XXVI

EN LA BOCA DEL LOBO

Potosí. Mes de noviembre del Año del Señor de 1556

Poco después de mediodía, don Antón de Ursúa y Mondragón llegó en silla de manos, portado por dos forzudos africanos, a casa de su capataz, Miguel Coquechuanca. Don Antón era un hombre rechoncho, bastante grueso, e iba cubierto con un espeso manto de piel con caperuza del que asomaba su rostro sudoroso, aunque menos que el de los dos africanos que cargaban con él.

Ante la puerta, el vizcaíno indicó con un gesto agitado a uno de sus porteadores que llamara. Como tardaban en abrir, él mismo bajó de la silla y golpeó la madera con la aldaba.

En cuanto le abrieron, entró muy nervioso en el obrador de tejidos seguido de sus porteadores, y buscó con la vista a Miguel Coquechuanca, que discutía con su escribano los detalles de una factura junto a la entrada del comedor.

—¡Miguel! ¡Acaban de informarme de que ha habido un derrumbe en la mina! —Las carnes y la ansiedad lo sofocaban, y se detuvo en mitad del pasillo a coger aliento—. Diez acarreadores han muerto.

—¿Y el mineral que transportaban? ¿Se ha perdido? —preguntó Coquechuanca.

—Gracias a Dios, está a salvo…, aunque habrá que excavar un túnel para recuperarlo.

—Tendremos que retrasar la entrega.

—¡No! —saltó como un resorte el vizcaíno—. ¡Eso es lo último! ¡Me comprometí a enviar cien barras de plata a la Casa de la Moneda de Lima antes de tres meses, y no debemos retrasarnos ni un solo día!

Antón de Ursúa se percató de que los tejedores del obrador los miraban. Abrió la puerta del comedor y empujó a su capataz dentro. Aunque platicaban en castellano y se suponía que los tejedores solo hablaban aymara o quechua, no estaba seguro de que no lo entendieran.

Entró detrás de su capataz y cerró tras de sí la puerta.

—Hemos de enviar esas barras a Lima antes de tres meses, Miguel. Nos va mucho en ello. Así que apáñatelas como sea, ¡pero envíalas!

—Lo que no puede ser, no puede ser, amo.

Don Antón se secó el sudor de la frente.

—En la Casa de la Moneda de Lima han destapado cierta inexactitud en el peso y la ley de las barras…

—¿Os referís a las barras que nosotros les enviamos?

—Sí.

Miguel frunció el ceño:

—Así que nos han descubierto…

—Aún no. Pero se ha organizado un escándalo de tal magnitud que el virrey ha tenido que dar parte al Consejo de Indias.

—Muy a su pesar, supongo.

Antón de Ursúa parpadeó. Había puesto mucho cuidado en ocultarle a Miguel Coquechuanca que el virrey estaba implicado en la falsificación, pero él lo había adivinado igualmente. «Es demasiado listo», se dijo contrariado.

—Las monedas fabricadas con la plata que les enviamos no alcanzan la ley estipulada y han sido declaradas falsas —continuó Ursúa—. El Consejo de Indias ha prometido enviar a Lima un oidor antes de seis meses para hacer una inspección. Así que, o paramos este desaguisado, o se nos hundirá el negocio.

—¿Cómo vamos a pararlo?

—Haciéndoles llegar a nuestros socios en la Casa de la Moneda de Lima cien barras de plata para que aumenten con ellas la ley de las barras allí almacenadas. De esta forma, cuando llegue el oidor, le dirán que hubo un error en la composición de una de las barras… Y que las monedas falsas salieron de ella.

—¿Está el virrey de acuerdo con esta solución?

—Es el primer interesado…, por la cuenta que le trae. ¿Comprendes por qué nos corre tanta prisa enviar esa plata a Lima?

—Sí, pero no tenemos acarreadores suficientes para subir el mineral desde el fondo del pozo. Hace una semana murieron seis de pulmonía y con el derrumbe de hoy…

—Hazlos trabajar los días de fiesta.

—La Iglesia se opondrá.

—El padre Montenegro asegura que «no pecan los que obligan a los indios a trabajar los días de fiesta, ya que no las guardan por devoción, sino por beber». Podrías darle una limosna a condición de que predique en las rancherías.

—Aunque consiguiéramos hacer trabajar a los indios los días de fiesta, nos faltan brazos, amo.

—Busca más mitayos.

—Los caciques de las aldeas cercanas no nos darán más este año.

—¡Ofréceles más plata a los caciques!

—No podrán conseguirnos más indios por mucha plata que les demos. Mueren tantos en las minas que las familias huyen de Potosí y de las aldeas cercanas.

—¡Huyen porque son flojos, perezosos y dados a los vicios! Hasta que el virrey no tome medidas y obligue a los caciques a traer más indios a la fuerza, andaremos escasos de mano de obra… —Don Antón se mordió los labios y meditó durante unos instantes—. De madrugada cientos de borrachos abandonan las tabernas y los prostíbulos de Potosí. Se me ocurre que podríamos secuestrar a unos cuantos cada noche y obligarlos a subir mineral.

—Muchos de esos hombres son blancos, amo.

—¿Y qué? Dentro de la mina, todos los gatos son pardos.

Los ojos vivos y penetrantes de Miguel Coquechuanca se entornaron.

—Si alguien se va de la lengua, nos meteremos en un buen lío…

—En tu mano está evitarlo.

—¿Cómo podría?

—Cuando podamos prescindir de ellos, mátalos. Para morir nacemos, aunque olvidado lo tenemos. Muchos desaparecen en esta villa… sin que jamás se averigüe su paradero.

Soltó una carcajada, a la que al cabo de unos segundos se unió Miguel.

La puerta de la habitación contigua se abrió en ese instante, y apareció Salazar, seguido del fraile.

Miguel Coquechuanca se acercó a ellos e hizo las presentaciones.

—Este es mi amo, don Antón de Ursúa y Mondragón, de quien os hablé ayer.

Salazar se adelantó y le hizo una reverencia a don Antón.

—Mi nombre es Juan Rocamunde. Soy capitán y nací en Espinosa de los Monteros, de donde soy hidalgo de solar conocido.

—Y yo me llamo fray Juan…

—Agustín Ortega Álvarez —concluyó Salazar al advertir que el fraile no recordaba el nombre que había dado el día anterior. Al percatarse de la mirada de don Antón a sus ropas harapientas, añadió—: Achiq nos encontró ayer muy de mañana perdidos por estas sierras…, después de que nuestros guías nos abandonaran en el Chaco.

—¿Veníais de Asunción? —preguntó Ursúa.

—Sí.

—Si lo deseáis, puedo mandar aviso de que habéis llegado con vida. Mañana sale un correo a esa ciu…

—¡No! Quiero decir… que no será menester. Acabábamos de llegar de España y no conocíamos prácticamente a nadie en Asunción.

Fray Juan se adelantó un par de pasos.

—Vuestro capataz nos ha dicho que os relacionáis con la gente más importante de Potosí.

—Así es.

—Hemos venido en busca de un banquero, pariente mío, y he pensado que quizá lo conozcáis.

—¿Cómo se llama?

—Don Emilio Sanjuán Escalona.

—Siento comunicaros que abandonó esta villa hace seis meses.

El rostro de fray Juan se demudó.

—Eso nos pone en una situación apurada. Él iba a proporcionarnos dinero para mantenernos… Si pudierais hacernos un préstamo…

—Os buscaré una ocupación con la que podáis ganaros el sustento.

Salazar miró a don Antón.

—Como hidalgo que soy, no puedo dedicarme a la usura ni a ningún otro trabajo afrentoso para mi condición…

—Lo sé, señor Rocamunde, lo sé. Yo también soy hidalgo… —Salazar enarcó una ceja; estaba seguro de que mentía—, y sufro las limitaciones que nuestra clase nos impone.

—Entonces sabréis que un hidalgo solo puede administrar sus tierras si las tiene. O servir al rey.

—O a Dios Nuestro Señor, como es mi caso —apostilló el religioso para dejarle claro que él también era hidalgo.

El vizcaíno sonrió, consciente de que había cogido al fraile en una contradicción.

—¿Cómo es que vuestro pariente es banquero, fray Juan? —preguntó con una sonrisa que aparentaba ser de desconcierto. Sabía bien que solo los judíos o conversos ejercían de prestamistas, cambiadores o banqueros. Ninguna familia hidalga y cristiana vieja mancharía su nombre con tal oficio por ganancioso que resultase.

El religioso se ruborizó.

—Se trata del esposo de una prima. Mi familia no tiene parentesco de sangre con él —respondió.

—Entiendo que es una contrariedad llegar a esta villa y encontrarse con que la persona que os iba a ayudar se ha ido. ¿De verdad no tenéis ningún otro conocido en Potosí?

—No.

—¿Vos tampoco, capitán?

—No, ya os hemos dicho que no conocemos a nadie en esta villa.

Don Antón intercambió una mirada de complicidad con su capataz.

—Da igual… Potosí es una ciudad próspera y no tardaréis en hallar una ocupación que os convenga. Mientras, siento no poder acogeros en mi casa, ya que parto mañana hacia Lima. Pero quizá don Miguel esté dispuesto…

—Podéis quedaros en esta casa el tiempo que consideréis conveniente —dijo el aludido—, siempre que no sea un menoscabo para dos hidalgos alojarse en la casa de un villano.

Consciente de la ironía, Salazar replicó con sequedad:

—Al contrario, don Miguel. Será un honor.

—Dios Nuestro Señor os devolverá con creces el socorro que nos prestáis —dijo untuosamente fray Juan, que no se había percatado del sarcasmo del indio.