REDUCCIÓN FRANCISCANA DE KO’Ê
Nueve leguas al sur de Asunción. 15 de enero del Año del Señor de 1588
El viaje desde la tekoa a la reducción franciscana de Ko’ê fue más rápido y menos penoso que el que habían hecho el día anterior en sentido inverso, pues en esta ocasión, amén de ir en canoa, tenían la corriente a favor.
Mientras fondeaban, escucharon unos lamentos estremecedores. Sobrecogidos, escondieron la canoa rápidamente bajo unas ramas y se acercaron a la empalizada que rodeaba la reducción.
En lugar de entrar por la puerta, Mario y Manuela saltaron la empalizada por un lateral. Una vez dentro, se acercaron a una de las cabañas por la parte trasera. Atravesaron el corral con cuidado de no alborotar a las gallinas y entraron en la cabaña. Constaba de una sola habitación bastante espaciosa, con una puerta y una ventana cubiertas con esteras de fibra vegetal que daban a la plaza de la reducción.
Mario se aproximó a la ventana y separó un poco la esterilla. Lo que vio le quemó las entrañas: junto al portón de entrada a la plaza había tres docenas de cadáveres, entre los que contó seis niños. Junto a ellos vio también los cadáveres de Arandú y su hijo Tatarendy. Tuvo que apartar la vista. En la pared izquierda de la iglesia, tres de los jaques ayudados por los diez indios que habían contratado como guías vigilaban, armados con espadas y pistolas, a los desdichados vecinos de la reducción que aún seguían con vida. Muchos tenían magulladuras, señales de cintarazos e incluso de puñaladas.
—¡Malditos! —masculló lívido.
Manuela miró a su vez por la ranura.
—Les han dado tormento para que nos delaten —gimió—. ¡Vamos a entregarnos o los matarán!
Se acercó al umbral, pero Mario la detuvo y caminó a su vez hacia una puerta más centrada, desde la que se podía ver todo lo que ocurría en la plaza. Buscó con la mirada a los frailes y, al no encontrarlos, dedujo que se hallaban en el interior de la iglesia. Los esclavos indios, armados con látigos, se encargaban de vigilar a los prisioneros mientras los jaques se divertían. Dos jugaban a los naipes sobre un banco que habían sacado de la iglesia. Y el tercero se afanaba sobre una muchacha. «Faltan el capitán y su lugarteniente, los más importantes. Deben de estar dentro del templo», pensó. Los gritos de la india, que se resistía a ser violada, le laceraron el alma.
Jayán salió de la iglesia bostezando y dio un traspié al tropezar con el jaque que retozaba con la india.
—¡Deja de frotarle el cufro a esa infiel, Faustino, que se te van a poner las bubas como carbones encendidos! —exclamó—. ¡Y tráeme a aquellas dos viejas! —Señaló a dos ancianas bajitas y frágiles. La mayor de ellas protegía a un niño de unos cinco años entre sus brazos.
—¿Para qué demonios las quieres, Jayán? —preguntó Faustino mientras se subía las calzas.
—Para que me digan dónde se han escondido los fugitivos antes de que se despierte el comandante.
—¿Cómo?
—¡Súbelas al rollo y ponles una soga al cuello! Así, si no cantan, ¡bailarán!
Con ayuda de dos indios, Faustino arrastró a las ancianas al rollo, que no era más que un poste de madera clavado en el centro de la plaza.
Jayán cogió el reloj de arena que usaban los jaques para jugar a los naipes y se acercó a las ancianas con él en la mano.
—¿Habláis cristiano, viejas? —les preguntó.
—Sí, nosotras ser cristianas —contestó la mayor.
—Pues escuchad, ¡si antes de que caiga la arena no habéis dicho dónde se han escondido los fugitivos, os ahorcaremos! —Volteó el reloj—. ¡Tenéis media hora para cantar, putas viejas!
Un niño que estaba con el resto de los prisioneros cogió una calabacilla de agua que había a la entrada de una de las cabañas y se acercó al rollo para dar de beber a su abuela.
Faustino se lo impidió con una lluvia de latigazos, que fue celebrada con risotadas y vítores por sus compinches. El jaque persiguió al niño por el gusto de verlo aullar y saltar.
—¡No puedo sufrir esto ni un minuto más! —susurró Mario—. Voy a salir, Manuela. Pero tú, pase lo que pase, no te muevas de aquí.
—Ofréceles mis joyas a cambio de que…
No pudo terminar la frase, ella y Mario se quedaron atónitos al ver que dos indios sacaban de la iglesia el cuerpo de fray Luis, acribillado a arcabuzazos. Dejaba un reguero de sangre en el suelo.
—¡Santo Dios! —musitó Mario horrorizado—. ¿Cómo han podido hacerle eso a un hombre tan bueno?
En vez de usar la puerta de la cabaña, Mario salió por el corral, por donde había entrado. Quería aparecer en la plaza por la puerta principal, para que los jaques no se percataran de que Manuela estaba con él.
La joven vio, desde la puerta de la cabaña, cómo Bocarrajada salía del templo desgreñado y con el cinto desabrochado, empujando a fray Martín.
—¡Vive Dios, Jayán! ¿Después de lo que has culeado esta noche aún te apetece picar más? —le reprochó a su lugarteniente, que se distraía tentando los pechos de la joven india a la que Faustino había abandonado en el suelo—. ¡Haz algo útil!
—En eso estoy, comandante —señaló a las ancianas del rollo—. Si dentro de media hora no cantan, ahorcaré a aquellas dos viejas.
Manuel Arillo se pasó la lengua por los labios.
—Rocamunde no tardará en aparecer. Ayer dejé escapar a una zorra que, según me dijeron, lo había criado, y ha tenido tiempo de avisarle.
—¿Esa india de tan buen ver era su madre? A fe mía que se merece una cojonada. Si vuelve por aquí, ¡me encargaré de suministrársela!
—Veo que tu botijón no sufre decaimiento, ¡malandrín! ¿Te apuestas algo a que Rocamunde ya está por aquí?
—Lo único que puedo apostarme es una viuda[29] llamada Mariseca, natural de Estiracuellos, que estuvieron a punto de regalarme el año pasado —bromeó Jayán.
—¡En serio! ¡Te apuesto un doblón a que Rocamunde y su manceba ya han llegado! ¿Quieres comprobarlo?
Bocarrajada se acercó a fray Martín, que atendía a un niño herido de un disparo de arcabuz. Tiró de la capucha de su hábito para obligarle a ponerse en pie mientras gritaba a todo pulmón:
—¡Rocamunde! ¡Este fraile será el siguiente en morir si antes de un padrenuestro no sales de tu escondite!
Mario entró por la puerta principal de la reducción.
—¡Mira a quién tenemos aquí! —exclamó Bocarrajada.
—Efectivamente, ya me tienes. No le hagas daño a nadie más.
—¿Dónde está tu manceba? ¡Es ella quien nos interesa!
—Te lo diré, pero a cambio tienes que prometerme que la llevarás a Asunción con su madre en vez de a Buenos Aires. Si lo haces, te recompensaremos con sus joyas.
A Bocarrajada no le preocupaba lo más mínimo incumplir sus promesas, y estuvo a punto de decir que sí. Pero ni ese gusto quería dar al bastardo de su mayor enemigo.
—Conozco un modo más fácil de hacerla salir de su escondite.
Sacó su pistola de rueda del cinto y apuntó con ella a fray Martín.
Mario se colocó delante del fraile de un salto.
—¡Cobarde! ¡Mátame a mí!
Bocarrajada estalló en carcajadas.
—¿Por qué no? ¡Tu padre y yo teníamos una cuenta pendiente y voy a saldarla contigo!
Disparó.
El cuerpo de Mario se arqueó y volvió a enderezarse antes de caer a plomo al suelo. De su garganta salió un ruido sordo, prolongado y oscuro como un estertor.
—¡Nooooooooooooooo! —gritó Manuela desde la cabaña.
Enloquecida, separó la esterilla de la puerta y corrió hacia Mario. A mitad de camino, las piernas dejaron de obedecerla; la distancia hasta donde yacía su amado le parecía insalvable. Y realmente lo era. Bocarrajada y Jayán la sujetaban por los brazos. Ella se revolvía con fiereza, pero no lograba zafarse.
—¡Mario! ¡Mario! ¡Mario! —Oía su propia voz, pero le parecía ajena, como si tanto horror no fuera posible y fuese otra persona la que gritara.
Bocarrajada arrebató a Manuela la bolsa de las joyas que llevaba colgada del cuello. Tras echar un vistazo al contenido, se la guardó en la faltriquera.
—¿Qué lleva? —preguntó Jayán.
—Menudencias… y unos pocos maravedíes… —le guiñó un ojo—, que repartiremos entre tú y yo.
—¡Mariooo, Mariooo! —Manuela forcejeaba con todas sus fuerzas.
—¡Deja de aullar, manceba! —Bocarrajada la zarandeó—. ¡Que a ti no te sucederá nada! —Volvió a guiñarle un ojo a Jayán—. Te devolveremos a tu padre.
—¡Decidle a mi padre que ya es tarde! ¡Mario es mi esposo! ¡No podrá casarme con otro!
—¿Cómo que no? ¡Las viudas sirven para más bodas!
—¡Viudas y morcillas, pocas hay que no repitan! —apostilló Jayán riéndose.
Manuela estalló en sollozos.
—¡No llores, mujer! Que si es por carne, tu padre te conseguirá otro dinguilindón[30]. ¡Que el de este fiambre ya no lo enderezas ni con escayola! —rio Bocarrajada.
—Si estás muy apurada, te presto el mío —babeó Jayán en el oído de la joven mientras le agarraba un pecho.
—¡Suéltala, Jayán! —le ordenó el jefe—. ¡Que su padre quiere casarla y vas a estropearle el negocio!
—¡Eso no se gasta!
—Alonso de Lanzós me advirtió de que no cobraríamos si su hija sufría alguna violencia. Así que ten las manos quietas.
Manuela gimió, lloró, suplicó que la dejaran despedirse de su amado, pero no conmovió a sus captores.
—Embarcad a esa trastornada en uno de los botes; pero sin manosearla, que es mercancía de mucho valor —ordenó Bocarrajada.
Lo último que vio Manuela antes de que la sacaran a la fuerza de la plaza de la reducción fue el cuerpo inmóvil de Mario Rocamunde en el centro de un gran charco de sangre. Se sorprendió a sí misma pensando que era increíble que una sola persona pudiera tener tanta sangre en su interior. Después, una marea de dolor bloqueó su mente, su voluntad. Se dejó conducir sin oponer resistencia por los jaques que, pese a la orden de Bocarrajada, aprovecharon para palparla a placer. Ella no protestó. Mario había muerto y ya nada le importaba.
Mientras, en la plaza, los desdichados vecinos de la reducción contemplaban paralizados por el miedo el nuevo horror del que eran testigos.
Fray Martín, con el hábito empapado de sangre y las mejillas cubiertas de lágrimas, trataba de parar la hemorragia del cuerpo de Mario.
—¡Vayámonos ya! —ordenó Manuel Arillo, el Bocarrajada.
Los jaques se entretuvieron en registrar las humildes casas de los indios, para llevarse todo lo que tuviera un mínimo valor.
—¡Vive Dios! ¡He dicho que os deis prisa, bellacos! —bramó Bocarrajada al tiempo que disparaba su pistola al aire. Cada día que se retrasaba en entregar a la muchacha disminuían sus honorarios.
Jayán señaló a los indios que se agrupaban trémulos a la izquierda de la iglesia.
—¿Qué hacemos con ellos, Manuel? —preguntó—. ¿Los matamos?
Bocarrajada reflexionó. Sus hombres no se limitarían a ejecutarlos. Querrían divertirse, y eso les haría perder varias horas con perjuicio para sus finanzas.
—Matad solo al fraile para que no dé fe de lo ocurrido. ¡Y quemad el poblado! Así creerán que la reducción ha sufrido un ataque de indios hostiles o de bandeirantes[31].
Los hombres de Bocarrajada prendieron fuego a las humildes casas de Ko’ê mientras sus vecinos huían arrastrando a los heridos.
Tan solo fray Martín permanecía junto al cuerpo de su ahijado. Lo había perdido todo: a fray Luis, a Mario, a sus feligreses… La iglesia a la que había dedicado sus anhelos durante más de treinta años estaba siendo pasto de las llamas. No le quedaban fuerzas para fundar otra. No le importaba morir. Cuando vio la espada levantarse sobre su cabeza, ni siquiera parpadeó. Su último pensamiento fue para Mario. Recordó cuando comenzaba a andar y con paso vacilante se acercaba a tirarle del cordón del hábito. Reconfortado por el dulce recuerdo de la infancia de su ahijado, sonrió. Luego, todo se oscureció.
Su sangre salpicó el rostro inerte de Mario.
Antes de abandonar la plaza, Bocarrajada miró hacia atrás. Le había parecido ver una figura femenina cruzar entre el humo. «Estas indias son tan necias que prefieren los amuletos de sus muertos al oro», se dijo.
Y prosiguió su camino.
Yeruti hacía esfuerzos ingentes para arrastrar el cuerpo de Mario. Pesaba mucho, y la humareda no la dejaba respirar, pero no se rindió hasta que logró alejarlo del fuego.
Aunque no hubiese nacido de sus entrañas, Mario era su hijo y no iba a permitir que las llamas lo devorasen o que algún animal se lo comiese. Lo llevaría a su tekoa, donde le harían un funeral digno de su tevy, con llanto copioso de ancianas plañideras. Después, guardaría sus huesos en casa dentro de una urna de barro. Ella, aunque cristiana, consideraba más digno atesorar los restos de su hijo en una vasija de barro que dejar que se pudrieran bajo tierra como hacían los blancos.
Al llegar a la linde de la selva, Yeruti, empapada de sudor y agotada por el esfuerzo, se derrumbó. Abrazó el cuerpo de su hijo. Quería conservar el recuerdo de su olor, del tacto de su piel, para que permaneciera con ella el resto de su vida. Al besarlo, notó que de su boca salía un hálito leve, casi imperceptible.
«Aún vive», pensó sobrecogida. No se alegró. La herida era mortal y su resistencia significaba solo más sufrimiento.