XV

CLARO DE LA SELVA

A una legua de la reducción franciscana de Ko’ê. 13 de enero del Año del Señor de 1588

Manuel Arillo, el Bocarrajada, alzó las manos por encima de la cabeza para estirar su entumecida espalda. Le dolía todo el cuerpo. ¡Estaba resultando muy arduo dar caza a Manuela de Lanzós!

Cuando el padre de la joven le ofreció una auténtica fortuna para que la llevara de vuelta a Buenos Aires, Bocarrajada pensó que sería una tarea sencilla. Una frágil damita y un bastardo acompañados de dos indios parecían una presa fácil para él y los hombres que había contratado.

«¡Antes de tres jornadas la tendréis en Buenos Aires de vuelta!», les había asegurado a don Alonso y a doña Isabel antes de partir. Pero llevaba cuatro semanas sin darles alcance. El jaque atribuía a los criados de Mario la celeridad y pericia con la que avanzaban por la selva. «¡Esos simios tiñosos que los guían saben lo que se hacen!». Bocarrajada odiaba a los indios, a las mujeres, a los negros y al resto de la humanidad. Sin distinciones.

Se adentró en el río para huir del calor y de los mosquitos que lo martirizaban. Estaba encariñado con su olor corporal y no consideraba que desprenderse de él mereciera un remojón.

Al meterse en el agua, sintió alivio en los pies hinchados por los días de caminata.

Oyó los juramentos y maldiciones de sus hombres, que jugaban a las cartas en la orilla, e hizo un gesto de desagrado.

Había encargado a su hombre de confianza que contratara a los jaques más aguerridos de Buenos Aires, y había aparecido con una flota de tres truhanes y diez indios rastreadores.

«Más que a perdonavidas, has contratado a tres rufianes de embeleco[19], Jayán —le había reprochado a su lugarteniente al verlos—. ¡Estos saldrían por pies si tuvieran que enfrentarse a un sevillano arrufado y con desgarro!».

«No he hallado nada mejor, capitán».

«Los bravos de estas tierras solo sirven para matar indios… En fin, ¿cuánto quieren cobrar?».

«Un real de a ocho por día, Arillo».

«Caros se venden… ¿Y los indios?».

«Se conformarán con cuatro maravedíes y la comida».

Bocarrajada, siempre ávido de dinero, estaba preocupado. Aunque Alonso de Lanzós le había ofrecido una auténtica fortuna, cada día que pasaba sin dar con los fugitivos disminuía su parte. Con el agua a la altura de los sobacos, calculó lo que había gastado. Al salario de los jaques (no contó el de los indios porque pensaba escamotearles el dinero) añadió el gasto en provisiones.

«Como no encuentre pronto a esa putilla, acabaré poniendo plata de mi bolsillo», se dijo.

No era verdad: había contado con quedarse la mayor parte de la recompensa ofrecida por Alonso de Lanzós, y le mortificaba ver disminuir su parte.

«En treinta años, jamás se me había torcido tanto un encargo. Pero si todo sale como espero, mataré dos pájaros de un tiro: habré ganado dinero suficiente para retirarme y me habré vengado del que me hizo esto». Se pasó la mano por la cicatriz que le cruzaba la boca. Aquel feo tajo había arruinado su carrera de chulo de coimas.

Había nacido en Córdoba y crecido entre la germanesca gente de El Potro. Desde niño había tenido buena mano con las mujeres, y su primer trabajo fue de llevatrapos en una mancebía, donde pronto destacó como gallo de buen ver. Con solo quince años, una puta de empanada se prendó de él y lo trasladó a su casa. Lo llevaba tan regalado y lucido que despertaba las envidias de los clientes. El joven Manuel mató a uno y tuvo que huir a Sevilla. Allí se alistó en la Garduña[20]. En menos de un año, aprendió a manejar la espada con tanta destreza que se licenció de jaque.

El padre del muerto, que era noble, consiguió localizarlo en Sevilla, y lo denunció a la justicia. A punto estuvo Arillo de saludar al pueblo con los talones. Pero la Garduña cuidaba bien de sus cofrades y le consiguió una licencia falsa para viajar al Nuevo Mundo. Llegó a Asunción con el propósito de quedarse un par de años, el tiempo que calculó necesario para que la justicia se olvidara de él. Manejaba la joyosa[21] con primor y, al poco de llegar, ensartó a un par de espadachines, que eran la honra y prez de la rufianería local. Esto le dio tal reputación que, pese a su juventud, Domingo Martínez de Irala, el gobernador del Río de la Plata, lo contrató como guardaespaldas para que le protegiera de los muchos amigos y enemigos que en Asunción tenía.

Treinta años atrás, Juan de Salazar le había arruinado la cara y la carrera.

«He de seguir ganándome la vida con la espada, cuando podía ser padre de un berreadero[22] de postín en Sevilla —rumió con rencor—. Si ese tal Rocamunde es hijo de Salazar, ¡lo mandaré al infierno! ¡Con su padre!».

Sumido en estas reflexiones, sumergió la cabeza dentro del agua. Al sacarla, dio un respingo. En un claro, acababa de ver un edificio de mayor altura que las casas comunales que solían construir los ava. Solo podía ser una iglesia.

—¡Espabilad, haraganes! —dijo a sus hombres—. ¡Que ya los tenemos!