REDUCCIÓN FRANCISCANA DE SAN LORENZO DE LA CORDILLERA DE LOS ALTOS DE YBYTYRAPÉ
Dieciséis leguas al este de Asunción. Mes de marzo del Año del Señor de 1588
Tal como había pronosticado doña Isabel de Contreras, Alonso y Manuela tardaron casi un mes en llegar a la misión de la Cordillera de San Lorenzo de los Altos de Ybytyrapé. Lo hicieron bastante cansados, sobre todo Manuela, que estaba casi en la tercera falta y sufría los vómitos y mareos de la preñez.
Lo primero que vieron fue una gran cantidad de huertas que, según dedujeron, servían para alimentar a los vecinos de la misión. Nada más traspasar la empalizada, Manuela constató que no se parecía en nada a la humilde reducción de Ko’ê donde Mario se había criado. En San Lorenzo de los Altos había escuelas, talleres, establos, un hospital, un cementerio y hasta una casa para albergar a huérfanos y viudas.
Casas de piedra yuxtapuestas, con soportales apoyados en vigas de madera, circundaban la plaza. Bajo su sombra, los vecinos machacaban mandioca, tejían cestos, desgranaban maíz o hilaban, como en cualquier tekoa. Presidiendo la plaza, una iglesia, también de piedra, aún sin acabar. Alonso y Manuela entraron. Vieron salir a un fraile de la sacristía y le preguntaron por Irupé.
—A esta hora del día la encontraréis en la escuela o en los talleres —contestó el fraile.
—No conocemos la misión, y con lo grande que es… —dijo Alonso.
—La misa empezará enseguida y no puedo acompañaros. Esperad un momento.
El fraile volvió a entrar en la sacristía y salió al cabo de un minuto acompañado de un niño guaraní.
—Tabaré conoce vuestra lengua y os ayudará en todo lo que necesitéis.
El niño los llevó en primer lugar a la escuela. De camino les explicó que Irupé enseñaba a leer y a escribir a los niños de la misión. Cuando llegaron, la clase acababa de concluir y unos quince o veinte pequeños jugaban en la puerta de la escuela al ma’anga con una pelota fabricada con chala seca de maíz.
—Seguro que Irupé está en el taller donde hacen los santos —dijo Tabaré.
El niño los condujo a un edificio rectangular bastante amplio. Cuando entraron, padre e hija se quedaron boquiabiertos al ver la cantidad de indios que esculpían, tallaban y pintaban figuras religiosas.
—Nunca pensé que los guaraníes fueran tan grandes artistas —exclamó Alonso admirado por la perfección de sus trabajos.
—A mí no me sorprende. Son talladores muy hábiles —dijo Manuela—. En la reducción de Ko’ê vi tallas de animales muy bellas. Y las esculturas de santos no creo que sean mucho más difíciles.
Al fondo del taller, una mujer india de unos cuarenta años y con el pelo canoso traducía al guaraní las explicaciones que el maestro de pintura daba a sus alumnos.
Manuela y Alonso esperaron a que terminara la lección y se acercaron a la mujer. Vestía un tipoi y llevaba una cruz de madera colgada al cuello. Era muy hermosa, con los pómulos altos y los labios gruesos bien delineados.
—¿Sois Irupé? —le preguntó Manuela.
—Sí. ¿Quiénes sois vosotros?
—Me llamo Manuela de Lanzós.
Los oscuros ojos de Irupé la escudriñaron.
—¿Eres la hija de Ana y Alonso?
—¡Irupé! —exclamó el aludido—. ¿No me recuerdas?
—¡Claro que sí! Eres Alonso de Lanzós… No te había reconocido. Han pasado tantos años… Nos hemos hecho viejos…
—Tú no, Irupé. Tú sigues igual. Igual de hermosa que entonces… Quizá más —añadió al apreciar el elegante porte de la mujer.
Manuela los interrumpió.
—Venimos a preguntaros por Mario…
—No conozco a ningún Mario.
—¡Es vuestro hijo!
Irupé se quedó un instante absorta.
—Mi marido, Sebastián Zambrano, murió diez años después de que nos casáramos, y Dios no nos concedió ningún hijo.
—¡Mentís! —Manuela estaba fuera de sí—. ¡Hace treinta años entregasteis a vuestro hijo recién nacido en la reducción franciscana de Ko’ê, que estaba al sur de Asunción!
El rostro de Irupé se alteró.
—No sabía que le hubieran puesto de nombre Mario.
—Entonces, ¿reconocéis que era vuestro hijo? —A Manuela le temblaban los labios por la ansiedad.
Irupé negó con la cabeza.
—¿De quién era hijo, entonces?
—No puedo decirlo.
—¿Por qué?
—Porque no lo sé, y porque le prometí a mi madre que nunca revelaría lo que ocurrió en aquel viaje.
—¡Tenéis que decírmelo! ¡Necesito saber quién fue la madre de Mario Rocamunde!
Irupé desvió la vista.
—Cuando alguien te pide que guardes un secreto, por más que ese secreto hiera a otro, no puedes revelarlo —dijo con calma.
Manuela la agarró del tipoi y la zarandeó.
—¡Decídmelo! ¡Voy a tener un hijo de Mario y necesito saber si es mi hermano!
—¡No lo sé!
—¡Mentís! —repitió.
Alonso, con firmeza, obligó a su hija a soltar a Irupé.
—¿Puedes decirnos al menos si Ana de Rojas, mi mujer, tuvo un hijo durante ese viaje? ¿O la promesa que hiciste a tu madre también te lo impide?
Irupé se quedó un instante pensativa.
—Sí. Ana tuvo un hijo…
El semblante de Alonso se tornó del color de los difuntos.
A Manuela la garganta se le atoró. Aun así, logró balbucear:
—Entonces…, Mario Rocamunde era… —No pudo completar la frase.
—¿Era…? —Se sobresaltó Irupé—. ¿Es que ha muerto?
—Lo mató un jaque llamado Manuel Arillo, el Bocarrajada —explicó Alonso con la mirada ausente—. ¡Por mi culpa! ¡Yo lo envié a buscar a Manuela!
Irupé se mordió los labios y musitó:
—Conocí a ese rufián en Asunción hace muchos años. Había jurado vengarse del capitán Juan de Salazar… y lo ha hecho en su hijo…
Tras unos instantes de silencio, añadió como si hablara consigo misma:
—Sabía que no podía quedar así. Tarde o temprano, todo vuelve…
Alonso clavó en ella sus acuosos ojos azules a punto de desbordarse.
—¡Es preciso que cuentes qué ocurrió en aquel viaje, Irupé, por lo que más quieras!
—De acuerdo; pero no me interrumpáis. Solo si escucháis hasta el final entenderéis por qué…
Se detuvo al ver que Manuela vacilaba. Logró sujetarla antes de que se cayera al suelo.
Entre ella y Alonso la sentaron en un taburete y le dieron aire. Enseguida volvió en sí, pero seguía ausente, con la mirada extraviada, como si el deseo de vivir la hubiese abandonado.
Irupé le pidió a un indio que trajera ka’ay y se lo dio a beber a Manuela mezclado con otras hierbas. A la joven le volvió el color, mas no dijo ni una palabra, seguía ajena a lo que pasaba a su alrededor, como si ya nada le importase.
Irupé comenzó el relato de lo acaecido treinta años atrás.
—Yo era una niña. Creo que aún no había cumplido diez años, aunque según Mencía de Calderón, mi madre adoptiva, era muy alta y esbelta para mi edad. Recuerdo que las dificultades empezaron antes de que saliéramos de Asunción. No teníamos dinero, y Ana tuvo que vender su anillo deprisa y corriendo. Le dieron la mitad de lo que valía. Esa misma tarde, mi madre y Ana fueron a comprar una barca, rescates y provisiones para el viaje. Con lo que les sobró, contrataron a Zapico y Castro, dos guías que les aseguraron haber estado en Potosí. Pero era mentira. Se trataba de un par de truhanes sin escrúpulos, de los muchos que por entonces llegaban a Asunción.