UNAS HOJAS PRODIGIOSAS
Camino de Potosí. 30 de octubre del Año del Señor de 1556
Después de haber aguantado los calores asfixiantes de la selva durante veinte días, llevaban una semana padeciendo un frío atroz, realmente inusitado para ellos en el Nuevo Mundo. Juan de Salazar no recordaba haber sufrido tal inclemencia desde que abandonara su tierra burgalesa años atrás. A su lado, fray Juan Fernández Carrillo subía la cuesta encorvado, batallando contra el viento glacial que vapuleaba su andrajoso hábito.
Potosí, la ciudad que buscaban con tanto ahínco, parecía haber sido engullida por la bruma de aquellas altísimas sierras, donde para colmo les era imposible conseguir comida.
—No me extrañaría que nevase —comentó el capitán mirando el cielo encapotado que amenazaba con precipitarse sobre sus cabezas.
Llevaba aún menos ropa que el fraile, pues hacía un par de semanas, impelido por el calor de la selva, había tenido la mala ocurrencia de desembarazarse de medias, capa y jubón. Y ahora vestía tan solo camisa y unas calzas acuchilladas que eran un coladero para aquel aire gélido, lacerador de sus vergüenzas.
—¡Vive Dios! —farfulló tiritando—. Tendría que haber hecho como las castellanas, que antes se dejan arrancar la piel que el vestido.
Se detuvo para llenar de aire los pulmones, pues en aquellas alturas hablar y caminar al tiempo se hacía harto difícil.
—¿No podríamos cenar un poco? —preguntó fray Juan tiritando.
Salazar sacó de la faltriquera las últimas provisiones: un tasajo de carne del tamaño de un dedo y una torta de maíz, que partieron por la mitad y consumieron sin dejar de caminar.
—¿Habrá por aquí alguna cueva para pasar la noche? —preguntó fray Juan.
—Hace demasiado frío para echarnos a dormir. No despertaríamos.
—Al menos podríamos descansar. Me falta el aliento y no siento los pies —se quejó el fraile con un hilo de voz. La humedad de la selva había podrido el cuero de su calzado y habían tenido que envolverse los pies con hojas.
—Yo tampoco los siento. Es una buena razón para no quedarnos quietos.
Tras la puesta del sol, se levantó un viento glacial y el frío se volvió tan intenso que temieron congelarse. Tenían la piel amoratada, les castañeteaban los dientes y el vaho de su aliento los precedía.
Salazar vio que el fraile se rezagaba y le instó a acelerar el paso consciente de que, si se paraba, moriría. Pero el religioso no podía obedecerle; tenía los músculos de las piernas aletargados y conforme transcurría el tiempo le costaba más moverse.
Al pasar junto a una roca de grandes dimensiones, se sentó debajo y musitó con los ojos entrecerrados:
—No puedo más. Si no descanso, pereceré.
—Y si descansáis, pereceréis de frío —replicó Salazar tirando de él para obligarle a ponerse en pie. El fraile se soltó.
—Nunca llegaremos a Potosí, rendíos. Vamos a morir. Es el momento de arrepentirnos de nuestros pecados y ponernos a bien con Dios.
—¡Vuestros pecados son muy graves! ¡Si permanecéis ahí sentado, el tiempo que os quede de vida no será suficiente para arrepentiros! ¡Necesitaríais un mes de penitencias! —Salazar quería espolear el amor propio del religioso para obligarlo a retomar la marcha.
—¡Dejadme morir en paz, capitán! —El fraile apoyó la cabeza sobre las rodillas y se hizo un ovillo.
El propio Salazar tenía los brazos ateridos de frío y estaba extenuado, pero hizo un esfuerzo sobrehumano y obligó a fray Juan a ponerse en pie.
—¿Veis ese cerro de allí enfrente? Cuando lo hayamos remontado, nos detendremos a descansar. ¡Os lo juro! —mintió. Tenía el firme propósito de que caminaran durante toda la noche, pues sabía que en cuanto se parasen, se quedarían dormidos y morirían.
El fraile intentó levantarse, pero no pudo y se sentó de nuevo.
—¡Os he dicho que me dejéis! ¡Seguid vos!
Salazar dudó. Fray Juan ni siquiera le caía bien y era una rémora. Cargar con él podría costarle la vida. Sin embargo, era un soldado, y un soldado jamás abandona a un compañero por muy enemistado que esté con él.
—¡Seguiremos juntos o pereceremos juntos! —resolvió dando al fraile un empellón para obligarlo a avanzar. Fray Juan, tan falto de fuerzas como de voluntad, no protestó.
De madrugada, al entumecimiento de músculos y articulaciones que sentía el capitán se sumaba el agotamiento que le producía bregar con el fraile para forzarlo a seguir andando. Según pasaba el tiempo, su mente se enturbiaba, y caminaba por pura inercia, sin recordar ya con qué fin. Solo su férrea voluntad de vivir, de luchar hasta el último aliento, hacía que no se rindiese.
Poco antes del alba fray Juan tropezó en una piedra y se cayó. No se quejó, ni hizo el menor movimiento o gesto de dolor.
Salazar se agachó para comprobar si estaba vivo. Lo estaba, pero tenía la mirada extraviada, como si hubiera perdido el seso.
«Estoy en un tris de perderlo también… El frío me adormece… No puedo más… Al morir no hay huir…».
Durante unos instantes le flaqueó la voluntad y a punto estuvo de tumbarse al lado del fraile y dejarse ir, pero su fiero instinto de conservación robustecido en tantas refriegas acabó imponiéndose. Levantó como pudo al fraile del suelo y le obligó a reanudar la marcha sujetándolo por la cintura.
Amaneció un día espléndido, limpio de nubes, y los primeros rayos del sol templaron sus ateridos cuerpos. Sus mentes se despejaron y lograron recuperarse lo suficiente para caminar con más brío.
Estaban bajando un montículo cuando algo llamó la atención del capitán.
—¡Vive Dios! —exclamó—. ¿No sale humo de detrás de aquellas rocas?
—El hambre os hace ver visiones, capitán.
—Juraría que es vapor.
—¿No será vuestro aliento?
Salazar dejó al fraile sentado sobre una roca y bajó al lugar donde le había parecido ver el vapor.
Al pie del cerro discurría un arroyuelo que humeaba. El capitán se arrodilló y metió la mano en la corriente. Al principio no sintió nada porque tenía la mano congelada, pero al cabo de unos instantes gritó:
—¡Es un arroyo de agua caliente! ¡Bajad, fray Juan!
Se ayudaron a quitarse las hojas de los pies y los metieron en el arroyuelo. El agua apenas les llegaba por encima de los tobillos, pero su calor reanimó la circulación de su sangre y levantó sus ánimos maltrechos.
Cosa de una hora después, Salazar señalaba un cerro imponente enrojecido por el sol.
—¡Mirad, fray Juan! ¡Lo hemos encontrado!
—¿Es ese el Cerro Rico?
—Me dijeron que es rojo y tiene alrededor de una legua de altura y otra de circunferencia… Las señas coinciden.
—Sí… Tiene que ser ese.
—Los indios lo llaman Sumaj Orcko, «cerro hermoso», y a fe mía que lo es.
El saber que Potosí estaba a unas pocas leguas los reconfortó y aceleraron el paso, pero un cuarto de legua más adelante estaban exhaustos.
—Es hora de tomarnos el descanso que os prometí —dijo Salazar al ver una covacha de poca profundidad, una especie de hendidura en la roca protegida del viento y en la que entraba el sol.
—Más vale tarde de nunca —rezongó el fraile.
Salazar ayudó a fray Juan a entrar en la estrecha hendidura y después se acomodó a su lado. El sol les daba en el rostro y, como el viento no soplaba en la dirección de la entrada, la temperatura era agradable dentro de la covacha. En menos tiempo del que toma rezar un padrenuestro, ambos se quedaron dormidos.
El fraile dio un grito al notar unos lametazos en la cara. Una especie de caballo con lanas le estaba llenando de babas el rostro. El capitán abrió los ojos y, al ver a fray Juan tan asustado, soltó una carcajada. El animal que le lamía la cara no parecía peligroso, más bien al contrario: tenía la mirada dulce y mansa de un cordero. Alargó la mano para acariciarlo. Y el bicho le lanzó a la cara un escupitajo de medio cuartillo.
—¡Qué asco! ¡Vive Dios!
Una muchacha muy joven, casi una niña, se acercó a la entrada de la covacha y preguntó:
—Imayktitaj nanan?
Al ver que ni el fraile ni el capitán reaccionaban, insistió en la otra lengua que conocía:
—Cunasa ustam?
—¡No sé qué demonios dices, pero aparta a esta bestia para que podamos salir de este agujero, zagala! —gritó Salazar.
La joven retrocedió asustada por el tono autoritario del capitán. Tenía los ojos negros, almendrados, y una sedosa melena oscura le sobresalía por debajo del gorro de lana que llevaba en la cabeza.
—No habla cristiano —masculló el capitán contrariado mientras hacía aspavientos para evitar que el caballo lanudo le lamiera la cara.
La joven apartó la llama de la entrada de la covacha.
—Maymanta chayamunki? Cawquista purinta?
Hacía lo posible por hacerse entender acompañando sus palabras con gestos. Se movía con mucho donaire y, aunque de pequeña estatura, era proporcionada y grácil.
El fraile sonrió a la muchacha. Y ella le correspondió con una risita tímida que iluminó su cara de media luna.
—¡Veo que la moza es de vuestro agrado, fray Juan! ¡A fe mía que os siguen gustando jóvenes! —se mofó el otro.
—Si me he fijado en ella es por ser la primera mujer del Nuevo Mundo a la que veo vestir con decoro —contestó ofendido el fraile.
Llevaba gruesas faldas de paño que le llegaban a los tobillos, y una especie de manta sobre el pecho que sujetaba con un alfiler con forma de cuchara. No dejaba ver más que la cara y las manos.
—Si va tan recatada es por el frío que hace, fray Juan. De lo contrario, perded cuidado que también esta andaría en cueros. En cualquier caso, las indias sin ropa me gustan más. ¿A vos no?
—¡No seáis lascivo!
Salazar le lanzó una mirada cínica por respuesta.
La muchacha les hizo una seña para que la siguieran. Los dos hombres lo intentaron, pero trastabillaban y les costaba moverse, como si el corto descanso que se habían tomado hubiera agarrotado aún más sus doloridos músculos.
Viendo su desfallecimiento, la joven les indicó por señas que se sentaran en una piedra del camino. Cuando lo hicieron, sacó de una bolsita que llevaba colgada al cuello unas hojas de color verde y se las ofreció al fraile y al capitán, indicándoles con un gesto que se las metieran en la boca.
—Esta gente come cosas muy raras —comentó fray Juan mirando las hojas con desconfianza.
—No parecen muy apetitosas, pero cuando hay hambre… —Salazar cogió las hojas que le ofrecía la muchacha y las masticó—. ¡Aggg! ¡Qué mal saben! ¡Amargan más que una purga! —Las escupió—. ¿No tienes otra comida, manceba? ¡Esto es forraje para los caballos!
La joven recogió del suelo las hojas que el capitán acababa de escupir, hizo un bolo con ellas y se las volvió a meter a Salazar en la boca.
—Parece que la hemos ofendido —masculló este—. Habrá que comerse este forraje, no sea que se enfade y nos abandone en esta sierra.
Masticó las hojas y se las tragó. Tuvo que reprimir una arcada: tenían un sabor espantoso.
—¡Mmm! ¡Ricas, ricas! —dijo al tiempo que hacía muecas a la muchacha para darle a entender que le habían gustado mucho.
La joven lo miraba atónita y desconcertada. Sacó otras hojas de la bolsita, hizo un bolo con ellas y se lo metió en la boca. La abrió para mostrarles a los dos hombres que había situado el bolo de hojas entre las muelas y el carrillo. A continuación, se sacó el bolo de la boca y se lo dio al capitán.
El capitán se lo pasó al fraile.
—A vos os será de más provecho, que no habéis comido nada —dijo burlón.
El fraile masticó el bolo.
—¡Cómo amargan estas hojas! —se quejó. Y se lo tragó con una mueca de repugnancia.
La muchacha se rio, e hizo varios bolos más.
El fraile y el capitán se los comieron todos con resignación.
—A fe mía que nunca había masticado nada tan áspero y de tan mal sabor. Tengo la lengua como un estropajo —se quejó el capitán.
—¡Menuda bazofia come esta gente!
La india regresó a la covacha y se sentó en una piedra que había a la entrada. Les indicó con un gesto que pasaran.
—¿Por qué quiere que nos metamos otra vez en la cueva? —preguntó el fraile.
—Seguramente se ha percatado de lo agotados que estamos y quiere que descansemos antes de llevarnos a su poblado. —Salazar estiró los brazos y bostezó—. Y a fe mía que no es mala idea. Durmamos un poco, ¡que buena falta nos hace!
Se quedaron amodorrados de inmediato.
Apenas había pasado el tiempo de rezar tres salves, cuando fray Juan salió de la cueva diciendo:
—¡Milagro! ¡Se me han quitado los dolores, el cansancio y el hambre!
—¡Vive Dios que a mí me pasa lo mismo! ¡Incluso respiro mejor! —afirmó Salazar saliendo a su vez—. ¡No hay como el descanso, por pequeño que sea, para templar el ánimo!
—¡Es un milagro, capitán! ¡Dios Nuestro Señor ha atendido a mis súplicas y ha obrado un milagro por medio de esta indiecita! ¡Alabado sea el Señor! —Fray Juan daba saltitos de euforia, embargado de un fervor religioso y un brío físico insospechados tan solo una hora antes.
La muchacha se puso en pie y les indicó con un gesto que la siguieran. Los condujo hasta un ñan o camino inca, que serpenteaba entre los cerros. Salazar y fray Juan acometían la marcha a buen ritmo, cargados de una energía que los sorprendía a ellos mismos, pues un rato antes eran incapaces de moverse.
Pese a que el frío seguía siendo intenso y el viento los azotaba hasta casi doblarlos, el tramo hasta Potosí por camino inca les resultó más descansado y agradable que la ruta desnortada que habían seguido los últimos días, subiendo y bajando cerros. ¡Tan pletóricos de energía y ánimo se sentían!