REDUCCIÓN FRANCISCANA DE KO’Ê
Nueve leguas al sur de Asunción. 5 de enero del Año del Señor de 1588
A eso de la hora nona, fray Luis echó a correr entre los arbustos de mandioca y mandubí[14] en busca de su compañero de orden, fray Martín, que labraba en una roza cercana. Ágil y flaco como una lagartija, el hábito se le meneaba en todas direcciones, como un títere sin relleno. Al advertir la presencia de su compañero cavando entre dos indios, le gritó:
—¡Fray Martín, fray Martín! ¡Viene Mario! ¡Con una muchacha!
Fray Martín, muerto de curiosidad, decidió dar por terminada la tarea. Dejó la azada en el suelo y, para taparse las regordetas piernas, tiró hacia abajo del hábito que llevaba recogido en la cintura.
—¿Lo sabe Yeruti?
—Ha sido ella quien nos ha mandado aviso. Ya sabes que es siempre la primera en enterarse de cuanto ocurre en muchas leguas a la redonda. ¡No sé cómo lo hace! Date prisa, que deben de estar a punto de llegar.
La reducción de Ko’ê estaba a unas trescientas varas de distancia de las rozas de cultivo y constaba de unas treinta casas de adobe construidas alrededor de una plaza rectangular presidida por una humilde iglesia.
Fray Martín era de carnes generosas y carácter sosegado, es decir, poco dado a correr, y aunque fray Luis lo azuzaba, para cuando llegaron a la reducción, Yeruti ya estaba en la plaza dando la bienvenida a los recién llegados.
La diminuta mujer india abrazaba con fuerza a su hijo Mario, al que llegaba tan solo un poco por encima de la cintura. Los dos frailes se unieron al abrazo, y los cuatro terminaron dando pequeños saltos de alegría.
Manuela, Arandú y Tatarendy observaban algo apartados las muestras de cariño que tanto los frailes como los habitantes de la reducción daban a Mario.
Los indios se acercaban y le decían: «Mba’éichapa ndeasaje?». Y él contestaba: «Cheasaje porã, ha nde?»[15]. Tras abrazarlo, le preguntaban por todo lo ocurrido durante el tiempo que habían estado separados.
Arandú traducía en voz baja a Manuela el significado de lo que decían. Así se enteró de que Mario alababa lo crecidos que estaban los cultivos, lo guapos y sanos que se criaban los niños, y lo fuertes, altos y bravos que eran los jóvenes. A la española no le parecían altos, pero consideró que sus cuerpos semidesnudos —tan solo se cubrían las vergüenzas con unos taparrabos confeccionados con chala, la vaina del maíz— eran más esbeltos y gráciles que los de los blancos y se movían con más donaire.
Una niña de seis o siete años, con unos pendientes de plumas como única vestimenta, cogió a Manuela de la mano y la acercó al grupo que rodeaba a Mario. Ella hizo un gesto a Arandú y Tatarendy para que la siguieran.
—Mba’éichapa nderéra mitãkuña?[16] —le preguntó Yeruti, la madre de Mario.
Mario reparó en su descortesía.
—Es Manuela, mi prometida, y esos dos son Arandú y Tatarendy, mis criados.
—¡Así que esta joven te ha cazado! —exclamó fray Luis.
—¡Ya era hora! —le secundó fray Martín—. Creíamos que no te ibas a decidir nunca.
Yeruti se acercó a Manuela y dio una vuelta a su alrededor.
La joven retrocedió un paso, consciente de que no ofrecía muy buen aspecto. Las semanas pasadas en la selva habían convertido en harapos su vestido, y estaba delgada, demacrada y ojerosa.
La india, tras escudriñarla en silencio durante casi medio minuto, acarició el cabello desgreñado y sucio de la muchacha.
—Ejahu —susurró.
Manuela se volvió a Tatarendy.
—¿Qué me ha dicho? —preguntó.
—Que os bañéis…
Yeruti siempre había soñado con que su hijo escogería por esposa a una guapa india que le diera muchos hijos. Pero, tras el examen, decidió que Manuela le gustaba. Irradiaba sensatez, bondad y, lo que era más importante, amor por Mario, a juzgar por cómo lo miraba.
—Me alegra conocerte, mujer de mi hijo.
Palpó el vientre de la joven con una sonrisa. En Buenos Aires, este tocamiento hubiera resultado ofensivo, pero a Manuela no se lo pareció, pues percibía la calidez e inocencia del gesto.
—Aún no, madre —susurró ruborizada—. Quizá… pronto.
—No me digas que has cruzado la selva con esta joven solo para presentárnosla… —Fray Martín era muy perspicaz.
—Bueno… —Mario titubeó—. Queremos que nos caséis… El padre de Manuela no me acepta y…
—Así que habéis huido juntos. —Por primera vez el tono de fray Martín fue de reconvención. Aunque los muchos años que llevaba en el Nuevo Mundo le habían hecho muy tolerante con el comportamiento lascivo de los indios, seguía pareciéndole muy mal que dos jóvenes cristianos actuaran de modo semejante.
—Es mi esposa ante Dios —aclaró Mario muy serio.
—En ese caso… ¡la boda no debe demorarse! —replicó fray Luis—. Se celebrará mañana mismo.
Un clamor de murmullos se alzó entre los indios:
—Churuchuchu! Churuchuchu! Churuchuchu!
Fray Martín guiñó un ojo a fray Luis.
—Nuestros parroquianos no están de acuerdo. Quieren celebrar la boda del hijo de Yeruti como se merece, es decir, con una buena fiesta.
—Sea. La celebraremos dentro de una semana. Así Yeruti tendrá tiempo de invitar a todos sus parientes. Hasta entonces, dormiréis separados. Tú, Mario, con nosotros, y Manuela, en la habitación que está sobre el coro.
—No, ella vendrá conmigo a mi che rógape[17] —dijo Yeruti cogiendo a la joven de la mano—. Ekaruvaerã pya[18]. Y vosotros —añadió señalando con un gesto a Mario, Arandú y Tatarendy—, venid conmigo a la cabaña, que también tenéis cara de hambrientos.