CASA DE HERNANDO DE TREJO, YERNO DE DOÑA MENCÍA DE CALDERÓN
Asunción del Paraguay. 5 de octubre del Año del Señor de 1556
Todo el mundo conocía a doña Mencía de Calderón como la Adelantada, tal y como se llamaba a los gobernadores con licencia de la Corona de España para descubrir y conquistar nuevos territorios. Aun así, ella nunca había ostentado formalmente ese título, que perteneció primero a su marido y, tras la muerte de este, a su hijastro. Esta valiente mujer había capitaneado la expedición en la que viajaban ochenta doncellas destinadas a casarse con los conquistadores de Asunción. Mencía de Calderón consiguió que la mitad de las muchachas que le habían sido confiadas llegaran a su destino. Fue necesario un largo y desastroso viaje de seis años, en el que tuvo que hacer frente a una tempestad que hundió una de sus naos, a ataques de piratas y de indios, a sus propios mandos —que se resistían a aceptar la autoridad de una dama—, a los portugueses que la hicieron prisionera durante dos años, y por último, atravesar cuatrocientas leguas de selva a pie. Con esta hazaña se había ganado el respeto de los habitantes de Asunción.
Pese a que era prácticamente de noche cuando Isabel de Contreras se presentó en su casa, Mencía de Calderón accedió a recibirla, pues se conocían desde niñas y habían sido íntimas amigas. Bien es verdad que, cuando estuvieron prisioneras en la capitanía portuguesa de San Vicente, tuvieron un duro enfrentamiento que las distanció durante año y medio. Pero al poco de llegar a Asunción, reanudaron su amistad.
—No lo encontrarán, Mencía, no lo encontrarán…
Isabel de Contreras estaba desesperada. Había enviado emisarios a la selva en busca de su marido, pero algo le decía que sería en vano.
—Es normal que no haya vuelto, Isabel. Juan piensa que le persigue la justicia y tal vez huya de cualquiera que se le acerque. Pero sabe cuidarse y tarde o temprano volverá. No te aflijas.
—¡Se propone buscar El Dorado!
—¿El Dorado? ¿Cómo se le ha ocurrido tamaño dislate?
Se guardó para sí el pensamiento de que Juan de Salazar amaba más la aventura que a cualquier mujer. ¿Para qué disgustar aún más a su amiga?
—Solo tú puedes hacerle desistir. De ti se fía…
—¿De mí? ¡Si desde hace años no hemos hecho más que pelearnos! —se rio la Adelantada. Isabel la escrutó con la mirada.
—Pero te admira y te respeta; más que a ninguna otra mujer.
Mencía se revolvió en el asiento. Los celos de Isabel eran enfermizos, y no acababa de entender qué pretendía.
—Ve a buscar a mi marido, Mencía. Dile que nadie le acusa ya de la muerte de Irala. Convéncele de que se olvide de El Dorado y vuelva conmigo. ¡Te lo ruego!
—Isabel, vivo de prestado en casa de mi yerno. No tengo recursos para organizar una expedición e ir en busca de tu esposo. Además, bien sabes que él y yo nunca nos hemos llevado bien.
Se produjo un tenso silencio.
—Me lo debes, Mencía. Perdí a mi primer marido por tu culpa, y no quiero perder al segundo.
—Pero qué dices…
—A instancia tuya, convencí a Francisco para emprender el viaje al Nuevo Mundo y eso le costó la vida. ¡No quiero quedarme también sin Juan! ¡Prométeme que lo traerás de vuelta a Asunción!
—No puedo prometerte eso.
—Si no tuviera un hijo pequeño, iría yo misma a buscarlo, pero es un niño de salud delicada… y Juan nunca me perdonaría que lo abandonase. ¡No puedo vivir sin mi esposo! ¡Tienes que traerlo de vuelta como sea!
Estaba fuera de sí. El amor por Salazar la había trastornado.
—Hablaré con Alonso y Ana —dijo al fin Mencía—. Quizá puedan prestarme algo de plata para contratar guías y comprar lo que sea menester para el viaje. Pero si los soldados de Irala que salieron en su persecución no lo encontraron, es poco probable que lo haga yo.
—¡Los soldados buscaron en la dirección equivocada! Fray Juan y él no fueron a San Vicente…
Mencía abrió los ojos asombrada.
—¿El confesor de Elvira se fue con Salazar?
—Sí, a Potosí. Allí vive un banquero, pariente de fray Juan, al que pretenden pedir dinero prestado para organizar una expedición e ir en busca de El Dorado.
—¡Qué despropósito!
—¡Sal a buscarlos cuanto antes, Mencía! Será más difícil localizarlos una vez que se internen en la selva.
«¡Cómo pasa el tiempo! —pensó Mencía mientras golpeaba la puerta de la casa de Ana y Alonso con la aldaba—. Parece que fue ayer cuando le propuse a Primitivo Rojas que me permitiese traer a su hija al Nuevo Mundo para desposarla con un conquistador de Asunción. ¡Bien sabía que el buen hidalgo tendría problemas para casarla sin dote! Todavía no había cumplido trece años, pero ya se veía que era una muchacha de mucho talento. Alonso no era mucho mayor cuando lo enrolé de grumete en el San Miguel… Ana y él tenían gustos parecidos. Se pasaron el viaje leyendo y discutiendo de lo divino y de lo humano… Ana se creía enamorada de Salazar, pero yo sabía que Alonso era más adecuado para ella. Bien es verdad que me resistí a dejarlos que se casaran, porque Alonso era un bastardo sin hidalguía. Ahora me alegro de haber accedido a ese matrimonio. Nunca he visto una pareja más feliz ni más compenetrada. En cambio, yo no me casé enamorada. Después de varios años de convivencia, llegué a admirar a mi esposo, a respetarlo, a quererlo… Pero no se parece en nada a lo que Ana y Alonso sienten el uno por el otro. Pronto tendré cuarenta años y no he conocido el amor. Ni lo conoceré. Si hubiera venido al Nuevo Mundo con la edad de Ana y Alonso y supiera lo que ahora sé…».
En cuanto Ana abrió la puerta, Mencía percibió que algo le ocurría.
—No tienes buena cara.
—No me encuentro bien.
—¿Acaso estás preñada?
—No… Algo que comí me sentó mal… Solo es un malestar pasajero —disimuló la joven—. Pasad.
Ana llevó a Mencía a su cuarto y la invitó a sentarse en el bufete, en vez de hacerlo sobre los cojines del estrado, como era costumbre entre las hidalgas. Disgustada como estaba, no tenía ganas de cortesías.
—Aquí estaremos más cómodas.
—La verdad es que sí —contestó Mencía arrellanándose en el sillón frailero que Ana le señaló.
—¿Qué os trae por aquí?
Mencía decidió que sería mejor abordar el tema sin tapujos.
—¿No está Alonso? Lo que tengo que tratar también le concierne a él.
—Antes de ayer se fue a San Vicente…
—¿Cómo es eso? Hace tres días me lo encontré y no me dijo nada…
—Se propone ir a Lisboa… a traer ganado.
Ana trataba de mostrar indiferencia, pero no pudo engañar a Mencía, que la conocía demasiado bien.
La dama cogió la mano de su amiga y la apretó con fuerza. Le hubiera gustado poder consolarla de otra manera, aunque si ella no quería sincerarse, poco más podía hacer.
—He prometido a Isabel de Contreras que iré a buscar a su marido.
—He oído que Salazar ha huido de Asunción…
—Lo acusaron de envenenar al gobernador, pero ya se ha aclarado que es inocente.
—¿Por qué habéis de ir vos a buscarlo? Decidle a Isabel que envíe a algún otro.
—Isabel piensa que no huirá de mí, ten en cuenta que Salazar no sabe que lo han declarado inocente. También quiere que lo convenza de que desista de buscar El Dorado…
—¡Válgame el cielo! ¿Es que ha ido en busca de El Dorado?
—Sí, con fray Juan. Quiero pedirte un favor, si crees que a Alonso no le molestará…
—Alonso tardará más de un año en regresar. ¿Qué deseáis?
—Necesito que me prestéis dinero para contratar guías y comprar provisiones para el viaje.
—Es un dislate que vayáis sola.
—Me acompañará Irupé, mi hija adoptiva. Conoce el guaraní y me será de mucha ayuda.
—¿Habéis perdido el juicio? ¿De verdad os proponéis ir a buscar a Salazar acompañada de una niña y varios desconocidos?
—Me siento responsable de la muerte del primer marido de Isabel… Yo convencí a Francisco de Becerra para que viniera al Nuevo Mundo… Quiero compensarla de algún modo.
Ana se quedó un instante en silencio.
—Si estáis decidida, permitidme que os acompañe, Mencía. ¡Os lo debo!
—No, Ana. Esta… locura solo me incumbe a mí. Necesito que me prestes algún dinero. No puedo pedírselo a mi yerno porque sería capaz de encerrarme para impedir que me fuera.
—Alonso se llevó casi toda la plata. Hasta que no crezcan los marranos no dispondré de más… —Ana se quitó un hermoso anillo de oro y esmeraldas que llevaba en el dedo anular—. Pero esto servirá.
—No puedo aceptarlo, Ana. Es el anillo que Alonso te regaló el día de tu boda.
—Eso no importa. —Se le quebró la voz—. Cogedlo, por favor.
Cuando Mencía extendió la mano para coger el anillo, Ana la retiró.
—¡Esperad! Os lo daré con la condición de que me permitáis acompañaros.
—No toleraré que corras ese riesgo sin necesidad.
Ana miró al estrado, donde estaban los cojines, aún desordenados, sobre los que Alonso y ella habían retozado días atrás. Recordó la intensidad con que la había besado, acariciado… «¿Se estaría despidiendo? —se preguntó—. ¿Cómo pudo haberme ocultado que iba a marcharse?». Notó que las lágrimas se le desbordaban. No podría soportar un día más en aquella casa… sin Alonso.
—Mencía, si me quedo, correré un peligro aún mayor: morir de tristeza. Permitidme que os acompañe —musitó con la voz estrangulada por el llanto.
Ofreció otra vez su anillo de boda a Mencía. Ella, tras titubear un instante, lo cogió.
—Tengo pensado partir mañana al amanecer.
—Por mí, está bien.
—Espero que estemos de vuelta dentro de pocos días…
—Da igual lo que tardemos… José y Faus se ocuparán de los cerdos.
—¿Puedes acompañarme al platero a vender el anillo?
—Sí, voy a buscar el manto.
—Después me gustaría que me ayudaras a escoger a los guías y a comprar una barca y provisiones para el viaje.
—No sé si llegará para tanto con lo que nos darán por el anillo, Mencía.
—Tendremos que apañarnos.