LLEGADA A POTOSÍ
Potosí. 31 de octubre del Año del Señor de 1556
Tras dos horas de caminata, descubrieron las primeras casas de Potosí, que se extendían al pie del Cerro Rico. El núcleo central del asentamiento minero, habitado por los blancos, estaba construido mayoritariamente en piedra y rodeado de enormes rancherías o poblados donde los indios se agrupaban según su procedencia o cultura. El capitán se detuvo un instante a admirar la ciudad.
—Así que esa es la famosa villa de Potosí… Nunca hubiera imaginado que fuera tan grande. Me habían dicho que no era más que un asentamiento minero ¡y parece Sevilla! —exclamó.
La joven india los llevó hasta las rancherías. La mayoría de las casas eran muy humildes, pero, próximas al núcleo central, había algunas de piedra bastante amplias y de buena factura, que el capitán dedujo pertenecían a los caciques.
Después de atravesar el círculo de rancherías, se internaron en el barrio de los blancos: un dédalo de calles sinuosas por las que aullaba el aire.
—Ya podían haber hecho las calles rectas, habida cuenta de que es una villa recién fundada —opinó fray Juan al sufrir un traspiés provocado por el fuerte viento.
—Quizá las hayan diseñado así de quebradas para defenderse de estos vientos heladores —contestó el capitán.
La muchacha que los guiaba se detuvo ante una casa de grandes dimensiones, a la salida del barrio de los blancos. Al primer golpe de vista, al fraile y al capitán les pareció una casa del Viejo Mundo, pues estaba construida totalmente en piedra y su factura era impecable. Enseguida se percataron de que su tejado a dos aguas era muy pronunciado y las ventanas, muy estrechas, como las troneras de un castillo.
«Seguramente es para proteger a sus moradores del frío», dedujo el capitán.
La joven llamó a la puerta y, tras casi medio minuto de espera, les abrió un indio con una manta sobre los hombros similar a la que llevaba la muchacha. Entraron en un recinto rectangular, muy amplio e iluminado por numerosos candiles de garabato colgados de la pared.
Había un pasillo central y, a ambos lados, numerosos telares, donde hombres y mujeres se afanaban con sus lanzaderas.
—¡Es un obrador de tejidos! —exclamó el fraile, admirado de encontrar tal industria en aquella parte del Nuevo Mundo.
—Que en nada tiene que envidiar a los de Sevilla —apostilló Salazar, sorprendido también por las dimensiones de la fábrica.
A lo largo del pasillo había dos docenas de tornos y otros tantos telares de cadera para piezas de pequeño tamaño.
Tanto los telares como los tornos estaban ocupados por hombres y mujeres de todas las edades, desde viejos hasta niños. Las mujeres jóvenes trabajaban con sus niños de pecho envueltos en una tela, de manera que les dejasen las manos libres.
—¿Alguno de vosotros habla cristiano? —preguntó en voz alta el capitán.
Los indios, tras mirarlo unos instantes, continuaron con sus tareas.
—¿No habla nadie nuestra lengua? —insistió Salazar.
Un hombre negro muy corpulento que estaba sentado al fondo del pasillo, junto a una puerta, se puso en pie y se acercó a ellos meneando con parsimonia sus generosas carnes. Cuando llegó junto a su altura, intercambió unas palabras con la muchacha que los había encontrado y, a continuación, los dos se fueron por el pasillo. El fraile y el capitán intentaron seguirlos, pero el hombre les hizo una seña con la mano para que aguardaran. Después, el negro y la muchacha desaparecieron por una puerta que había al fondo.
El fraile y el capitán esperaron unos minutos quietos, rodeados de indios que no los entendían y que parecían indiferentes a su presencia. Al cabo de un rato, vieron un banco junto a un torno y se sentaron en él.
Quince minutos más tarde, la puerta del fondo volvió a abrirse y apareció un hombre con un candil en la mano, ataviado con jubón y calzas de terciopelo oscuro, medias rojas y un par de buenos zapatos. La calidad de sus ropas hizo pensar a Salazar y al fraile que se trataba de un hidalgo rico, y se llevaron una sorpresa cuando se acercó a ellos y vieron que tenía rasgos indios.
El hombre movió el candil por delante de las caras de los españoles para escudriñar sus rostros.
—A este infiel no le han enseñado a ser respetuoso con un hombre de Dios —masculló fray Juan al capitán, de mal humor y deslumbrado por la luz del candil.
Para su sorpresa, el indio replicó en perfecto castellano:
—Perdonad. Tan solo quería comprobar si sois españoles, como cree Achiq, o indios disfrazados, como vuestra tez me ha hecho sospechar.
Salazar soltó una carcajada.
—¿Veis, fray Juan? ¡Tan renegridos y llenos de sabañones estamos que ni nuestras propias madres nos tomarían por cristianos!
—¿Quién es Achiq? —preguntó el fraile.
—La manceba que os encontró. ¿Cómo os llamáis?
Salazar se adelantó:
—Soy el capitán Juan de… Rocamunde —mintió como precaución por si los hijos de Irala hubieran tenido tiempo de mandar un mensaje a la justicia de Potosí.
El religioso se percató de la previsión del capitán y respondió a su vez:
—Y yo, fray Juan Agustín Ortega Álvarez.
El indio les hizo una cortés reverencia, digna de un hidalgo, que los dejó en evidencia.
—Yo me llamo Miguel Coquechuanca. Achiq me ha contado que os encontró esta mañana en la montaña.
—Llevábamos varios días perdidos por estas sierras sufriendo toda clase de calamidades. Para colmo, se nos acabaron las provisiones, y anoche a punto estuvimos de dar el alma —explicó el fraile con voz lastimera.
—Siento haberos hecho esperar, señores. Ordenaré que os preparen un refrigerio y unas hamacas para que podáis descansar de inmediato.
—No corre tanta prisa. No estamos cansados. Dios Nuestro Señor ya ha obrado hoy un milagro con nosotros.
—¿Un milagro?
—Sí, de la mano de la joven que nos encontró…, esa tal Achiq. Nos dio unas hojas que sabían mal y nos resistíamos a comer. Pero fueron milagrosas: nos quitaron el cansancio y el hambre.
Miguel Coquechuanca sonrió enigmáticamente.
—Comprendo… —Clavó sus ojos en las ropas harapientas de los viajeros y preguntó—: ¿Qué negocio os trae a Potosí?
—Buscamos a un familiar mío: a un banquero llamado Emilio Sanjuán Escalona. ¿Lo conocéis? —preguntó el fraile.
—No. Pero os ayudaré a encontrarlo… una vez que hayáis reposado. ¿Habéis comido muchas hojas?
—Bastantes.
—Entonces pasará un buen rato antes de que os entre sueño… —Miró fijamente al capitán—. Me resulta chocante que hayáis emprendido el viaje a Potosí. Solos. Sin guías ni escolta. A menos que os haya sucedido algo…
Salazar improvisó una respuesta que resultara creíble:
—Veníamos con una expedición compuesta de dos mestizos y diez guaraníes, pero en el Chaco sufrimos un ataque…
—¿De los chiriguanos? —le interrumpió Miguel Coquechuanca.
—No, eran guaraníes.
—Nosotros, los quechua, llamamos chiriguanos a esos guaraníes del Chaco.
—Pues serían chiriguanos entonces. El caso es que nuestros hombres escaparon dejándonos abandonados en la selva.
El indio los miró impasible durante unos instantes. Salazar tuvo la sensación de que estaba evaluando si creer lo que le habían contado. Al fin esbozó una sonrisa.
—Ruego a vuestras mercedes que me acompañen a almorzar —dijo—, pues necesitarán reponerse de tantas hambres como han sufrido.
El fraile se deshizo en gratitudes exageradas.
Coquechuanca, sin prestarle atención, los llevó hasta la puerta que había al fondo del taller, y les hizo subir por una escalera al piso de arriba hasta una habitación rectangular, que dejó boquiabiertos al fraile y al capitán. Era un comedor digno de un virrey. Las paredes estaban cubiertas de tapices bordados con motivos indios y muebles tallados con figurillas de animales locales. En el largo aparador que ocupaba por completo la pared derecha, había fuentes, cubremanteles, salseras y especieros de plata. A la izquierda, colgaba de la pared una imagen de la Virgen con el fondo enconchado de nácar. Y junto a ella una benditera, también de plata.
—¿Sois cristiano?
—Sí, padre. Dios ha tenido a bien iluminarme para que abrazase la verdadera fe —respondió Miguel Coquechuanca de forma rutinaria—. Tomad asiento.
—Esta casa… ¿os pertenece? —preguntó Salazar, que no salía de su asombro ante tal abundancia de plata.
—Sí, con todo lo que hay dentro.
—Veo que sois rico.
Miguel Coquechuanca sonrió.
—Todo lo rico que puede ser un indio…
Salazar pensó que él, un cristiano viejo nombrado por el rey tesorero mayor del Río de la Plata, nunca lograría reunir la fortuna de aquel quechua.
—Potosí debe de ser el único lugar del Nuevo Mundo donde se aplican las Leyes Nuevas.
—¿Qué leyes son esas?
—Las que otorgan a los indios los mismos derechos que a los blancos.
—Entonces, tampoco las Leyes Nuevas se aplican en Potosí… ¡A Dios gracias! —Ante la cara de pasmo del capitán, aclaró—: Soy un yana… o un yanacona, como nos llamáis vosotros.
—¿Qué es eso? ¿Un cacique?
—Digamos que los yanas tenemos derecho a trabajar por nuestra cuenta y a poseer bienes. El obrador de tejidos que acabáis de ver es mío.
—¿Vuestra fortuna procede del obrador?
—En parte, sí. Aunque de la mina saco más provecho. Tengo a cincuenta huayradores trabajando en el Cerro Rico.
—Desconozco qué son los huay… o como se diga.
—Huayradores… El metal que se saca del cerro es muy recio y vuestros fuelles no tienen potencia para refinarlo. En cambio, nuestras huayras u hornos de viento, sí.
—Entonces, ¿los huayradores son los que usan hornos de viento para refinar la plata?
—Así es. Mediante una técnica antiquísima descubierta por mi pueblo. —Salazar percibió cierto orgullo en sus palabras.
—¿La plata que sacáis es para vos?
—No. La veta pertenece a mi señor, un vizcaíno llamado don Antón de Ursúa y Mondragón. Yo me encargo de sacar el mineral y de refinarlo. Luego, tras apartar el quinto del rey, mi amo y yo nos repartimos los beneficios. Nueve partes para él y una para mí.
—¿Un décimo de los beneficios os ha proporcionado toda esta riqueza?
—Yo aporto a los huayradores, contrato a los hombres, saco el mineral, lo refino… Hago la mayor parte del trabajo. ¿Pensáis que no merezco enriquecerme porque soy indio?
—No, claro que no, don Miguel. —Salazar recalcó el don para hacerle ver que lo trataba como a un igual—. A mi amiga, Mencía de Calderón, le habría gustado ver que habéis prosperado tanto como un español.
—¿Quién es?
—Una mujer excepcional. Defensora de los derechos de los indios. Pasó dos años prisionera en la capitanía portuguesa de San Vicente por escribir al Consejo de Indias para que advirtiera al rey de Portugal de que se os esclavizaba en las haciendas.
—¡Qué insensatez!
—¡Pues sí! De joven, yo hice algo parecido. Me puse de parte de Cabeza de Vaca, que defendía a los indios, y me enfrenté a Irala…
—Nunca lo hubiera pensado de vos, señor Rocamunde. No parecéis ese tipo de hombre…
—El tiempo me demostró que había escogido el bando equivocado.
—La mancebez solo se vive una vez, capitán.
—No os llaméis a engaño con respecto a mí, don Miguel. He matado a muchos de los vuestros.
—No son los míos. Yo estoy en vuestro bando.
—No entiendo.
—Quiero decir que estoy en el bando de los que quieren enriquecerse. Como vos, capitán.
Salazar se mordió el labio inferior. Aunque tuviera razón, le molestaba el cinismo de aquel indio. Además, había una diferencia esencial entre ellos: él no estaba dispuesto a traicionar a los suyos, y Miguel Coquechuanca, sí.
—La conquista, pacificación y evangelización de estas tierras demanda mucha sangre… Nunca me tembló la mano cuando la vertí en nombre de la Corona, ¡pero jamás lo he hecho en mi provecho, don Miguel! Aun así… a veces siento remordimientos por toda la sangre inocente que he derramado.
En el rostro de madera de Miguel Coquechuanca asomó una medio sonrisa cínica que hizo desistir al capitán de seguir justificándose.
El fraile, que llevaba un buen rato deseando intervenir, aprovechó el silencio.
—Dios Nuestro Señor, en su infinita bondad, os perdonará los excesos en los que hayáis incurrido por defender e implantar la doctrina y pacificar estos territorios.
En ese instante entraron dos mujeres con manteles. Achiq era una de ellas. Ya no llevaba la manta sobre la ropa, sino una faja ceñida a la cintura, que realzaba su esbelto talle. Se había recogido el pelo en dos trenzas atadas por las puntas a la espalda.
Tras extender los manteles, Achiq sacó del aparador platos, fuentes y salseras, y los colocó sobre la mesa.
Entró un hombre con un puchero humeante que olía de maravilla.
—Sentémonos a comer, si os place —dijo Miguel Coquechuanca.
Además del puchero, obsequió a sus huéspedes con platillos de frutas y ensaladas y, como colofón, un delicioso lomo de llama aderezado con aguacate —o palta, pues tal era su nombre allí—, papas y tomate. La carne estaba tan blanda que se partía en cuanto hundían la navaja.
Durante la comida, Miguel Coquechuanca habló a sus huéspedes de las fabulosas cantidades de plata que se extraían de las minas de Potosí y de las oportunidades que ofrecía aquella tierra a los hombres avispados.
—No solo se saca dinero de las minas, sino de los muchos negocios que aquí prosperan. Carniceros, ganaderos, comerciantes, joyeros, zapateros, sastres, guanteros, sombrereros, tejedores, músicos y hasta cómicos ganan buenos dineros e incluso se hacen ricos en esta villa, pues muchos de sus vecinos disponen de plata en abundancia y anhelan gastársela en lujos que nunca disfrutarían en el Viejo Mundo.
Al final del banquete, regado con abundante chicha, a los viajeros, que llevaban varios días sin apenas dormir, les invadió un agotamiento repentino.
—He ordenado que os preparen unas hamacas en la habitación contigua —dijo Miguel Coquechuanca al ver sus rostros desencajados por el cansancio.
Tanto el fraile como el capitán aceptaron de buen grado su ofrecimiento.
Durmieron el resto de la tarde, la noche posterior y la mañana del día siguiente.