III

CASA DE DOÑA ISABEL DE CONTRERAS

Buenos Aires. Mes de diciembre del Año del Señor de 1587

El recuerdo de aquella discusión mantenida con Ana treinta y un años atrás todavía atormentaba a Alonso. Había sido la más grave de su matrimonio y a punto estuvo de separarlos para siempre. El tiempo le había dado la razón, pues aquellas vacas que él trajo desde Lisboa los convirtieron, años después, en los ganaderos más prósperos de Asunción.

Doña Isabel lo sacó bruscamente de sus reflexiones.

—¿Estás bien, amigo mío? —le preguntó.

—Sí, estaba absorto en mis recuerdos.

Alonso sonrió agradecido. Doña Isabel le distinguía con su amistad y le trataba con respeto, cosa que él apreciaba en grado sumo. Aunque era un comerciante honrado, laborioso y próspero, muchos lo miraban con cierta altanería. No era ni hidalgo, ni cristiano viejo, ni conquistador, condición esta última más importante que las otras dos para ganarse el respeto de los rudos habitantes del Río de la Plata. En España, su condición de villano habría impedido que doña Isabel y él mantuviesen una amistad tan estrecha, pero la dama parecía haberse olvidado de las sinrazones del Viejo Mundo al poco de llegar al Nuevo. Las calamidades que habían compartido durante el azaroso viaje desde España los habían unido más que si entre ellos hubieran existido lazos de sangre.

Un año y medio antes, doña Isabel se había ofrecido a acoger a Manuela cuando la chica se empeñó en ir a Buenos Aires a comprar chacras —o granjas, como les decían en la Península— donde criar ganado vacuno con la intención de salar la carne, curar el cuero y vender ambos productos a los viajeros que partían de Buenos Aires hacia el interior. En su momento tuvo dudas de que fuera una idea acertada, pero ahora se veía obligado a reconocer que su hija estaba en lo cierto. «Manuela ha heredado mi olfato para los negocios», pensó.

—¡No puedes permitir que ese Mario Rocamunde se case con tu hija!

—¿Por qué?

—Tu esposa estaba enamorada de Salazar desde antes de que zarpáramos para el Nuevo Mundo.

—Era casi una niña…

—Muchas mujeres se casan a los trece años. Ana tenía quince durante la travesía, y tú fuiste testigo de que bebía los vientos por Juan.

Alonso se revolvió en el asiento.

—Aunque Ana estuviera enamorada de vuestro esposo…

—En aquel tiempo no era mi esposo. Yo aún no había enviudado de Francisco. Él era libre.

—Nunca le prestó atención a Ana. Fui testigo de ello.

—Quizá Juan iba detrás de una presa mayor.

—¿A quién os referís…?

—A Mencía de Calderón, la Adelantada.

—¡Eso es absurdo! —Alonso estaba absolutamente convencido de que solo los celos enfermizos de doña Isabel podían haber concebido tamaño dislate—. Mencía de Calderón ha sido la mujer más recta y honesta que he conocido jamás. Durante el viaje mantuvo con Juan de Salazar una pelea constante para impedir que le arrebatara el mando de la expedición. ¡Y él bien que lo intentó!

—Sí… Supongo que tienes razón, Alonso. Cualquier otra mujer se hubiera rendido a los encantos de Juan. Era tan seductor, valiente y generoso… —suspiró con amargura antes de añadir— como inconstante, ambicioso e infiel.

—En cuanto a Ana —prosiguió Alonso—, sintió por Salazar un amor de mocedad, que acabó antes de que llegáramos a Asunción. Eso fue todo.

Doña Isabel se revolvió en el asiento.

—Una semana antes de que te marcharas, mi marido se peleó con Domingo Martínez de Irala.

—Sí, oí hablar de ello. Pero y eso… ¿en qué atañe a Ana?

Una sombra de pesar empañó los ojos de la dama. Había estado tan ciega de amor por su difunto esposo que sus infidelidades aún la atormentaban.

—Será mejor que te lo cuente desde el principio. Juan y el gobernador se emborracharon en la taberna del Pindó y comenzaron a discutir por un asunto de juego… Aunque quizá eso fuese solo el pretexto. Había entre ellos rencores antiguos que el vino hizo aflorar.