CIUDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD Y PUERTO DE LOS BUENOS AYRES
Buenos Aires. Mes de diciembre del Año del Señor de 1587
Las tres naos arribaron de amanecida a la desembocadura del Riachuelo, y en cuanto fueron avistadas, se dio aviso de su llegada a la población con repique de campanas y tambores.
Era un acontecimiento que casi nadie quería perderse, y la mayor parte de los vecinos de la Trinidad —o Buenos Aires, como la llamaban todos ya desde la primera fundación—[1] corrió al Riachuelo de los Navíos, el único canal con profundidad suficiente para que las naos pudieran fondear.
Una hora después, Manuela de Lanzós, una joven de cabellos rubios, se abría paso con determinación entre la variopinta muchedumbre de indios, españoles, portugueses, mestizos y africanos que se apiñaban expectantes en la orilla del Riachuelo, donde las naos acababan de echar anclas. Al contrario que a la mayoría de los allí presentes, a ella no la guiaba la curiosidad por ver desembarcar a los viajeros ni lo que estos traían de las Españas; había ido a buscar al hombre que amaba para comunicarle algo muy importante.
Llegó a un punto en que no podía seguir avanzando e, incapaz de dominar su impaciencia, la muchacha se puso de puntillas para tratar de ver por encima de los hombros de unos altos querandíes[2] que tenía delante. Y así descubrió a su amado, en la segunda fila de curiosos que aguardaban junto a la orilla.
—¡Mario! —lo llamó.
Él no la oyó.
—¡Mariooo! —insistió gritando a todo pulmón.
Tras mirar en varias direcciones, el muchacho atisbó a unas quince varas de distancia la rubia cabeza de su amada entre los dos indios.
—¡Manuela! ¿Qué haces aquí tan temprano?
—¡Mi padre llegó anoche de Asunción! Le he dicho que nos amamos y quiere conocer… —Al percatarse de las medias sonrisas, entre comprensivas y burlonas, de los que estaban a su alrededor, la muchacha calló y aguardó a que Mario se acercase.
Era un joven moreno, muy gallardo, con una larga coleta que le llegaba hasta la cintura. Vestía un coleto de cuero, y llevaba una manta india cruzada al pecho.
—Estoy esperando dos vacas de buena raza que encargué —le explicó a Manuela en cuanto la tuvo a su lado.
—Mi padre también ha venido a Buenos Aires a recoger ganado.
—Seguro que no serán solo dos vacas.
La muchacha hizo un mohín.
—Son unas cuantas más… El caso es que le hablé de ti y quiere conocerte.
—¿Crees que le gustaré?
—¡Mucho! Es una pena que mi madre haya tenido que irse al Perú. También a ella le habrías gustado.
—Pero… —titubeó— soy un mancebo de la tierra, un mestizo, y ellos están entre los comerciantes más prósperos del Río de la Plata.
—Mis padres juzgan a las personas por sus prendas, no por su cuna. Mi padre también es un bastardo, y aun así, mi madre, una hidalga extremeña, se casó con él. Vinieron juntos al Nuevo Mundo en la expedición de las mujeres.
—¿La de Mencía de Calderón? ¿La Adelantada? —se asombró Mario, pues, aunque habían transcurrido más de treinta años desde entonces, aquel mítico viaje aún se comentaba con admiración en toda la cuenca del Río de la Plata.
Manuela asintió con una mueca de orgullo.
—Cuando nos casemos, pide a mis padres que te cuenten cómo fue la travesía. Protagonizaron la hazaña más increíble que puedas imaginar.
Los estibadores se habían aproximado con sus botes a los costados de las naos y se disponían a desembarcar a los agotados viajeros que, ansiosos de pisar tierra firme, se agolpaban junto a la borda.
Cuando el primer bote lleno de pasajeros puso rumbo a la orilla, Mario ayudó a Manuela a subirse a una piedra para que pudiera verlos.
La joven distinguió a cuatro mujeres entre los recién llegados. Imaginó que se trataba de damas de calidad, pues iban vestidas y peinadas como para asistir a una fiesta. Sus padres le habían explicado que, en España, las damas e hidalgos adinerados se ponían sus mejores ropas para viajar.
«Será para que no los confundan con gentes inferiores», pensó. Había nacido en el Nuevo Mundo, y muchas costumbres de la metrópoli le parecían desatinadas.
Cuando el bote alcanzó la orilla, los estibadores colocaron una rampa para que las viajeras pudiesen descender sin tocar el agua. Manuela las contempló con curiosidad. Las gorgueras envolvían los rostros de aquellas mujeres en una nube de encajes delicadísimos, y sus vestidos, adornados con brocados, tenían un corte exquisito.
—¡Nunca se han visto en estas tierras trajes tan soberbios, ni llevados con tanta majestad! —exclamó, rendido de admiración, un hidalgo canoso que estaba a su lado.
Al fijarse en las mangas remendadas del hombre, sus calzas sueltas y su gola lacia, sedienta de almidón, Mario tuvo que esforzarse para no reír. En cambio, Manuela pensó que estaba en lo cierto. Los vestidos de aquellas damas eran impresionantes, y ellas los movían con el sosiego, la altivez y la gracia que daban fama a las españolas. «Los aros o verdugos les mantienen rígidas las faldas, y por eso al caminar se bambolean como campanas», pensó. Y se dijo que a doña Isabel de Contreras, su madrina, le hubiera agradado mucho el porte de las recién llegadas. Sin embargo, conforme las viajeras se iban acercando, su admiración por ellas comenzó a desvanecerse. Caminaban hieráticas, ausentes…, sin mostrar curiosidad por las gentes o el lugar al que acababan de arribar, como si en vez de mujeres fueran esas muñecas que, según su madre le había contado, se usaban para mostrar los célebres vestidos de las españolas en las cortes europeas.
Una de las damas trastabilló dejando al descubierto sus chapines de una cuarta de altura.
—¡Válgame el cielo! —exclamó Manuela sin poder contenerse—. ¿Habrán cruzado el océano calzadas y vestidas de esa guisa?
—¿Nunca antes habías visto a una auténtica dama española, manceba? —la increpó el hidalgo canoso con marcado desdén.
Manuela iba a replicar con malos modos, pues aquel hombre la había ofendido a sabiendas al llamarla manceba, pero Mario, que la conocía bien, se apresuró a cambiar de tema.
—¿Sabe doña Isabel que has venido a ver la llegada de las naos? —le preguntó.
—No. Estaba en cama cuando salí, y como no pensaba entretenerme mucho…
—Será mejor que regreses ya.
—¿Cuándo vendrás a conocer a mi padre?
—Esta tarde, después de acomodar el ganado. Le presentaré mis respetos… y, si se muestra propicio, le pediré tu mano.
—Se mostrará, no te preocupes. Ya he hablado con él. —Se besó la punta de los dedos y rozó con ellos los labios de Mario.
El hidalgo resopló ruidosamente para poner de manifiesto su desaprobación ante tan desvergonzada muestra de cariño.
—Nuestras mujeres están perdiendo el decoro en estas tierras —masculló al no recibir ningún asentimiento por parte de los que estaban alrededor—. ¡Pronto no se distinguirán de las indias!
Por fortuna, Manuela se había alejado lo suficiente como para no oír tan malicioso comentario.
«Este muerto de hambre ignora que, de haberlo escuchado, Manuela habría sido muy capaz de retarlo a duelo», pensó divertido Mario mientras contemplaba embelesado el donaire con el que la joven se abría paso entre la multitud. ¡La amaba tanto!
Aunque estaban a primeros de diciembre y aún no había entrado el verano, hacía un calor pegajoso. A lo largo del día empeoró, pues el cielo se fue cubriendo con una espesa losa de nubes que provocaba un bochorno exasperante.
Poco antes de la hora de vísperas, Mario Rocamunde se presentó en la casa de doña Isabel de Contreras, donde Manuela se alojaba desde hacía más de un año. Era la hacienda más importante de Buenos Aires, ya que había pertenecido nada menos que a Juan de Garay, el refundador de la ciudad y difunto yerno de doña Isabel.
Antes de llamar a la puerta, Mario revisó su atuendo. Había pedido prestada una capa y se había puesto su mejor traje: un jubón y unos muslos de un color verde algo deslucido por el uso. Aun así iba en piernas, es decir, sin medias, pues hacía calor y, acostumbrado a andar más entre indios que entre españoles, no veía la necesidad de soportar inútiles incomodidades. Ahora lo lamentaba. «Debería habérmelas puesto, y también haber pedido prestada una gorguera», se dijo. Nunca había pisado el hogar de una dama de tanta calidad como doña Isabel de Contreras, y no quería causarle mala impresión. Y mucho menos a Alonso de Lanzós, el padre de Manuela. Buscó el pañuelo que había escondido entre la borra que rellenaba sus calzas y se lo pasó por la cara para limpiarse el sudor. A continuación, golpeó el portón con la aldaba.
Le abrió una vieja criada india, delgada como un junco.
—Buenas tardes, venía a…
La mujer dio un respingo y se santiguó.
—¿Ocurre algo? —preguntó Mario, sorprendido de su reacción.
—Perdone vuestra merced —se disculpó la mujer al tiempo que hacía una genuflexión a modo de saludo—. Me ha parecido ver a… un fantasma. Cosas de viejas… Mario Rocamunde, ¿verdad?
El joven asintió desazonado. «¡Empezamos bien! No le gusto ni a la criada».
La india le facilitó la entrada al zaguán que se abría a un patio con soportales construido con vigas de madera. Mario siguió a la criada por los suelos entarimados. Debido a la escasez de piedra que sufría Buenos Aires, el edificio estaba construido principalmente de adobe y madera, pero no por ello desmerecía. Constaba de dos pisos edificados en torno al enorme patio en el que se hallaba, lleno de plantas olorosas y hermosísimas flores. Detrás, circundando un segundo patio, se situaban los establos, las viviendas de los criados y los almacenes.
Mientras, la madrina de Manuela charlaba con Alonso de Lanzós en el corredor del primer piso.
Doña Isabel, una anciana delgada y frágil, vestía un elegante traje negro con adornos de azabache, y llevaba el cuello ceñido con una gorguera de exquisitos encajes.
Las ropas del padre de Manuela eran bastante más sobrias, aunque de buena calidad. Alonso era un cincuentón sosegado, de mirada inteligente y cabellos ya más blancos que rubios.
—Alonso, ¿te parece bien que recibamos a ese mancebo en mi estrado? Al fin y al cabo, pronto formará parte de la familia —dijo doña Isabel con una media sonrisa, al tiempo que jugueteaba con el dije de oro que llevaba al cuello.
Para una dama española, el estrado era un espacio íntimo al que accedían pocos hombres, tan solo los de la familia o los amigos más queridos.
—Por supuesto que sí, amiga mía. Gracias —contestó Alonso, complacido por la deferencia.
La dama lo condujo a su aposento, que estaba en el mismo corredor. Al entrar, Alonso vio a su derecha una cama con dosel, un arcón de ropa y una mesita con aguamanil y espejo para el aseo. A la izquierda se situaba el estrado, que se elevaba un par de palmos sobre el suelo y estaba cubierto con una espesa alfombra. Encima había varios cojines, un par de sillas bajas, una mesita, una rueca, un bastidor de bordar y una caja de hilos. El sitio perfecto donde leer, coser, rezar o, como ahora, recibir a ciertas visitas.
Doña Isabel subió al estrado, acercó una de las sillas bajas que solían destinarse a los hombres y le indicó con un gesto que se sentase. Luego, ella misma tomó asiento a la manera morisca sobre uno de los cojines. «Sería más cómodo para una mujer de su edad sentarse en una silla, pero nunca lo hará, ya que en España no se estila», pensó Alonso.
—Mi esposa lamenta no haber podido acompañarme, Isabel. Me ha encomendado que os comunique las ganas que tiene de conocer a vuestro bisnieto.
La dama dejó escapar un profundo suspiro.
—¡Cómo pasan los años, amigo mío! Parece que fue ayer cuando llegamos al Nuevo Mundo, y hace ya más de tres décadas. Nos hacemos viejos…
—La disyuntiva es peor.
Doña Isabel rio la agudeza.
—Pues sí… Sospecho que Manuela tiene la intención de haceros pronto abuelos.
—Veremos cómo es ese mancebo. —Alonso se revolvió en la silla—. Manuela es juiciosa y discreta y, si ella lo ha escogido, será adecuado… Pero a un padre siempre le asaltan ciertas dudas.
El rostro de la dama se ensombreció.
—Casé a mis hijas según mi criterio… y no siempre con buen tino… —Cerró los ojos. Una mueca de dolor incontenible se extendió por su cara, intensificando sus arrugas. Al cabo de unos segundos, volvió a abrirlos. Estaban acuosos—. Elvira seguiría viva si no me hubiera empeñado en desposarla contra su voluntad… —musitó.
Alonso maldijo su torpeza por haber llevado la conversación por aquellos derroteros y haber suscitado en la dama el recuerdo de la muerte de su hija, acaecida veinte años atrás.
En aquel instante, Manuela entró y se dirigió al estrado con paso resuelto. Se había vestido de castellana, con un hermoso vestido azul, a juego con el color de sus ojos, que la favorecía mucho. Y llevaba el pelo recogido en tres rodetes, dos junto a las orejas y el tercero en la parte alta de la cabeza.
—¿No ha venido aún? —preguntó alegremente. Perpleja ante el gesto ensombrecido que mostraban tanto doña Isabel como su padre, añadió—: No os preocupéis. Puede que Mario no sea rico, pero es el mejor de los hombres: trabajador, discreto, valiente, leal… ¡En todo el Río de la Plata no podría hallar otro que me conviniese más!
Su entusiasmo recordó a Alonso que Ana y él habían disfrutado de un amor semejante. «Si veo que ese mancebo es capaz de hacer feliz a mi hija, no pondré ningún pero al matrimonio —pensó—. Bastante sufrimos nosotros porque su condición de hidalga impedía que se casara con ella un bastardo como yo».
—Mario Rocamunde acaba de llegar —anunció la criada desde la puerta con su peculiar acento. Llevaba treinta años con doña Isabel y seguía sin pronunciar las vocales con claridad. Cierto que la dama hablaba menos guaraní que ella español.
Doña Isabel se pasó el dedo índice por el borde inferior de los ojos para secarse las pestañas y, tras carraspear, dijo:
—Hazle pasar y sírvenos un agasajo, Yara.
Al llegar al borde del estrado, Mario hizo una reverencia con toda la gentileza de la que era capaz. Los frailes con los que se crio le habían enseñado a realizar este ceremonioso saludo, pero apenas había tenido ocasión de practicarlo. En el Nuevo Mundo, o al menos en el Río de la Plata, no se estilaban tales finezas entre los ganaderos.
Cuando el joven levantó la cabeza, se quedó estupefacto al ver el rostro demudado de doña Isabel y el gesto de sorpresa de Alonso.
—¿Quiénes son tus padres, mancebo? —le espetó la dama sin más preámbulos.
—Lo ignoro, señora —atinó a contestar Mario, agobiado por la sensación de que algo en él la había disgustado—. Me crie en Ko’ê, una reducción muy pequeña situada al sur de Asunción y dirigida por dos franciscanos. Me dejó allí al poco de nacer una muchacha india.
Yara entró con la bandeja del agasajo y la colocó sobre la mesita que estaba en el estrado.
Doña Isabel se revolvió en el cojín, y su vestido de seda crujió con fuerza.
—Mario no es un nombre usual en estas tierras. ¿Acaso tu padre era italiano?
—No lo creo. Fray Luis, uno de los franciscanos que me criaron, vivió en Génova antes de venir al Nuevo Mundo. Allí se hizo muy amigo de un hermano de la orden llamado Mario que murió de fiebres, y al que consideraba un santo. Me puso su nombre para homenajearlo.
—Entonces, ¿no sabes quién fue tu padre?
Manuela estaba atónita. No entendía por qué doña Isabel trataba a Mario con tanta insolencia. Y ¿por qué no protestaba su padre?
El joven se encogió de hombros.
—La muchacha que me abandonó en la reducción de Ko’ê dijo que yo era hijo de un blanco llamado Rocamunde —respondió visiblemente molesto.
—Rocamunde no es un nombre —le interrumpió doña Isabel—. Es un apellido… o un mote.
Mario se quedó pensativo. Nunca se le había ocurrido pensar que Rocamunde fuera un mote. Fray Luis le contó que había conocido en Sevilla a un marinero gallego que se apellidaba así, pero quizá lo había inventado, para restarle importancia al hecho de llevar un mote por apellido.
—Lo ignoro, señora —dijo al fin—. La muchachita que me dejó allí era casi una niña. Los frailes supusieron que había sido forzada por un español, lo que por desgracia es muy frecuente en estas tierras. No le preguntaron nada, ni le propusieron hacerse cargo de mí porque, debido a su tierna edad, la juzgaron incapaz de cuidarme. Me buscaron en un poblado cercano un ama de cría, que me amamantó… y fue mi verdadera madre.
—¡No entiendo a qué viene este interrogatorio! —terció Manuela contrariada—. Nunca os oculté que Mario es un hijo de la tierra… ¿Acaso no lo son la mayoría de los nacidos en el Nuevo Mundo?
Sin prestar atención a las palabras de su ahijada, la dama inquirió nerviosa:
—¿En qué año fue eso, mancebo? ¿En qué año te abandonó esa india?
—En 1557.
—Entonces, has cumplido los treinta… —intervino Alonso—. Ocho más que mi hija.
Mario notó que su frente se perlaba de sudor. No entendía el porqué de la animadversión que doña Isabel le mostraba. «Quizá piensa que no he recibido una buena educación. O que me guía el interés». Tragó saliva y dijo con voz grave:
—Soy un hombre de bien. Los franciscanos se encargaron de educarme cristianamente… y la india que me crio me dio todo el amor que se puede esperar de una madre. Amo a Manuela, y os doy mi palabra de que no ha sido el interés lo que me ha llevado a cortejarla. Aunque sea una de las herederas más ricas de Asunción…
—¿Cuándo viniste a Buenos Aires? —le interrumpió doña Isabel.
Mario se mordió los labios para no responder una inconveniencia. Se dijo que debía esforzarse en ser cortés con la madrina de su prometida. Era una anciana respetable, y quizá sus preguntas inquisitivas se debieran al mucho amor que profesaba a Manuela.
—Fui uno de los mancebos de la tierra que acompañaron a Juan de Garay en la refundación de esta ciudad. En el reparto de tierras e indios, me correspondió una chacra y dos guaraníes. Las vacas y el toro que compré entonces se han reproducido en abundancia gracias a los feraces pastos de estas tierras. —Se volvió hacia Alonso de Lanzós y añadió—: Si me concedéis la mano de Manuela, os prometo que nunca le faltará de nada… Trabajaré lo que sea preciso para…
Alonso le detuvo conmovido:
—A su madre y a mí nos basta con que la quieras y la cuides. Es nuestra única hija y nos gustaría que cuando desaparezcamos…
Doña Isabel se puso súbitamente en pie.
—Regresa mañana, mancebo —dijo—. Antes de darte una respuesta, es preciso que el padre de Manuela y yo esclarezcamos un asunto de suma importancia.
—Pero…
—Márchate ya —insistió doña Isabel—. Mañana recibirás las explicaciones pertinentes.
—Sí, quizá sea mejor que vuelvas mañana —atinó a decir Alonso, absolutamente desconcertado por la reacción de doña Isabel.
Mario los miró con altivez. Hacía seis años, los mestizos de Santa Fe se habían rebelado porque se sentían discriminados y querían poder acceder al gobierno y a las tierras en igualdad de condiciones que los nacidos en la Península. «Los españoles siguen sin enterarse de que, mal que les pese, tenemos más derecho a estas tierras que ellos», pensó. Como muchos otros mancebos de la tierra, había dejado a un lado los sentimientos de inferioridad. Se juzgaba superior a su padre español por ser nacido en el Nuevo Mundo, y a su madre india, por haber adquirido la cultura española.
Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta con un gesto de orgullo.
Manuela saltó del estrado y corrió hacia él con intención de detenerlo, pero Mario se apresuró a salir de la estancia.
La joven se volvió al estrado y miró fijamente a su madrina.
—¿Podéis contarme qué ocurre? —le preguntó—. ¿Por qué habéis tratado a Mario de esa manera tan…?
—Manuela, por favor, retírate a tu cuarto —replicó cortante doña Isabel—. He de hablar a solas con tu padre.
La joven interrogó a su padre con la mirada. Al ver que este asentía con un gesto, salió de la estancia malhumorada. Dio tal portazo que tembló la mesita del estrado y las confituras del agasajo se esparcieron por la alfombra. Ni su madrina ni su padre hicieron la menor intención de recogerlas.
Ya en la calle, Mario se percató de que tenía las palmas de las manos ensangrentadas. Se había clavado las uñas de tanto apretar los puños para reprimir la ira que había sentido en el aposento de doña Isabel.
«¡Qué equivocada estaba Manuela con respecto a su familia! No la dejan casarse conmigo porque soy hijo de una india. Por mucho que presuman de lo contrario, sus padres son como los demás españoles: solo les interesa el dinero y la hidalguía». Volvió a su casa dando un largo rodeo para aplacar la desazón que lo embargaba. Pocas veces se había sentido tan impotente y triste.
—¿Por qué habéis sido tan brusca con el mancebo, Isabel? —le reprochó Alonso en cuanto se quedaron a solas.
—¿Es que no te has dado cuenta? El parecido es asombroso.
La dama abrió la tapa del dije de filigrana dorada que siempre llevaba al cuello y le mostró el retrato de su difunto esposo.
—¡Fíjate bien, Alonso!
—Sí… Lo cierto es que se le parece mucho. Ya me había percatado…
—¡Es igualito a Juan! ¡Es hijo de mi difunto esposo! ¡No cabe duda!
—Sí…, claro…
—Sabía que mi marido tuvo tres hijos mestizos: Hipólito, Agustín y Juan. Por lo visto, no eran los únicos… Aunque Mario Rocamunde es diferente.
—¿Qué queréis decir?
—No parece hijo de una india… ¡No puedes permitir que ese Mario y tu hija se casen!
—¿Por qué, Isabel? Entiendo vuestro dolor, pero ¿qué culpa tiene él de lo que hiciera su padre? Aunque sea hijo de Juan de Salazar, parece un buen muchacho, cristiano y temeroso de Dios. No quiero privar a mi hija de casarse con el hombre al que ama.
—¡Estás ciego! ¡Nació en 1557! ¡Las fechas coinciden!
—¿Coinciden con qué?
—¿No recuerdas que te ausentaste de Asunción durante año y medio?
—¿Cómo voy a olvidarlo? Ana se oponía a que me fuera y tuvimos una tremenda disputa.
Entornó los ojos y se hundió en el recuerdo de lo acaecido treinta y un años atrás…