XVI

IGLESIA DE LA REDUCCIÓN FRANCISCANA DE KO’Ê

Nueve leguas al sur de Asunción. 14 de enero del Año del Señor de 1588

Mario la esperaba en la puerta de la iglesia, rodeado de amigos y parientes. Iba ataviado a la manera india, con hermosas plumas de colores en los cabellos, las rodillas y los tobillos. Se había untado el cuerpo con grasa de capibara[23] y el sol hacía refulgir su torso desnudo.

«¡Qué gallardo está!», pensó Manuela.

Ella había lavado y zurcido su vestido con ayuda de Yeruti, pero el viaje por la selva lo había destrozado tanto que no había conseguido devolverle su antigua apariencia, y ahora se arrepentía de no haber aceptado el hermoso tipoi que su suegra le había ofrecido.

«Al lado de Mario parezco una pordiosera», se dijo un poco triste. Y no solo por el vestido. Aquella no era la boda con la que había soñado. Echaba de menos a su madre y, aunque le costara reconocerlo, también a su padre, al que siempre la había unido un cariño especial. «¿Qué le habrá hecho enloquecer de esa manera?», fue lo último que pensó antes de llegar donde estaba Mario.

El joven, tras dedicarle una sonrisa, la cogió del brazo y avanzaron juntos hacia el altar.

De repente, un muchachito indio entró corriendo en la iglesia y se coló a toda prisa entre los novios, esquivando a todo el que se cruzaba en su camino. Se detuvo en la primera fila de bancos, donde estaba Yeruti, y le dijo atropelladamente algo en guaraní. Parecía tan alterado que Mario y Manuela se quedaron parados en mitad del pasillo.

La madre de Mario se puso en pie:

—¡Muchos hombres armados vienen a buscaros! ¡Están registrando el poblado! ¡Tenéis que huir, hijos!

Como siempre, el más rápido en reaccionar fue el menudo fray Luis:

—¡Venid a la sacristía! —les dijo a los novios, y abrió una puertecilla disimulada a la derecha del altar.

Mientras, fray Martín tomó el cáliz y le susurró a un indiecito que hacía de monaguillo:

—Vamos a iniciar la consagración. —Alzó una de las hostias que había en el interior del cáliz y recitó con voz alta y clara—: Deum Patrem suum omnipotentem, tibi gratias agens, benedixit, fregit, deditque discipulis suis, dicens: Accipite et manducate ex hoc omnes: Hoc est enim Corpus meum.

El monaguillo hizo sonar la campanilla tres veces.

En ese instante, Bocarrajada y sus hombres irrumpieron en la iglesia. Algunos fieles se agolparon en el pasillo tratando, con disimulo, de obstaculizar el camino de los malhechores hacia el altar, pero estos se abrieron paso a golpes sin el menor miramiento.

Fray Martín se volvió con la hostia en la mano, indignado ante la actitud irreverente de aquellos jaques que se atrevían a interrumpir la consagración y golpear a sus fieles.

—¡Arrodillaos, impíos! —gritó con su poderosa voz.

Bocarrajada desenvainó la espada y se acercó a fray Martín.

—¿Dónde están?

La regordeta cara del fraile enrojeció de ira.

—¿Cómo osáis interrumpir la santa misa?

—¿Dónde has escondido a los fugitivos?

—¡Aquí no hay fugitivos! ¡Salid del templo, blasfemos!

—Nos iremos en cuanto nos los entregues.

—¡No sé a quién os referís!

—A Mario Rocamunde y a Manuela de Lanzós, su manceba. Sé que están aquí.

—¡No lo están! Pero si así fuera, tendrían derecho a acogerse al refugio en sagrado. ¡Esto es un templo!

—¡Y esto una toledana! —Bocarrajada pinchó la barriga del fraile con la espada—. Escúchame bien, cura. Si me dices dónde están, nos iremos y tú podrás seguir meneando la consagrada; pero si te niegas a decirme dónde los habéis escondido, no vas a necesitar vino para la consagración, ¡la harás con tu sangre!

Fray Martín apartó la espada de un manotazo.

—¡Blasfemo! Abandonad el templo ¡u os excomulgaré!

La amenaza provocó una carcajada en Manuel Arillo, pero sembró inquietud entre Faustino, Nicanor y Macandón, los hombres que había contratado, quienes temían más a la excomunión que a la muerte. Por muy rufianes que fuesen, esperaban no acabar en el infierno.

—Aguarda a que acabe la misa, Arillo, que tenemos rodeada la iglesia y no se nos van a escapar —le susurró Jayán al oído.

—¡Tenéis más miedo al infierno que los puercos a san Martín! —masculló Bocarrajada entre dientes.

—¡Guardad silencio u os expulsaré de la casa de Dios! —gritó fray Martín cada vez más furioso.

—¡Nadie puede privarnos de nuestro derecho a asistir a la santa misa, fraile! —replicó Bocarrajada.

—¡Entonces, guardad las armas y arrodillaos! ¡Pero si volvéis a interrumpir la misa, os excomulgaré!

El fraile alzó el cáliz y recitó con su potente voz:

—Hic est enim calix sanguinis mei, novi et aeterni testamenti: mysterium fidei: qui pro vobis et pro multis effundetur in remissionem peccatorum.

En ese instante, se abrió la puerta de la sacristía y salieron tres frailes con las capuchas echadas sobre la cara. El primero llevaba en las manos una crismera, el segundo, una cruz y el tercero, los santos óleos.

—¡Eh! ¡Vosotros! ¿Adónde vais? —los increpó Bocarrajada poniéndose en pie.

Fray Martín dio un enérgico campanillazo para que se callara.

—¡Deja de menear esa campanilla o te la meto por el envés de la barriga! —gritó Bocarrajada furioso—. ¡Y vosotros, contestad de una vez! —dijo a los encapuchados.

—Esos tres hermanos han hecho voto de silencio. No lo romperán ni bajo amenaza de muerte —contestó fray Martín.

Bocarrajada enarcó las cejas burlón.

—¿Ah, sí? ¡Vamos a verlo!

Se plantó delante del primer fraile —por su baja estatura, imaginó que era Manuela— y le levantó con la punta de la espada la parte delantera del hábito.

—¡Un zuardo[24]! Si no quieres que te lo rebane, dime ¿dónde se han escondido?

¡Latae sententiae! —aulló fray Martín desde el altar.

—¿Qué latinajo es ese, cangilón[25] de convento? —se burló Bocarrajada.

—Acabo de excomulgarte. ¡Sufrirás condenación eterna en el infierno!

—¡Me pones en un brete! —exclamó Arillo, y soltó una carcajada.

Fray Martín se volvió a los tres esbirros de Bocarrajada que, más impresionados que su capitán por la excomunión, permanecían congelados en sus asientos.

—Escuchadme bien: esos tres franciscanos se disponen a llevar la extremaunción a un moribundo. ¡Un minuto de retraso podría significar la condenación de su alma! ¡Y vosotros seríais los responsables! Si impedís que se vayan, ¡os excomulgaré y sufriréis condenación eterna en el infierno! ¡Como vuestro capitán!

Bocarrajada intentó quitarles la capucha a los frailes, pero los tres jaques que Jayán había contratado se lo impidieron, amedrentados por la amenaza de excomunión que fray Martín había lanzado contra ellos.

«A fe mía que, en vez de jaques, he contratado a meapilas», masculló contrariado Bocarrajada mientras los tres hombres lo devolvían a su asiento.

—No tienen escapatoria, Manuel. Sosiégate y espera a que acabe la misa —le susurró Jayán.

Los tres encapuchados salieron de la iglesia sin que nadie se lo impidiera.

Nada más atravesar el umbral, echaron a correr como alma que lleva el diablo. Al llegar a la linde de la selva, fray Luis se detuvo.

—Desde aquí continuaréis solos —dijo sin aliento.

—¿Adónde?

—A la aldea de tu madre, Mario. Su tevy[26] os dará amparo.

—¿Sigue en el mismo lugar? —preguntó el joven.

—No. Han construido una nueva a seis leguas de aquí, aguas arriba del Apa. Seguid el curso del río y la encontraréis.

—Deberíais acompañarnos, fray Luis. Cuando esos jaques se percaten de que nos habéis ayudado a escapar, se enfurecerán y…

—Bah, no se atreverán a hacerle daño a un fraile. ¡Quitaos los hábitos y marchaos! Caminad siempre por el agua, para que no puedan seguir vuestro rastro. ¡Y no os detengáis hasta llegar a la tekoa de tu madre! —Sacó una cantimplora de debajo del hábito y se la dio a Mario—. Contiene tereré con miel. Os reconfortará durante el viaje.

—Gracias, fra…

—¡Largaos ya! ¡Por mucho que fray Martín quiera alargar la misa, no conseguirá que les saquéis mucha ventaja a esos matones!

Los dos jóvenes se internaron en la selva a toda velocidad.

Fray Luis se demoró en esconder los objetos religiosos entre la maleza que crecía junto a las raíces de un pindó. Luego, siguió el mismo camino que habían tomado Mario y Manuela, pero al llegar al río, en lugar de meterse en el agua, echó a correr por la orilla en dirección contraria a la que habían tomado los jóvenes. Aplastaba a propósito cuantas yerbas, ramas y terrones encontraba a su paso.

Tras cinco minutos de caminata, se detuvo a coger aliento. Miró hacia atrás. Mario y Manuela se desvanecían entre las nubes de mosquitos que pululaban sobre el agua.

—¡Dios mío, protégelos! —musitó.