CASA DE DOÑA ISABEL DE CONTRERAS
Buenos Aires. Mes de diciembre del Año del Señor de 1587
Manuela se incorporó sobresaltada. Se había quedado traspuesta a pesar de la tensión que padecía desde que, horas antes, doña Isabel había ordenado sin darle explicaciones que la encerrasen en aquel dormitorio.
Bajó del lecho y se arrimó a la puerta. Escuchó un suave ronquido. Al fin se había dormido Condic, el criado de confianza de doña Isabel. Siguió escuchando un rato más. No oyó ningún otro sonido, salvo los insectos de la noche, y supuso que los demás habitantes de la casa también dormían.
Fue a la ventana, descorrió los cerrojos y abrió las contraventanas. La luz de la luna inundó el interior del cuarto. «Huele a establo. Deben de haberme encerrado en la habitación de Yara», dedujo, pues los dormitorios de los criados quedaban sobre las cuadras.
Se asomó a la ventana y miró hacia abajo. Efectivamente, el dormitorio donde la había encerrado estaba encima de los establos, pero había demasiada distancia hasta el suelo. Era imposible saltar sin romperse la crisma. Se le ocurrió ponerse a horcajadas en el poyete por ver si había alguna trepadora por la que poder descolgarse hasta el suelo. No había ninguna. Sin embargo, a la izquierda de la ventana, a media vara de distancia, vio un tejadillo que servía de cobertizo para el pienso.
«Si diera un salto en diagonal, podría alcanzar el tejadillo y, desde él, tirarme encima de la paja», pensó.
Sacó las joyas de debajo del colchón, tiró el manto negro al suelo del establo y se encaramó de pie en el poyete.
Estuvo a punto de desistir, impresionada por la altura. Luego miró el tejadillo: el salto era difícil, pero no imposible. «Si la buena de doña Isabel supiera que me he pasado la infancia brincando de árbol en árbol, me hubiera mandado encerrar en otro cuarto», se dijo para darse ánimos.
Se arrimó todo lo que pudo al lado izquierdo de la ventana y saltó.
Consiguió alcanzar el tejadillo por poco. Se quedó un momento quieta porque el corazón se le salía del pecho. Cuando se tranquilizó, se deslizó sobre las tejas hasta el alero. Y saltó sobre una morena de paja que había en el suelo.
Aunque la paja amortiguó el golpe, se dio un buen costalazo y tuvo que apretar los dientes por no gritar de dolor. Aguardó un minuto hasta asegurarse de que nadie la había oído caer. Luego, se cubrió con el manto negro y caminó a cuatro patas para que, si alguien se asomaba a la ventana, la confundiera con un animal. Al entrar en el establo, los caballos relincharon percibiendo su presencia. Permaneció inmóvil un rato hasta cerciorarse de que ningún criado se había despertado. Después avanzó a oscuras por el establo. Sabía que en el extremo contrario había una puerta que daba a la calle. Cuando llegó, se desesperó al notar que estaba cerrada. Tanteó la pared buscando en los clavos de alrededor la llave de la puerta, pero no la halló.
Tras unos instantes de desaliento, recordó que, en una ocasión, había visto a los porteadores esconder una llave de la puerta del establo bajo la alfombrilla de la silla de manos de doña Isabel. Imaginó que lo hacían para no tener que despertar al portero cuando la dama volvía de algún sarao en mitad de la noche.
La silla de manos, un exquisito mueble con incrustaciones de nácar, se guardaba en una habitación anexa al establo. La dama la había hecho traer de la Península un par de años antes y se hacía pasear en ella, llevada por dos robustos porteadores negros, para dar envidia a las comadres de Buenos Aires y evitar que el barro de las calles estropeara los caros vestidos que pedía y le eran enviados desde la corte.
Arrimada a las paredes para ir palpándolas, Manuela consiguió llegar a la habitación donde se guardaba la silla. Con manos torpes y temblorosas, tocó la alfombrilla que cubría el reposapiés. Suspiró de alivio al notar la llave. ¡Estaba salvada!
Antes de salir a la calle, se tapó con el manto de tafetán negro que le había regalado doña Isabel.
«Así podrás ir tapada de medio ojo, como una española», le había dicho el día de su cumpleaños cuando se lo entregó.
«Pero es muy incómodo».
«Manuela, no hay cosa que sea más útil para una dama que poder ir adonde le plazca… sin menoscabo de su honra».
«Entonces, ¿las españolas lo usan para no ser reconocidas?».
«Tú guarda el manto, que tarde o temprano te será útil».
Manuela abrió muy despacio la puerta del establo para que no chirriara y empezó a caminar por las solitarias callejas de Buenos Aires envuelta en el manto.
Cuando oía que alguien se acercaba, se escondía o cambiaba de dirección. Tenía miedo de ser abordada por alguno de los blancos, indios, negros o mestizos que mataban el tiempo guitarreando, jugando y bebiendo en las pulperías. Había oído contar que de madrugada salían a recorrer las calles en busca de indias, mestizas o negras con las que desahogarse. Y ya puestos, no le harían ascos a una española. Borrachos como estaban, nada les daba reparo, y a nada temían, ni siquiera a dejarse la vida en duelos.
Había imaginado que le sería fácil llegar sin contratiempos a casa de Mario, pero de noche las calles parecían todas iguales y, de pronto, se encontró en la plazuela embarrada por la que había pasado un cuarto de hora antes. «No hago más que dar vueltas. Tanto cambio de rumbo y mirar por un solo ojo me han desorientado».
Harta de no ver, se apartó el manto de la cara. Oyó un ruido a su espalda y apretó la faltriquera contra su cuerpo. Dentro llevaba las joyas que sus padres le habían ido regalando desde que era una niña. Apenas las había lucido, pues no le gustaban los saraos. Se volvió. Dos hombres visiblemente borrachos la seguían zigzagueando.
—¡Eh, manceba! ¡Espéranos! —gritó uno de ellos.
Manuela echó a correr. El manto se le cayó, dejando al descubierto sus cabellos.
—¡Sooo, rubia de lata! ¡Párateee!
—Ven para acá, puerca golosa, ¡que tengo entre las piernas un terrón de lisonjas para ti!
Manuela incrementó el ritmo de la carrera.
—Si no te paras, te atravesaremos dos veces: ¡con el terrón y con la espada! —rio su compinche.
«No puedo pedir auxilio en ninguna puerta porque me devolverían a casa de doña Isabel», pensó la joven, ya al límite de sus fuerzas.
Inesperadamente, al torcer una esquina, se topó con la casa de Mario. Golpeó la puerta con desesperación, pero nadie abría y los borrachos se acercaban.
—¡Auxiliadme! ¡Abrid! —gritó golpeando de nuevo.
—¿Quién llama?
—¡Soy Manuela de Lanzós! ¡Abre, Arandú, que me persiguen!
Un hombre de unos sesenta años abrió la puerta, alumbrándose con un candil. Se la quedó mirando con desconfianza. Apreciaba a Mario y siempre había tenido la esperanza de que se emparejara con una india. Las blancas no acababan de gustarle, eran demasiado complicadas. Su mayor ansia era mantener intacto el tesoro que llevaban entre las piernas al que llamaban honra. ¡Como si se gastara con el uso!
—¡Arandú, apártate y déjame pasar, por amor de Dios! —gritó Manuela.
En ese momento llegó Mario corriendo desde su dormitorio. El encuentro con Alonso le había producido tanta ira y malestar que no había sido capaz de conciliar el sueño y había oído a su amada.
—¡Manuela! ¿Cómo se te ocurre salir de casa a estas horas? ¡Y sola!
La metió dentro de un tirón y cerró la puerta. Si alguien la veía entrar en su casa a aquellas horas de la noche, su honra quedaría arruinada para siempre.
La chica estalló en sollozos.
—¡Mi padre y doña Isabel se han vuelto locos! —Tuvo que apoyarse en la pared de adobe para no caerse.
Mario la atrajo hacia sí y la abrazó para que se calmara. Ocultó, para no causarle más dolor, la conversación que había mantenido con su padre hacía un par de horas.
—Ahora cuéntamelo todo, Manuela —dijo cuando la joven se tranquilizó un poco.
—Me encerraron en el cuarto de Yara sin darme explicaciones… Cuando una de las criadas de la casa, amiga mía, vino a traerme la cena, me contó que había oído comentar a mi padre y a mi madrina que iban a separarnos. A mí querían enviarme a Asunción mañana. En cuanto a ti… Dijeron que si no consentías en irte de Buenos Aires por las buenas, te… —vaciló en decir lo que iba a decir— matarían.
La sorpresa dejó atónito a Mario. Le parecía increíble que Alonso estuviese dispuesto a asesinarlo para impedir que se casara con su hija.
—Eso es que han concertado tu casamiento con alguien importante de Asunción…
—¡Mi padre nunca haría algo así sin mi consentimiento!
—Ya ves que sí —replicó Mario con amargura.
Manuela se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Luego se quedó en silencio unos instantes.
—¡No me casaré con nadie más que contigo, Mario Rocamunde! ¡Lo juro! Si tú me correspondes, te seguiré al fin del mundo. ¡Nos fugaremos juntos! —Se echó en brazos del joven con tal ímpetu que ambos cayeron al suelo.
Mario no pudo por menos de sonreír. Esa era su Manuela, dispuesta, animosa…, avasalladora como un torrente cuando era menester. Le gustaba su fuerza, su carácter… La amaba más que a nada en el mundo. La besó dulcemente.
El viejo Arandú, que había visto la reacción de la muchacha, pensó: «La he juzgado mal. Será una buena compañera para Mario». Dejó el candil en el suelo y se desvaneció en las tinieblas del pasillo para no perturbar con su presencia las manifestaciones de cariño de los jóvenes. Sabía que a los blancos les incomodaba que los viesen.
—¿Estás segura del paso que vas a dar? —le preguntó él, aún en el suelo—. La honra es como el vidrio…
—Ser honrada es más importante que tener honra.
Mario la abrazó con toda la fuerza de la que era capaz.
—Entonces, tenemos que abandonar Buenos Aries antes del alba; en cuanto descubran que te has escapado, no tardarán en deducir con quién.
Ella se incorporó y dijo muy seria:
—Mario Rocamunde, me ofrezco a ti como esposa o amiga, como prefieras tomarme.
Él, con la voz velada por la emoción, respondió:
—Manuela de Lanzós, a Dios pongo por testigo de que, desde este instante, te considero mi esposa.
Tras darse la mano[10], se fundieron en un beso largo, interminable.
Sin hacer ruido, Arandú colocó delante de la puerta del dormitorio donde media hora antes habían entrado Mario y Manuela el puchero de zapallo y mandioca que había sobrado de la cena.
«Necesitarán reponer fuerzas después…», pensó con una sonrisa.
Antes de encerrarse con Manuela, Mario le había encargado que hiciera acopio de comida y de todo lo que fuera menester para el viaje, pues abandonarían Buenos Aires en menos de dos horas.
A continuación, Arandú se dirigió a despertar a su hijo, que dormía en una pequeña habitación de la cuadra, junto a los caballos.
«Adora a esos animales», pensó al ver junto a su cama unas boleadoras de piedra como las que solían usar los querandíes para derribar el ganado.
—¡Despierta, Tatarendy! ¡Hemos de irnos!
Tras parpadear varias veces, el joven replicó:
—Aún falta para que claree, padre.
—Hemos de huir con el amo antes del alba. Su novia ha venido a advertirle de que lo quieren matar. ¡Así que date prisa!
—¿Adónde quiere ir el amo? —preguntó Tatarendy poniéndose en pie.
Arandú se encogió de hombros.
—Si hiciera caso de mi consejo, iríamos hacia el norte, a la selva.
—En la selva es difícil subsistir, padre.
—¿Difícil? Hay frutos, raíces, peces, jacamines, manas…
—¿Qué son manas?
—Gusanos…
Tatarendy hizo una mueca de asco sin imaginar la contrariedad que le producía a su padre.
«Siempre soñé con acabar mis días en la selva esmeralda donde nací, pero mi hijo no querrá acompañarme. Tatarendy se ha criado entre los blancos, piensa y siente como ellos aunque sea indio. ¿Cómo es que nunca se me había pasado por la cabeza que tal cosa podría suceder?», se dijo el indio. Luego indicó a su hijo en voz alta:
—Ensilla los caballos y envuélveles los cascos en trapos para que no hagan ruido.
—Vos no sabéis montar.
—Tú me llevarás. Después de que hayas ensillado los caballos, coge la cecina y demás conservas que encuentres en la casa y envuélvelas en paños encerados. Yo prepararé mientras las alforjuelas, las cantimploras y las mantas.
Apenas una hora más tarde abandonaban la casa.
Mario echó una última mirada al que durante ocho años había sido su hogar. Rememoró el afán con que lo había construido, con ayuda de Arandú, y las esperanzas que había puesto en que algún día se convertiría en la hacienda donde crecerían sus hijos.
«Ya nunca podrá ser», se dijo mientras cerraba la puerta.
Sintió una punzada de dolor, pero al mirar a Manuela se rehízo. Ella, lo más importante de su vida, se había convertido hacía apenas una hora en su mujer. Se amaban. Pasarían el resto de la vida juntos, ¿qué más podían desear?
—¿Adónde nos dirigimos, amo? —le preguntó en un susurro Arandú.
—Seguiremos el curso del Paraná arriba.
—Sería conveniente ir en bote.
—Ya lo he pensado, pero no tenemos ninguno. Ni posibilidad de comprarlo a estas horas de la noche.
—Los indios dejan sus ygára[11] en las orillas del Riachuelo…
—… con vigilantes para custodiarlos.
—Los ava no salen cuando brilla mucho la luna, como es el caso de esta noche.
—¿Por qué, Arandú? —preguntó Manuela muerta de curiosidad.
—Temen al Yasí ratá vevé, el fuego devorador de la luna. Podremos llevarnos sus ygára sin peligro de que nos sorprendan.
Tal como había dicho Arandú, los botes estaban sin vigilancia y pudieron coger dos sin que nadie los importunara.
—Nos meteremos en uno y subiremos a los caballos en el otro —dispuso Mario.
—¿Solos? ¿Sin nadie que los conduzca, amo? —preguntó Tatarendy.
—Sí. Los dejaremos río abajo a merced de la corriente.
—Morirán —susurró Tatarendy acariciando la húmeda nariz de Pinto, el caballo negro de Mario.
—Su sacrificio confundirá a nuestros perseguidores. Creerán que vamos río abajo con ellos, cuando en realidad vamos río arriba —dijo Mario.
Tras dirigirle una mirada de resquemor, Tatarendy comenzó a montar a los caballos en el bote.
Arandú, Manuela y Mario se ocuparon de cargar las provisiones en el segundo.
Minutos después contemplaban con el corazón encogido cómo se alejaban los caballos por el estuario.
Luego se metieron en el bote y comenzaron a remar a contracorriente.
A la mañana siguiente, Alonso y doña Isabel se quedaron estupefactos cuando les comunicaron que Manuela había desaparecido.
Corrieron a la habitación de Yara, donde la habían encerrado. Condic, el indio que custodiaba la puerta, les juró y perjuró que por allí no había salido. Les llevó un par de horas interrogar a los criados y registrar exhaustivamente la casa hasta que por fin descubrieron un cabello rubio en la silla de manos de doña Isabel y dedujeron cómo había escapado.
En un primer momento se resistieron a creer que una joven honesta y de buena crianza como Manuela hubiera huido con su amado. Así que mandaron recado a las casas principales de Buenos Aires, donde la joven tenía amigas o conocidas, pensando que habría buscado refugio en alguna de ellas. Sin embargo, los padres de todas les respondieron que no estaba en sus haciendas.
A medida que avanzaba el día, la inquietud de Alonso aumentaba. Paseaba de un extremo a otro de la estancia de doña Isabel, haciendo crujir las maderas del suelo.
Sentada en el estrado, la anciana bordaba en silencio con los nudillos blancos de tanto apretar el bastidor. En cierto sentido se sentía responsable de haber provocado la huida de Manuela. Pero… ¿qué alternativa tenía? No podía callarse y permitir que se casara con Mario. «Las contrariedades no se acaban nunca; más bien se incrementan con los años. A las propias se unen las de los hijos, las de los nietos… y ahora ¡las de mi ahijada Manuela! ¡Pensar que cuando salí de Medellín con mi primer marido hace treinta y seis años, creía que ya había vivido mucho!».
Un par de horas después, Condic informó a la dama y a Alonso de sus pesquisas.
—Esta noche han robado dos botes a los guaraníes. Unos pescadores vieron uno de ellos con caballos a la deriva.
—¿Iba Manuela en el otro? —preguntó Alonso.
—No, amo, nadie la vio. Una joven rubia llama mucho la atención en estas tierras.
—¿Qué se sabe de Mario Rocamunde?
—Él y sus criados abandonaron la chacra durante la noche llevándose los caballos.
—No le des más vueltas, amigo mío, es evidente que se han fugado juntos —intervino doña Isabel.
—Tendría que haber hablado con ella —masculló sombrío Alonso.
—Si te aconsejé que los separaras sin darles explicaciones es porque te mostrabas renuente a contarle la verdad.
—No podía decirle a mi hija que se había enamorado de… su… —tragó saliva y bajó la voz reacio a pronunciar la palabra que lo espantaba— hermano.
Doña Isabel lo miró fijamente.
—Quien de verdad te preocupa es tu mujer —dijo tras unos segundos de silencio—. Si Manuela supiese la verdad, hablaría con su madre y tendrías que enfrentarte al hecho de que tu esposa tuvo un hijo con otro hombre.
—¡Quiero a Ana más que a mi vida! ¿Tanto os cuesta entenderlo?
Isabel dejó perder la mirada en algún punto de la habitación inundada por la luz rojiza del ocaso.
—Yo quise a Juan del mismo modo… —musitó con infinito pesar—. Con una enajenación que me destruyó. —Sonrió con un deje de amargura—. Ahora tenemos que parar esta… aberración antes de que sea demasiado tarde.
—Si supiéramos en qué dirección buscarlos…
La dama se miró el dorso de las manos mientras reflexionaba. La luz del atardecer acentuaba sus arrugas.
—¿No contó ese mancebo que había sido criado en una reducción franciscana, al sur de Asunción? —preguntó.
—No creo que se hayan dirigido a la reducción. Lo más probable es que hayan cruzado a la otra orilla del estuario y, desde allí, se dirijan a Brasil.
—La infancia es toda la vida. Si Mario considera que esa reducción fue su hogar, es ahí donde deberíamos buscarlos.
—¿Eso creéis?
—Sí, Alonso. Se me da que abandonar los caballos a la deriva en el estuario fue un truco para que los buscáramos en la dirección de Brasil… Pero yo tomaría la precaución de enviar también una partida a buscarlos en el camino de la reducción. Es preciso encontrarlos antes de que ocurra entre ellos… algo irreparable. Ya sabes lo vehemente que es Manuela.
—¿A quién podríamos enviar?
—Bocarrajada, el que fue capitán de los escoltas de Irala, está en Buenos Aires. Ofrécele una buena suma para que contrate a unos cuantos hombres y salgan en su persecución hoy mismo.
Alonso se revolvió inquieto en el asiento.
—Bocarrajada es un jaque sin escrúpulos, y los hombres que él contrate serán de la misma calaña o peores. No puedo mandar tras de mi hija a un grupo así. Se ha llevado sus joyas y podrían hacerla desaparecer para quedárselas.
—Ofréceles más dinero del que valen las joyas. Y adviérteles que no cobrarán ni un solo maravedí si ella sufre algún daño. No tenemos más remedio que arriesgarnos. Hemos de traer de vuelta a Manuela cuanto antes.
Alonso asintió apenado.