TABERNA DEL PINDÓ
Asunción del Paraguay. 26 de septiembre del Año del Señor de 1556
—¡Vive Dios! ¡Me has hecho trampa, Domingo! ¡Eres un fullero con más flores que mayo en la baraja! —Juan de Salazar se percató de que el alcohol le hacía arrastrar las palabras.
Domingo Martínez de Irala, no menos ebrio que él, se puso en pie y replicó con el rostro congestionado:
—¡Cómo osas llamarme fullero! ¡A mí, al gobernador de Asunción!
Las conversaciones cesaron y los cuatro escoltas del gobernador, que jugaban a las cartas en la mesa vecina, se pusieron en pie. De todos era conocido el carácter pendenciero del capitán Juan de Salazar y la soberbia insolente de Irala, y se hacía obvio que estaban en un tris de sacar los aceros.
El capitán de los escoltas del gobernador se llamaba Manuel Arillo y hacía menos de un año que había llegado a Asunción huyendo, según las malas lenguas, de una condena a muerte en Sevilla. Era un rufián joven de muy buen ver. Tanto que Marica la Chupona, la ramera de empanada[3] que lo había mantenido en Sevilla, le había puesto el apodo de Boquilindo.
Arillo susurró a su lugarteniente:
—Sal por la puerta trasera como si fueras a hacer aguas, y ve al cabildo a pedir refuerzos, Jayán… Y vosotros —les advirtió a los otros dos escoltas— echad mano a la ropera[4], ¡que se va a armar!
Salazar se puso en pie y gritó desafiante:
—¡Muestra los naipes y se verá si tengo o no razón al llamarte fullero, Domingo!
—¡No pienso mostrarlos, vive Dios! ¡Aquí solo hay un tramposo, y eres tú!
—¿Tramposo yo? Soy Juan de Salazar y Espinosa de los Monteros, el fundador de esta ciudad.
—¡Y yo Domingo Martínez de Irala, su gobernador!
—Tú eres un puerco traidor que ha repartido estas tierras entre sus hijos mestizos y sus amigotes, dejándonos de lado a los auténticos fundadores de Asunción.
—¡Esas palabras te van a costar caras, Salazar!
—¿Ah, sí? ¿Cómo de caras?
El tono burlón del capitán enfureció al gobernador, que echó mano a la ropera. Al desenvainarla dio un traspié y tuvo que sujetarse a la mesa para no caer al suelo.
—¡Defiéndete, Salazar!
—¡Estás borracho, Irala!
—¿Borracho yo?… ¡Desenvaina, cobarde!
—Ya reñiremos cuando estés sobrio. Que a mucho vino, poco tino.
El gobernador se volvió a los presentes y dijo, al tiempo que hacía un semicírculo con la espada:
—¡Señores, con un cagueta en desafío, nunca llega la sangre al río!
Las risas aduladoras de los amigos del gobernador, y que este lo hubiera llamado cagueta en público, irritaron de tal modo a Salazar que desenvainó de inmediato.
Los escoltas hicieron ademán de acercarse. Pero el gobernador les ordenó:
—¡Quietos! ¡Que yo me basto y me sobro para ensartarle a este cobarde la espada por el envés de la barriga! ¡En guardia, capitán!
Por muy borracho que estuviera —que lo estaba—, Salazar, curtido en mil batallas, tenía la cualidad de recobrarse cuando el peligro acechaba. Su pulso, al contrario que el del gobernador, era firme. Enseguida se hizo evidente que tenía también más destreza que él con la espada. En un abrir y cerrar de ojos, hizo una finta que lanzó la ropera de Irala por el aire.
El capitán soltó una carcajada y puso el acero en la garganta al gobernador.
—¡Date por muerto, Domingo!
Los escoltas, que no esperaban un desenlace tan fulminante, se quedaron petrificados. Irala estaba a punto de espicharla, y ellos de quedarse sin ocupación.
Salazar soltó una carcajada y apartó la espada del cuello del gobernador.
—¡Ay, Domingo, no das una estocada a derechas! ¡Como desbarrigues igual con el carajo, te van a jodar[5] a todas las indias de tu harén! —Se oyeron risas, y el gobernador rebufó como un toro.
—¡Me las pagarás!
—¡Enseña los naipes para que todos vean que has hecho trampas!
El gobernador se acercó a la mesa con la aparente intención de mostrar los naipes, pero a mitad de camino sacó su daga y atacó al capitán por el costado izquierdo. Juan de Salazar logró desviar la hoja dirigida a su corazón. Aun así no pudo evitar que la daga penetrara por entre los gavilanes de la empuñadura de su espada, haciéndole sangre en los nudillos.
—¡Eres un puerco traidor, Domingo! —bramó Salazar rojo de ira—. ¡Ahora pelearemos de verdad! ¡Recoge la espada del suelo y defiéndete!
Retrocedió para permitir al gobernador que recuperase la ropera. Pero en cuanto se apartó de él, Manuel Arillo, el Boquilindo, ordenó a sus hombres:
—¡Apresadlo!
Los dos escoltas cayeron por detrás sobre Salazar y lo inmovilizaron. Uno le sujetó los brazos y el otro le agarró del cuello y le puso un puñal en la garganta.
—¡Malditos llevatrapos de mancebía! ¡Soltadme u os haré pagar cara esta infamia!
—¡Lleváoslo y encerradlo en la mazmorra del cabildo por atentar contra la vida del gobernador! —ordenó el capitán de los escoltas.
—¡Sí, sí! —corroboró Irala con los ojos empañados por el alcohol—. ¡Sois testigos de que ha intentado matarme a traición!
—¿Cómo te atreves a mentir de esta forma? —Salazar no podía creer que Irala fuera tan cínico.
El gobernador se acercó titubeante y le dijo al oído:
—Hace tiempo que te la tenía jurada… ¿Creías que te había perdonado lo de Álvar Núñez Cabeza de Vaca?
—Era el Adelantado del Río de la Plata, nombrado por Su Majestad…
—¡Mañana serás juzgado por atentar contra la vida del gobernador de Asunción, Juan de Salazar! —gritó el gobernador con voz aguardentosa.
—¡No cambiarás nunca, Domingo! Fuiste y serás siempre un traidor. Conspiraste contra Álvar Núñez, asesinaste a Diego de Abreu…
—¡Lleváoslo de una vez! —gritó Irala a sus hombres.
Manuel Arillo se acercó al gobernador.
—Salazar tiene muchos amigos en Asunción —le dijo al oído—, y alguno podría tener la tentación de liberarlo. He mandado a buscar corchetes de refuerzo. Sería más seguro esperar aquí hasta que lleguen.
—No sé si tendré paciencia, Arillo. Ese hombre me saca de quicio.
—¿Por qué, mientras llegan los corchetes, no os entretenéis haciéndole un regalo?
—¿Qué regalo?
—Una rúbrica en la cara para que escarmiente.
—¡A fe mía que es una buena idea, Boquilindo! ¡Hay mucha inventiva debajo de ese columpio de liendres que te cubre la sesera! Dame tu espada.
Arillo así lo hizo, y el gobernador se acercó a Salazar y le hizo un corte en la mejilla derecha.
El capitán lo miró estupefacto, incrédulo ante lo que acababa de hacerle. Reaccionó al sentir la sangre que le manaba del carrillo.
—¡Maldito seas! ¡Vas a pagar muy caro el haberme marcado la cara!
—El que lo va a pagar caro serás tú, Salazar, ¡por querer usurpar mi puesto!
—¿Yo?
—¿Con qué propósito regresaste si no de España?
—¡Estás borracho y no sabes lo que dices, Irala! El Consejo de Indias me otorgó el cargo de tesorero mayor y me envió con la expedición de Mencía de Calderón.
—Seguro que también a ella intentaste arrebatarle el mando. Te conozco, Juan de Salazar, y hace tiempo que quiero acabar contigo, pero hasta hoy no se me ha presentado la ocasión de hacerlo. Todos los presentes atestiguarán que has tratado de matarme.
—¡Eres un puto bujarrón!
—¡Jura cuanto se te antoje, Salazar! ¡Que ya me encargaré yo de que mañana saludes a tu público con los talones![6]
Juan de Salazar mordió con saña la mano del escolta que lo tenía inmovilizado con un puñal en el cuello. El escolta soltó el arma. Salazar lo volteó en el aire y lo arrojó sobre el gobernador.
El segundo escolta recibió un codazo en el estómago que le hizo aullar. Luego, Salazar lo lanzó sobre el gobernador y el otro escolta, que seguían en el suelo atontados por el golpe.
Manuel Arillo se lanzó a ensartar al capitán. Desarmado como estaba, Salazar parecía tener todas las de perder, pero esperó impasible a que Boquilindo llegara y, cuando lo hizo, se agachó súbitamente propinándole un tremendo cabezazo en sus partes.
Mientras Boquilindo se retorcía de dolor, Salazar recogió su espada del suelo.
—El gobernador me ha hecho este regalito de tu parte —le dijo al tiempo que se tocaba la mejilla ensangrentada— y, como es de bien nacidos ser agradecidos, voy a corresponderte como te mereces.
Y le hizo un aspa en los labios al matón.
—Desde hoy, en vez de Boquilindo, te llamarán Bocarrajada.
Manuel Arillo se tocó los morros, incapaz de creer que su apostura, de la que tanto presumía, se hubiera acabado para siempre.
—¡Me las pagarás, Salazar! —aulló tratando de contener la sangre que salía a borbotones de sus labios partidos—. ¡Juro que me vengaré de ti y de todos tus descendientes! Te arrancaré los compañones…
—¡Cierra el pico si no quieres que te remate, Bo-ca-rra-ja-da!
El capitán de los escoltas no era muy apreciado en Asunción, y el nuevo mote despertó las risas de los presentes.
Salazar se volvió hacia el gobernador, que seguía en el suelo.
—¡Ahora tú y yo vamos a ajustar cuentas!
Varios parroquianos partidarios del gobernador se acercaron.
—¡Quedaos donde estáis, adulones! ¡Este es un asunto entre Domingo Martínez de Irala y yo! —gritó Salazar.
Un viejo amigo del capitán se le acercó:
—Arillo mandó a uno de sus hombres a pedir refuerzos, y deben de estar al llegar. Huye antes de que sea tarde, Juan. ¡No te pierdas!
Salazar le puso la daga en el cuello al gobernador y advirtió a los presentes:
—Si alguien se acerca, le corto el gaznate.
Parapetado tras Irala, Salazar avanzó de espaldas hasta la puerta de la taberna.
—Antes de una semana estarás muerto, Salazar —le advirtió el gobernador.
—¡Quien estará muerto serás tú! ¡Ya que has rehusado defenderte como un hombre, te mataré como a un cerdo, Domingo Martínez de Irala! ¡Lo juro!
Salazar propinó a su rehén una patada en las nalgas que le hizo dar de bruces contra el suelo. A continuación, echó a correr calle arriba.
Los parroquianos se apresuraron a auxiliar a Irala. Tras sentarlo en un taburete, le dieron a beber un vaso de agua para que se recuperase. Pero él la escupió.
—¡Vive Dios! ¿Qué me dais?
—¡Agua, señor!
—¡Dadme chicha, o aguardiente! ¡Que de lo bueno tragues, y de lo malo ni te enjuagues! —Miró a su alrededor y se fijó en Arillo, el capitán de sus escoltas, que se enjugaba la sangre que le manaba de la boca con la capa. A su lado, un barbero enhebraba una aguja para coserle los labios.
—¡Acércate, Manuel, que te vea la boca!
El jaque[7] se acercó al gobernador.
—Mmm… Salazar te ha dibujado una bonita aspa en los hocicos… Las mujeres te saldrán más caras a partir de ahora.
—¡Mataré a Salazar y a toda su descendencia, gobernador! ¡Lo juro!
—¿Pues a qué esperas para salir tras él?
—Me van a coser los labios… para que no se me vean los dientes, gobernador.
—¿A qué cosa mejor puede aspirar un jaque que a enseñar los dientes para parecer más fiero? ¡Ve tras Salazar de una vez, majadero! ¡Ya te zurcirán los morros cuando vuelvas! ¡Y vosotros acompañadle, necios! —añadió dirigiéndose a los otros dos escoltas.
Manuel Arillo salió de la taberna. Solo alcanzó a ver el destello de la espada del capitán perdiéndose en la noche, calle arriba. Él y sus compinches echaron a correr en pos del reflejo.
Salazar los desafió, desde lo alto de la loma Kavará, seguro de que la distancia que los separaba era insalvable:
—¡Daos más prisa, putos! ¡Que así nunca me alcanzaréis!
Confiaba demasiado en sí mismo. Al darse la vuelta, resbaló en el fango y cayó de bruces. Patinó diez varas cuesta abajo hasta que una piedra lo frenó, pero quedó aturdido. Cuando se recuperó, los escoltas de Irala casi le habían alcanzado.
«¡Me van a prender!», pensó mientras trataba de poner en funcionamiento sus piernas que, entumecidas por el porrazo y el mucho alcohol consumido, apenas le respondían.
Se metió por una calle lateral. Las zancadas de sus perseguidores sonaban tan cercanas que casi se dio por perdido, pero al torcer la esquina, vislumbró el perfil de la iglesia Mayor.
«Si logro llegar hasta ella, estoy salvado. Los hombres del gobernador no se atreverán a entrar».
Hizo un esfuerzo inaudito para acelerar el ritmo de la marcha y consiguió llegar a la plaza. La iglesia estaba en el extremo contrario, solo tenía que atravesarla. De pronto, las casas comenzaron a torcerse, al igual que la silueta de la iglesia. Cerró los ojos. Todo le daba vueltas. «Me voy a desmayar», pensó.
—¡Ahí está! ¡Ya es nuestro!
Al reconocer la voz de Arillo, se recuperó. Trastabillando, logró llegar hasta la iglesia. Las puertas estaban cerradas a aquellas horas de la noche, y el capitán las golpeó con los puños.
—¡Abrid! ¡Presto! ¡Solicito asilo en sagrado! —gritó con desesperación.
Nadie abría.
Arillo y sus hombres se acercaban con las espadas desenvainadas.
En otras circunstancias, Salazar hubiera podido con los tres. Arillo era un rufián de mancebía, sin destreza con la espada. Y sus subalternos, llevatrapos de la misma mancebía, tenían aún menos maña. Sin embargo, se sentía débil, a punto de desmayarse, y pensó que no saldría con vida de aquel lance.
En ese instante, la puerta se abrió y Salazar se precipitó dentro del templo tan a tiempo que uno de los escoltas se quedó con su capa en la mano.
El capitán cayó en brazos del religioso que acababa de abrirle: fray Juan Fernández Carrillo, un conocido con el que estaba enemistado desde hacía años. «Vaya nochecita», pensó justo antes de perder el conocimiento.
Abrir los ojos y ver a fray Juan curándole la cara con ungüentos no era lo que entendía por un dulce despertar.
—Además de rajaros la cara, ¡veo que os han dado una buena paliza!
Salazar se tocó la herida de la mejilla.
—¿Paliza? ¡Lo único que me ha golpeado esta noche es el duro suelo! Ni en este estado lamentable podrían esos tres rufianes conmigo…
—Me alegro, puesto que os están esperando en la puerta.
Salazar miró a un lado y a otro, buscando su arma.
—No os preocupéis, que en la iglesia estáis a salvo —lo tranquilizó el fraile—. No podía permitir que anduvieseis por la casa de Dios con la espada al cinto, y la he guardado en la sacristía. ¿Quiénes son esos hombres?
—Los escoltas de Irala.
—¿A santo de qué os persiguen?
—El gobernador me ha hecho trampas jugando a los naipes y yo le he puesto en evidencia.
—¡Sois muy osado!
—¡Vive Dios! No solo he de soportar que Irala me trate como al último de los colonos en esta ciudad que yo mismo fundé… ¡También pretende que le deje hacer trampas!
—Eso sí que es intolerable —se rio fray Juan.
—Sus escoltas me inmovilizaron a traición. Y el gobernador me hizo este tajo en la mejilla. ¡El muy cobarde!
—Irala no soporta que nadie destaque más que él…
—¡Que se aguante ese hi de pu! Fundé esta ciudad y fui su alcalde de primer voto antes de que él llegase.
—Por eso no debe haberle gustado nada que regresarais. No obstante, estáis de suerte.
—Si llamáis suerte a que hayan estado a punto de lincharme…
—El gobernador se irá mañana a la selva y tardará un mes en regresar.
—¿Cómo es eso?
—Don Pedro de la Torre, el obispo de Asunción, le pidió hace unos días que trajera maderas de calidad para completar las obras de la catedral. Irala le prometió que saldría mañana a buscarlas.
—Para cuando regrese quizá se haya olvidado de este asunto.
—Irala jamás perdona a los que le humillan, capitán Salazar.
—Estábamos borrachos los dos…
—¡Abandonad Asunción antes de que vuelva!
—Tengo mujer y un hijo pequeño… No puedo irme así como así. Necesitaría mucho dinero para organizar la partida…
—¿Qué me diríais si yo pudiera conseguíroslo? Sé dónde hay oro…, mucho oro…
—¡Y yo! ¡En Cipango o Catay! Pero ni Colón supo cómo llegar. Creo que exageráis, fray Juan. Mañana, en cuanto el gobernador se haya ido de Asunción, regresaré a mi casa. Y ya veremos qué ocurre cuando vuelva. Ahora cerrad el pico y dejadme dormir, que estoy molido.
—Aguantad un poco. Seguro que os interesa lo que voy a contaros. Sé dónde está El Dorado.
—¿Vos también? Deberíais saber que los que partieron a buscarlo y tuvieron la suerte de regresar lo hicieron mucho más pobres. Insisto, dejadme dormir.
—Un ava me lo contó.
—¿En confesión?
El fraile desvió la mirada.
—Si me acompañaseis a buscarlo, os daría la mitad.
—No me fío de vos, fray Juan. Quisisteis ahogar a Alonso…
—¡No tenía intención de matarlo! Lo tiré por la borda para recuperar el documento que, según me dijeron, había robado.
Salazar notó que se le cerraban los ojos. El haberse enterado de que, por el momento, no tenía nada que temer lo había relajado.
—Capitán, capitán…
—¿Qué queréis, frailecillo? —masculló somnoliento.
—Veréis. —El fraile se armó de valor—. Estoy enamorado de Elvira, la hija de vuestra esposa doña Isabel de Contreras.
—¿Y qué queréis que haga yo? No haberos metido a fraile.
—Mi familia me obligó a profesar mucho antes de que tuviera capacidad de elección. —El sacerdote, nervioso, se pasó la mano por la cara—. ¡Quiero a Elvira con toda mi alma y ella me corresponde! ¡Ayudadme, por lo que más queráis!
—¿Cómo diablos queréis que os ayude? ¡Está casada!
—Doña Isabel la casó con solo catorce años…
—Para las mujeres, la edad de casarse llega antes que la de amar.
—La unió a un hombre veinte años mayor…
—Lo sé. Su esposo, Ruy Díaz de Melgarejo, es un gran amigo mío.
—¡Ella no lo ama, capitán! ¡Ha huido de él!
—Fray Juan… —Salazar adoptó un tono condescendiente—, Elvira ha venido a Asunción a visitarnos. Me niego a creer que haya abandonado a su marido y a sus hijos… Pero si así hubiera sido, mi mujer se encargaría de recordarle cuál es su deber. Ruy está haciendo fortuna en La Guayrá y no es cosa de enemistarnos con él.
—¡Vuestra hijastra es muy desdichada con ese hombre! ¡No lo ama! ¡Morirá de pesar si la obligáis a volver con él!
—Pocos llegaríamos a viejos si se pudiera morir de pena.
—¿Es que no amáis a vuestra esposa?
—¿Qué tiene que ver el amor con el matrimonio?
—Si me ayudáis a huir con Elvira, os juro que la respetaré, que no mancillaré su honor.
—¡A otro perro con ese hueso, fray Juan! ¡Que tengo muchos años para creerme ese cuento!
—¡Os juro que viviré con ella en recato!
—Lo que me faltaba por oír. ¡Dejad de desvariar! ¿De verdad creéis que estaría dispuesto a entregaros a Elvira? Aunque no fuerais fraile, tampoco os ayudaría a deshonrar a su esposo.
—¡Quiero que Elvira sea feliz! ¡Si no puede ser mía, apartadla de ese hombre! ¡Os lo ruego!
—Ya os he dicho que no está en mi mano.
El fraile se alejó caminando por el templo con la mirada perdida. Al llegar a una de las columnas apoyó la cabeza en ella y comenzó a sollozar.
Salazar sintió lástima de él, pero fingió dormirse. «Es un amor sacrílego. Ni yo ni nadie podemos hacer nada», pensó.