CASA DE JUAN DE SALAZAR E ISABEL DE CONTRERAS
Asunción del Paraguay. Madrugada del 4 de octubre del Año del Señor de 1556
Fray Juan Fernández Carrillo golpeó frenéticamente la puerta de la casa donde Juan de Salazar vivía con su esposa, Isabel de Contreras.
—¡Abrid! ¡Rápido!
Yara, una guaraní esbelta y grácil, abrió la puerta con una linterna —un farol de lumbre— en la mano. Se disponía a amonestar al visitante por el alboroto que estaba armando a aquellas horas de la noche, pero al reconocer al confesor de Elvira, le hizo pasar al zaguán.
—¿Qué ocurre, fray Juan?
—Llama a tu señor, ¡presto! —dijo el clérigo sin aliento. Llevaba una hora corriendo como loco. Primero desde la casa del gobernador a la iglesia a dejar los óleos. Luego, desde la iglesia al convento a recoger los dineros que ocultaba bajo el colchón de su celda, y, por último, desde el convento a casa del capitán.
Yara dejó al fraile en el patio y se dispuso a subir al piso de arriba a despertar a su señor. Pero antes de que embocara la escalera, Salazar, que había escuchado los golpes, se asomó a la barandilla a averiguar qué ocurría.
—¿Sois vos, frailecillo? ¿Qué se os ofrece?
—¡Vengo a salvaros la vida, capitán!
Doña Isabel, alertada por los golpes, había salido también del dormitorio y permanecía en lo alto de la escalera, oculta entre las sombras para poder escuchar sin que se percataran de su presencia.
Salazar pensó que fray Juan se valía de una artimaña para ver a Elvira. Mas algo en el rostro del religioso le hizo cambiar de opinión.
—Yara, déjanos solos —ordenó a la criada—. ¿Qué ocurre? —preguntó.
—El gobernador Irala ha muerto. Vengo de administrarle el viático.
—¿No estaba en la selva?
—Enfermó nada más irse, y regresó a Asunción hace tres días… para morir.
—No voy a decir que lo sienta… Fue un mal bicho: traicionó, intrigó… No guardó lealtad a nadie más que a sí mismo.
—¡Os acusan a vos de su muerte!
El capitán esbozó una sonrisa.
—¿A mí? ¡Ya me gustaría! Pero no es el caso…
—Muchos oyeron cómo lo amenazabais de muerte en la taberna hace una semana.
Salazar frunció el ceño. Comenzaba a preocuparse.
—Se merecía que lo hubiera matado, pero no tuve ocasión. Como bien sabéis, me refugié en la iglesia y no salí de ella hasta después de que Irala se hubiera marchado de Asunción.
—Han encontrado veneno en su cantimplora —continuó fray Juan—. Y os acusan a vos de haberlo puesto allí la noche que discutisteis. Dentro de poco los hijos de Irala vendrán con los alguaciles a prenderos. Debéis huir, capitán.
Salazar apoyó su mano derecha en la empuñadura de la toledana.
—¡Yo no huyo! ¡Y menos de los bastardos de un patán!
—Si os quedáis, os matarán sin daros ocasión de defenderos.
El capitán reflexionó unos instantes.
—Iré a la capitanía de San Vicente y pediré amparo a los portugueses.
—Los corchetes os darán caza antes de que logréis llegar a San Vicente. En cambio, no esperan que vayáis en dirección contraria…
—¿Adónde?
—A buscar El Dorado.
—¿Con vos?
—Sí. Pero antes habéis de jurar que…
—Aún no he dicho que vaya a acompañaros, fray Juan.
—No tenéis otra opción.
Salazar se quedó en suspenso un instante, evaluando las posibilidades de la empresa que el fraile le proponía. Era descabellada, pero no tenía una alternativa mejor.
—Capitán, dadme vuestra palabra de honor de que no abandonaréis la búsqueda de El Dorado hasta que yo lo determine.
—Buscar El Dorado no es tarea para dos hombres solos, frailecillo. Necesitaríamos organizar una expedición y armas, provisiones… Y eso requiere mucha plata…
—Tengo un primo banquero en Potosí que puede prestárnosla. Habríamos de ir allí antes.
Doña Isabel palideció al ver que Salazar se mordía el labio inferior y miraba hacia arriba. Le conocía lo suficiente para saber que aquel gesto significaba que había tomado la determinación de marcharse. Bajó rauda la escalera al tiempo que gritaba:
—¡No os vayáis, Juan!
El rostro de Salazar se endureció.
—Señora esposa, no es digno de una dama escuchar a escondidas las conversaciones de los hombres. ¡Y menos interrumpirlas! ¡Regresad a vuestra cámara!
Isabel no se movió. Amaba a su esposo con toda su alma, aunque sospechaba que Salazar no la correspondía con el mismo ardor. Si le dejaba marcharse, quizá no volviera nunca.
—¡Por amor de Dios, quedaos! —le suplicó de rodillas—. ¡Nos enfrentaremos juntos a esa acusación absurda, esposo mío! Hallaremos la forma de demostrar que no habéis envenenado al gobernador.
Él la miró con desdén.
—No entendéis nada, mujer. En este momento, los hijos y yernos de Irala estarán peleándose para ver cuál de ellos se hace con el gobierno. ¡Y matar al supuesto asesino de su padre es un mérito que todos querrán atribuirse!
—Así es —aseveró el fraile.
Al ver la angustia que se reflejaba en los ojos de Isabel, el religioso sintió cierto remordimiento. Fue efímero. Aquella mujer nunca se apiadaría de él. Nunca aceptaría que se amancebara con su hija Elvira, aunque ello significase la felicidad de ambos. La obligaría a volver con su marido para salvar la honra de la familia, aunque su hija se diese muerte después. Era por culpa de la intransigencia de doña Isabel por lo que él se veía obligado a mentir, a intrigar, a hacer lo que fuera preciso para huir con la muchacha a un lugar lejano donde nadie los conociera.
La dama se volvió a su esposo e insistió:
—Mi amiga Isabel podría ayudarnos.
—¿Qué Isabel? —preguntó el capitán.
—La hija de Irala. La que está casada con vuestro amigo Gonzalo de Mendoza. A través de ella, rogaríamos clemencia.
—¿Quedarme yo a rogar clemencia? —Salazar se volvió al fraile y dijo—: ¡Vámonos!
Elvira se asomó por la barandilla del piso de arriba y gritó:
—¡No os vayáis, por favor!
Salazar, pensando que se dirigía a él, levantó la vista sorprendido por la demostración de afecto de su hijastra. Pero fue fray Juan quien contestó:
—No os preocupéis, Elvira. Pase lo que pase, juro que volveré a buscaros.
«Quizá vuelvas, pero Elvira nunca será tuya», pensó el capitán.
En ese instante comenzaron a aporrear la puerta de la calle.
—¡Abrid en nombre de la ley!
—¡Ya están aquí! —masculló Salazar.
Fray Juan Fernández Carrillo se maldijo por no haber ido directamente a buscar al capitán sin entretenerse en pasar por la iglesia y por su casa. No podía imaginar que los hijos de Irala desplegarían tan deprisa a sus esbirros. «Quieren acabar con Salazar cuanto antes. Es un hombre de mucho prestigio, con numerosos partidarios en Asunción, y su desaparición les conviene para hacerse con el poder», pensó.
El capitán dio a su esposa un rápido beso en la mejilla, que ella le devolvió con pasión. Él la apartó con delicadeza.
—No hay tiempo para despedidas, Isabel. Entretened a los corchetes lo más que podáis para darnos tiempo a huir.
—Así lo haré, amor mío —contestó ella sujetando entre las suyas la mano de su esposo. Él se soltó y echó a correr escaleras arriba.
A fray Juan le temblaban las piernas mientras corría en pos del capitán. «La única explicación de mi presencia en esta casa es que he venido a advertir a Salazar. Si los hijos de Irala me encuentran, me matarán como a él», se dijo.
Al llegar al piso de arriba, subieron unas escaleras muy estrechas que conducían a un altillo. El capitán se detuvo delante de una puertecilla que había al final del ascenso. Sacó un manojillo de llaves de entre el relleno de sus calzas y comenzó a probarlas.
—¡Si no sabéis cuál es la llave, más nos valdría escapar por otro lado!
—Serenaos, frailecillo, que de algo hay que morir.
—Sí, pero sin prisa…
Dio al fin con la llave de la puertecilla y la abrió. Se trataba del desván y tenía un ventanuco que daba al tejado de la casa vecina. El capitán salió por el ventanuco y trepó por las tejas, seguido de fray Juan, que se resbaló en un par de ocasiones. Salazar tuvo que sujetarlo para que no se estrellara contra el suelo.
Una vez alcanzaron el vértice del tejado, descendieron con más sosiego por la otra vertiente, pues los corchetes no podían verlos. Lograron entrar en el desván de la casa vecina y allí encontraron una escalera de madera. Por ella bajaron a la huerta. Saltaron las tapias de cinco o seis huertas más, pertenecientes a otras tantas casas, antes de decidirse a salir a la calle. La casa de Salazar quedaba a tres cuadras de distancia y los corchetes no los vieron.
—Hay que partir de Asunción cuanto antes —musitó el capitán.
Caminaron a toda prisa por las calles oscuras, tropezando a menudo con las piedras y trastabillando en las hendiduras producidas por las ruedas de los carros. No se atrevieron a encender el cabo de vela que llevaba fray Juan para no llamar la atención de los corchetes. Al llegar a las cercanías de la plaza Mayor, oyeron voces y ruido de cascos.
—Esperadme aquí, fraile.
Salazar se asomó con precaución a la bocacalle que daba a la plaza. A la débil luz de una bujía encendida bajo la imagen de la Virgen, vio a diez corchetes y a seis soldados a caballo.
—Van a cerrar las puertas de la empalizada —le informó a fray Juan cuando regresó a su lado.
—Estamos atrapados… Si no podemos salir de Asunción, tarde o temprano nos cogerán.
—Dejad de temblar y escuchadme, fray Juan. Esperaremos a que los soldados salgan de la plaza. Después me seguiréis en silencio, sin apartaros de mí ni el negro de una uña.
En cuanto los soldados abandonaron la plaza, Salazar, seguido por fray Juan, se deslizó pegado a las paredes hasta una casucha de adobe de una sola planta. Tras asegurarse de que nadie los veía, llamó a la puerta con dos golpes ligeros, y a continuación con otros dos fuertes. Repitió esta secuencia tres veces. Fray Juan entendió que era una señal convenida.
—¿Quién vive? —preguntó una voz al otro lado de la puerta.
—Soy tu compadre —musitó el capitán.
Les abrió un hombre de unos cincuenta años con la cara surcada de arrugas rellenas de mugre.
—Jeremías, necesitamos salir de Asunción…
El hombre se apartó para que entraran en la casucha. La habitación no tenía más muebles que una mesa rústica y un banco corrido. Sobre la mesa ardía un cabo de vela que Jeremías cogió. Al poco indicó con un gesto a fray Juan y a Salazar que lo siguieran. La habitación contigua era un retrete sin ventanas ni muebles, con el suelo cubierto con una estera vegetal. El hombre se arrodilló y la enrolló. Bajo la estera apareció una trampilla redonda de una vara de diámetro cubierta con una tapa de madera. Cuando levantó la tapa, Salazar y el fraile vieron que, sujeta a la boca de la trampilla, había una escala de cuerda que se perdía en un pozo oscuro.
—¿Lleváis pajuela, eslabón y pedernal para encender el cabo? —preguntó Jeremías.
—Sí.
—¡Pues adentro!
Tras descender unas cinco varas, tocaron fondo.
Salazar sacó el cabo de vela que llevaba en la alforja y los utensilios para encenderlo.
—Fraile, prended el cabo.
Así lo hizo fray Juan.
—Ya puedes cerrar, Jeremías —dijo el capitán.
—¿Capitán, qué pasadizo es este? —preguntó el fraile al ver que del fondo del pozo partía un túnel.
—Uno que mandé construir en 1542, cuando fui gobernador de Asunción.
—¿Con qué propósito?
—Para no quedarnos atrapados si nos atacaban los carios… o los nuestros —añadió con cinismo.
—Y los hijos de Irala… ¿lo conocen?
—Solo seis hombres sabíamos de su existencia. Jeremías, yo… y los cuatro restantes no se irán de la lengua, porque los muertos no hablan.
Alumbrados por la luz vacilante del cabo, recorrieron en silencio unas ciento cincuenta varas hasta llegar a una puerta de hierro cerrada con una tranca. La quitaron y, tras apartar la vegetación, vieron el río.
—¡Estamos salvados! ¡Dios sea loado! —exclamó el fraile hincándose de rodillas.
—¡Qué bueno es Dios que tanto hace por nos! —ironizó Salazar.