TEKOA CHORORO
Orillas del río Apa. 14 de enero del Año del Señor de 1588
El tener que caminar a contracorriente por el río, esconderse cada vez que oían algún ruido sospechoso o esquivar a los yacarés —esos a los que llaman también caimanes—, que acechaban inmóviles la distracción de alguna presa, retrasaba considerablemente la marcha de Mario y Manuela. Al atardecer aún no habían llegado al poblado donde vivía la tevy de Yeruti.
Manuela se miró la piel de los brazos y las manos, arrugadas por la cantidad de horas que llevaban en el agua.
—¿Nos hemos perdido? —preguntó.
Mario la miró con preocupación.
—No creo… Avanzamos con lentitud. —Le pasó las yemas de los dedos por los puntitos hinchados que la joven tenía en la cara y los brazos—. Los mbariguí[27] te están acribillando…
—En el agua pican más.
—Se te ve fatigada.
—Es por culpa de estas ropas que mojadas pesan mucho. Dame tu daga.
Manuela cortó las agujetas que unían el corpiño a la saya y se quitó ambas prendas. A continuación, se aflojó las cintas de la enagua y se la quitó también, quedándose en camisa. Las ropas se alejaron flotando río abajo, a merced de la corriente. Al percatarse de que podrían ser una pista para localizarlos, fue tras ellas. Una vez recuperadas, cogió una piedra gruesa y sujetó con ella las prendas bajo el agua.
Al incorporarse, notó un dolor agudo en el bajo vientre.
—¿Qué te ocurre, Manuela?
—Solo ha sido un pequeño dolor. Estoy bien.
—No has comido nada en todo el día.
—Tú tampoco, Mario.
—Tómate el tereré que queda en la cantimplora. Te reanimará.
Obediente, Manuela bebió los últimos sorbos de la infusión de hierba mate del fondo de la cantimplora.
Al terminar, se percató de que la camisa mojada se le había pegado a la piel y Mario la estaba mirando.
Le salpicó agua con la mano.
—¡No mires!
—¿Por qué? ¡Estás tan hermo…!
El grito áspero de un pájaro le interrumpió.
—¿Qué animal es ese? —preguntó Manuela. Frente a ellos, una especie de gran búho cornudo alzaba el vuelo.
—Un ñacurutú.
—¿No dicen los ava que es un pájaro de mal agüero?
Mario se encogió de hombros.
—Majaderías.
Una ráfaga de viento hizo estremecerse a Manuela.
—Deberíamos salir del agua y reposar un rato.
—Ya oíste lo que dijo fray Martín. No podemos detenernos hasta que estemos a salvo en el poblado.
De anochecida, al sobrepasar una curva del río, les pareció ver luces en la orilla a un cuarto de legua. Se encaramaron a un islote que había en el centro de la corriente para ver de dónde procedían.
—Son hogueras de las que encienden a las puertas de las viviendas —determinó Mario—. Tras aquellos árboles hay un poblado.
—¿Será la tekoa de tu madre?
Mario atisbó la silueta de ocho casas de gran tamaño levantadas en torno a la plaza.
—Quizá… El tevy de mi madre construye casas semejantes, pero hay tan poca luz que no estoy seguro. Espérame aquí, voy a cerciorarme.
—Prefiero acompañarte —replicó Manuela, a pesar de lo cansada que estaba—. Lo que sea de uno, que sea de los dos.
—Hay muchas tekoas parecidas en la selva. Si no es la de mi madre, podría ser peligroso para ti…
—Iré contigo por más que te pese, Mario Rocamunde —contestó la resuelta joven al tiempo que lo seguía.
Él dio un suspiro de resignación. Manuela nunca se comportaría como el resto de las mujeres. No aceptaba la sumisión ni la obediencia debidas al varón. Se comentaba en Buenos Aires que, pese a tener veintidós años, Manuela aún no se había casado por este motivo. Aunque a él lo que le gustaba de ella era precisamente eso.
—¿Cómo dijiste que se llamaba la tekoa de tu madre?
—Chororo, que significa «cascada».
—¿Por qué los ava os mudáis con tanta frecuencia, Mario?
—Porque las rozas dejan de ser fértiles al cabo de unos años… y hemos de buscar otros lugares para los cultivos. Lo que significa construir una nueva tekoa.
Caminaron hasta llegar a unos veinte pies de la empalizada que protegía la aldea. Apenas se veía y se pararon a escuchar. Mezclados con el crepitar de los fuegos, les llegaron las risas, los murmullos y las conversaciones de los vecinos. Manuela, que nunca antes había estado en un poblado guaraní, miró por entre las estacas. La tekoa estaba compuesta por ocho casas de gran tamaño, construidas alrededor de una gran plaza.
—¿Por qué las viviendas son tan grandes? —preguntó.
Mario sonrió. La curiosidad de su amada era insaciable.
—Porque dentro de cada casa comunal o tapy-guazú vive una familia completa. Y una familia completa guaraní incluye a padres, hijos, cuñados, tíos, primos, abuelos…
—Debe de ser muy complicado llevarse bien con tanta gente —bromeó ella.
Mario dejó perder la mirada en la oscuridad de la selva.
—En mi infancia, iba a menudo con mi madre a visitar la tekoa de su tevy. —Su voz sonó nostálgica—. Me solazaba tanto bañándome en el río, pescando, cazando y jugando desde el amanecer hasta el ocaso, que nunca quería regresar a la reducción.
Manuela se percató de que, tras la empalizada, había otra. Y entre ambas, un foso de unos diez pies de profundidad, erizado de estacas muy afiladas.
—¿Esas estacas son para ensartar a las visitas inoportunas? —ironizó la joven.
—Sí. Tanto si son de tribus enemigas como de alimañas.
Bordearon sigilosamente la empalizada hasta llegar a la puerta principal. A ambos lados había estacas de cuatro varas de altura con calaveras humanas clavadas en la punta. Manuela hizo un aspaviento al verlas.
—Son para amedrentar a las damas castellanas, no muerden —bromeó Mario en un susurro.
Como no había nadie vigilando la puerta, entraron. Nada más hacerlo, seis hombres armados con mazos los rodearon.
Mario les explicó en guaraní que era el hijo de Yeruti, y que acababa de regresar tras varios años de ausencia.
Dos de los guerreros condujeron a Mario junto al tuvichá —así se denominaba al cacique en guaraní—, que estaba sentado junto a su fuego a la entrada de una de las cabañas. Fumaba en una pipa de cerámica con forma de yacaré, y estaba rodeado de sus numerosas esposas e hijos.
Manuela trató de acercarse, pero los guerreros la obligaron a permanecer a diez varas de distancia.
Para alivio de la joven, que no entendía lo que hablaban, el tuvichá reconoció a Mario. Lo abrazó y comenzó a hacer gestos, que ella interpretó como de bienvenida y cariño. Todos los vecinos del poblado se acercaron al fuego para darle la bienvenida al joven, y luego, Manuela vio que lo conducían hasta un recipiente con forma de canoa, fabricado con corteza de árbol, que contenía una papilla espesa. Le ofrecieron un cuenco.
Al verlo engullir la papilla con tanto apetito, la española se percató de lo hambrienta que estaba ella también.
Varias mujeres se acercaron a mirarla. Sin pudor alguno, le palparon el cuerpo, la ropa y los cabellos. Algunas, las más ancianas, llevaban pieles sobre los hombros, pero la mayoría iban completamente desnudas o se cubrían las vergüenzas con una falda muy corta. Manuela nunca antes había visto a nadie en cueros, y, ruborizada, determinó no mirar sus cuerpos, solo sus caras.
Tras saciar su curiosidad, las mujeres la condujeron hasta una hoguera donde un par de ancianas asaban un pez dorado de gran tamaño. Le dieron a probar un trozo, que le pareció delicioso.
—¿Puedo comer un poco más? —preguntó.
De alguna forma la entendieron porque le ofrecieron otro trozo de mayor tamaño, que ella devoró con ansia.
—Mbejú, mbejú? —le preguntaron a continuación.
Manuela buscó a Mario para que le tradujese, pero había desaparecido, así que asintió, aunque no sabía bien a qué. Le trajeron una torta de mandioca recién hecha, rellena de algo muy sabroso que no supo identificar. Se la hicieron acompañar de una bebida alcohólica que le resultó familiar, pues los carios de Asunción acostumbraban a tomarla.
Tras comer varias tortas con sus correspondientes tragos, se sintió más reconfortada. Había recuperado las fuerzas. Intentó acercarse al lugar donde había visto a Mario por última vez, mas las mujeres la retuvieron.
—¡Mario! ¡Mario! ¿Dónde estás? —preguntó a voz en grito.
Las mujeres, entre risas, la arrastraron hasta el interior de una de las casas comunales y la depositaron en la hamaca donde descansaba Mario.
—¿Por qué me dejaste sola?
—Me dijeron que te traerían después de comer… y no quería privarte de esa tarea que tanto te place.
—Si no estuviera tan cansada, te castigaría como mereces, Mario Rocamunde.
—¡Hazlo!
Lo besó con dulzura. Él la acurrucó entre sus brazos, y enseguida se durmieron.
Al cabo de un rato, alguien zarandeó la hamaca. El tuvichá, vestido con una imponente capa de plumas, agarró del brazo a Manuela y la bajó de la hamaca mientras gritaba:
—Ky’á, ky’á!
Mario le contestó en guaraní.
Manuela, que no les entendía, creyó que discutían y se inquietó.
—¿Qué ocurre?
—Dice que tenemos que casarnos —contestó Mario.
La joven se ruborizó de pies a cabeza.
—Dile que…, en cierto modo, ya lo estamos… Ante nuestro Dios.
—Se lo he explicado, pero insiste en que, para adquirir el derecho a hamaca o ky’á en la casa comunal, hemos de casarnos. Será mejor no contrariarlos, ¿verdad?
Manuela miró al tuvichá y dijo:
—Sí, ky’á, ky’á!
Las mujeres se la llevaron rápidamente a un rincón y le quitaron la ropa. Ella intentó recuperarla, pero se enfadaron tanto que tuvo que desistir. Tan solo le dejaron que se colocara al cuello la bolsa en la que llevaba las joyas, creyendo quizá que era un adorno. Le pusieron una falda de fibra vegetal que le llegaba hasta los muslos y le adornaron la cabeza con una hermosa diadema de flores y plumas. A continuación, le pintaron en las mejillas y el cuerpo figuras geométricas con delgadas líneas de color ocre. Tras ponerle en la mano una rama de tacuara, se fueron a buscar al novio: le estaban preparando para la ceremonia en el rincón opuesto de la vivienda.
Mario se quedó arrobado al verla con los senos y los muslos al aire.
—¡A fe mía que eres bella como Arasy, la madre del cielo! —exclamó.
A Manuela le gustó su admiración, pero enrojeció de cuerpo entero. Le habían enseñado que una cristiana jamás debía mostrarse desnuda ante un hombre, ni aunque fuera su esposo. El pudor le hizo cerrar los ojos.
Cuando volvió a abrirlos vio que Mario llevaba un tocado parecido al suyo y, por todo atavío, un minúsculo faldellín de plumas. Nunca antes lo había visto con tan poca ropa. Ni tampoco contemplado sus musculados muslos y pantorrillas, que, untados de grasa, brillaban a la luz de los fuegos.
«Está arrebatadoramente gallardo», pensó. Y una ola de calor que le subía desde las ingles inundó su rostro.
Las mujeres la empujaron para llevarla junto a Mario, que la esperaba de pie sobre una red extendida sobre el suelo con una sonaja en la mano derecha.
Cuando estuvieron uno junto al otro, un anciano se les acercó con un cuenco en la mano:
—¿Quién es? —preguntó la muchacha en un susurro.
—El payé.
—¿Es un… cura?
—Algo parecido. Tú lo llamarías hechicero.
El anciano payé le puso a Manuela el cuenco en la mano y le indicó con un gesto que bebiera.
—Es ka’u’y, la bebida de las bodas —aclaró Mario.
Manuela obedeció, y después le pasó el cuenco a su prometido. Cuando este acabó de beber, los presentes lanzaron al unísono un grito de alegría.
—¿Ya estamos casados? —se sorprendió Manuela.
—Sí —contestó él.
Los habitantes del poblado comenzaron a cantar y a bailar alegremente alrededor de la pareja. Se pasaban unos a otros calabacillas llenas de ka’u’y mezclado con miel silvestre para acompañar sus danzas con tragos de esa bebida. Manuela se dejó llevar por la fiesta y bebió todo el ka’u’y que le ofrecieron. Al cabo de un rato, se había olvidado de que estaba sin ropa. Se sentía tan alegre que salió a bailar con las mujeres. Su torpeza provocó mucha diversión a los habitantes del poblado, pero a ella no le importaba. Se sentía feliz.
—Nunca me había imaginado una boda así, pero no está nada mal —le susurró a Mario cuando, al cabo de una hora de contorsiones, agotada, se sentó a su lado.
—En cuanto esos rufianes que ha enviado tu padre se vayan, nos casaremos en la iglesia de la reducción.
—Espero que a la tercera vaya la vencida.
En ese instante se oyó un grito fuera de la empalizada.
—¡Mariooo! ¡Mariooo! —Era la voz de Yeruti.
Rocamunde supuso que le ocurría algo grave, pues su madre era una mujer templada, poco dada a nerviosismo. Salió como un rayo de la casa comunal, seguido de varios indios con teas encendidas.
Al ver a Yeruti desfallecida en mitad de la plaza con el tipoi desgarrado y la cara y las piernas ensangrentadas, se le heló la sangre.
Abrazó con fuerza a la única madre que conocía. Ella emitió un débil gemido.
—¿Qué te han hecho, madre?
Yeruti no podía hablar. Estaba extenuada del viaje y sobrecogida por lo que había ocurrido en la reducción.
Manuela llegó en ese instante, se arrodilló junto a Yeruti y le acarició el pelo con ternura mientras las mujeres de la tekoa la reanimaban con sorbos de ka’u’y.
Cuando Yeruti recuperó el habla, se dirigió a Mario en castellano para que sus parientes no se enterasen de la vejación que había sufrido por parte de Bocarrajada y sus hombres. Si lo supieran, correrían a vengarla, y Yeruti sabía que sus lanzas y flechas poco podían contra las espadas, pistolas de rueda y arcabuces de aquellos bribones. Quería evitar que los hombres de su tevy sucumbiesen en una lucha tan desigual.
—En cuanto acabó la misa —relató con voz entrecortada—, los hombres malos que os buscaban registraron la sacristía. Luego, fueron a la selva. Como no os encontraron, al regresar amenazaron con matarnos: «Si no nos decís dónde se han escondido Manuela de Lanzós y Mario Rocamunde, mataremos a dos de vosotros cada hora». —Los sollozos la ahogaban y tuvo que beber otro trago de ka’u’y para poder seguir hablando—. Para cuando conseguí escapar, ya habían matado a diez; dos de ellos niños.
Manuela emitió un grito al pensar en los pequeños que tan solo el día anterior había visto correteando por la misión.
—¡Tenéis que escapar! —dijo Yeruti con la voz entrecortada—. ¡Huid lejos antes de que averigüen dónde estáis y vengan a buscaros!
Rocamunde se puso en pie, con el rostro demudado.
—¡No, madre, no puedo permitir que maten a más inocentes por mi culpa! ¡Iré a entregarme!
El tuvichá se acercó a averiguar qué sucedía. Mario lo llevó a un lugar apartado y le susurró en guaraní todo lo que su madre le acababa de contar. La conversación se prolongó durante unos minutos. Manuela, que no los entendía, se inquietó, pues aunque el tuvichá y Mario no levantaban el tono de voz, parecía que estaban discutiendo.
Súbitamente, su joven esposo cogió, con gesto colérico, un arco y un carcaj que había junto a uno de los fuegos y echó a correr en dirección a la salida del poblado.
—¡Mario!, ¿adónde vas? ¡Espérame! —gritó.
Él no la escuchó o no quiso darse por enterado.
Manuela echó a correr tras él, sujetándose con la mano la bolsa que llevaba al cuello para no perder las joyas. Le dio tiempo a ver que Mario había tomado el sendero que iba al río.
Al llegar a la orilla, Rocamunde buscó la roca oval que le había indicado el tuvichá. Bajo ella, disimuladas entre la vegetación, había varias canoas. El joven arrastró una de ellas hasta el agua, cogió el remo que estaba en el suelo de la embarcación y remó hacia el centro de la corriente.
—¡Mario, espérame!
Manuela lo había seguido.
—¡No! ¡Tú quédate en la tekoa con mi madre! ¡Es muy peligroso!
—¡He de ir contigo, Mario! ¡Es a mí a quien buscan! Matarán a todo el poblado si no me encuentran.
Mario Rocamunde sabía que tenía razón. Tras titubear un instante, remó de vuelta a la orilla.
—¡Sube!
Al payé le llevó un buen rato desinfectar con urucú[28] las numerosas heridas que Yeruti tenía por todo el cuerpo. Cuando acabó, ella le dijo en guaraní:
—He de volver a la reducción de Ko’ê a ayudar a mi hijo, pero no me quedan fuerzas; dame algo para reanimarme.
El payé fue a buscar unas hierbas y raíces que guardaba en una vasija junto a su hamaca. Las machacó y se las dio a beber a Yeruti mezcladas con una infusión de caaiguá, hierba mate. Ella esperó un rato a que le hicieran efecto. Cuando esto sucedió, se dirigió al recodo del río donde su tevy guardaba las canoas. Se metió en una de las embarcaciones y remó corriente abajo del Apa rumbo a la reducción.