XXIII

UN AMARGO DESCUBRIMIENTO

San Lorenzo de la Cordillera de los Altos de Ybytyrapé. Mes de marzo del Año del Señor de 1588

Alonso de Lanzós escuchaba a Irupé con la mirada extraviada, tan absorto en el relato que la india hacía de los sucesos acaecidos más de treinta años atrás que, sin darse cuenta, acompasaba su respiración al ritmo de las palabras de ella, a las inflexiones de su voz clara y profunda.

Irupé bebió un poco del ka’ay que habían traído para Manuela, y respiró profundamente.

Manuela se pasó las manos por la cara, presa del desasosiego. Su padre no se percataba de que Irupé llevaba tres horas hablando y de que a ella ya no le interesaba lo que pudiera decir. Tenía la respuesta que había ido a buscar: Mario Rocamunde era su hermano. La amargura y la desesperación la consumían… Solo deseaba escapar, desaparecer, morir…

—Señora, voy a retirarme… —dijo con la voz rota—. Nada de lo que vayáis a contar me concierne. Solo a mi padre…

Irupé se volvió a mirarla, y su melena lisa, canosa y espesa se balanceó sobre sus hombros. A pesar de que era casi una anciana, pues había cumplido cuarenta años, Manuela pensó que era hermosa, dotada de una luz singular.

—Es preciso que escuches la historia de principio a fin, para que puedas comprender qué ocurrió y por qué tu madre y la mía actuaron como lo hicieron —replicó.

Manuela tragó saliva.

—Nada más lejos de mi intención que juzgar a nadie y menos aún a mi madre…

—Habéis tardado muchas jornadas en llegar hasta aquí —la interrumpió Irupé con voz amable, aunque firme—. Perder unas cuantas horas más no os supondrá excesivo quebranto. En cambio, comprender lo que ocurrió y por qué te ayudará a desterrar rencores y a perdonar.

Alonso se sorprendió al pensar que Irupé había heredado la serena firmeza de Mencía de Calderón, aun sin ser hija carnal suya. «Quizá pueda más el ejemplo que la sangre», se dijo.