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CASA DE DOÑA ISABEL DE CONTRERAS

Buenos Aires. Mes de diciembre del Año del Señor de 1587

La noche había caído en Buenos Aires, y el aroma de las plantas del patio inundaba la habitación en la que Alonso conversaba con doña Isabel.

—¿No te contó nunca Ana qué había hecho del anillo que le diste para su boda?

—Ni yo se lo pregunté. Pensé que lo había regalado… O vendido en un ataque de cólera. Cuando regresé de Lisboa, se mostró tan contenta de verme, y yo estaba tan agradecido de que accediera a volver conmigo, que apenas hablamos de lo que pasó mientras estuvimos separados.

Alonso cerró los ojos. Aquella plática sobre el pasado le hacía sentirse cansado y viejo. Pero no veía cómo hacérselo entender a la dama sin mostrarse grosero con ella.

—Ana vendió el anillo para ir con Mencía a buscar a mi marido —continuó Isabel.

—¿Y eso qué tiene que ver con el novio de mi hija?

—¿No entiendes lo que me preocupa? Tu mujer y mi marido pasaron muchos meses juntos… perdidos en la selva. Juan nunca quiso hablar demasiado de aquel viaje. Pero volvieron a Asunción desde el sur… y El Dorado está al norte.

El corazón de él se aceleró.

—Ana nunca haría algo así… Es… imposible.

—¿Lo es, Alonso? ¿Estás totalmente seguro?

El gallego negó con la cabeza. No podía estar seguro. ¿Y si doña Isabel tenía razón y Ana se había marchado con Salazar y se había quedado preñada de él? Respiró profundamente para deshacer el nudo que le oprimía el pecho.

—En su día, Ana me contó que acompañó a Mencía a buscar al capitán Salazar —dijo—. Que pasaron meses en la selva… y que les sucedió algo terrible… que no quería contarme…

—¿No te extrañó tanto misterio?

Alonso tragó saliva. Un viejo recelo, enterrado muchos años atrás, volvía a cobrar vida.

—Yo… me sentía tan dichoso de que volviéramos a estar juntos que no me importaba lo que hubiera hecho. Le hubiera perdonado cualquier cosa. ¡Nunca me he arrepentido! ¡Hemos sido muy felices!… ¡Mucho! ¡Haré lo que sea para que todo continúe como hasta ahora! ¡La quiero más que a mi vida! ¡No quiero perderla! —Los sollozos le truncaron la voz.

Doña Isabel le puso la mano en el hombro, conmovida por su dolor.

—Entiendo tu postura, Alonso. Pero es una razón más para separar a Manuela de ese joven.

—¡Cómo voy a explicarle a mi hija que…!

—No le expliques nada. ¡Ve a ver a Mario y consigue que se vaya de Buenos Aires esta misma noche! ¡No podemos consentir que vuelva a ver a Manuela! ¡No debe verla nunca más!

—¿Y si se niega a irse?

—¡Hazlo desaparecer por el medio que sea! ¡Mátalo si es preciso!

—No… no puedo.

—¿Por qué?

—Me repugna matar a un inocente.

—¿Nunca has matado a nadie?

—No.

—Debes de ser el único hombre del Río de la Plata que no lo ha hecho.

—Mi conciencia me atormentaría…

—Aun así, tienes que matarlo. Después confiésate y haz acto de contrición, ¡como los demás! Dios Nuestro Señor en su infinita bondad perdona a los que se arrepienten de corazón.

—Tal vez Él me perdonase, Isabel. Pero yo no lo haría nunca…

—Eso es una blasfemia.

Alonso asintió en silencio.

Poco después de que el padre de Manuela hubiera abandonado la mansión, ella, harta de esperar, fue al cuarto de doña Isabel a pedir explicaciones. Se encontró a la dama en la galería del primer piso.

—¡Quítatelo! —exclamó doña Isabel al ver que la joven llevaba puesto el manto que ella le había regalado por su último cumpleaños—. No vas a salir de casa a estas horas de la noche.

—¡Voy a ver a Mario!

—¡No! Tu padre te contará por qué has de apartarte para siempre de ese mancebo.

Manuela palideció.

—¿Apartarme de Mario?… ¿Habéis perdido el juicio?

—No debes volver a verlo.

—¡Desvariáis! Ayer mismo hablé con mi padre y él accedió a que me casara con Mario. Quedamos en esperar a que mi madre regrese del Perú para celebrar la boda.

—Quítate esa idea de la cabeza. ¡Nunca te casarás con él, Manuela!

—Es cosa vuestra, ¿verdad? No os gusta Mario porque es un mozo de la tierra y habéis convencido a mi padre para que me busque a otro de más alcurnia. —El tono rabioso de la joven hizo estremecer a la dama, que no esperaba tanto rencor en su ahijada.

—¡No he hecho tal cosa! —replicó airada.

—¡Hicisteis lo mismo con vuestras hijas! ¡Las casasteis con hombres a los que no querían! ¡Por interés!

Doña Isabel palideció.

—¡Cómo te atreves!

—Elvira no murió de fiebres, sino a manos de su esposo. ¿Creéis que no lo sé? A pesar de los años que han transcurrido, la muerte de vuestra hija y de su amante a manos de Ruy Díaz de Melgarejo sigue siendo la comidilla de Asunción.

Las mejillas de la dama se llenaron de lágrimas.

—Una mujer… puede perderlo todo… excepto la honra… ¡Eso no se nos perdona! —masculló con voz entrecortada.

—¡Ruy no habría asesinado a vuestra hija si no la hubierais casado a la fuerza con él!

—¡Maldita seas, Manuela! ¡No sabes lo que dices! ¿Cómo puedes ser tan cruel? —Doña Isabel estalló en sollozos.

Su dolor no conmovió a la joven.

—Obligasteis a Elvira a volver con Ruy, aun a sabiendas de que no lo quería…, de que era muy desgraciada a su lado… Habéis de saber que todos en Asunción os culpan a vos de la muerte de Elvira, ¡aunque os pese!

—¡Regresa a tu cuarto de inmediato!

—¡No me moveré de aquí hasta que me expliquéis qué le habéis dicho a mi padre para hacerle cambiar de opinión con respecto a Mario!

—Tu padre te lo explicará cuando regrese… si lo considera conveniente.

—Bien sabe Dios que siempre os quise bien…

—Y yo a ti, Manuela, como a una hija.

—… pero ahora ¡os odio! ¡Os odio con toda mi alma! ¡No quiero permanecer ni un minuto más en vuestra casa!

Doña Isabel se asomó a la barandilla y gritó:

—¡Yara! ¡Llama a Condic y dile que venga con dos hombres! ¡Presto!

Manuela se volvió hacia ella.

—¿Acaso pretendéis encerrarme, señora? —preguntó sin acabar de creérselo.

—Sí, hasta que vuelva tu padre.

—¡No os servirá de nada! ¡Me voy a escapar con Mario!

Echó a correr por la galería, bajó las escaleras y atravesó el patio de la mansión a toda velocidad mientras su madrina gritaba que la detuvieran.

Consiguió llegar al zaguán, y estaba abriendo ya el portón cuando Condic y dos fornidos querandíes la agarraron de los brazos. Forcejeó con todas sus ganas, pero viéndose incapaz de zafarse de aquellos hombres, gritó para que la oyeran los transeúntes:

—¡Socorro! ¡Quieren encerrarme! ¡A mí! ¡Auxiliooo!

Doña Isabel, que llegaba en ese momento, dijo ofreciendo su pañuelo a Condic, su hombre de confianza:

—Amordazadla o todo Buenos Aires se enterará de lo que ocurre. Y bien sabe Dios que lo último que nos hace falta es otro escándalo.

Los querandíes le ataron el pañuelo a la boca.

—¿Qué hacemos con ella ahora? —preguntó Condic.

La dama le apartó unos pasos de Manuela para que la joven no oyera lo que iba a decirle:

—Llévala con los ojos tapados a la habitación de Yara y enciérrala dentro. Quédate a vigilar la puerta. ¡Es muy importante que no escape!

Los indios la agarraron uno por cada brazo y la arrastraron pataleando hasta llegar al patio trasero. Allí subieron las escaleras hasta el primer piso. Por fin, se detuvieron delante de una puerta que Manuela oyó abrir. Porque hasta que no estuvo dentro, no le quitaron ni el manto de la cabeza ni la mordaza de la boca.

Las contraventanas estaban cerradas y no se veía nada.

—¿Vais a dejarme a tientas? —preguntó la joven.

Yara volvió al cabo de unos minutos con una vela encendida.

Manuela constató que la habitación donde la habían encerrado era humilde pero aseada. En cuanto Yara se marchó, intentó abrir las contraventanas para averiguar en qué parte de la mansión la habían encerrado, pero Condic, que permanecía al otro lado de la puerta, le advirtió:

—Tengo orden de maniataros si intentáis abrir las contraventanas o la ventana. Así que más os vale tumbaros y dormir, señora.

La joven se pasó un rato mascullando su rabia, hasta que su carcelero volvió a abrir la puerta y entró su amiga Anahí con la cena. Anahí era una criada de su misma edad, con la que había intimado mucho durante el año que llevaba viviendo en Buenos Aires, hasta el punto de que se había convertido en su mejor amiga.

—¡Dile a mi madrina que no quiero comer nada! ¡Lo único que deseo es salir de aquí! —estalló en sollozos—. ¿Por qué me hace esto? ¿Por qué?

Anahí la abrazó.

—No lloréis más. Vuestro padre y vuestra madrina os quieren bien y sus razones tendrán para hacer lo que han hecho —dijo en voz alta. Cuando Condic cerró la puerta, le susurró a Manuela al oído—: Quieren separarte de Mario. Mañana, a ti te enviarán a Asunción y a él lo obligarán a marcharse de Buenos Aires para siempre. Si se niega, lo matarán.

—¿Estás segura?

—Yo misma se lo oí decir a doña Isabel. Ni ella ni tu padre sabían que estaba en la puerta escuchando.

—Tienes que ayudarme a escapar, Anahí.

—No sé cómo. No se fían de mí. Condic me registró antes de que entrara.

—¡Por favor, apáñatelas para traerme las joyas y la capa negra que me regaló doña Isabel! —susurró la joven.

Anahí se quedó unos instantes pensativa. Luego, se acercó a la puerta y dijo en voz alta para que la oyera Condic desde el otro lado:

—El disgusto ha provocado que la costumbre os baje antes de tiempo, señora Manuela. Tranquilizaos, que enseguida vuelvo a traeros los paños.

—Tráeme también la capa, que me duelen los bajos y me reconforta envolverme en ella —dijo Ana con voz llorosa.

Al poco, Anahí regresó a la habitación llevándole a Manuela la capa negra y las joyas disimuladas entre los paños de la costumbre. La joven escondió las joyas debajo del colchón y dejó la capa a los pies de la cama.

—Intentad dormir, señora. Mañana os espera un día muy largo —le dijo Anahí desde la puerta del dormitorio.

—Sí, será lo mejor —contestó Manuela al tiempo que se tumbaba en el lecho.