EL RELATO DE IRUPÉ A TRAVÉS DEL RÍO PILCOMAYO
Asunción del Paraguay. Primeros de octubre del Año del Señor de 1556
Fijamos la salida para el día siguiente, y al amanecer mi madre y yo fuimos a recoger a Ana a su casa. Nos esperaba en el zaguán y, al oírnos llegar, nos abrió la puerta con un candil en la mano. Estaba vestida de hombre. Mi madre y yo llevábamos sayas hasta los pies, y sobre ellas, lobas de anascote[32] igual de largas.
—Esas ropas os entorpecerán mucho el andar —dijo Ana con un tonillo irónico. Mi madre y ella discrepaban sobre la conveniencia de mantener en el Nuevo Mundo los usos y costumbres de las damas españolas.
—Yo no soy como tú, Ana de Rojas —replicó mi madre—. Nunca vestí de varón y no voy a cambiar de hábitos a estas alturas de mi vida.
Ana se volvió a mí y me explicó:
—De niña, me presenté en su casa vestida con las ropas de mi hermano, y Mencía todavía no me lo ha perdonado.
—Irupé puede hacer lo que guste, ella no precisa mantener unos usos que nunca tuvo, como es tu caso. Así que si quiere vestirse de hombre, sea.
Ana me trajo una camisa que me llegaba hasta media pierna, pero mi madre me obligó a ponerme unas calzas debajo.
—Eres demasiado mayor para ir enseñando las carnes de las piernas —dijo.
Cargadas con un hatillo de mudas, nos encaminamos a la bahía, donde estaban fondeadas las dos barcas que mi madre y Ana habían comprado la tarde anterior. Zapico y Castro, los guías, ya estaban allí. Tenían una catadura siniestra y yo me asusté. Eran los jaques más sucios y llenos de chirlos[33] que había visto nunca. A Zapico le faltaban los dientes de arriba y una cicatriz le cruzaba el ojo derecho, que miraba sin ver. Y a Castro le faltaba una oreja y tres dedos de la mano izquierda. Pese a su aspecto de galloferos[34] y la roña que los cubría, llevaban al cinto dos magníficas pistolas de rueda.
—No me gustan —le susurré a Ana mientras embarcábamos.
—Tu madre fue capaz de hacerse con el mando de una nao, y sabrá domeñarlos. No temas —me dijo al oído.
Zapico y Castro habían traído a ocho indios para que remaran y cargaran con los bultos. Cinco de ellos eran hombres y los otros tres, muchachos de poco más de doce años. Yo intenté conversar con ellos, pero no nos entendíamos. No eran ava ni hablaban la «lengua de los hombres», que es la que habla mi pueblo.
—Son karawetaris —me explicó Zapico—. Los capturamos hace un año, muy al norte del gran río, cuando buscábamos El Dorado.
—Solo algunas palabras se parecen a las mías —dije.
—Nosotros pasamos varios meses en su chapuno[35] y hemos aprendido algo de su lengua, lo suficiente para hacernos obedecer. Y si quedan dudas… —Fustigó con el látigo los pies de los remeros.
—Nuestro rey, de acuerdo con Su Santidad, ha prohibido que se esclavice a los indios ¡o se los maltrate! —dijo con firmeza mi madre, encolerizada por aquella demostración de crueldad gratuita.
—Si vuestras mercedes están dispuestas a remar y a llevar la carga a hombros, ahora mismo los ponemos en libertad —replicó Zapico. Su aliento era fétido.
Castro soltó una carcajada.
Durante días y noches surcamos el río Pilcomayo sin apenas descansar, pues Isabel de Contreras había insistido mucho en que nos diéramos prisa en alcanzar a su esposo, el capitán Juan de Salazar, antes de que llegara a Potosí.
En la ribera, divisamos grupos de indios altos y esbeltos a los que los guaraníes llamamos guaicurúes, que significa «salvajes», y a los que temen porque son muy belicosos. Nuestros guías también les tenían miedo porque, cuando veían alguno, no querían ni arrimarse a la orilla.
Al cuarto día al fin perdimos de vista a los guaicurúes, y Zapico y Castro decidieron que nos tomáramos un descanso. Nosotras accedimos porque estábamos agotadas y porque deseábamos lavar nuestra ropa, sobre todo mi madre, que acababa de tener la costumbre y ya no le quedaban paños limpios.
Mientras lavábamos en el río nuestras camisas y las de Zapico y Castro, pues así nos lo pidieron, ellos ordenaron a los karawetaris de más edad que fueran a cazar algo para el almuerzo, y a los jóvenes, que construyeran un toldo para protegernos del sol y una empalizada para salvaguardarnos de las alimañas durante la noche.
Regresamos del río cargadas con la ropa mojada, que llevábamos en cestos sobre la cabeza, y ahuyentando a manotazos las nubes de mosquitos que nos perseguían. Zapico y Castro descansaban bajo el toldo y ni siquiera se levantaron para ayudarnos a extender la ropa.
Apenas habían terminado los muchachos de construir la empalizada, cuando volvieron los cazadores con un par de monitos.
—¡Ea, señoras, a cocinar! ¡Y rápido, que estamos hambrientos! —dijo Zapico haciéndonos un gesto de apremio con la mano.
Mi madre lo fulminó con la mirada. Una cosa era que nosotras nos mostráramos dispuestas a ayudar, y otra, que nos trataran como sirvientas los hombres a los que habíamos contratado.
—¿Y qué haréis vosotros?
—¡Despellejar los monos! —replicó Zapico burlón.
Mi madre, Ana y yo fuimos a las barcas a buscar la cocina portátil de barro, semejante a las que usan los barcos, y una olla grande para cocer a los monos. Descubrimos entre los bultos del primer bote, disimulado entre la ropa, un pellejo de vino de diez azumbres o más.
Mi madre regresó indignada adonde estaban Zapico y Castro.
—Os impuse la condición de que no trajerais ni una sola gota de alcohol, y habéis embarcado diez azumbres de vino a escondidas —les reprochó agriamente.
—No se altere, señora —replicó Zapico—, que es para digerir la comida. ¡Quien come y no bebe mal digiere!
—¡Al vino llaman vino, porque del cielo nos vino! —apostilló Castro. Un subordinado siempre piensa lo que piensa su jefe.
Mientras cocinábamos, Zapico y Castro comenzaron a beber el vino del pellejo.
—Decidles que no beban antes de comer o se emborracharán —advirtió Ana entre dientes.
—Cuanto antes se les acabe ese mal mejunje que llaman vino, mejor que mejor —replicó mi madre de mal humor.
Nuestros guías no llegaron a probar la comida porque, al cabo de media hora, eran incapaces de mantenerse de pie y se tumbaron a dormir la borrachera bajo el toldo.
Habían atado a los karawetaris a un árbol para impedir que se escapasen mientras dormían, y tuvimos que darles de comer entre las tres. A mediodía, el sol les daba de lleno y tenían la piel enrojecida. Nos miraban lastimeros, e intentamos despertar a Zapico y a Castro para que los desataran o, al menos, los cambiasen a un lugar a la sombra. Pero estaban tan borrachos que no hubo manera de despertarlos. Cuando después de mucho zarandearlos logramos que abrieran los ojos, no respondían más que desvaríos.
Después de tres horas al sol sin poder moverse, los karawetaris tenían la piel llena de ampollas. Incapaces de verlos sufrir por más tiempo, mi madre y Ana determinaron cortarles las ligaduras.
Yo sabía que, por muy agradecidos que nos estuviesen, una vez desatados, no renunciarían a su libertad.
—Se escaparán —advertí.
—Que sea lo que Dios quiera. Todo antes que permitir que el sol los abrase.
En cuanto les cortamos las ligaduras, los karawetaris corrieron hacia el río. Después de permanecer un rato dentro del agua, hicieron emplastos de barro y hojas y se los pusieron sobre las ampollas.
Mediante mímica y algunas palabras que nos eran comunes, me dieron a entender que iban a cazar loros para adornarse con sus plumas.
—¿Cómo se les ocurre ir a cazar loros con la piel llena de ampollas? —se extrañó mi madre.
—Quieren hacer una fiesta para celebrar que los hemos liberado —le expliqué.
Desplumaron los loros e hicieron brasa para asarlos. Después de comérselos, se adornaron con sus plumas y bailaron un rato. A continuación, cortaron un bejuco delgado, le sacaron punta con los dientes y comenzaron a pintarse unos a otros delgadas líneas geométricas en el pecho, las piernas y la cara.
—Para que luego digan que las mujeres somos vanidosas —comentó Ana.
—¡Pues sí! —se rio mi madre.
—Son pinturas de guerra —les advertí yo—. Van a matar a nuestros guías y quizá nos lleven a nosotras a su poblado.
—¿Serán capaces de tal ingratitud después de que los hemos liberado? —preguntó Ana.
—Piensan que es lo mejor para nosotras, pues así nos protegerán de los peligros de la selva. Sin duda tienen la intención de tratarnos bien.
—¿Tratarnos bien? ¡Lo que quieren es raptarnos!
—Las mujeres somos muy valiosas; cuantas más tiene un poblado más envidias despierta. Las tribus guerrean por las mujeres.
—¡Dios bendito, hablas como si eso te pareciese cabal, Irupé!
—Antes me lo parecía…
Mi madre se mordió los labios, y dijo a regañadientes:
—No me gustan nuestros guías, pero hemos de impedir que los karawetaris los maten…, por la cuenta que nos trae.
Ana, muy resuelta, entró bajo el toldo donde dormían Zapico y Castro y les quitó las pistolas y las espadas.
—Venid —nos llamó—. Haremos guardia en la puerta de la empalizada para impedir que los karawetaris los maten.
Mi madre se colocó al lado de Ana, con una espada en cada mano, presta a defender a nuestros odiosos guías. Yo me escapé a negociar con los karawetaris, que estaban acabando de pintarse. Les expliqué como pude que no íbamos a permitir que mataran a nuestros guías. Me entendieron y se fueron.
Aun así, nos quedamos un par de horas haciendo guardia delante de la empalizada sin que Zapico y Castro se enteraran, pues se habían bebido medio pellejo de vino y seguían durmiendo la borrachera. Pasado ese tiempo, convencidas de que los karawetaris no iban a volver, nos dedicamos a ahumar la carne de mono que había sobrado para poder consumirla durante el viaje.
Yo tenía que haber adivinado que los karawetaris no renunciarían a vengarse. De alguna forma los comprendía, porque aquellos dos blancos eran malvados que los habían maltratado ferozmente, la mayor parte de las veces sin motivo, solo por divertirse. Mi madre siempre decía: «El que hace el mal sin ánimo de provecho, amén de cruel, es estúpido». Y eso es lo que eran nuestros guías: seres estúpidos, crueles e ignorantes.
Ana y mi madre estaban envolviendo en hojas la carne que acabábamos de ahumar cuando los karawetaris regresaron.
Mi madre y Ana se parapetaron detrás de un árbol, pero yo no pude, pues en ese instante me dirigía a coger unos frutos cerca del río.
—¡Corre, Irupé! ¡Sálvate! —me gritó mi madre.
Yo sabía que los karawetaris no nos harían daño, que solo pretendían vengarse de nuestros guías, y me quedé donde estaba.
—¡Dispara! —le grité a Ana, segura de que los karawetaris saldrían huyendo en cuanto oyeran tronar las pistolas, pues todos los indios ignoran que sus flechas son más certeras que las balas.
Ana sacó las pistolas del cinto y disparó.
No le dio a ningún indio, ni tenía esa intención, pero todos ellos huyeron como una bandada de pájaros en dirección al río. Cuando llegaron, descargaron nuestros bultos de las lanchas, se metieron dentro y se alejaron remando a toda velocidad. Yo deseé con toda mi alma que encontrasen el camino de vuelta a su tierra.
Nuestros guías se habían despertado con el ruido de los disparos y, cuando mi madre les explicó que habíamos cortado las ligaduras a los indios y que estos habían huido, comenzaron a lanzar maldiciones y juramentos contra nosotras.
—¡Majaderas! ¿Quién cargará ahora con el equipaje? ¿Vosotras?
—Sí, os ayudaremos como podamos.
Zapico escupió y le dijo a su compinche:
—Estas bobas creen que hemos venido al Nuevo Mundo a cargar como mulas.
—Era caridad cristiana soltar a esos indios; de otro modo, hubieran muerto achicharrados —replicó mi madre.
Zapico y Castro se carcajearon.
—¿Nos habéis tomado por frailes? ¿Creéis que hemos cruzado el océano para cuidar a esos monos? ¡Hemos venido al Nuevo Mundo para valer más![36]
—¡Pues nunca habíais valido menos!
—¿Pretendéis que las arrevueltas, arcadas y vomitonas que sufrimos durante la travesía sean en balde? —insistió Zapico avanzando amenazadoramente hacia mi madre con las manos por delante, como si quisiera estrangularla.
—¡Nosotras padecimos males peores! —gritó Ana para atraer la atención del jaque, mientras metía la mano derecha debajo de la camisa, donde llevaba ocultas las pistolas.
—¡Pues haberos quedado en casa! ¡Que la mujer no ha de menester pies!
Ana enrojeció de ira. Se consideraba igual que un hombre y no sabía disimularlo, lo que le acarreaba no pocos disgustos. Sacó las pistolas que llevaba bajo la camisa y gritó:
—¡Lo que una mujer quiere Dios lo quiere, bellaco!
—¡Esa putañoña es de las que creen que las faldas quitan barbas! —se burló pensando que Ana sería incapaz de disparar, pues sin ellos estaríamos perdidas en la selva
—¡Cállate, pollino! ¡O te meteré una bala en la mollera… a ver si da con tus sesos!
Mi madre sabía que Ana estaba dispuesta a disparar y se puso delante al tiempo que gritaba:
—¡Basta ya! ¡Dejémonos de riñas inútiles y veamos la forma de solucionar el estado de necesidad en que nos encontramos!
Las probadas dotes de mando de mi madre hicieron efecto, porque Ana devolvió las pistolas al cinto y los dos jaques se sentaron dócilmente en el suelo.
—¡Ahora discutamos qué hacer! —afirmó mi madre, sentándose a su vez.
—No queda más remedio que volver a Asunción —opinó Zapico.
—No haremos tal cosa hasta que hayamos encontrado al capitán Salazar.
—Necesitaríamos una barca.
—¿No podemos seguir a pie?
—Nosotros quizá, pero vuestras mercedes…
—Estamos dispuestas a cargar con nuestros bultos. ¿Cuánto falta para llegar a Potosí?
Zapico se encogió de hombros.
—Hay que seguir el curso del Pilcomayo hasta llegar a unas sierras de gran altura… Al menos eso nos dijeron…
—¿Os dijeron? —le interrumpió mi madre—. ¡Cuando os contraté asegurasteis que habíais hecho el camino de Asunción a Potosí muchas veces! ¡Sois unos farsantes, embusteros…!
En ese instante recordé algo.
—Hace dos días vi una flecha clavada en un árbol al borde de una picada. Era guaraní.
—¿Cómo lo sabes, hija?
—Por sus adornos. La flecha indica que cerca hay una tekoa.
—¿Qué es eso? —me preguntó Zapico.
—Una aldea guaraní. Si la encontrásemos, podríamos ofrecerle al tuvichá rescates a cambio de víveres y una canoa para proseguir el viaje.
—¡Nosotros no hablamos la jerigonza de estos indios! —replicó Zapico.
Me dolió su desprecio, pero contesté sin alterarme:
—Yo sí hablo avá ñe’é.
—¿Avaa… qué?
—La lengua de los hombres.
—¡A mí se me da mejor la lengua de las mujeres!
Mi madre fulminó a Zapico con la mirada.
Al fin decidimos buscar la aldea. Fuimos a la orilla del río, donde los karawetaris habían abandonado nuestros pertrechos, recogimos los rescates y lo que nos pareció más necesario, y emprendimos la búsqueda de la tekoa.
Al anochecer no habíamos logrado encontrarla y estábamos agotados y hambrientos.
—Si nos devolvéis las pistolas, podríamos cazar algún animal —dijo Zapico.
A aquellas alturas mi madre no se fiaba en absoluto de ellos. Hizo un aparte con Ana y conmigo para que decidiéramos juntas si les devolvíamos o no las armas.
—Nos traicionarán en la primera ocasión que se les presente —opinó Ana.
—Lo sé. Pero si no comemos, nos moriremos de inanición.
Así que, a pesar de la desconfianza que les provocaban aquellos desvergonzados, mi madre y Ana accedieron a su demanda.
Esa noche cenamos un par de pájaros y tres roedores de pequeño tamaño que cazaron los guías.
—Son muy torpes —les susurré a mi madre y a Ana—. Cualquier niño ava hubiera conseguido piezas mayores valiéndose tan solo de piedras.
Al día siguiente nuestros guías volvieron a irse de caza, y yo propuse a mi madre y a Ana que pescáramos cangrejos. De camino al río, nos tropezamos con una roza abandonada y encontramos plátanos y otras raíces que yo recordaba comestibles. Gracias a eso no pasamos hambre, porque los animales con que regresaron los hombres eran muy pequeños.
Dos días después, vimos pasar a unos cazadores guaraníes con tres monos muertos sujetos por las manos y las patas a un palo que portaban entre dos hombres. Zapico y Castro querían abordarlos, pero yo los insté a que permaneciéramos escondidos hasta que averiguara si eran de fiar. Los ava suelen ser hospitalarios con los desconocidos y en ocasiones llegan a entregarles a sus hermanas, hijas o sobrinas para emparentar con ellos como cuñados. Pero también pueden ser muy crueles.
Dejamos pasar de largo a los cazadores y después seguimos sus huellas. Al anochecer, vislumbramos los fuegos de su poblado.
—Ahora buscaremos un lugar para pasar la noche —dije—. Mañana, cuando los guerreros hayan salido a cazar, me acercaré a hablar con las mujeres. Espero que ellas me ayuden a convencer a los hombres de que nos presten auxilio.
Acampamos tras un montículo a media legua de distancia de la tekoa. Aquella noche llovió torrencialmente, y pasamos mucho frío, pero yo los advertí de que no podíamos encender hoguera alguna para calentarnos, ya que el humo alertaría a los ava.
Por la mañana me quité la ropa. Vi que mi madre se sobresaltaba al verme en carnes, pero le expliqué que, solo si iba desnuda como las ava, podría acercarme a ellas sin que recelasen.
Me dirigí al río en cueros y esperé. Al cabo de un rato, llegó un grupo de muchachas con intención de pescar.
—Ma-era! —las saludé.
Las jóvenes ava me aceptaron, pensando seguramente que pertenecía a alguna tekoa cercana. Las ayudé a envenenar el agua para atontar a los peces y, después, a cogerlos con las manos. Cuando acabamos, agradecidas, me untaron el cuerpo con fruta de urucú para protegerme del sol, pues decían que estaba muy pálida, y era verdad porque desde hacía años llevaba la piel tapada. Después nos adornamos el cabello con flores de piquillín y nos quedamos un rato retozando en el agua.
Disfruté mucho del baño —hacía bastante que no me bañaba desnuda— y de los juegos. Cuando las muchachas decidieron regresar a la tekoa, les pedí que me permitieran acompañarlas, pues deseaba conocer a las ancianas.
Atravesé la puerta con las muchachas sin que nadie me preguntara quién era ni de dónde venía.
Las ancianas, reunidas bajo un toldo de hojas a la entrada de una de las casas comunales, tejían cestos, hilaban, curtían pieles o masticaban yuca para hacer chicha al tiempo que se contaban chismes y bromeaban.
Me recibieron con cariño. Cuando les expliqué que vivía con los blancos, ellas, compadecidas de mi infortunio, me llevaron ante el tuvichá para que él me rescatase. Yo me dejé conducir, pues mi intención era precisamente verlo.
En el otro extremo de la plaza, el tuvichá contemplaba, en cuclillas, cómo unos muchachos jugaban al ma’anga. Era un anciano de más de cuarenta años, quizá cincuenta, delgado como un junco y con ojillos avispados, que me recibió con los brazos abiertos. Al poco de hablar con él, deduje que su alma animal tenía que ser de mono, ya que era agudo, travieso, avispado y burlón. Eso me tranquilizó, pues la mayoría de los tuvichás con los que había tratado de niña tenían alma de jaguar —eran despiadados y violentos— y me daban miedo.
Le conté que formaba parte de una expedición compuesta por dos mujeres y dos hombres blancos y que buscábamos a otro blanco.
—¿Adónde se dirige? —me preguntó.
—A un lugar lejano donde hay una montaña de plata.
—¡Ah! ¡A Sumaj Orcko!
—¿Qué es eso?
—Significa «cerro hermoso» en la lengua de los hombres del lugar. Lo llaman así porque ese cerro tiene las entrañas de plata. El padre de mi padre fue a guerrear a esas tierras y me lo contó. —Me miró fijamente y me preguntó—: ¿Qué quieres de mí?
—Los karawetaris que nos acompañaban nos han robado las canoas y la comida…
—Alguna razón tendrían para hacerlo.
Yo no le contradije. La propia Mencía, mi madre, decía con frecuencia que al Nuevo Mundo habían venido los hombres más crueles y despiadados del Viejo.
—Necesitamos tu ayuda para proseguir el viaje.
—Diles a esos blancos que los recibiremos en nuestra tekoa y compartiremos con ellos nuestra comida y nuestras mujeres.
—No somos las esposas de esos hombres, tuvichá, sino sus capitanas. Mencía de Calderón, mi madre, es quien dirige el grupo —le expliqué.
Al tuvichá le pareció inconcebible que una mujer estuviera al mando, pero había tenido contacto con los blancos y creía cualquier disparate que le contaran de ellos, ya que, a su entender, eran muy raros.
En nombre de mi madre, le propuse darle regalos o rescates —cuentas de cristal, cascabeles y demás baratijas con las que los españoles acostumbraban a negociar—, a cambio de una canoa y provisiones para continuar el viaje. Después de consultarlo con los otros ancianos, el tuvichá aceptó.
Regresé en busca del grupo, que me esperaba escondido entre las raíces de un gran árbol. Al ver cómo Zapico y Castro miraban mi cuerpo desnudo, comprendí que estaba a punto de hacerme mujer, como efectivamente sucedió meses después. Mi madre se percató también de sus miradas libidinosas, porque me ordenó exasperada:
—¡Ponte el tipoi y no vuelvas a quitártelo bajo ningún pretexto, Irupé!
Los ava nos recibieron con la misma cordialidad que si fuéramos sus parientes. Los más jóvenes, que nunca habían visto a un blanco, examinaban nuestras ropas, nos tocaban y, sobre todo, nos olían. Yo imaginé que pensaban que éramos sucios, pues los ava se lavan a diario y los blancos no lo hacen muy a menudo…, por no decir nunca. Aunque Josep Lluís Varea, el médico más prestigioso de Asunción, insistía en que, debido al clima tan caluroso de estas tierras, los blancos deberían imitar a los indios y bañarse varias veces al año, lo cierto es que pocos seguían su atinado consejo. ¡Y menos las linajudas hidalgas españolas! Yo no entendía por qué las blancas tienen tanta aversión al agua, y una vez le pregunté a mi madre la razón. Ella me respondió:
«El baño despierta lujuria, y eso no complace a Dios Nuestro Señor, que quiere que las mujeres cristianas preservemos el pudor».
«Entonces, ¿Dios no aprueba que nos lavemos?».
«Bueno… Hemos de hacerlo con mesura para no incurrir en pensamientos libidinosos».
Llegué a la conclusión de que no bañarse era un sacrificio que se le ofrecía al Señor, al igual que el ayuno. Como me había convertido en una cristiana de corazón, no como otros ava que fingen serlo para complacer a sus amos, determiné imitar a mi madre: como ella, me lavaba a diario la cara y las manos. Y una vez cada dos semanas, me frotaba el resto del cuerpo con un paño húmedo, procurando no detenerme en las partes pudendas para no tentar a la lujuria. Supuso para mí un gran sacrificio, pues, antes de que los blancos me capturaran, yo me bañaba a diario. En ocasiones, sin que mi madre se enterase, bajaba a la bahía a bañarme con unas muchachas indias. Luego me avergonzaba de haber sucumbido a la tentación, pero ¡era tan placentero!
Cuando el tuvichá me dijo que iba a ordenar a sus mujeres que llevasen a las blancas y las desnudasen y bañasen, porque olían muy mal, y que ordenaría a cuatro de sus guerreros que hiciesen lo propio con los hombres blancos, le expliqué:
—No debes hacer eso, tuvichá. Los blancos nunca se desnudan ni se lavan porque su Dios no se lo permite.
Al anochecer, a pesar de que les olíamos mal, los ava nos agasajaron con una espléndida fiesta de bienvenida en la plaza del poblado. Nos ofrecieron mono asado, papilla de plátanos, choclos hervidos y tortillas recién hechas de mandi-ó, es decir, mandioca. Todo ello regado con chicha y pire-i, un vino de maíz fermentado con agua y miel. También había hierba mate endulzada con caa-ehe[37].
Fue un banquete exquisito y yo lo disfruté mucho, al igual que los bailes que siguieron, pues rememoré mi infancia.
Al terminar la cena, Zapico dijo a Castro:
—Ve a coger las bolsas de los rescates para ofrecérselos al tuvichá.
—No. Negociar con el tuvichá es asunto mío —dijo mi madre con firmeza.
Comprendí que había actuado con sagacidad, pues no podía permitir que aquellos jaques le arrebataran el mando.
Se armó un gran revuelo cuando el tuvichá repartió los rescates que le ofreció mi madre. Eran naderías de poco valor: cuentas de cristal, espejillos, cajitas de cartón, abanicos, cascabeles, campanitas y cosas por el estilo, pero provocaron frenesí entre los hombres y mujeres del poblado que, de inmediato, empezaron a colgárselas del cuello, la cintura, los tobillos, la nariz o las orejas.
Llevados por el entusiasmo, algunos ava fueron a sus tapy-guazú —o casas comunales, como decís los blancos— y se pusieron, además de los rescates, sus propios adornos: diademas, pulseras, tobilleras o rodilleras fabricadas con plumas, algodón u otras fibras.
Me sorprendió ver que cuatro o cinco hombres llevaban diademas, brazaletes o aros de oro.
—¿De dónde los han sacado? —le pregunté en voz baja a una anciana que estaba a mi lado.
—De la tierra del oro —me contestó.
Ellos no tenían un aprecio especial a tales adornos dorados. Despertaban más su admiración los altos tocados de plumas que lucían algunos guerreros y el tuvichá. No eran conscientes del valor que el oro tenía para los blancos, pero yo sí. Y me desazoné al ver las miradas de codicia que Zapico y Castro les dirigían a las diademas. Mi madre también estaba inquieta, porque intercambió conmigo una mirada de preocupación.
Cuando acabaron de adornarse, el payé salió de su tapy-guazú con un plato de barro cocido de gran tamaño lleno de polvo y una caña. El payé paseó el plato entre los guerreros. Algunos rehusaban, pero otros cogían la caña y les soplaban los polvos en la nariz a otros para ayudarles a aspirarlos.
—Kururu rekakáicha hû —masculló la anciana a mi lado señalando el plato de barro.
—¿Qué ha dicho? —preguntó mi madre.
—Que el polvo es tan negro como el excremento de sapo.
—¿Y eso qué significa, Irupé?
—Que no le gustan, supongo.
Al cabo de un rato, comenzaron los cantos y danzas. Todos participaban y se divertían, pero los que habían aspirado polvos bailaban frenéticamente y se reían más que el resto.
Me sorprendió que algunas viejas gruñeran cuando los guerreros querían aspirar aquellos polvos por segunda o tercera vez. Y les pregunté la razón.
—Unos pocos polvos producen bienestar y sirven para comunicarse con los espíritus —me explicaron—. Muchos… provocan peleas y muertes.
Por fortuna, aunque el tuvichá hubo de reprimir algún conato que otro de riña, no se produjo ningún incidente serio.
Mi madre, Ana y yo acompañamos el ritmo de sus canciones golpeando una cuchara o jeré contra un taburete. En una ocasión, hice ademán de levantarme para bailar con las muchachas, pero mi madre me retuvo:
—Podrías provocar su lascivia.
Señaló con la mirada a Zapico y Castro que, más que danzar, se movían de un lado a otro, intentando toquetear a las jóvenes ava. Me sorprendió que parecieran borrachos, pues solo los había visto beber una vez y no demasiado. Deduje que su fingida borrachera era una estratagema para meterse en las hamacas de las chicas. No se lo advertí a mi madre porque cavilé que, aunque era un asunto baladí, ella se habría enojado mucho.
Pasada la medianoche, Ana, mi madre y yo estábamos agotadas y hubiéramos deseado retirarnos a dormir, pero temíamos agraviar a aquellas gentes tan amables.
La fiesta no decayó hasta horas después. Cuando el tuvichá se retiró a dormir con sus mujeres y sus hijos pequeños, nosotras aprovechamos para hacer lo mismo.
—Pide que nos separen lo más posible de Zapico y Castro —me susurró mi madre cuando entrábamos en la casa comunal.
Me las apañé para que nos asignaran tres hamacas correlativas junto a la pared que daba a la empalizada. Dejé dicho a las ancianas que a Zapico y a Castro les dieran hamacas en la pared opuesta, la que daba a la plaza.
Mi madre había vivido en una tekoa durante el viaje que hizo desde Santos a Asunción, y sabía que los indios yogaban a la vista de todos. Para impedir que los viéramos, rodeó nuestras tres hamacas con mantas.
A mí me pareció absurdo, pues yo había pasado mi infancia en una tapy-guazú como aquella y había visto cohabitar muchas veces. Ana me hizo un guiño burlón para darme a entender que a ella también le parecía una necedad. Ella no se parecía al resto de las castellanas que yo conocía. Era independiente, decidida, y no la escandalizaba ver cohabitar a los indios, ni cosas semejantes. Su talante provocaba murmuraciones en Asunción. Pero ambas queríamos y respetábamos a Mencía de Calderón, y ninguna de las dos protestó por el encierro al que nos sometía.
Esa noche me dormí a los sones de una mimby-retá o flauta dulce que una anciana tocaba unas cuantas hamacas más allá de la mía.
Poco después del amanecer, un sonido inquietante me despertó. Era un ronquido continuado, parecido a un estertor. Medio dormida, me bajé de la hamaca y miré por un resquicio que quedaba entre las vallas de mantas en las que mi madre nos había encerrado, para averiguar qué sucedía. Vi que Zapico y Castro sacaban a rastras por la puerta de la casa comunal a un hombre con una diadema de oro y el pecho ensangrentado.
Me acerqué a la hamaca de mi madre y le conté en un susurro lo que acababa de presenciar.
Vi que se demudaba, pero aparentando una calma que no sentía, dijo:
—Quédate aquí mientras voy a averiguar qué ocurre.
Esperó a que Zapico y Castro se alejaran algo más de la casa comunal y los siguió. Yo oí ruido de arrastre por el lado que daba a la empalizada. Hice un agujero en la pared de ramas y barro para poder ver qué sucedía fuera.
Nuestros guías estaban desatando los nudos del tocado de oro que llevaba el hombre al que les había visto arrastrar. En el suelo había un par de macanas[38] ensangrentadas. Y un poco más allá, dos cadáveres a los que habían despojado de sus joyas.
«Querían estar sobrios para robarles las alhajas, no para meterse en las hamacas de las muchachas», me dije contrariada por no haberlo supuesto.
Mi madre, que había estado buscando a Zapico y a Castro por la plaza, acababa de dar la vuelta a la casa comunal y los vio junto a la empalizada.
—¿Qué estáis haciendo, malditos desagradecidos? —les echó en cara sin pensar en el peligro que corría—. ¡La gente de este poblado ha sido caritativa con nosotros y mirad cómo se lo pagáis! ¡Matando y robando a esos hombres!
Zapico la derribó de un puñetazo que la dejó inconsciente.
—¡Por tu culpa, Castro, esta puta ha estado a punto de despertar al poblado con sus gritos! ¡Te ordené que te quedaras en la puerta de la casa a vigilar que nadie se levantara!
—¿Para darte ocasión de farabustear alguna cosilla de oro a mis espaldas, Zapico?
—¡Mala liendre te mate, desconfiado!
—¡Mala liendre te mate a ti, bellaco!
Se enzarzaron en una pelea, pero mi madre recuperó el sentido, y Zapico, rápido como un rayo, le puso el cañón de la pistola en la boca.
—¡Mátala con mi enano! —Castro le ofreció su puñal—. Que si disparas, despertarás a toda la aldea.
—¡Antes he de averiguar de dónde han sacado los indios el oro!
—¿Cómo piensas averiguarlo? ¡No nos entendemos con ellos!
—Vuelve a la casa y trae al indio de los brazaletes, ¡vivo! Y tú —le dijo a mi madre—, tráeme a esa putilla a la que llamas hija. Necesito que me sirva de lengua para interrogar a ese indio. Dame tu puñal, Castro.
Con la mano izquierda —en la derecha sostenía la pistola con la que amenazaba a mi madre—, Zapico clavó repetidamente el puñal en la pared hasta que hizo un boquete en el barro. Yo, que miraba desde el interior de la casa comunal por otro agujero situado a poca distancia, me aparté a toda prisa.
—¿Ves ese agujero, puta? —le dijo Zapico a mi madre—. ¡Pues te estaré vigilando por él! ¡Y como se te ocurra irte de la lengua, os mataré a ti, a tu amiga y a tu hija! Pero si haces lo que te digo, ni a ti ni a la otra mujer blanca os pasará nada. ¿Has comprendido?
Mi madre asintió fingiendo estar de acuerdo. Pero en cuanto el jaque apartó la pistola de su boca, gritó:
—¡Ah! ¡Socorroo!
Castro la golpeó brutalmente con la macana. A continuación, Zapico y él recogieron las joyas y salieron huyendo de la tekoa. Durante unos instantes me quedé paralizada, muda de espanto.
Dentro de la tapy-guazú todos dormían la borrachera de la chicha y tan solo un par de ancianas se habían despertado con los gritos de mi madre. Zarandearon con el pie las hamacas de un par de guerreros que dormían al lado y los instaron a que salieran a averiguar qué ocurría.
—¡No nos interesan las riñas de mujeres! —mascullaron ellos antes de volver a dormirse.
Las ancianas quedaron convencidas de que se trataba de una riña de chicha y se durmieron también.
Desperté a Ana y le conté lo que ocurría. Ella dijo que era mejor no avisar a los indios, pues pensarían que éramos cómplices de Zapico y Castro.
—Mi madre gritó para salvarnos… La amenazaron con matarnos si… —Tenía un nudo en la garganta y no pude continuar.
Ana se puso el dedo índice delante de los labios y me hizo una seña para que la siguiera. Avanzó con sigilo hasta la puerta de la casa comunal y, una vez fuera, dio la vuelta al edificio.
Mi madre yacía junto a la empalizada en medio de un charco de sangre.
Ana la zarandeó, pero no reaccionaba. Le puso el oído en el pecho.
—Mencía, ¿me oís?
Yo la miraba, paralizada por el pánico.
—¡Despertad, Mencía, por amor de Dios!
Ana soltó a mi madre y fue a la plaza. Regresó un minuto después con una botija de barro llena de agua y la vació sobre el rostro de mi madre. Ella abrió los ojos. Tenía una herida en la frente por la que manaba mucha sangre. Ana se la limpió con el faldón de su camisa y le dio a beber unos sorbos de agua. Poco a poco le volvió la color, aunque parecía confusa.
—¿Cómo os sentís, Mencía? —preguntó al tiempo que rasgaba su camisa para vendarle la frente.
—Como si mi cabeza fuera de vidrio y me la hubieran quebrado en mil pedazos.
—Zapico y Castro han matado a tres indios para robarles las joyas. Hemos de huir.
—Sí…, ya me acuerdo. Pero nosotras no tenemos nada que ver… ¿Por qué vamos a huir?
—Creerán que somos sus cómplices. Hemos de alejarnos lo más posible del poblado antes de que los vecinos se despierten. ¿Podéis caminar?
—¡Todavía tengo piernas, Ana de Rojas! ¿Qué insinúas? —respondió mi madre con su habitual sentido del humor.
Cuando cruzábamos la plaza, vi una calabaza bajo el toldo de una casa y pensé que podríamos necesitarla para coger agua si nos alejábamos del río. Como calculé que una vez llena pesaría mucho, busqué un cesto-carguero de los que usan los ava para apoyar el peso en la frente.
Nada más atravesar la puerta de la empalizada, mi madre se mareó. Había perdido mucha sangre y no estaba tan bien como había querido hacernos creer.
—Ana, deberíamos quedarnos y pedirle un remedio al payé. Los payés son buenos sanadores. Les he visto curar heridas muy malas.
—No lo dudo, Irupé —contestó apesadumbrada—. Pero en cuanto los indios descubran que tres de sus hombres han sido asesinados, querrán vengarlos, y de nada nos servirá jurar que nosotras no hemos tenido nada que ver. ¿Hasta qué hora crees que dormirán?
Me encogí de hombros.
—Hasta que hayan descansado. Los ava no contamos el tiempo.
Ana se impacientó.
—Lo que quiero decir es que de cuánto disponemos antes de que los indios se percaten de que hemos huido.
Yo calculé que se habían acostado cerca del alba y no llevarían más de dos o tres horas durmiendo.
—Hasta después del mediodía no creo que se despierten —contesté.
—Entonces…, les sacamos seis horas de ventaja. ¿Crees que serán suficientes?
—No. Los ava avanzan mucho más deprisa que nosotros.
Ana me miró consternada.
—¿Sabes alguna manera de confundirlos, Irupé?
Traté de recordar las tretas que me habían enseñado en mi infancia para que las tribus enemigas no pudieran seguir nuestro rastro, ya que las mujeres y las niñas éramos muy codiciadas en la selva.
—Caminaremos de espaldas hasta una zona rocosa y entraremos en el río andando hacia atrás, como si saliésemos del agua. Seguiremos por la corriente hasta que encontremos otro lugar pedregoso, alejado de la tekoa, por el que podamos salir sin dejar huellas.
Nos resultó penoso caminar de espaldas sujetando a mi madre, aún mareada. Afortunadamente, al llegar al agua, se recuperó.
—¿Acaso nos hemos convertido en cangrejos? —bromeó al ver que caminábamos hacia atrás.
Ana intercambió conmigo una mirada de inteligencia. Mi madre o no era consciente del peligro que corríamos o quería mostrarse animosa para no preocuparnos. Yo me incliné por lo segundo. Era una mujer muy valiente.
Después de avanzar por el agua un cuarto de legua, vimos una superficie rocosa que caía sobre el río.
—Si lográramos encaramarnos a esa roca, podríamos subir por ella hasta lo alto de la colina sin dejar huellas —sugerí.
Nos costó mucho trepar por allí, entre otras cosas porque teníamos que ayudar a mi madre. Cuando remontamos la colina, vimos una picada o camino indio con tramos arenosos.
—Es una pena que no podamos usar ese camino. Sería mucho más cómodo…
Sabía que Ana se refería a mi madre y me apresuré a decir:
—¿Por qué no vamos a usarlo?
—Porque dejaríamos un buen rastro —dijo mi madre.
—Me colocaré la última e iré borrando nuestras huellas con una rama de palmera.
—Es una treta ingeniosa, hija —opinó mi madre—. Pero se notará el barrido, y…
—Nuestros perseguidores no podrán estar seguros de si las han borrado guerreros de otra tribu o nosotras, ya que los ava suelen borrar las huellas —contesté.
Corté con una piedra una hoja de palmera y las convencí para que continuáramos por la picada.
Tras una hora de caminata, nos adentramos en una zona pedregosa donde nuestros pies no dejaban rastro, lo que supuso un gran alivio para mí, pues caminar hacia atrás borrando huellas requería mucho esfuerzo, sobre todo si se tiene en cuenta que apenas habíamos dormido. Ana tenía unas ojeras que se le comían la cara y mi madre estaba pálida como la cal, así que, tras recorrer media legua, sugerí que nos tomáramos un descanso. Aceptaron de buen grado.
Dejé a Ana con mi madre entre unos arbustos, alejadas del camino, y me fui a recoger hojas.
Regresé al poco rato con una brazada y les dije a Ana y a mi madre que se quitaran los zapatos y se enrollaran las hojas en los pies.
—Nosotras no estamos hechas a caminar descalzas, Irupé —dijo mi madre.
—Lo sé, y los indios también lo saben. Por eso creerán que nuestras huellas son de indias —repliqué.
—De tres hijas que parí, Dios se me llevó una, pero me ha concedido otra con tanto talento como hermosura —exclamó mi madre orgullosa de mi ingenio. Durante la travesía al Nuevo Mundo, había perdido una hija de mi edad a causa de la peste del mar.
Enterramos nuestro calzado en la arena y, tras descansar un par de horas, reanudamos la marcha con los pies envueltos en hojas. Mi madre parecía recuperada. Sin embargo, a la puesta de sol le subió la calentura. Le sugerí que se metiese desnuda en el agua, que es lo que hacemos los ava para bajar la fiebre.
—¡Jamás! —replicó horrorizada.
—Meteos entonces con ropa. Pero vuestras sayas pesan mucho en el agua y están hechas jirones, madre. Se os enredan en todas partes. ¿Por qué no os las quitáis? Os prestaré mi tipoi. A mí no me importa ir desnuda.
Su mirada vidriosa me fulminó. Mencía de Calderón era una mujer de firmes principios morales.
Hicimos un refugio con ramas y cortezas de árbol para pasar la noche. Aunque no habíamos probado bocado en todo el día y el hambre nos corroía, estábamos agotadas y dormimos a pierna suelta.
Al amanecer nos despertó un sonido que reconocí de inmediato: los indios hacían ruido con sus arcos para provocar el pánico a los que perseguían.
Creyéndonos descubiertas, nos arrastramos hasta un terraplén de tierra húmeda y resbaladiza. Nos deslizamos por él con la esperanza de poder ocultarnos en el fondo de la hondonada, que estaba cubierta de vegetación. Pero a mitad del terraplén, a madre se le enganchó la saya en una rama y, al dar un tirón para liberarla, cayó sobre una piedra cortante que le desgarró la pantorrilla derecha.
—¡Dejadme y salvaos! —masculló mordiéndose los labios para soportar el dolor.
—Por más que os guste, no estáis en disposición de mandar, Mencía —contestó Ana al tiempo que taponaba la herida de la pierna.
—¡Es estúpido que perezcamos las tres! ¡Huid!
—Lo que sea de una será de todas —dije yo.
A mi madre le brillaron los ojos, emocionada por la lealtad que le mostrábamos.
—¡A fe mía que jamás me he topado con mujeres tan bobas! ¡He dicho que os marchéis! ¿No veis que no me puedo mover?
Ana y yo nos agazapamos a su lado, a esperar la llegada de los indios. Y a la muerte que, sin duda, nos darían.
Pasamos una hora inmóviles en la ladera del terraplén sin que los ava dieran con nosotras. Yo, agotada por el cansancio y las turbaciones de aquel día, me quedé dormida. Me desperté un par de horas después bañada en sudor y tiritando. Había tenido una pesadilla atroz: los ava nos habían capturado y nos iban a comer vivas. Presa aún del pánico, recordé la primera vez que había visto matar a un hombre. Era un prisionero llamado Fusiwe, al que, varios meses atrás, habían apresado en una refriega los guerreros de mi aldea. Mi tevy lo trataba como a un invitado. Le daba los plátanos más grandes, las carnes más sabrosas y la mejor miel. Yo, que por entonces tenía cuatro o cinco años, le caía bien a Fusiwe. Quizá porque tendría una hija de mi edad o porque lo seguía a todas partes, él, a escondidas, me guardaba un poco de su comida. Nunca llegué a saber sus motivos. El caso es que, como no tenía que salir a cazar ni a guerrear, disponía de mucho tiempo libre y siempre me prestaba atención. Me enseñó a encender fuego, a jugar al ma’anga con una pelota que él mismo había hecho. Un día me regaló una muñeca que había fabricado con una calabacita y cuerdas, y me gustó tanto que me emocioné. Por todo esto yo le tomé mucho cariño a aquel prisionero de hombros anchos y mirada vivaz. Su sonrisa luminosa me acompañará siempre.
Una mañana los vecinos de la tekoa se reunieron en la plaza y encendieron los fuegos, como si fuesen a celebrar una fiesta. Mi tía me explicó que iban a matar a Fusiwe.
«¿Por qué?», pregunté con un nudo en la garganta.
«Ya está gordo».
Me eché a llorar y grité que no quería que mataran a mi amigo. Pero mi llanto, lejos de conmover a los míos, provocaba sus risas.
Los guerreros raparon a Fusiwe la cabeza y se la pintaron de color rojo. Luego le ataron una cuerda a la cintura y comenzaron a insultarle y hacer mofa de él al tiempo que le hacían dar vueltas de un lado para otro tirando de la cuerda. Fusiwe no parecía asustado en absoluto. Aunque sabía que iba a morir, replicaba con jactancia y provocaba con insultos a los que tiraban de la soga.
«Es un hombre valiente —comentó mi abuela con admiración—. Su espíritu nos hará mucho bien cuando nos lo comamos. —Y al ver mis mejillas llenas de lágrimas, añadió—: A ti también, Irupé».
Por fin un guerrero con el cuerpo cubierto de ceniza se acercó a Fusiwe y lo derribó de un mazazo. Siguió golpeándolo en el suelo hasta que se le salieron los sesos.
Vomité. Y volví a hacerlo mientras descuartizaban su cadáver. Asaron los trozos sobre las brasas y lo repartieron entre los hombres, mujeres y niños de la tekoa. Yo no paraba de llorar y, para consolarme, mi abuela me escogió un pedazo de la espalda, junto a las costillas, que es el más gustoso. Pero lo rechacé.
«¡Cómetelo! —me increpó ella—. ¡Así incorporarás la fuerza y el coraje de Fusiwe a tu espíritu apocado! ¡Que buena falta te hace!».
Por muchos golpes que me propinaron, no consiguieron que me comiera ni una sola hebra. Presentía que si me tragaba un trozo de carne, por pequeño que fuera, ese pedazo me hablaría con la voz de mi amigo desde dentro de mi cuerpo.
Desde aquel día sentí una repugnancia insuperable a comer carne humana. Sin duda Dios Nuestro Señor había dispuesto que fuera cristiana, aun antes de que me fuera revelada su existencia. Aunque hubo otros prisioneros a los que también se comió mi tevy, como era costumbre, yo me las apañé para no probar jamás la carne humana. Dejaba caer al suelo el trozo que me había tocado o lo escondía entre las ingles; y, cuando todos dormían, lo enterraba. Nunca se lo confesé a mis parientes, para que no se burlaran de mí, pero me parecía una crueldad insufrible comerse a un hombre que había sido tu amigo. Llegué a despreciarlos en mi fuero interno. Años después, comprendí que había crueldades mayores, como cuando un puñado de blancos al mando de doscientos carios atacó nuestra tekoa, mató a los hombres y violó a las mujeres y a las niñas, tres de ellas tan pequeñas que murieron dos días después. Los ava se comen a sus prisioneros para absorber su fuerza, su valor… Pero uno de los blancos mató a un muchacho indio para dárselo de comer a sus perros.
—¿Estás bien, Irupé? —preguntó mi madre, preocupada al ver que minutos después de despertarme de la pesadilla seguía con el rostro demudado.
—Sí, madre —respondí, conmovida por el desvelo que mostraba por mí pese al dolor de su pierna.
—Has perdido la color, hija…
—Tuve una pesadilla que me hizo recordar algo… de mi infancia.
Me acurrucó entre sus brazos y me besó en la frente sin preguntarme qué era. Yo tampoco se lo hubiera contado.
Una hora después llegué a la conclusión de que los indios habían perdido nuestro rastro.
—Ya podernos irnos —dije.
—¿Estás segura de que no volverán a buscarnos? —preguntó Ana—. Parecían saber que estábamos cerca.
—No necesariamente —expliqué—. Los ava entrechocan sus arcos para atemorizar a los que persiguen. Si logran asustarlos lo suficiente, salen de su escondite como hicimos nosotras, y los apresan. Gracias a que mi madre no gritó cuando se desgarró la pierna, no nos han encontrado.
Ya más tranquilas, Ana y yo ayudamos a mi madre a bajar por el terraplén hasta el fondo de la hondonada. Construimos allí un refugio disimulado entre la vegetación y rodeado de estacas para prevenir ataques de los yaguaretés —o jaguares, como decís vosotros—. Después, fui a buscar algo que pudiésemos comer. No quería alejarme mucho y la suerte me favoreció. Cerca de donde estábamos encontré en un tronco carcomido larvas de mariposa de gran tamaño.
Me costó mucho trabajo encender fuego para asarlas, pues imaginé que ni a Ana ni a mi madre les apetecerían crudas, pero mereció la pena. ¡Me supieron a gloria! En cambio, ellas no mostraron mucho entusiasmo.
Esa madrugada a mi madre le volvió a subir la calentura, y las heridas de la pierna y de la cabeza comenzaron a supurarle. Vi que se le habían agusanado y hube de quitarle las larvas con una púa. Después hice un emplasto con hojas y se lo puse encima. Sabía que existían plantas más específicas para curar las heridas infectadas, porque se las había visto usar al payé de mi aldea, pero desconocía cuáles eran.
La noche siguiente mi madre empeoró. La fiebre le subió tanto que empezó a desvariar y a responder con incoherencias a nuestras preguntas. Amaneció con tan mal semblante que pensé que no aguantaría una noche más y tomé la determinación de pedir ayuda.
Sin decir nada a Ana, fui al río y pesqué cangrejos y una docena de pejerreyes de pequeño tamaño. De regreso, recogí ananás y otros frutos silvestres. Con eso calculé que Ana y mi madre tendrían alimento suficiente para unos cuantos días.
Les dejé la calabaza llena de agua, y me marché sin decirles adónde iba. Estaba segura de que, si lo supiesen, me lo impedirían. Tan solo me llevé un tizón encendido envuelto en hojas.
Al no tener que cargar con mi madre ni molestarme en borrar nuestras huellas, el viaje de vuelta a la tekoa de la que habíamos huido fue mucho más rápido. Llegué al día siguiente, cuando el sol estaba alto. Antes de entrar determiné teñirme el cuerpo con semillas de urucú para que no me reconocieran de inmediato, pues los guerreros jóvenes son muy impulsivos y me hubieran dado muerte antes de que lograra acercarme al tuvichá.
Me estaba frotando con las semillas de urucú cuando descubrí una colmena con mucha miel en el tronco de un árbol. Hice humo con el tizón para ahuyentar a las abejas, y cogí toda la miel que pude. La envolví en unas hojas grandes, y me dirigí a la tekoa.
Antes de entrar, miré entre los troncos de la empalizada. En la plaza, además del tuvichá, sentado en su taburete, no había más que mujeres, niños, ancianos y unos pocos muchachos que, subidos a las techumbres, reparaban las cubiertas de las casas entretejiendo hojas y ramas. Supuse que una parte de los guerreros estaba buscándonos y el resto, de caza.
Tras haberme asegurado de que no quedaban guerreros en el poblado, tomé aire y me encaminé con decisión hacia la puerta de entrada.
Clavadas en dos picas estaban las cabezas de Zapico y Castro, veladas por un enjambre de moscas que no dejaban ver sus ojos ni su boca. Como cristiana me avergüenzo, pero no sentí ninguna pena por ellos. Eran malos y se merecían el castigo que les habían dado.
Apenas había entrado en la plaza, cuando unos niños que estaban jugando me reconocieron pese a que llevaba la piel teñida. Me dejé arrastrar por ellos, orgullosos de su captura, hasta el taburete donde estaba el tuvichá.
Al percatarse de quién era yo, empezaron a insultarme las mujeres. Algunas, seguramente madres o hermanas de los hombres que habían asesinado nuestros guías, se arrimaron a la empalizada para avisar a los guerreros que cazaban en las cercanías:
—¡Hemos capturado a una de las fugitivas! ¡Volved a matarla! ¡Que muera como nuestros hijos!
Varios hombres les respondieron con los gritos y juramentos de venganza. Me estremecí. Si no lograba convencer de mi inocencia al tuvichá, me darían una muerte horrible.
A continuación, las mujeres se abalanzaron sobre mí y me zarandearon.
—¡Tuvichá, escúchame! —grité—. ¡Déjame que te explique lo que pasó o nunca sabrás la verdad!
El cacique se puso en pie y les dijo a las mujeres, con tono sosegado pero firme, que se apartaran. Y volvió a sentarse en su banqueta a escuchar lo que tenía que decirle.
Recogí la miel que se me había caído a causa de los zarandeos, se la ofrecí y él la cogió, pero mi regalo no lo ablandó, ya que me miró con severidad. Comprendí que me sería muy difícil convencerlo de nuestra inocencia. Me puse de rodillas y, con lágrimas en los ojos, le dije:
—Nosotras no matamos a tus guerreros, tuvichá…
—¡No mientas o te arrancaré la lengua! —me interrumpió malhumorado.
—¡No te miento! ¡Fueron los hombres que nos acompañaban!
—¿No dijiste que una de las mujeres blancas es la capitana? ¿Les ordenó ella matarlos?
—¡No, tuvichá! Las mujeres no lo sabíamos… Lo planearon a nuestras espaldas.
—Las mujeres no deben ser capitanas… Los blancos son unos insensatos —masculló él.
—Esos dos hombres querían robarles el oro a tus guerreros —continué yo.
—¿Por eso los mataron? —preguntó con incredulidad, pues habría entendido que los hubieran matado para robarles comida o flechas, pero no por el oro.
—Sí, tuvichá. ¿No te has dado cuenta de que solo mataron a los que llevaban diademas o pulseras de oro?
El cacique asintió.
—¡Los hombres que nos guiaban eran malos! ¡Muy malos! Los vi matar a tus guerreros aprovechándose de que estaban borrachos. Se lo dije a mi madre y a la otra mujer. Y como vieron que los habíamos descubierto, intentaron matarnos a nosotras también. Hirieron a mi madre en la cabeza y huyeron. Ellas pensaban que tú nunca creerías que nosotras éramos inocentes, y huimos también antes de que os despertarais. Pero tres pobres mujeres como nosotras no podemos sobrevivir en la selva… ¡A mi madre se le han corrompido las heridas y tiene calentura! ¡Morirá si el payé no la ayuda! Por eso te suplico que nos perdones y nos des refugio en tu tekoa, al menos hasta que mi madre se reponga.
—¡Has mentido, muchacha! —replicó el tuvichá con una ira que me asustó—. Esa mujer tan sucia y pálida no puede ser tu madre. Ni siquiera habla la lengua de los ava-katu-ete, los hombres auténticos.
—No nací de su vientre. Ella me adoptó después de que los blancos atacaran mi tekoa.
El rictus de su boca se suavizó y yo me tranquilicé un poco.
—¿Por qué os atacaron los blancos?
Me encogí de hombros.
—No lo sé… No los conocíamos, ni les habíamos hecho nada. Pero cogieron nuestra comida, mataron a los guerreros y se llevaron a las mujeres.
—¡Ah! Buscaban mujeres. No me sorprende —reflexionó el tuvichá—. Las suyas son feas, sucias y perezosas.
Le repetí que los blancos no buscan mujeres en nuestras aldeas, sino oro, y le resultó incomprensible.
—Las mujeres tienen hijos que hacen prosperar a una tekoa. Pero el oro… ni siquiera se come…
—Lo usan para adornarse.
—Es menos hermoso que las plumas o las flores…
—Sí, pero los blancos enloquecen por él.
—Son necios e ignorantes como nuestros guerreros jóvenes —opinó el cacique, condescendiente.
A pesar de sus palabras, me percaté de la curiosidad que sentía por los blancos y me animé a contarle cosas chocantes de ellos. La mayor parte de los guerreros ya había regresado de la selva y aguardaban expectantes la decisión del tuvichá. Tenía que ganarme su voluntad como fuera si quería salvar la vida.
—No todos los blancos son ignorantes, tuvichá. Construyen tekoas enormes de diez mil fuegos, con casas de piedra…
—Y cuando la tierra se cansa y no da más cosechas, ¿cómo se llevan esas casas, que tanto les ha costado construir, a otro lugar? —me interrumpió.
—Los blancos nunca cambian sus tekoas de lugar. Le echan algo a la tierra para que no se canse.
—¿Qué…? —preguntó muy interesado.
—Cacas de animales.
Estalló en carcajadas.
—¿De qué animales? —preguntó secándose las lágrimas de risa.
—No los hay por aquí. Unos tienen cuernos y son de gran tamaño. Los llaman vacas y se beben su leche.
—¡Qué asco! —escupió.
—A mí me gusta la leche…
El tuvichá me miró con pena, como si mi trato con los blancos me hubiera contaminado sin remedio. Yo continué para captar de nuevo su atención:
—También le echan a la tierra cacas de oveja…
—¿Oveja?
—Es un animal al que le crecen mechones de… algodón. Los blancos tejen con ellos sus tipois…
—Por eso huelen tan mal… —Tras echar otra risita sarcástica, dijo—: Así que los guerreros blancos, en vez de cazar, se dedican a buscar cacas.
—También cazan, pero menos que nosotros. Crían animales para comérselos.
Eso le sorprendió bastante, porque inmediatamente preguntó:
—¿Cómo los crían?
—Los encierran dentro de una empalizada, los alimentan y, cuando están gordos, se los comen.
El tuvichá se quedó en silencio, rumiando lo que yo acababa de contarle.
—Nosotros —dijo al cabo de un rato— no tenemos animales de esos… Pero podríamos criar taguás… y después aprovechar sus cacas… ¿Crees que servirán?
—Sí. Hasta las cacas de los hombres blancos sirven para dar de comer a la tierra.
—Porque no son ava-katu-ete, hombres auténticos como nosotros. Huelen como animales… Y son peludos como ellos…
Aunque fingía desprecio, yo me percataba de su interés por las cosas de los blancos. Seguramente deseaba sacar provecho de lo que le pareciera útil —fue uno de los hombres más intuitivos y sagaces que conocí en mi vida—; y decidí contarle lo que me parecía más sorprendente para ganarme su voluntad.
—Tienen tubos que lanzan fuego y matan. Viajan sobre animales para no cansarse…
—Eso ya me lo han contado mis cuñados… —dijo con un tonillo de incredulidad.
Rememoré lo que más me había sorprendido: los fuegos artificiales que hicieron estallar en Asunción para celebrar la fiesta de la patrona.
—Cuando quieren celebrar algo, lanzan al cielo flechas de trueno que lo iluminan… ¡con luces de colores!
—¡Solo Tupá, el dios de la luz y del universo, puede hacer algo así! —replicó escandalizado—. ¿Insinúas que los blancos son dioses?
—No, tuvichá. No lo son. Pero hacen cosas mágicas. Si nos dejas quedarnos en la tekoa hasta que mi madre se reponga, tendré tiempo de contártelas.
Me dirigió una mirada irónica. Era demasiado listo para dejarse engañar con una triquiñuela tan infantil. Aun así yo era una niña inocente y había pensado que funcionaría.
Se levantó del taburete y dijo con calma pero con firmeza:
—Consultaré a la tevy si sois responsables de la muerte de los tres guerreros y, si os declara inocentes, decidiré si podéis quedaros. —Me devolvió la miel, se dio media vuelta y entró en su tapy-guazú.
Diez guerreros se abalanzaron sobre mí y me inmovilizaron en cuanto el tuvichá desapareció. Las mujeres comenzaron a gritar:
—¡Matadla, hombres! ¡No hay nada que deliberar! ¡Ha asesinado a tres de nuestros hijos y debe morir! ¡Si no la matáis, mereceréis llevar cestos como las mujeres!
Empezaron a tirarme piedras. Yo me eché a llorar pensando que iba a morir, y que Ana y mi madre perecerían como consecuencia de ello, porque no sabían buscar comida en la selva.
Pero al oír el alboroto, el tuvichá salió de la casa y les ordenó a las mujeres que me dejaran en paz, y a los guerreros, que me protegieran.
El consejo se reunió por la tarde, bajo el toldo de la casa comunal del tuvichá.
A mí no me dejaron intervenir, pero como hablaban a gritos, podía escuchar lo que decían desde el extremo contrario de la plaza donde cuatro guerreros jóvenes me custodiaban.
El cacique explicó que nuestros guías habían matado a los guerreros para robarles sus adornos de oro aprovechando que estaban borrachos, y que nosotras no participamos. Algunos miembros del consejo gritaron que merecíamos la muerte, como nuestros hombres, ya que no hicimos nada para impedir que los mataran. Pero el tuvichá alegó:
—La niña me ha dicho que trataron de impedirlo. Una de las mujeres gritó para despertarnos, y estuvieron a punto de matarla por eso.
—¿Cómo podemos saber que no mienten? —preguntó un anciano.
—A esa mujer le abrieron la cabeza de un garrotazo. Será fácil comprobar si es verdad.
—Si ellas no participaron en la matanza, ¿por qué huyeron con los blancos? —preguntó otro de los consejeros.
—Tenían miedo de que no las creyéramos —respondió el tuvichá—. Y no huyeron con los blancos, sino solas.
Se enzarzaron a discutir a gritos, y yo no entendía con claridad lo que decían porque hablaban todos a la vez.
Por fin cesó la discusión, y el tuvichá llamó a declarar a los hombres que habían salido en nuestra búsqueda. Ellos atestiguaron que habían seguido nuestros rastros y las mujeres habían huido desde el principio en distinta dirección que los hombres.
A continuación comenzaron a deliberar en voz baja, y dejé de oír lo que decían. Esperé temblando de miedo a que dictaran su veredicto. Mientras, lejos de despertar la compasión de las mujeres, algunas me insultaban o me escupían.
Después de una hora de deliberación, el consejo dictaminó que las mujeres éramos inocentes y determinó perdonarme la vida.
El tuvichá atravesó la plaza hasta donde estaba, me cogió de la mano y me invitó a compartir su cena.
—No tendrás que volver con los hombres no auténticos —me susurró mientras caminábamos—. Si lo deseas, te quedarás en mi fuego como una más de mis hijas. Y te casaré con un guerrero de mi tevy.
—¿Dejarás que mi madre y su amiga vengan a la tekoa? —le pregunté con una mirada suplicante—. Mi madre tiene las heridas corrompidas y no saben buscar comida…
—No te preocupes, pequeña Irupé. Al acabar la cena, preguntaré qué hombres están dispuestos a aceptarlas en sus fuegos.
—¡Nooo! —repliqué asustada, pues aceptarlas en sus fuegos significa convertirlas en sus esposas, e imaginaba la reacción de mi madre y de Ana ante tal propuesta—. Quiero decir —rectifiqué para templar mi abrupta respuesta— que ni ellas ni yo merecemos quedarnos mucho tiempo en esta tekoa, y menos convertirnos en vuestras mujeres, tuvichá —pues justo eso implicaba su propuesta—. Seríamos un estorbo. No sabemos hacer cestos, ni ka’u’y, ni rallar mandioca, ni pescar, ni cultivar la tierra. Vuestras esposas tendrían que trabajar el doble por nuestra causa y se enfadarían.
El anciano clavó en mí su mirada burlona.
—Veo que quieres mucho a tu madre, aunque no sea una mujer auténtica.
—Sí, tuvichá. No quiero separarme de ella. Ni tampoco de su amiga.
—Entonces, haré que las traigan.
Al día siguiente cuatro hombres me acompañaron hasta la hondonada donde había dejado escondidas a Ana y a mi madre. Portábamos una hamaca enrollada para transportar a mi madre, porque yo le dije que se había cortado en una pierna y quizá no podría andar. Y así era, pues la herida se había infectado durante mi ausencia.
Tras nuestro regreso a la tekoa, la actitud de sus vecinos con respecto a nosotras cambió. Los ava son justos y admiran el valor. La herida de la cabeza de mi madre demostraba que ella, una débil mujer, se había enfrentado a los dos blancos para defender a tres de sus guerreros. Noté que la trataban con mucho respeto. El payé se empleó a fondo para sanarla: le aplicó emplastos, le hizo sahumerios y le administró cuantas hierbas y raíces conocía para las calenturas, corrupción e inflamación de las heridas, sin olvidarse de rezos, cantos y danzas para alejar a los malos espíritus. A pesar de tantos desvelos, mi madre estuvo dos días entre la vida y la muerte, consumida por la fiebre y con los labios llenos de pupas. Al siguiente despertó sin calentura, y el payé dijo que su magia la había salvado.
Cuando se puso en pie, mi madre, agradecida por sus desvelos, regaló al payé unas tijeritas que llevaba en la faltriquera bajo las sayas. Él quedó muy sorprendido de su utilidad, y pasaba el tiempo cortando cuerdas, cabellos, plumas y todo lo que caía en sus manos. Mi madre y él se hicieron amigos, o eso me pareció, pues, aunque se entendían por señas, se reían mucho juntos.
Asimismo, regaló al tuvichá un puñal, y a este le pareció tan útil o más que las tijeras que le había dado al payé. Con estos presentes, mi madre se ganó el favor de ambos.
A las mujeres las enseñó a hacer escobas atando un palo a un manojo de ramas, y a los cazadores, nudos marineros para atar los petates. Todos acabaron venerándola. Mi madre irradiaba fortaleza, bondad, rectitud…, y allá donde fuera se ganaba la voluntad de todos.
Yo estaba preocupada porque la había oído comentar con Ana que proseguiríamos la búsqueda del capitán Salazar en cuanto recobrara las fuerzas, tal como le había prometido a doña Isabel de Contreras, su esposa. A mí me parecía un dislate, porque el capitán y fray Juan nos llevaban mucha delantera y nosotras éramos incapaces de sobrevivir en la selva.
Una tarde vi al tuvichá dirigirse al río y lo seguí para hablar con él a solas.
Le conté que nos habíamos retrasado mucho y que ya no nos sería posible encontrar al hombre que buscábamos antes de que este llegara a Potosí, como llaman los blancos a la tekoa de la montaña de plata.
—Yo os facilitaré una canoa y víveres.
—Nosotras no estamos acostumbradas a remar, ni conocemos el río Pilcomayo. La selva es muy peligrosa para las mujeres…
—No te preocupes, pequeña Irupé, ordenaré a seis de mis guerreros que os acompañen y os defiendan.
Yo, que en realidad quería que el tuvichá me ayudase a convencer a mi madre y a Ana de que regresáramos a Asunción, dije:
—Será mejor que nos lleven río abajo… hasta una tekoa llamada Asunción. Tus guerreros no conocen la ruta hasta la montaña de plata.
—Mis guerreros saben ir —me contestó para mi sorpresa—. Hace dos generaciones, una parte de nuestra tevy se desplazó a las tierras de la montaña de plata a conquistar nuevos territorios, y tenemos muchos cuñados allí y también en las tekoas que bordean el río Pilcomayo. Conocen los meandros al dedillo y conseguirán que lleguéis a la tekoa de la montaña de plata antes de la próxima luna nueva.
Calculé que la próxima luna nueva sería dentro de unos diez o quince días, y me pareció un tiempo muy corto para llegar a Potosí. Por lo que había oído, los blancos tardan un mes o dos en remontar el Pilcomayo, pues es un río con muchos meandros y con frecuencia quedan atrapados en la maraña infranqueable de algunos tramos y deben dar la vuelta, con lo que pierden mucho tiempo.
Busqué a mi madre y a Ana para contarles la conversación que acababa de mantener con el tuvichá y las encontré en una roza de cultivo, a doscientas varas de la tekoa, donde un par de mujeres las enseñaban a tejer faltriqueras de fibra vegetal.
En un instante tomaron la decisión de dirigirse directamente a Potosí porque, después del retraso que llevábamos con respecto a ellos, era muy improbable que encontráramos al capitán y a fray Juan por el camino. Lo más seguro es que estuvieran a punto de llegar o ya lo hubieran hecho.
Me pidieron que les sirviera de lengua con el tuvichá para concertar la partida cuanto antes, porque la pierna de mi madre estaba ya casi curada y, si íbamos en lancha, no tendría que usarla mucho.
Al despedirnos, el tuvichá le regaló a mi madre una diadema de oro.
—Irupé me contó que los blancos apreciáis mucho este metal. Quizá te sirva para cambiarla por comida cuando llegues a la montaña de plata —dijo.
Al día siguiente, salimos con el alba. El tuvichá tenía razón, sus guerreros conocían el Pilcomayo como la palma de su mano, y navegamos río arriba sin interrupciones unos diez días. Cuando llegamos a una cordillera, los indios me dijeron que desde allí tendríamos que continuar a pie. Hacía mucho frío y a veces nos refugiábamos en aldeas chiriguanas. Los guerreros decían que sus vecinos eran sus cuñados, pero su forma de vida no se parecía mucho a la de los ava; guardaban costumbres parecidas a los aymaras y quechuas y a las de los blancos, con quienes también tenían contacto.