XIX

CASA DE DOÑA ISABEL DE CONTRERAS

Buenos Aires. Mes de febrero del Año del Señor de 1588

Alonso de Lanzós abandonó el lecho muy temprano, antes del alba. A la hora tercia, había dado no menos de cuarenta vueltas al patio de la mansión de doña Isabel de Contreras.

Aunque tenía razones para sentirse feliz porque después de dos meses de ausencia Manuel Arillo, el Bocarrajada, le había devuelto a Manuela, el desasosiego le atormentaba.

Su hija había llegado la noche anterior medio desnuda, maltrecha, macilenta y ojerosa. Trató de averiguar qué le había ocurrido. Pero Manuela no había contestado. Rehuía mirarlo. Parecía ausente, descompuesta, como si hubiera perdido la razón.

Lleno de aprensión, había interrogado a Bocarrajada sobre lo acaecido en la misión franciscana.

—¿Qué le ha sucedido a mi hija?

—¡Si a chinches hiede, es porque entre indios ha estado! —replicó el rufián.

—¿Y las joyas que llevaba? Eran de mucho valor…

—Un par de zarcillos y una abrazadera fue lo que le encontramos —mintió el jaque—. Y tuve que venderlos en Santa Fe para comprar provisiones. ¿O creéis que mis hombres comen caspa? Yo ya he cumplido mi parte del trato; ahora os toca cumplir a vos.

—¡Antes juradme que no habéis atentado contra la honra de mi hija!

El jaque soltó una carcajada.

—Me habéis contratado para traerla, y aquí la tenéis. ¡Pagad lo estipulado! Y si deseáis saber más, preguntádselo a ella.

Yara le había dado a Manuela unas hierbas para dormir, y Alonso llevaba más de tres horas consumido por la impaciencia, esperando a que se despertara.

«Volverá a ser la misma. Solo necesita descanso», se decía. Pero ¿se atrevería él a explicarle a su hija por qué la había traído a la fuerza de vuelta a Buenos Aires? ¿La razón por la que la había separado de Mario?

Se presionó el entrecejo para aliviar la tensión. En cuanto Manuela se recuperara, regresarían a Asunción. Ana no tardaría en volver del Perú, y pronto se reunirían con ella. Habían sido una familia feliz, muy feliz, y volverían a serlo. Tarde o temprano su hija olvidaría a Mario.

«Pese a la mengua de su honra —antes o después la noticia de que huyó con un mestizo llegaría a Asunción—, yo le buscaré a Manuela un buen marido, el que ella desee; tengo dinero de sobra», se dijo.

Al oír tras él el frufrú del tafetán, Alonso se volvió. Isabel de Contreras se acercaba. Mostraba unas ojeras profundas y oscuras. Parecía haber envejecido diez años en una sola noche.

«Tampoco ella ha logrado dormir —pensó—. Este acontecimiento tan trágico ha debido de traerle a la memoria el desventurado fin de su hija Elvira».

—He ordenado a Yara que no se separe de Manuela —dijo la dama con un hilo de voz.

—¿Cómo está?

—Yara le dio un narcótico, y aún duerme.

—¿Querrá verme cuando se despierte?

La dama se mordió los labios.

—Se le pasará, amigo mío. No te tortures.

Manuela abrió los ojos cuando el sol comenzaba a declinar. Durante unos instantes, el pánico se apoderó de ella. La cabeza le pesaba como una piedra de molino. Y no era capaz de recordar quién era, ni dónde se hallaba, ni cómo había llegado hasta allí.

—¿Os encontráis mejor, mi señora? —le preguntó Yara, que bordaba a los pies de su cama.

Manuela no contestó. Una angustia infinita atenazaba su garganta y estaba tan confusa que no sabía qué responder.

La criada dejó el bastidor en el suelo y descorrió las cortinas de la ventana. Un rayo de sol amarillento se proyectó sobre la mano de Manuela iluminando en su trayecto las minúsculas motas de polvo que flotaban en el aire. Su contemplación la sosegó, y los recuerdos afloraron lentamente, como si emergiera de un sueño muy profundo.

Aquel era el dormitorio que doña Isabel le había asignado año y medio atrás, cuando llegó a la ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de los Buenos Aires. Recordó con nitidez aquel día. Doña Isabel esperaba a que desembarcase en la orilla del Riachuelo, vestida de negro y con una sombrilla para protegerse del sol. Tras los abrazos pertinentes —pues hacía seis años que no se veían—, Manuela, pletórica de alegría, explicó a su madrina cómo había logrado convencer a sus padres de que la dejaran emprender el negocio que la traía a Buenos Aires.

«Los pastos de por aquí son muy adecuados para la cría de ganado y quiero conseguir tierras antes de que suban de precio. Con el tiempo, las naos que llegan de España se aprovisionarán en Buenos Aires de carne y pieles antes de proseguir viaje a Santa Fe o Asunción».

«De vivir en España, pensarías más en el ajuar y el matrimonio que en los negocios. Pero no me hagas caso. En el Nuevo Mundo todo está trastocado», le había contestado la dama.

A los pocos días de su llegada, se había tropezado con Mario en el mercado. Al verlo, fue como si un latigazo le sacudiera el cuerpo. Era tan gallardo que se quedó sin respiración. A él debió de ocurrirle algo similar porque, tras disculparse torpemente —Manuela apenas entendió qué decía—, la siguió con disimulo hasta la casa de doña Isabel. Al recordar que él estaba muerto, un dolor agudo le atenazó el pecho como si le hubiera caído encima un saco de cien arrobas.

Yara le cogió la mano. Ante la falta de respuesta de Manuela, la mujer salió del dormitorio en busca de un caldo para reanimarla.

A través de la ventana, la joven oyó las risas de las muchachas que cogían agua en el pozo y vio cómo se ponía el sol.

Estalló en sollozos.

«Mario se pudre en algún lugar de la selva y nada cambia, ni a nadie parece importarle. La vida sigue su curso, indiferente a su muerte».

Recordó la voz de su amado, su risa, su mirada ardiente, el olor de su cuerpo…, y se preguntó cuánto tardarían en desvanecerse de su memoria esos recuerdos, esas sensaciones.

«¡Vivirás mientras yo te recuerde, Mario Rocamunde! ¡Y te recordaré siempre! ¡Siempre! ¡Hasta que exhale el último suspiro, vivirás en mí!», se prometió.

Una arcada profunda y seca le revolvió el estómago y vomitó sobre la colcha.

A la mañana siguiente, en cuanto Alonso y doña Isabel se enteraron por Yara de que Manuela se había despertado, fueron a visitarla a su dormitorio. Pero la joven, al verlos entrar, comenzó a gritarles que se fueran.

Doña Isabel sacó de allí a Alonso.

—Antes de explicarle nada, hemos de lograr que Manuela se tranquilice, amigo mío. Avisaremos al médico, que sin duda le recetará una sangría.

—Mi abuela decía: «Al cuerpo echarle y no sacarle». Dudo que la sangría sirva de algo, Isabel, además de debilitarla.

—Al menos le aplacará los nervios.

Alonso tuvo razón. La sangría debilitó a Manuela que, por otro lado, siguió negándose a verlos.

Una semana después, le mandó recado a su padre, a través de Yara, para que la esperara en la sala.

Alonso acudió enseguida. Manuela entró poco después acompañada de Yara, que la guiaba por la cintura. Se la veía tan afligida y triste que a su padre se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Hija mía! —exclamó mientras corría a abrazarla.

—¡No te acerques! —gritó ella retrocediendo. Yara tuvo que sujetarla para que no se cayera hacia atrás.

Alonso se paró en seco.

—¡Eres mi hija! ¡Mi hija bien amada!

—¡Mataste a Mario! ¡A quien amaba más que a nadie en el mundo! ¡Te odio! ¡Te odiaré siempre!

—¡Déjame que te expli…!

—¿Cuánto pagaste a los jaques para que lo asesinaran?

—¡Te juro por la salvación de mi alma que no lo mandé matar, Manuela!

—¡No jures en vano! Anahí me contó que tenías el propósito de matar a Mario si no se apartaba de mí…

—Solo pretendía disuadirle…

—¡Y lo mataste! ¡Nunca hubiera creído que fueras capaz! ¡Pero lo mataste! ¡Y no solo a él! ¡Por tu culpa violaron a su madre y asesinaron a Arandú y Tatarendy, a fray Luis y fray Martín y a muchos vecinos de la reducción! ¿Por qué? ¿Por qué? —Estalló en sollozos. El desconsuelo no la dejaba respirar.

—¡No mandé matar a Mario, Manuela. Créeme! ¡Jamás imaginé que…!

Ella recuperó el habla y le escupió un torrente de acusaciones:

—Bocarrajada y sus esbirros torturaron hasta la muerte a los frailes y a muchos hombres, niños y mujeres de Ko’ê para que les dijeran dónde nos habíamos escondido.

A Alonso se le encogió el alma al enterarse de que había provocado la muerte de tantos inocentes.

—Es… espantoso —balbució.

—Mataron a Mario e incendiaron el poblado. ¡Por orden tuya, padre! ¡Por orden tuya!

Alonso sabía que los hombres que había enviado tras su hija eran unos desalmados, pero jamás imaginó que el resultado sería tan trágico.

—¡Nunca di tal orden! Se les fue la mano…

—Enviaste a perseguirme a pendencieros y asesinos…, los peores del Río de la Plata, ¿y dices que se les fue la mano?

Torturado por la culpa e incapaz de seguir hablando, Alonso se arrodilló ante su hija.

—Perdóname.

Ella se apartó.

—¡No puedo perdonarte, padre! ¡Ni lo deseo! ¡Pídele perdón a Dios! ¡Aunque ni siquiera Dios puede perdonar en nombre de los niños!

—¡Nunca fue mi intención que muriera nadie! Solo quería impedir que os casarais.

—¡Pues has fracasado! ¡Has fracasado! —Recalcó con inmensa rabia—. ¡Mario y yo nos casamos ante Dios la misma noche en que huimos de Buenos Aires! ¡Y aunque lo hayas matado, vivirá en mí!

Alonso la miró horrorizado.

—¿Qué insinúas? —preguntó con un hilo de voz.

—Estoy preñada. Voy a tener un hijo suyo. ¡Y a él no podrás arrebatármelo, padre!

Alonso emitió un sonido ronco, ahogado.

—No puedes tener a ese hijo, Manuela.

—¡Claro que lo tendré! ¡Lo tendré aunque te pese, padre!

—¡No…! ¡No puede ser!

—Solo eso me queda de Mario, el único hombre al que he amado. Nunca me casaré ni amaré a ningún otro. ¡Tendrás que matarme si quieres impedir que nazca su hijo!

Alonso de Lanzós se tapó la boca con las manos para ahogar el gemido, profundo como un estertor, que salió de su garganta.

Isabel de Contreras entró súbitamente en la sala.

—Mario Rocamunde era tu hermano, Manuela.

La joven tardó unos segundos en asimilar lo que acababa de oír.

—¿Es eso verdad, padre?

—Sí.

—¡Mientes! ¡Mientes para que mate a mi hijo! ¡Hasta tal punto llega tu perfidia!

—No… Juro por la salvación de mi alma que es verdad —musitó Alonso.

—¿Violaste a una india? ¿Violaste a la madre de Mario? ¿Qué clase de hombre eres, padre? ¿Cómo pudiste tenerme tan engañada durante todos estos años? ¡Te odio! ¡Te odio!

Golpeó con los puños el pecho de su padre que, incapaz de hablar, la miraba con las mejillas bañadas en lágrimas.

—¡Manuela, basta ya! —gritó doña Isabel—. ¡Mario no es hijo suyo!

—Entonces…, ¿de quién?

—De mi difunto marido, Juan de Salazar, y de tu madre.

—¡Mi madre adora a mi padre! ¡Nunca sería capaz de una cosa así!

La dama abrió la tapa del dije de oro esmaltado que siempre llevaba al cuello y le mostró el retrato pintado sobre cobre de Juan de Salazar.

Manuela se quedó pasmada. ¡El parecido con Mario era asombroso!

Cuando se recuperó, dijo con voz temblorosa:

—El que sea hijo de Salazar no demuestra que sea mi hermano.

La dama se secó el sudor de la frente con su pañuelo, y dijo con calma:

—Yara conoce un remedio, omomembykuáva hyeguasúvape, para que te… deshagas del niño.

Manuela miró a su padre con una mueca de desesperación.

—¿Cómo puedes estar seguro de que Mario era mi… hijo de mi madre? —le preguntó con las lágrimas a punto de desbordársele.

Alonso agachó la cabeza abatido. Fue Isabel de Contreras quien respondió:

—Tu padre se había ido a Portugal a traer ganado, y tu madre se ofreció a acompañar a Mencía a Potosí para buscar a Juan. Tardaron más de un año en regresar y durante ese tiempo nació Mario.

—¡Eso no quiere decir nada!

—Sí, si tienes en cuenta que tu madre había estado muy enamorada de mi marido… antes de que él se casara conmigo. Cualquiera de los que viajaron en la nao San Miguel con ellos al Nuevo Mundo te lo puede confirmar. Pregunta en Asunción. O a tu propio padre.

Manuela interrogó a su padre con la mirada. Él asintió. Pero la joven aún se resistía a creer que fuera cierto. Se quedó un rato pensativa. Luego, dijo:

—En la reducción conocí a la madre adoptiva de Mario. Me contó lo que el propio novio os contó a vos: que una india muy joven, casi una niña, lo había entregado a los frailes. ¡Una india, no una blanca! ¡Era hijo de esa india!

—No te engañes, Manuela —respondió doña Isabel con calma—. Ninguno de los rasgos de Mario Rocamunde hace sospechar que lleve una sola gota de sangre india. Era tu hermano, acéptalo. Ni tu padre ni yo te infligiríamos este dolor si no estuviéramos seguros.

Manuela se tapó la cara con las manos, horrorizada al pensar que, por execrable que fuera, de estar vivo Mario, lo seguiría amando, deseando… No hubiera sido capaz de renunciar a él. ¡Ni aunque se hubiera condenado por ello!

Su padre la abrazó. Esta vez, ella no se apartó.

—Ese niño no debe nacer, Manuela. Sería una aberración.

Tras reflexionar unos instantes, la joven se secó las lágrimas y dijo con voz queda:

—Tomaré las hierbas de Yara si me demostráis que Mario y yo somos… —evitó decir la palabra hermano.

—Solo tu madre podría confirmarlo, pero, como bien sabes, está en Perú y para cuando vuelva, será tarde. Debes tomar esas hierbas.

—Este hijo es lo único que me queda de Mario. ¡No me desharé de él a menos que esté completamente segura de que…! —Estalló en sollozos sin acabar la frase.

Doña Isabel de Contreras intervino:

—Hay otra persona que puede dar fe de lo que sucedió.

—¿Quién es? —preguntó Manuela.

—Irupé, la hija adoptiva de Mencía de Calderón. Ella los acompañó en aquel viaje.

—¿Dónde puedo encontrarla?

—La última noticia que tuve de ella fue que, después de enviudar, se había unido a fray Luis de Bolaños, un franciscano que ha fundado una misión bastante grande, al este de Asunción.

Isabel de Contreras le contó que, según había oído, Irupé quería servir de lengua —de traductora— y ayudar a los frailes a enseñar la doctrina.

—¿Dónde está esa misión?

—En San Lorenzo de la Cordillera de los Altos de Ybytyrapé, que en guaraní significa «Sendero del Viento». Dista dieciséis leguas de Asunción. Desde Buenos Aires tardarías algo más de un mes en llegar… Aún tendrías tiempo… de usar las hierbas.

—Estás muy débil para aguantar ese viaje, hija. ¡Es una locura!

—Todo este asunto lo es, padre. Iré a visitar a Irupé y averiguaré si Mario era mi… —De nuevo dejó la frase en suspenso. Se resistía a pronunciar la palabra maldita.

—Si estás decidida, te acompañaré, hija mía.

Doña Isabel sacó del bufetillo una cajita y se la entregó a Alonso.

—Son las hierbas que me dio Yara. Haz que se las tome tan pronto como se convenza de que Mario es su hermano.