XIII

RIBERA DEL PARANÁ

Ciento veinte leguas al norte de Buenos Aires. 18 de diciembre del Año del Señor de 1587

Durante la semana que llevaban navegando Paraná arriba en la ygára que habían quitado a los guaraníes en Asunción, apenas descansaron. Sospechaban que Alonso y doña Isabel habrían mandado gente tras ellos, y no tocaban tierra más que por la noche para dormir. Remaban por turnos, de dos en dos, y se alimentaban de la cecina y las conservas de batata, piña y guayaba que habían cogido en casa de Mario.

Quince leguas antes de llegar a Santa Fe, el bote comenzó a anegarse. Arandú se ofreció a repararlo o a construir una balsa, pero Mario se opuso:

—Todos los botes y bergantines que navegan entre Asunción y Buenos Aires hacen escala en Santa Fe, y nos exponemos a que alguien nos reconozca. Es más seguro que continuemos por tierra evitando el puerto.

Hundieron la ygára en el río para no dejar huellas de su paso y emprendieron la marcha a pie por la orilla derecha del Paraná. El calor, los mosquitos, las ortigas y las púas del tacuarembó[12], que les arañaban la piel, hacían la caminata insufrible. Aun así, continuaron caminando hasta dejar cien leguas atrás la ciudad de Santa Fe.

Entonces, viendo que nadie los perseguía, Mario determinó que descansaran un par de días. Buscaron un lugar adecuado a pocas varas de la orilla y lo limpiaron de vegetación para construir una rudimentaria cabaña donde pasar la noche.

Mario fue tras el rastro de un taitetú[13] para la cena, y dejó a Arandú, Tatarendy y Manuela construyendo la cabaña.

Manuela sonrió al ver el orgullo con que el anciano mostraba a su hijo cómo levantarla. Tatarendy, criado entre los blancos, se admiró de la facilidad con que su padre trenzaba ramas y hojas y, en pocas horas, lograba erigir con su ayuda y la de Manuela una cabaña de dos varas de altura, seis de longitud y tres de anchura.

Arandú dividió el espacio interior en dos partes iguales mediante un panel de hojas muy tupidas, pues suponía que los dos jóvenes, como todos los blancos, querrían intimidad para dormir juntos.

Por último, con ayuda de su hijo y Manuela, rodeó la cabaña con una empalizada de ramas para protegerla de los ataques de las alimañas.

Una vez terminada la tarea, la española se acercó a la orilla a meter los pies en agua. Gimió de dolor cuando se quitó los zapatos. Tenía los pies llenos de ampollas. Al ver que Mario regresaba con la caza, los escondió rápidamente bajo la falda. No quería que reparase en lo maltrecha que estaba… «¡Y pensar que siempre he presumido de poder caminar tanto como una india!», se dijo.

Él le lanzó un beso con los dedos.

—Voy a la cabaña a asar este taitetú —dijo.

Manuela observó que Arandú buscaba cerca de donde ella estaba ramitas de bejuco secas para encender la hoguera. Tenía más de cincuenta años y, además de ser incansable, se movía con una asombrosa agilidad.

Cuando Mario se fue, la joven se metió en el agua. Las ampollas de los pies le escocieron de tal forma que dio un gritito. Arandú dejó lo que estaba haciendo y se fue, para regresar al cabo de unos minutos con unas hermosas hojas de color verde brillante que entregó a Manuela.

—¡Gracias, Arandú! ¡Son preciosas! —Y se las prendió en el pelo.

El anciano se echó a reír.

—Sin duda esas hojas de tapecué os hermosean mucho, doña Manuela. Pero si os las colocáis sobre las ampollas de los pies, su jugo os será de más utilidad, pues os calmará el dolor.

Manuela estalló en carcajadas.

—¡Cómo lamento que no seas mi abuelo, Arandú! —dijo. Pues se imaginaba a Primitivo Rojas, el abuelo extremeño del que tanto le había hablado su madre, tan sabio, digno y amable como aquel anciano guaraní.

Cuando regresó a la cabaña, Mario asaba el taitetú que acababa de cazar; trataba de disimular, aunque estaba tan agotado como ella. Así que se acostaron inmediatamente después de la cena.

Los indios se durmieron enseguida, pero a Mario y a Manuela les costaba conciliar el sueño.

—¿Cómo se llama esa reducción franciscana? —preguntó la joven en un susurro.

—Ko’ê, que significa «amanecer». No tiene más que una iglesia de madera, unas cuantas cabañas construidas alrededor de una plaza de tierra, unas rozas de cultivo y… poco más… Fray Luis y fray Martín, los frailes que me apadrinaron, la fundaron hace treinta y tres años, a imitación de los jesuitas portugueses que, en Brasil, hacían y hacen reducciones para agrupar a los indios.

—¿Con qué fin los agrupan?

—Para poder predicarles el Evangelio y convertirlos a la verdadera fe… Ten en cuenta que son nómadas y a los frailes les resulta muy difícil seguirlos por la selva. En cambio, las reducciones permanecen siempre en el mismo lugar.

—Es verdad. Nunca lo había pensado.

—Tomé de Souza, el gobernador de Brasil, fue quien tuvo la idea de hacer reducciones y proporcionó a los jesuitas medios para ello. En cambio, fray Luis y fray Martín apenas han contado con ninguna ayuda en todos estos años y la reducción de Ko’ê no ha prosperado gran cosa. Aún hoy no es más extensa que un poblado o tekoa guaraní. Eso sí, con su bondad, generosidad y buen hacer, los frailes se han ganado la voluntad de los guaraníes de otras tekoas vecinas y han logrado convertirlos a nuestra fe. Les enseñan doctrina cristiana, a leer y escribir… y cosas de nuestra cultura que les puedan ser útiles, como técnicas de labranza o de construcción. ¡Lo que más les gusta es hacer carretillas! Los frailes también aprenden mucho de los guaraníes, sobre todo porque saben más de la selva que los blancos.

—¿Cómo se organizan? —preguntó Manuela.

—Las tierras de la reducción son de todos. Franciscanos y guaraníes las trabajan por igual. Cultivan algodón, mandioca, hierba mate… Los frailes no labran la tierra para su provecho como los otros españoles, sino para el provecho de la comunidad como los indios. Solo se diferencian de ellos en que, en vez de ir desnudos o en chala, llevan hábito.

—Por lo que cuentas, creo que van a gustarme esos frailes.

—Nunca conocí hombres más bondadosos, justos y caritativos que ellos. Han sido unos verdaderos padres para mí.

—¡Qué suerte! Has tenido dos padres…

—Y una buena madre. Dos días antes de que mi madre me dejara en la reducción, Yeruti había perdido a su bebé recién nacido y aceptó amamantarme. Su leche me permitió vivir, y su cariño, dedicación y ternura me han convertido en un hombre de bien. Fue la mejor madre que un hombre pueda imaginar. Y la más sabia. Antes de tomar cualquier decisión, siempre pienso en lo que haría ella.

—Estoy deseando conocerla… No veo el momento de llegar a la reducción. Pasan los días y apenas avanzamos…

—Ten paciencia. Ya queda menos. Nos casaremos en cuanto lleguemos, mi madre será la madrina.

Manuela lo besó intensamente, como si quisiera absorber su alma a través de su boca. Él correspondió con la misma pasión.

Agotados por la larga e intensa noche de amor, no se despertaron hasta que el sol estaba en lo alto.