A UNA LEGUA DE LA REDUCCIÓN FRANCISCANA DE KO’Ê
Diez leguas al sur de Asunción. 17 de enero del Año del Señor de 1588
Yeruti creía que Mario iba a morir, y tan solo se ocupó de que sufriera lo menos posible. Un par de días después, al ver que sobrevivía, se esforzó en salvarlo con todos los medios que tenía a su alcance: le taponó la herida del cuello con hojas de maíz y urucú para evitar que se le emponzoñase. Pero Mario no recuperaba la conciencia y estaba cada vez más febril. Desesperada, tomó la determinación de arrastrarlo hasta el río para intentar reducir la calentura.
«¡Cómo pesa!», pensó mientras tiraba de él. Pese a la congoja que sentía, no pudo evitar sonreír al recordar la facilidad con que lo manejaba cuando era un tierno infante. Los franciscanos le pidieron que lo alimentara y ella, que acababa de perder a su hijo recién nacido y a su esposo, se resistió al principio. El dolor por la pérdida de sus seres queridos le había dejado el alma lacerada, y creía que ya nada podría ilusionarla de nuevo. ¡Qué equivocada estaba! Mario le había devuelto la vida. Ahora, ella trataba de repetir el milagro. Paró un momento para recuperar las fuerzas y lo acunó entre sus brazos. «Dios misericordioso, no permitas que pierda también a este hijo», rezó con las mejillas bañadas de lágrimas.
Al llegar a la orilla del río, limpió la sangre del cuerpo de Mario y examinó sus heridas. Le habían dejado de sangrar, pero no estaba segura de que aquello fuera buena señal porque estaban hinchadas, purulentas… Y su hijo estaba pálido. «Ha perdido tanta sangre que no puede quedarle mucha dentro». De repente, el herido tuvo un espasmo y se quedó rígido, con los ojos en blanco. Yeruti pensó que se moría. Rezó al Dios de los blancos en el que creía desde hacía años. Y también a Ñamandú, el invisible, eterno y omnipresente dios de sus padres. Toda ayuda era poca para salvar a su hijo. La vida se le escapaba y lo único que podía hacer era rezar y acunarlo suavemente.
Cuando la respiración de Mario se calmó, vio llegar por el río una canoa. Dentro iban Aravera y Aratiri, dos sobrinos suyos miembros de su tevy. El tuvichá los había enviado para averiguar qué había ocurrido cuando oyó rumores de que los blancos habían quemado la reducción y matado a la mayor parte de sus vecinos.
Aravera y Aratiri subieron a Mario a la canoa y después a su madre, que estaba desfallecida. Se los llevaron al poblado, donde el payé se ocupó del muchacho.
Yeruti permanecía día y noche a los pies de la hamaca de su hijo para humedecerle el cuerpo con una tela mojada, pues a pesar de los sahumerios que le administraba el payé para bajarle la calentura, la piel le ardía y no paraba de delirar.
Hablaba constantemente de Manuela y de los proyectos que ambos tenían. A ella, a su madre, nunca la nombraba, como si la hubiera borrado de su mente. Yeruti no le guardaba rencor. Sabía que los jóvenes viven del olvido y los ancianos, del recuerdo.
Una semana después, la calentura remitió y Mario abrió los ojos. Miró a su alrededor y después a su madre sin dar muestras de reconocerla. A Yeruti se le encogió el corazón, pues temía que tras tantos días de fiebre su hijo hubiese perdido el seso.
—¿Dónde estoy, madre? —preguntó el joven tras unos instantes de confusión—. ¿Qué ha pasado?
La mujer sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. La cordura no lo había abandonado.
—El hombre de la boca cortada te disparó.
Los recuerdos quemaban en la cabeza de Mario.
—¿Y Manuela? —Dudó antes de atreverse a preguntar—: ¿La han… matado?
—No, se la llevaron. El hombre de la boca cortada no la odiaba; solo a ti.
—Sí, tienes razón. Vi mucho odio en sus ojos cuando me disparó. Pero ¿por qué, madre? Ni siquiera me conocía. Aunque dijo algo de mi padre… ¿Sabes quién fue?
Yeruti negó con la cabeza.
—Solo sé el nombre de la muchacha que te entregó a los frailes. Se llamaba Irupé.
—¿Era mi madre?
A Yeruti le hubiera gustado responderle que su madre era ella, aunque no hubiera nacido de su vientre.
—Supongo…
—Dime todo lo que sepas de esa india…
Mario respiró profundamente. Sentía que la cabeza le daba vueltas y se le iba la vista, como si estuviera a punto de desmayarse, pero luchó para mantenerse lúcido.
—Esa muchacha les dijo a los frailes que eras hijo de un hombre llamado Rocamunde y que deseaba que recibieras una educación cristiana.
Mario cerró los ojos. Una idea acababa de cruzar como un relámpago por su mente. Al cabo de un rato volvió a abrirlos, y dijo con voz entrecortada:
—Cuando fui a casa de doña Isabel a pedir la mano de Manuela, esa dama dijo que Rocamunde era un mote… —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. Sabía quién era mi padre… Pero yo… estaba tan deseoso de causar buena impresión que… no me apercibí. No tuve reflejos para preguntarle quién era…
Yeruti le acercó un cuenco de agua a los labios. Tras beber unos tragos, Mario continuó sus reflexiones con voz temblorosa:
—La criada de doña Isabel se asustó al verme… Dijo que me asemejaba mucho a alguien… Y eso pareció incomodarla…
Su madre le puso la mano en la boca para que se callara, pues Mario tenía la frente perlada de sudor y estaba empalideciendo a ojos vistas.
—No te fatigues, hijo. Ya pensarás en todo eso cuando te repongas.
Él prosiguió con sus deducciones:
—El padre de Manuela parecía bien dispuesto hacia mi persona… Solo después de que hablara con doña Isabel rehusó concederme la mano de su hija… Probablemente ella le dijo algo de mi padre… Si supiera dónde buscar a Irupé…
—Yo lo sé.
—¿Cómo?
—Uno de mis parientes me contó que una mujer llamada Irupé vive en la misión de San Lorenzo de la Cordillera de los Altos de Ybytyrapé.
—¿Cómo sabes que se trata de la misma Irupé?
—Porque la oí hablar hace treinta años y reconocí su acento. La tevy de Irupé procedía de allí.
—¿Por qué nunca me lo dijiste, madre? —preguntó con voz desmayada.
Yeruti desvió la vista. ¿Cómo decirle a su hijo que, durante años, había temido que buscara a la mujer que lo había alumbrado y se olvidara de ella?
Mario no insistió. Había perdido el conocimiento, pero Yeruti estaba tranquila. Ahora su hijo tenía un motivo por el que luchar. Viviría.