Estación de Madrid

Lunes, 20.35 h

El tren hizo su entrada en la estación de Madrid con los mismos bufidos de frenos y chirriar de ruedas que cuando llegó a San Lucas del Arenal unas horas antes. Apostados en diversos lugares estratégicamente escogidos, varios hombres uniformados aguardaron hasta que el morro de la locomotora quedó a pocos centímetros de los topes para acercarse corriendo al furgón de equipajes siguiendo las órdenes del que estaba al mando. En cuanto las puertas se abrieron, Eugenio Larraz fue el primer viajero en apearse de un ágil salto. Hecho esto, se dirigió a los recién llegados para darles instrucciones sobre cómo debían sacar los armarios de aluminio mientras el revisor retiraba los candados que aseguraban el portón.

Entretanto y dentro del tren, Pedro tuvo que ir a buscar al psiquiatra al aseo. Cuando lo encontró sentado en el inodoro, el hombre aún se encontraba aturdido y con la barbilla cubierta de baba a causa del sedante. Se sentía abochornado, tenía la cara roja hasta el nacimiento del cabello e insistió mucho en ayudarlo a regresar a su asiento, pero el psiquiatra lo miró entre espantado y enojado y prefirió ir por su propio pie hasta donde estaban su mujer y los niños, que se sorprendieron al verlo en aquel estado tan lamentable. Al principio se tambaleaba ligeramente, como si estuviese ebrio, mientras escuchaba, con la mirada perdida, las aclaraciones salpicadas de disculpas que le ofreció Pedro sobre lo sucedido y después las del revisor por no haber estado más vigilante. Sin embargo, se reanimó enseguida, en cuanto su mujer le dio a oler el contenido de un frasquito de amoniaco, y aceptó a regañadientes el torrente de disculpas de Pedro. Después, tras despedirse de él con un seco «Adiós, que le vaya bien» y de negarse a estrecharle siquiera la mano, comenzó a dar órdenes a los niños, todavía adormilados, y a sacar los equipajes.

Pedro se apeó entonces del tren con el bolso de Rosa colgado del hombro, su pila de periódicos bajo el brazo y la novela sobresaliendo de un bolsillo de la gabardina. Lo acompañaba el revisor, cada uno arrastrando una maleta por el largo andén, camino de las oficinas de la estación.

—Pobre hombre, ¡qué impresión tan mala se habrá llevado de mí! ¡Con lo simpático y lo amable que es! —comentó Pedro apesadumbrado—. No me extraña que ni siquiera haya querido darme su tarjeta…

—No se preocupe más por eso. Todos nos equivocamos alguna vez en la vida —lo tranquilizó el empleado ferroviario—. Ahora mismo llamaremos por teléfono para que alguien se acerque al apeadero y vaya a buscarla. No se imagina cuánto lamento no haberle hecho caso de inmediato, pero compréndalo… Al no ver a ninguna mujer y después de lo que me dijeron el maquinista y ese señor que es psiquiatra, llegué a pensar que usted había perdido el juicio, pero yo le aseguro…

El estrépito metálico e impersonal de la megafonía al anunciar la llegada de nuevos trenes y las voces de otros viajeros se superpusieron a las excusas casi lastimeras del revisor.

* * *

El psiquiatra y su mujer también se apearon del tren. Los niños los siguieron en fila india, obedientes como soldaditos, cada uno con su bolsa de viaje bien agarrada por su asa. Cuando Pedro hubo desaparecido con el revisor por unas escaleras, la mujer del psiquiatra miró con severidad a la muchacha adolescente, enarcó las cejas y frunció mucho los labios dilatando las aletas de la nariz. Al principio ella no reaccionó, pero luego, de mala gana, se sacó de uno de los bolsillos de la cazadora la pitillera de cuero de Rosa y el mechero dorado de gasolina.

—Guarda eso inmediatamente antes de que alguien te vea, Nuria. —La voz de la mujer sonó como la de un sargento—. Ya sabes que no me gusta nada que fumes y mucho menos que te lleves cosas que no son tuyas. En cuanto lleguemos a casa quiero que tires todo eso al cubo de la basura o, mejor aún, a la caldera.

La muchacha sonrió con cinismo y retó a la mujer del psiquiatra jugueteando unos segundos con la pitillera y el mechero a la vista de todo el mundo, pero ante la mirada dura de esta finalmente obedeció y los escondió en un bolsillo interior de la cazadora. Al abrir las solapas se escapó de debajo de la chaqueta el collar de extrañas piezas que colgaba de su cuello y ella se puso a toquetearlas. Sus dedos se detuvieron entonces sobre una de las piezas, muy similar en su forma a una llave para dar cuerda a un reloj o a un juguete, pero más grande y con un hueco triangular en el extremo del vástago, idéntico al de la llave maestra del tren.

—Y tú, Gerardo —habló la mujer con brusquedad al niño pequeño—, ¿cuántas veces tengo que repetirte que nunca debes aceptar caramelos de extraños? No sabes lo que pueden haberles puesto. Dámelos —alargó el brazo con la palma hacia arriba.

El niño le lanzó una mirada cargada de odio y le entregó con renuencia la bolsita de caramelos de anís que llevaba escondida en uno de los bolsillos del pantalón.

—No lo volveré a hacer —se disculpó tras agachar la cabeza y apretar los puños.

—Así me gusta. Ahora vámonos de aquí lo antes posible. Cuanto más tiempo pasemos en este sitio, peor.

El psiquiatra y su mujer se dirigieron hacia una escalera mecánica. Ella con paso firme, su bolsa de viaje medio vacía bien agarrada por el asa, y él, además de la suya, arrastrando un gran saco de nailon con ruedecitas en el que nadie del tren había reparado en ningún momento.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó ella en voz baja.

—Todavía un poco atontado, pero, por lo demás, estoy perfectamente.

—Deberías haberme despertado para que le pusiera yo la inyección a ese viejo imbécil. Tengo mucha más práctica que tú con pacientes difíciles.

—Lo sé, pero estaba muy preocupado y tuve que improvisar sobre la marcha. Temía que apareciese el hombre de las gafas en cualquier momento o, peor aún, el revisor. Ese maldito empleado casi me mata del susto cuando me contó que había llamado por radio a la policía. Me las vi y me las deseé para convencerlo de que retirase la denuncia. Imagina lo que habría pasado si llegan a detener el tren y se presenta la policía. Lo habrían registrado a fondo y ahora mismo estaríamos metidos en una celda.

—Nada de esto habría ocurrido si me hubieses hecho caso y hubieras convencido al revisor desde el principio de que era necesario sedar al viejo. Pero no, en lugar de eso te dedicaste a invitarlo a café y a seguirle la corriente después.

—Si hubiese hecho lo contrario, podría haber resultado sospechoso.

—Es posible —admitió la mujer con mal disimulada convicción.

—Y lo de la invitación me pareció lógico.

—De acuerdo, supongo que tienes razón. Espero que al menos no hayas dicho nuestros nombres reales en ningún momento, Héctor —cuchicheó ella con discreción.

—¿Me tomas por tonto, Julia? Simplemente le conté a ese viejo pánfilo que soy psiquiatra y tú enfermera.

—¿Alguna cosa más?

—Que teníamos una clínica psiquiátrica donde nos dedicábamos a tratar a niños con problemas…

—¡Pero cómo se te ocurre dar tantísimos datos! —interrumpió ella furiosa—. ¿No te das cuenta de que así podría localizarnos?

—No dije en ningún momento dónde está ni que lleva cerrada varios años. Para contar una mentira sin que te pillen hay que mezclarla con alguna verdad. Si quería entretenerlo en la cafetería del tren mientras los niños y tú actuabais, debía darle cháchara y fingir que somos personas corrientes sin nada que ocultar.

—Eso es cierto —concedió ella más calmada, y aminoró el paso para subir a la escalera mecánica con un saltito.

—¿Crees que sospecharán algo, Julia? —preguntó él con una leve nota de recelo en la voz mientras luchaba por mantener el equilibrio en la escalera sin soltar el saco.

—Lo dudo, Héctor. Hemos tenido muchísima suerte de que el tren fuese vacío. Gerardo lo exploró de arriba abajo en un momento para comprobar que no hubiese nadie, y los gemelos montaron tanto jaleo que el hombre de las gafas y el viejo salieron huyendo para no aguantarlos. Además, Nuria siempre lleva encima ese horrendo collar cargado de tuercas y armatostes raros. ¿Qué más se podía pedir? ¡Si hasta el nombre del apeadero parece puesto adrede! —ironizó ella con una mueca burlona.

—Supongo que tienes razón… Pero al hombre de las gafas se le podría haber ocurrido entrar en nuestro vagón en lugar de ir al baño mientras estuvimos parados en ese apeadero. Si no os hubiese visto a los niños y a ti, habría ido corriendo al furgón y habría descubierto lo que ocurría.

—Ya te dije que no lo haría.

—¿Cómo puedes saberlo con tanta seguridad?

—Porque solo estaba pendiente de que nadie lo reconociese, Héctor. Me di cuenta nada más verlo en la estación.

—Insisto en que podría haber ido al vagón.

—Ya me ocupé de que los gemelos vigilasen por turnos la puerta del baño, así que no le des más vueltas porque no ha pasado nada.

—¿Y la vieja…? Podría haber gritado…

—¡No digas más tonterías! Se veía a la legua que era una ingenua. Atraerla hasta el furgón fue la cosa más sencilla del mundo y Gerardo lo hizo estupendamente. «Señora, venga conmigo, por favor. Quiero enseñarle una cosa.» —la mujer imitó la voz del niño conteniendo la risa.

—Y tú eres una actriz consumada —sonrió el psiquiatra y saltó de la escalera al llegar a la planta superior de la estación—. Tuve que morderme los carrillos por dentro para no reírme a carcajadas cuando soltaste una lagrimita contando la triste historia del pobrecito Gerardo.

—Todos se tragan que es sordomudo. Lo tenemos muy bien ensayado.

—¿Cómo conseguiste que no abriese el pico? En casa habla por los codos.

—Les prometí un premio a él y a Nuria si se mantenían callados y fingían hablar por señas.

—Pues habrá que felicitarlos porque lo han hecho magníficamente.

—¿Ves como tengo razón y nadie se ha enterado?

—Ojalá no te equivoques, Julia. Esta vez nos hemos arriesgado demasiado. Una cosa son unos turistas extranjeros de San Lucas del Arenal o mendigos sin familia aquí, en Madrid; nadie puede relacionarnos con ellos. Pero una mujer que viajaba en nuestro mismo tren… Eso es harina de otro costal.

—¿Y qué querías que hiciésemos? Los niños empezaron a decirme en la estación de San Lucas del Arenal que la vieja olía muy bien.

—No sé… Sigo insistiendo en que todo esto podía haber salido fatal.

—¡Tenían hambre y estaban empezando a ponerse agresivos! El aire del mar les ha abierto el apetito mucho más de lo habitual. Cada vez son más voraces y eso me preocupa. A lo mejor deberíamos cambiarles la dieta por otro tipo de comida.

—Lo sé, Julia, pero sabes que la rechazan. De hecho, jamás pensé que se fijarían siquiera en una vieja correosa después de unos días a base de presas mucho más jóvenes y apetecibles.

—Pues habrá que buscar una solución, y pronto.

—¿Cómo puedes hablar de una solución cuando nuestro experimento está siendo todo un éxito, Julia? Hemos conseguido amansar a unos psicópatas peligrosos y agresivos criados sin que nadie les inculcase unas mínimas normas de comportamiento ni les enseñasen lo que son los remordimientos o los escrúpulos morales. Basta con que estén bien alimentados para mantenerlos tranquilos y que duerman como bebés. ¿Es que acaso no has visto cómo se han quedado fritos en cuanto han comido?

—Sí, pero cada día quieren más comida y cuesta más controlarles el apetito.

—De acuerdo, tienes razón —cedió él antes de añadir con recelo—, pero hasta que les cambiemos la dieta o busquemos una alternativa, deberemos ser más precavidos. Tarde o temprano algo fallará y tendremos a la policía encima.

—Hasta ahora siempre nos ha ido bien —afirmó ella con rotundidad, más para tranquilizar a su marido que porque creyese en lo que decía.

—Porque siempre actuamos lejos de la clínica, no en un tren cerrado.

—Es verdad… Pero imaginemos que esto ha sido igual que cuando cazamos en la otra punta de la ciudad.

—Eso espero, y también que no haya quedado ningún resto de la vieja en el furgón de equipajes. No podemos confiarnos y tú estás volviéndote muy descuidada, Julia. Hoy te has dejado una pieza de uno de sus pendientes en el suelo. No entiendo cómo el pánfilo del marido no se ha dado cuenta de que me cambió la cara en cuanto la vi. Si fui con él al furgón fue en parte para comprobar que no había nada más.

—¿Estaba limpio? —titubeó ella.

—Hasta donde yo alcancé a ver sí.

—Lo siento. No sé cómo pude pasar esa pieza por alto. Debieron ser las prisas.

El psiquiatra se limitó a soltar un leve bufido para mostrar su enfado.

—De todos modos, puedes estar tranquilo, Héctor. Puse un plástico en el suelo como me has enseñado y estoy acostumbrada a limpiarlo todo a fondo. Además, ya sabes que los niños tienen buen apetito y comen deprisa. Cuando estemos en casa se terminarán lo que ha quedado y nos desharemos del resto. —La mujer del psiquiatra dirigió los ojos al gran saco de nailon con ruedecitas que arrastraba su marido.

—Espero que acabemos pronto en el sótano.

—Yo también lo espero. No te imaginas las ganas que tengo de darme una buena ducha y de quitarme esta ropa ridícula y la peluca. Me pica la cabeza.

—A mí tampoco me gusta esta ropa, pero si nos vestimos así es para que nadie se fije en nuestras caras ni nos reconozca.

—Quizá deberíamos pensar en mudarnos de ciudad… —sugirió ella.

—¿Adónde?

—Podríamos ir a Valencia o, mejor, a Barcelona. Es lo bastante grande como para pasar desapercibidos, y siempre me ha gustado el mar.

—Demasiado cerca de Madrid —respondió el psiquiatra torciendo la boca—. Convendría buscar un sitio aún más alejado.

—¿Se te ocurre alguno?

—Buenos Aires o Ciudad de México. Allí podríamos empezar de cero. Aún nos queda mucho dinero de la millonaria.

—Es una posibilidad, Héctor… Así también mataríamos dos pájaros de un tiro. Nos quitaríamos de en medio y despistaríamos a sus sobrinos. Siempre han sospechado que le lavamos el cerebro a su tía para que nos nombrase sus herederos universales… No me fío de ellos. Hace mucho tiempo que no hemos vuelto a saber nada de sus abogados.

—Lo hablaremos en casa.

—De acuerdo —asintió la mujer antes de girarse y dirigirse a los niños—. ¡Y vosotros, caminad más deprisa o no llegaremos nunca al coche!

Los dos continuaron andando sin apresurarse, con los niños a la zaga. En su camino hacia la salida de la estación se cruzaron con otros viajeros que apenas les dedicaron una mirada o ni siquiera repararon en ellos, como si fuesen una familia corriente y moliente recién llegada de vacaciones.