ALCOBA DEL GOBERNADOR
Asunción del Paraguay. 3 de octubre del Año del Señor de 1556
Domingo Martínez de Irala yacía empapado de sudor sobre una enorme cama. A su alrededor, una pléyade de concubinas, hijas, hijos, yernos, nueras y cuñados musitaban oraciones rogando a Dios Nuestro Señor que no se lo llevase de este mundo.
El fraile se acercó a la cama. Mojó los dedos en los santos óleos e hizo la señal de la cruz en la frente del enfermo.
«No le queda mucho», pensó al notar la frialdad de su piel.
—¿Podéis oírme, excelencia? —preguntó lo bastante alto como para que le oyeran los presentes.
Acercó su oreja a la boca del enfermo, dejó pasar unos segundos y dijo:
—¡Salid todos presto! Su excelencia el gobernador me acaba de pedir confesión.
—¿Puede hablar…? —preguntó enarcando las cejas Ginebra, una de las hijas de Irala.
—Es la mejoría de la muerte —masculló una cuarentona, que conservaba cierta hermosura y que, según fray Juan dedujo, era una de las concubinas del gobernador.
—¡Daos prisa en salir para que pueda confesarlo! —insistió el religioso arrodillándose a los pies del enfermo—. ¡El gobernador está a punto de expirar y cada segundo cuenta para salvar su alma!
Cuando todos salieron, el fraile se puso en pie y echó un rápido vistazo al dormitorio. Frente a la cama había un arcón de grandes dimensiones. Lo abrió. Tal como había pensado, el gobernador guardaba allí su ropa. Pero ninguno de los jubones, calzas, camisas, medias o golas podían ser los que vestía cuando lo trajeron de la selva sobre parihuelas, porque estaban completamente limpios.
«¿Dónde demonios estarán las ropas que llevaba puestas cuando regresó de la selva?», se preguntó.
Por fin, medio oculto por las cortinas del dosel, vio un gancho del que colgaba una capa embarrada y, detrás de ella, unas calzas, un jubón y una gola que apestaban a sudor.
Al descolgar las ropas, vio que debajo había una pequeña cantimplora.
«¡No puedo creer lo afortunado que soy!», se dijo.
Introdujo varias píldoras dentro de la cantimplora y la agitó para que se disolvieran en el líquido que había dentro. A continuación, deshizo entre los dedos otro par de píldoras y puso el polvo resultante dentro de la boca del gobernador. Y aún mezcló otra media píldora con la baba que se deslizaba por su comisura derecha.
Apenas había acabado de hacerlo, cuando el moribundo expiró.
El sacerdote le cerró los párpados al tiempo que musitaba:
—¡Señor, ten piedad de su alma!
A continuación, abrió la puerta del dormitorio y les dijo a los familiares que esperaban en la sala contigua con voz lúgubre:
—El excelentísimo señor don Domingo Martínez de Irala, gobernador de Asunción, acaba de fallecer. —Se desató entonces tal coro de gemidos y llantos que esperó a que amainasen para continuar—. ¡Arrodillaos y rogad a Dios Nuestro Señor por su siervo bien amado! ¡No os aflijáis! Ha muerto cristianamente después de haber recibido los últimos sacramentos. ¡Se halla sin duda en el seno del Señor! ¡Él sea loado! ¡Recemos!
Se aproximó al lecho y se arrodilló con las manos delante de la cara. Todos los presentes lo imitaron.
—¡Oh, Padre eterno, misericordioso y omnipotente! Te alabamos, te glorificamos y te damos gracias por todas las que, en vida, concediste a tu siervo Domingo Martínez de Irala. Te suplicamos humildemente que acojas su alma en tu seno y nos concedas también a nosotros la gloria de llegar a tu lado. ¡Amén!
Fray Juan Fernández Carrillo se apartó para permitir que la familia se acercara a despedirse del difunto. Mientras se arrodillaban alrededor del lecho, él se unió a los doctores que esperaban en la habitación contigua.
—Os doy las gracias por haber alargado la vida del gobernador el tiempo suficiente para que pudiera administrarle el santo viático —les dijo a los médicos.
—Ha sido la voluntad del Señor, padre, y no nuestra destreza —replicó el más anciano con una inclinación de cabeza.
—Sin duda. Decidle a la familia que parto a avisar al obispo para que organice el funeral.
Ya en la puerta, fray Juan agregó, como sin darle importancia:
—¡Ah! Su excelencia ha vomitado algo raro… al expirar. Seguramente las tercianas le destrozaron el hígado.
Como impulsados por un resorte, los médicos entraron en tromba en el dormitorio del difunto.
Fray Juan dejó caer a propósito el platillo de los óleos para demorarse en recogerlo y, así, poder oír el veredicto de los doctores.
Uno de ellos se acercó a la boca del difunto y exclamó:
—¡Le han dado veneno, sin duda!
—Sí, apesta a mandioca amarga —opinó otro.
En el dormitorio creció una ola de rumores e imprecaciones.
—¡Envenenado! ¡Nuestro padre ha sido envenenado con mandioca! —exclamó Ginebra Martínez de Irala.
Fray Juan se asomó al quicio de la puerta y, fingiendo incredulidad, preguntó:
—¿Envenenado?… ¿Quién osaría envenenar a nuestro gobernador?
—¡Juan de Salazar! —exclamó Antonio, otro de los hijos de Irala—. Muchos oyeron cómo lo amenazaba de muerte hace una semana en la taberna. Dijo que lo mataría como a un cerdo.
—¡Quizá se refería a los cerdos que se envenenan con el agua de lavar la mandioca! —añadió Úrsula, otra hija de Irala.
María, una de las concubinas del muerto, cogió la cantimplora y se acercó a los médicos con ella en la mano.
—¡Comprobad si le han envenenado el agua! —les dijo.
Fray Juan esbozó una sonrisa. Su plan había salido a pedir de boca.