II

CASA DE ALONSO DE LANZÓS Y ANA DE ROJAS

Asunción del Paraguay. 3 de octubre del Año del Señor de 1556

Ana de Rojas terminó de echar las cuentas y sonrió. El pequeño negocio de cría de vacas y marranos que Alonso, su marido, había montado antes de llegar ella a Asunción iba viento en popa. No era ajena al éxito logrado, pues llevaba la contabilidad gracias a un libro de un tal fray Luca Pacioli, que le habían prestado los franciscanos cuando les pidió consejo al respecto.

Dio un suspiro de satisfacción. No se había casado ni con un conquistador ni con un hidalgo, como sus padres esperaban que hiciese, pero ¡amaba a Alonso con toda su alma!

En el Nuevo Mundo había alcanzado una libertad con la que nunca había soñado. Se dedicaba a actividades que en la Península considerarían impropias, pues si allí se tenía por deshonroso que los hidalgos trabajasen, que lo hiciera una dama sería impensable. Era feliz. Y más desde que había logrado comunicarse con sus padres después de seis años sin saber de ellos. A Primitivo Rojas, su padre, no le había gustado —y menos aún a su madre— que hubiera hecho un matrimonio tan desigual, pero en la siguiente misiva Ana le había explicado que las cosas eran diferentes en el Nuevo Mundo, y su padre parecía haberlo comprendido. En la carta que acababa de recibir le decía lo orgulloso que se sentía de ella, y eso la había conmovido.

Escurrió la pluma y se repantingó en el sillón frailero para disfrutar del sol. Sonrió al recordar que ni eso podría hacer en España, porque allí no se estilaba que las mujeres se sentaran en sillas. Se acomodaban en el suelo, sobre cojines, mientras los varones comían a la mesa. No se arrepentía de haber abandonado Extremadura. Y eso que el viaje hasta el Nuevo Mundo había sido terrible. Ella, al igual que el resto de las ochenta mujeres que salieron de Extremadura para casarse con los conquistadores de Asunción, había vivido una epopeya difícil de creer. Durante los casi seis años que tardaron en llegar a su destino, sufrieron ataques de piratas y de indios, hambre, peste, prisión, tempestades y… un naufragio. «A pesar de tantos sufrimientos, ha merecido la pena», se dijo.

Alonso se detuvo en el umbral de la puerta a contemplar a Ana, ensimismada en sus pensamientos e iluminada por el rectángulo de sol que penetraba por la ventana. Se acercó, procurando no hacer ruido, y le dio un beso en la oreja.

Al sentir el cosquilleo de sus labios, ella sonrió.

—Tengo buenas noticias, esposo.

El joven levantó una ceja intrigado.

—¡Este mes hemos sacado buenos dineros de la venta de los cochinos!

No era la noticia que Alonso anhelaba, pero se sentía orgulloso de la tenacidad que Ana ponía en los negocios.

—No esperaba menos de una organizadora tan sagaz —contestó.

—¡Con ese dinero podemos adquirir este mes otras dos docenas de cochinos, Alonso!

El joven se mordió los labios. No sabía cómo contarle a Ana el proyecto que tenía en la cabeza desde hacía meses. Presumía que a ella no le iba a gustar y se había ido retrasando demasiado en hablarle de él.

Su mujer malinterpretó su silencio.

—¿No te parece buena idea comprar más marranos? —Lo miró recelosa.

—Sin duda lo es… Pero si queremos prosperar, hemos de… diferenciarnos del resto de los ganaderos de Asunción. Deberíamos criar vacas… de buena raza. Seis buenas vacas gallegas nos permitirían hacernos con toda la producción de carne y leche en pocos años.

—Si encargamos esas vacas, lo más probable es que jamás lleguen a Asunción…, o al menos a nuestras manos. Otro comerciante podría encapricharse de ellas y ofrecerle un poco más de dinero al capitán, quien nos diría que las vacas murieron durante la travesía o cualquier otro cuento por el estilo. ¡Perderíamos el dinero y las vacas!

—Por eso debería ir yo personalmente a buscarlas.

A Ana se le aceleró el corazón. Hacía nada que se habían casado y su marido pretendía marcharse Dios sabe para cuánto tiempo.

—¡Ese viaje es demasiado largo, esposo! —replicó airada—. Esperar un barco que te lleve a Sevilla, cruzar la Península hasta Galicia y hacer el camino de vuelta con el ganado te tomaría no menos de dos, quizá tres años.

—Desde la capitanía portuguesa de San Vicente Santos zarpan muchas naos hacia Lisboa.

—¿Y…?

—Fray Xoán Menéndez Varela, el prior de Caaveiro, que fue como un padre para mí, me escribió hace unos meses diciendo que lo iban a trasladar a Lisboa. Le pedí que llevara seis buenas vacas gallegas… y ya están allí.

Ana abrió los ojos como platos.

—¿Y has tomado la decisión de ir a Lisboa a buscarlas sin decírmelo?

Alonso tragó saliva.

—Me acabo de enterar de que mañana parte una caravana desde Asunción a la capitanía portuguesa de San Vicente. Desde allí tomaré el barco a Lisboa. Solo tardaré poco más de un año en regresar.

—Has urdido ese plan a mis espaldas, sin pedirme opinión… Creía que era para ti algo más que una esposa obediente. Pensaba que me considerabas tu igual, que tenías en cuenta mi parecer… —Se le quebró la voz.

—Quizá nuestro bienestar futuro dependa de este negocio, Ana. Si todo sale bien…

—¿Y si sale mal? ¡Puedes no regresar nunca! —Le temblaban los labios y él la atrajo hacia sí y la abrazó. Pero ella se soltó con brusquedad—. Tú y yo conocemos mejor que nadie los peligros de la travesía, Alonso. ¿Qué sería de mí si no volvieras?

—He de intentarlo. Si logro traer esas vacas, nos convertiremos en los ganaderos más prósperos de Asunción… Seremos alguien en esta ciudad.

—¡Ya somos alguien, Alonso! ¡Somos un matrimonio feliz! O eso creía yo. —Él intentó balbucear una protesta, pero su esposa añadió—: Veo que estaba errada.

Su esposo se limitó a mirarla con tanta aflicción que Ana se arrepintió de su brusquedad.

—No corras ese riesgo, por favor. Tenemos más que suficiente para vivir con decoro. ¡Quédate!

—Das por hecho que lo que tú deseas lo deseo yo también. Pero por mucho que te quiera, tengo empeños distintos a los tuyos. Y si no me dejas llevarlos a cabo…

—¡Jamás te he prohibido nada!

—¿Sabes qué se dice de mí en Asunción, Ana? Que soy un bastardo sin nombre ni fortuna que se casó con una hidalga de la expedición de Mencía de Calderón. ¡Una dama destinada a contraer matrimonio con los hombres más prominentes de la conquista! Necesito ganarme el respeto de esta ciudad. ¿Es que no lo entiendes?

Ella se enojó.

—¡Te creía distinto, por eso me casé contigo! ¡Pero ahora me doy cuenta de que eres como los demás hombres! ¡No piensas más que en el dinero y la posición! A mí lo mismo se me da que seas villano o hidalgo. Pero has de saber que me opongo a que te vayas. ¡Y si lo haces, tendrás que atenerte a las consecuencias!

Alonso no esperaba una reacción tan acalorada y se enfadó también.

—¿Qué consecuencias? —preguntó desafiante.

—Las damas castellanas escasean aquí y, si te demoras más de lo razonable, no tardaré en encontrar un caballero dispuesto a desposarme.

Alonso enrojeció de rabia. ¿Por qué Ana no se ponía en su lugar? En Asunción, en el Nuevo Mundo, se admiraba a los hombres arrojados, valientes, despiadados. En una palabra: a los conquistadores. Él apenas sabía manejar la espada y se sentía incapaz de explorar nuevas tierras, y menos de matar o robar a los indios… Pero poseía un olfato innato para los negocios. Cualidad que le podía llevar a conseguir una fortuna si sabía aprovechar las oportunidades que se le presentaran.

—¿Por qué siempre se ha de hacer tu voluntad, Ana? ¿Acaso no tengo yo derecho a cumplir mis sueños? Son tan buenos o mejores que los tuyos.

—¿Eso piensas? Pues… vete. ¡Vete ahora mismo!

—¿Me estás echando de casa? —Alonso no podía creerlo.

—Dormirás más cómodo en la posada, sin que te perturben los reproches y lamentos de tu necia mujer. Porque te vas mañana, ¿no?

—Sí.

Ana se volvió para que Alonso no viera sus lágrimas.

Él reparó en los cojines esparcidos por la tarima del estrado. La tarde anterior habían retozado sobre ellos. Habían empezado haciéndose cosquillas, sin otra intención que jugar. Luego, pasaron a los besos y a las caricias… Pero incapaces de contenerse, yogaron allí mismo, sin importarles que los criados pudieran entrar y sorprenderlos. Nunca antes habían hallado tanto placer el uno en el otro. ¡Y tan al unísono! Pese a lo disgustado que estaba, su sexo se irguió al recordarlo.

—Ana, yo… —Intentó decirle que la amaba, pero no se atrevió. En su lugar, habló de cosas cotidianas—: José y Faus se encargarán de los cerdos y de la huerta durante mi ausencia, ya he hablado con ellos… Me llevaré casi todo el dinero de la caja, lo puedo necesitar para el viaje…

Ella asintió sin mirarle.

—He apalabrado la venta de dos lechones y tres marranos para el mes que viene, así que no tendré problemas de dinero —dijo.

—Si precisas otra clase de ayuda, pídesela a Mencía. —Trató de buscar la mirada de su esposa, pero ella le volvió la cara—. Intentaré regresar lo antes posible, Ana. ¡Lo juro!

—Eres libre de tardar lo que te plazca. ¡A mí no me importa!

Alonso salió de la habitación dando un portazo. La sangre se le agolpaba en las sienes. Lo único en esta vida que le era caro, el amor de su esposa, parecía haberse arruinado en un momento.

Ana se obligó a tragar aire. La cólera no la dejaba respirar.

«¿Es que no se percata de que no puedo vivir sin él? ¿De que no deseo riqueza alguna si corro el riesgo de perderlo?». Sintió el impulso de salir tras él, de detenerlo, pero se contuvo. Había luchado mucho por ser una mujer sin ataduras, por valer al menos lo mismo que un varón, por que su opinión fuera tenida en cuenta, y no iba a plegarse a los antojos de un hombre que no se había molestado en pedirle parecer sobre un viaje que les atañía a ambos. Aunque ese hombre fuese Alonso… ¡y lo quisiera más que a su vida! Pasó la mano por sus mejillas y se sorprendió al notarlas húmedas: estaba llorando.

Eran muchos los viajeros que habían llegado esa tarde para incorporarse a la expedición que al amanecer saldría con destino a San Vicente, y la venta estaba a rebosar. Bajo los soportales del patio, los huéspedes, excitados por la próxima aventura de cruzar la selva, jugaban a las cartas, juraban y cantaban a voz en grito. Tan solo un hombre, sentado en la penumbra, parecía ajeno al bullicio.

—¿Tomará vuestra merced una escudilla de sopa antes de acostarse? —le preguntó el posadero.

Alonso no recordaba haber sentido una congoja tal desde que, nueve años atrás, se había visto obligado a huir de Galicia, abandonando a su madre enferma, aunque presentía que jamás volvería a verla, como así fue.

—No… No tengo apetito.

—¿Y una chipá? ¿No os apetece? —insistió. Desde la cocina llegaba a ellos el aroma de las tortas de harina de maíz o mandioca y queso.

—No, no comeré nada, gracias.

El posadero le lanzó una mirada de reproche.

—¿Os traigo entonces una jarra de vino?

—Bueno…

A Alonso le parecía increíble que la sólida relación que Ana y él habían construido hubiese acabado esa mañana por una disputa. Estuvo a punto de renunciar al viaje y volver junto a su esposa. Pero, tras reflexionar, llegó a la conclusión de que, si renunciaba a sus sueños, la infelicidad que eso le provocaría acabaría separándolos igualmente. «Lo que tenga que ser será», pensó.

—Son tres maravedíes —dijo el posadero poniendo sobre la mesa una jarra de vino bautizado varias veces.

Alonso se los dio.

—¿A qué hora sale mañana la expedición a San Vicente?

—A la del alba.

—Despertadme una hora antes. ¿Podéis conseguirme papel y recado de escribir? Necesito escribir un billete a mi mujer y un mensajero que se lo lleve.

—¿A estas horas?

—Vivo cerca, a menos de diez calles de distancia.

—¿Vivís en Asunción y habéis venido a pasar la noche a la venta?

—Sí. Os parecerá una locura…

—Cuando estoy entre locos, me hago el loco —masculló el posadero alejándose.

Cuando regresó con el recado, Alonso escribió un billete a su mujer comunicándole que la expedición partiría al amanecer del arroyo de los Patos.

Esa noche falleció Domingo Martínez de Irala, el gobernador de Asunción. Alonso no lo supo hasta que, al alba, se unió a la caravana formada por cien indios y veinte españoles, que se disponía a atravesar las casi cuatrocientas leguas de selva que separaban Asunción de la capitanía portuguesa de San Vicente. Santos, el puerto de dicha capitanía, lo vería embarcarse en la primera nao que zarpase para Lisboa.

Antes de emprender la marcha, miró por última vez hacia atrás. Ana no había ido a despedirle. El gallego apretó los puños y trató de acopiar fuerzas tanto mentales como físicas. Le iban a resultar imprescindibles para afrontar el largo y arduo viaje que le esperaba.