale desde esta plataforma hasta la ladera. Es más cómodo que escalar hasta la boca del pozo.
—No me explico cómo nos bajaron hasta el fondo de la mina a fray Juan y a mí.
—En la boca del pozo hay poleas para subir y bajar los objetos pesados. Aunque también es posible que os hayan bajado dos cumuris a sus espaldas.
—¿Por esas escaleras tan empinadas?
—¡Os asombraríais de lo que son capaces!
—¡Pensaba que los indios eran débiles!
—Estabais errado… en esa y en otras muchas cosas, capitán —contestó Aruwiri mientras se ponía en pie para reanudar la marcha.
El túnel estaba lleno de piedras afiladas que laceraban los pies descalzos del fraile y del capitán. Al poco de entrar, fray Juan se cortó con una piedra, y a Salazar, al intentar ayudarlo, se le desequilibró la carga y cayó encima de él.
Dos capataces corrieron hacia ellos y comenzaron a insultarlos en quechua al tiempo que blandían sus látigos.
Aruwiri los esperó impávido, arrimado a la pared rocosa. Cuando llegaron a su altura, se puso delante del fraile y el capitán y empezó a discutir con los capataces en quechua.
«¡Vaya temple el de este hombre!», pensó Salazar mientras ayudaba a fray Juan a ponerse en pie.
Siguieron avanzando por el túnel. Salazar se fijó en que, cada treinta varas, había dos guardas con látigos vigilando a los cumuris. Por fin, vieron un foco de luz y aceleraron el paso pese al cansancio que sentían. ¡Tan deseosos estaban de respirar aire limpio!
Llegaron a la bocamina sudando a chorros y tan sin aliento que tenían que mantener la boca abierta para respirar. Un hombretón grueso, malencarado y con una cicatriz en la frente vigilaba la salida.
—¿Quién es? —preguntó el capitán a Aruwiri en un susurro.
—Un pongo. Se cuida de que, durante la noche, no entre ni salga nadie por este socavón. No es la única seguridad que se toman. También cierran la cancela. —Señaló la verja de gruesos barrotes que estaba abierta hacia fuera.
En el exterior, la luz del sol los deslumbró como si les hubiera estallado un relámpago en la cara. Y una ráfaga de viento gélido que congelaba el sudor los hizo estremecerse.
—El viento en Potosí es perpetuo. En invierno hiela y en verano resfría —les explicó Aruwiri.
Comenzaron a toser, quizá a causa del frío o quizá para desatascar los pulmones. No eran los únicos: en las laderas de la montaña, se oían de continuo ecos de toses y carraspeos.
Salazar hizo el esfuerzo de levantar la cabeza, pues la carga le obligaba a caminar inclinado hacia delante. Vio que estaban cerca de la cima del Cerro Rico, rodeados de montañas cubiertas de esparto prácticamente yermas y, aun así, hermosas.
—El paisaje es magnífico —dijo impresionado.
Los rayos del sol se filtraban entre las nubes en movimiento y encendían a su paso los cerros, tiñendo de azules, violetas y grises las montañas que quedaban en la sombra.
—Sí que lo es —respondió Aruwiri—. Y sin embargo, ahí está la boca del infierno. —Su índice apuntó hacia la cima del Cerro Rico.
—Un nombre muy congruente…
—Nos estamos entreteniendo mucho. Más vale que sigamos.
El capitán se fijó en el dédalo de senderos que partían desde la ladera y por los que caminaban en fila los cumuris y unos animales parecidos a carneros.
—Hemos de descargar el mineral allí abajo. —Aruwiri señaló una planicie, al pie del cerro, donde se acumulaban montículos de mena—. ¡Aquella es nuestra cuadrilla! ¡Daos prisa! ¡Hemos de alcanzarla antes de que llegue a la explanada!
El guía echó a correr por el sendero estrecho y pedregoso que bordeaba el precipicio. Salazar y fray Juan lo siguieron, pero cada pocas varas tenían que pararse a coger aire, pues la altura y la pesada carga que transportaban les provocaban mucho sofoco. Para colmo, las numerosas hogueras que había en la ladera los atosigaban con su humo.
A fray Juan, en su afán por caminar pegado lo más posible a la pared para evitar despeñarse, se le enganchó el zurrón en una roca y el mineral se le desparramó por el suelo. Aruwiri y Salazar volvieron sobre sus pasos y entre los dos comenzaron a cargar el mineral en el zurrón de fray Juan. No se percataron de que, desde un montículo situado a unas quince varas de distancia, los observaban un indio y un castellano abrigados con suntuosos ropones y con sendos pellejos de vino.
Hasta que oyeron sus carcajadas.
—¡Fíjate en esos tres perros de ahí enfrente, Manuel! ¡No paran de resollar!
—¿Quiénes son esos que nos insultan? —preguntó Salazar en voz baja mientras introducía la mena en el zurrón de fray Juan.
—Un corregidor de Charcas y su mandón —respondió Aruwiri entre dientes—. Cuando empinan el codo, se divierten injuriando a los cumuris. Nos llaman perros por lo mucho que jadeamos.
—De borracho a loco, va muy poco —masculló Salazar enojado—. Parece que en Potosí el que uno sea indio y el otro español no es obstáculo para que sean amigos.
—Aquí al perro con plata se le llama señor perro… y da lo mismo el color que tenga.
—¡Eh! ¡Vosotros tres! ¡Como sigáis perdiendo el tiempo, avisaré a vuestro capataz! —gritó con voz aguda el corregidor, un hombrecillo regordete de baja estatura.
El capitán dejó de coger mena y se llevó instintivamente la mano derecha al costado. Pero no tenía espada.
—No prestéis oídos a sus insultos —le advirtió Aruwiri—. Ni siquiera trabajamos para ellos.
—¿Para quién trabajamos?
—Para don Antón de Ursúa y Mondragón.
—¡Entonces fue él quien nos secuestró! —intervino fray Juan—. Pero… ¿por qué?
—¡Eh! ¡Negros! ¡Dejad de platicar y daos prisa! —Ahora era el mandón quien los interpelaba.
—Como nos ven renegridos a causa del betún, deben de pensar que somos esclavos. —Fray Juan no podía sufrir ese insulto—. Les aclararé que somos castellanos.
—¡Fingid que no entendéis lo que dicen! ¡Y vayámonos cuanto antes! —masculló Aruwiri mientras metía las últimas piedras en la alforja de fray Juan.
Cuando se incorporaron, una ráfaga de viento helado los envolvió. El cielo se estaba encapotando y la temperatura disminuía por momentos.
El corregidor y el mandón dejaron de prestarles atención y se fijaron en un grupo de cumuris pertenecientes a su cuadrilla que salían en ese instante de la bocamina.
—¡Capataz, aviva a esos perros! ¡Que está a punto de nevar y cada vez que eso sucede se me despeñan cincuenta! ¡Con lo que cuestan! ¡Atízalos o perderé una fortuna por su pachorra! —La preocupación del corregidor por sus dineros había disipado su borrachera.
—¡Voy a sacarle los ojos a ese bellaco aunque sea lo último que haga! —Salazar, enajenado por la ira, comenzó a desatarse el zurrón, pero Aruwiri se lo impidió.
—¿Habéis perdido el juicio? ¿Queréis que nos maten a todos? —masculló. Y lo obligó a continuar por el sendero.
El descenso a la explanada donde tenían que descargar el mineral fue más duro de lo que habían supuesto los dos españoles. El viento helado los zarandeaba con tal ímpetu que en más de una ocasión estuvieron a punto de verse precipitados al vacío. La suerte fue piadosa con ellos. No lo fue, en cambio, con un mancebo que tiraba de las riendas de una llama. Un trueno pavoroso que pareció remover las entrañas del cerro espantó al animal, que se desbocó, provocando que el indio se despeñase. El grito despavorido y estremecedor de aquel desdichado paralizó el tránsito.
El mandón corrió al lugar donde el infeliz acababa de despeñarse.
—¿Se ha perdido la carga? —preguntó.
—No, la llama no ha desbarrancado, ¡a Dios gracias! —contestó un vigilante.
—¡Entonces, reanudad la marcha!
—¿No van a averiguar si está vivo? —preguntó el capitán a Aruwiri.
—De haber tenido salvación, lo hubieran llevado al hospital de la Santa Vera Cruz. Últimamente han muerto muchos mitayos y tienen escasez de hombres.
—¿Ni siquiera van a darle sepultura?
El indio entrecerró los ojos y lo miró fijamente. Salazar no pudo discernir si había burla o desdén en su mirada.
—Todos tenemos que comer —dijo, y señaló al cielo.
Salazar se percató entonces de la cantidad de buitres que sobrevolaban el cerro y de lo que aquello significaba.
—Este accidente nos permitirá alcanzar a nuestra cuadrilla si andamos avispados. ¡Seguidme! —dijo Aruwiri.
El indio se salió del camino y avanzó campo a través hasta la siguiente curva, adelantando así a varias filas de cumuris. Pese a que era arriesgado, el fraile y el capitán lo imitaron. De este modo, llegaron enseguida a la explanada y pudieron colocarse detrás de su cuadrilla, que hacía fila para descargar el mineral.
Mientras esperaban su turno para desembarazarse de la carga, el capitán aprovechó para examinar a los cumuris. Tenían el rostro famélico y ojeroso y la mirada ensimismada, y estaban tan cubiertos de polvo que era imposible distinguir dónde acababa la piel y empezaba la ropa. Caminaban mirando al suelo con la espalda arqueada, como si a fuerza de cargar fueran incapaces de mantenerse erguidos.
Salazar se miró las manos desolladas, los pies ensangrentados… Nadie que lo viera dudaría de que no fuese un indio. De hecho, llevaba horas trabajando como tal. Por un capricho del destino se había convertido en uno de esos seres a los que él había despreciado, engañado, torturado e incluso matado sin remordimiento. Si acaso, había pensado que tales tropelías eran faltas leves, que se redimirían con la confesión y una penitencia baladí.
Le llegó el turno a Aruwiri, que descargó el zurrón en el montículo de mena. Salazar lo imitó. Y entre los dos ayudaron al fraile a descargar el suyo.
—¡Dios sea loado! ¡Creí que este suplicio no se acabaría nunca! —suspiró fray Juan, sentándose sobre una piedra.
—Aún hemos de traer varias cargas desde el fondo del pozo —le advirtió Aruwiri.
—¿Cuánto dura la jornada? —preguntó el fraile con cara de desesperación.
—Desde el amanecer hasta la puesta de sol. Apresuraos, en la entrada de la bocamina están repartiendo hojas de kuka y tortas.
Fray Juan se puso en pie con un suspiro de resignación y siguió a Aruwiri y al capitán Salazar.