20.25 h

Acompañado por Pedro, Larraz se dirigió con paso decidido a la barra del bar y, únicamente moviendo los labios, sin hablar en voz alta, le preguntó a la camarera por el revisor. Esta señaló con el dedo índice la cortina negra que separaba la barra de la cocina, donde se había metido su compañero a beber un refresco y a comerse unas patatas fritas, que en esos momentos mordisqueaba con gran ruido de crujidos mientras echaba una ojeada a una revista.

—Buenas tardes —le saludó con formalidad el jefe de seguridad del Centro de Investigación Biológica Marina tras abrir de sopetón la puertecita que daba al pasillo y plantarse ante él—. La esposa de este caballero se ha perdido —prosiguió sin darle siquiera tiempo a devolver el saludo.

El revisor dio un respingo y lo miró con los ojos muy abiertos y la mandíbula rígida, llevándose una mano al pecho para dar a entender que se acababa de llevar una sorpresa mayúscula. A continuación hizo el ademán de hablar con la boca llena para acallar a aquel hombre que con tanta grosería había interrumpido su tentempié. Sin embargo, se lo pensó mejor, tragó ruidosamente y suspiró clavando los ojos en Pedro para hacerles saber que lo habían molestado.

—¿Así que también a usted le ha mareado con esa historia del fantasma de una mujer que nadie más que él ha visto en este tren? —preguntó mientras se sacudía a manotazos unas motitas de sal de la pechera de la chaqueta—. Y por lo que veo ha debido ser muy persuasivo porque ha conseguido que usted se ponga a buscarla —añadió con un deje de sorna que no pasó desapercibido para Larraz.

—Se confunde.

—Escúcheme, señor, este viajero sufre algún tipo de trastorno raro. Mire —hizo una breve pausa para frotarse con energía los dedos manchados de aceite con una servilleta de papel que cogió del armario de la cocina—, si no me cree, puede preguntar al viajero que va con una señora y unos niños. Es psiquiatra y me ha dicho que este señor ha debido quedarse viudo no hace mucho tiempo y aún no lo ha asumido. Escuche —dijo con amabilidad—: Estamos a punto de llegar a Madrid, así que le aconsejo que regrese a su asiento a recoger su equipaje y se olvide de todo este asunto absurdo de una mujer desaparecida.

—Le repito que se confunde. —El semblante serio de Larraz, impasible como una máscara, intimidó en cierto modo al revisor, que pareció achicarse por momentos—. Su esposa subió con él en San Lucas del Arenal y estaba en su asiento cuando salimos de allí.

—¿Así que lo ha convencido de eso?

—No ha hecho falta que me convenza de nada porque yo la he visto en carne y hueso. Si quiere, puedo describírsela.

El revisor contempló alternativamente a Pedro y a Eugenio Larraz con expresión de pasmo por lo que acababa de escuchar. No obstante, se recompuso de inmediato y adoptó el aire autoritario que le había abandonado unos instantes.

—Y si es real, ¿por qué no aparece en ningún sitio, eh? —argumentó—. Si estuviese en este tren, deberíamos haberla encontrado enseguida, ¿no le parece? Explíqueme si no cómo se esfuma una persona en un sitio cerrado —llevado por la vehemencia, elevó el tono de voz.

—Aclárenoslo usted —respondió Larraz sin alterarse.

—Oiga, yo mismo he acompañado a este señor de una punta a la otra del tren, he abierto todas las puertas y, aparte de la madre de unos niños, a los que incluso ha acosado, y de mi compañera, no hay ninguna otra mujer.

—Y sin embargo ha montado.

—¿Por qué ahora también lo dice usted?

—No porque yo lo diga, sino porque la he visto en la estación de San Lucas del Arenal, porque se ha montado, porque este señor es el padre de una empleada de la empresa donde yo trabajo y sé que su esposa venía con él.

—Ya veo. De modo que ustedes dos son amigos… —especuló el revisor.

—No somos amigos —replicó Larraz—. Pero conozco a este señor.

—Claro… ¿Y por qué no dijo antes que se conocían y que su mujer había desaparecido?

—Porque no sabía lo que había ocurrido.

—Claro… Casi olvido que lo más lógico es que cuando hay un problema la gente se quede callada hasta que termina el viaje —se burló el revisor cruzándose de brazos—. Y dice usted que subió al tren —añadió arrastrando las palabras.

—Sí.

—Y que usted la vio a bordo cuando ya estábamos en marcha…

—Como lo estoy viendo ahora a usted.

—Entonces explíqueme cómo ha desaparecido, si es tan amable.

—Bajándose del tren quizá —sugirió Larraz.

—O no habiendo montado jamás en él.

—Bajándose del tren en el apeadero donde estuvimos parados —insistió en su argumento Larraz como si fuese un auténtico detective de las novelas que tanto gustaban a Pedro.

—¡Por el amor de Dios, esto ya es el colmo! Ahora me vendrá con la idea absurda de que esa mujer se apeó para fumar un cigarrillo y el tren se marchó sin ella. —El revisor no pudo dominarse y dejó escapar un bufido encrespado.

—¿Qué tiene de absurda la idea?

—Que no se ha abierto ninguna puerta en ese apeadero. El maquinista nos lo ha confirmado personalmente a mí y a este señor.

—Me gustaría hacerle unas preguntas al maquinista.

—¡No puede distraerlo! El reglamento no permite que lo molesten mientras conduce. Además, estamos a punto de entrar en la estación. Espere a que nos hayamos detenido y podrá hablar con él todo lo que desee.

Larraz hizo una seña a la camarera, que se acercó y sacó de uno de los bolsillos del uniforme una pequeña cartera de cuero oscuro que abrió para mostrarle al revisor una tarjeta identificativa con su fotografía. Este se quedó perplejo al ver que se encontraba ante una agente ferroviaria.

—Será mejor que lo acompañe a la locomotora o tendré que hacerlo yo. —El timbre de voz de la camarera tenía implícita una advertencia sobre lo que sucedería si alguien osaba desobedecerla.

—Y este caballero vendrá con nosotros —añadió Larraz con el mismo tono que si él hubiese sido el superior del revisor para que este último también dejase ir con ellos a Pedro.

El revisor les pidió entonces sin rechistar que lo siguiesen hasta la locomotora. Todo su aplomo y su autoridad lo habían abandonado de sopetón, y sentía una mezcla de apuro, confusión y temor de haber infringido alguna norma que desconocía. Sin embargo, no dijo nada, enfiló por el pasillo del coche bar musitando todo tipo de excusas plausibles, atravesó el corredor de la locomotora tan deprisa como le permitieron los pies y abrió la puerta de la cabina del conductor echándose a un lado para dejar pasar a los visitantes.

* * *

Desde el asiento del maquinista se veía, a través del parabrisas, un entramado de vías, agujas, traviesas, postes para la catenaria, semáforos y señales. Era como un corredor jalonado por edificaciones moteadas con ventanas iluminadas. El maquinista había reducido la marcha del tren y el convoy avanzaba a paso de tortuga camino de la estación, produciendo de cuando en cuando ruidos semejantes a truenos al pasar sobre los desvíos.

—David, estos señores quieren hablar contigo —anunció el revisor y se quedó en el umbral de la puerta, atento a lo que se iba a decir dentro de aquella cabina.

El maquinista giró la cabeza y se limitó a encogerse de hombros. Después volvió a fijar la vista en las vías y las señales que tenía delante.

—Ahora estoy maniobrando para entrar en la estación. Tendrán que esperar a que estemos detenidos.

—No vamos a esperar. Esto es urgente —le espetó Larraz.

La contestación pilló desprevenido al maquinista. Quiso protestar, pero Larraz no se lo permitió.

—Hace un rato le dijo a este viajero que su esposa no ha podido bajar del tren, ¿verdad? —señaló a Pedro, de pie junto a él, expectante.

—Sí. —El maquinista no apartó los ojos de la vía.

—¿Cómo lo sabe?

—Ya se lo expliqué antes. Nadie puede abrir las puertas durante la marcha o sin que yo me entere —repuso el maquinista con fastidio y un leve encogimiento de hombros.

—Sin embargo, la esposa de este señor no está en el tren y estuvimos detenidos un rato.

—Sí, en el apeadero del Muerto.

—Y según usted las puertas solo se pueden abrir cuando el tren se encuentra parado —razonó Larraz.

—Sí. Y se cierran automáticamente antes de que el tren arranque —añadió el maquinista como un escolar que repite una lección aprendida de memoria.

De repente, Pedro rememoró con claridad todo lo que el maquinista le había explicado durante su primera visita a la cabina.

—Usted me aseguró que no había tocado en ningún momento el botón de apertura de las puertas. —Le tembló la voz, consciente de que se le escapaba un detalle importante sobre lo sucedido.

—No, por supuesto que no. —La voz del maquinista sonó como la de alguien que responde mecánicamente a las preguntas durante un examen.

—Pero reconoció que pueden abrirse desde dentro si, por ejemplo, se produce una emergencia.

—Y acaba de decir que se cierran antes de que el tren se ponga en marcha —Larraz comprendió adónde quería llegar Pedro.

—Sí…, así es —el maquinista vaciló al darse cuenta de cómo lo habían sorprendido mintiendo.

—Eso significa que si alguien hubiese salido en el apeadero del Muerto, las puertas se cerrarían al ponerse el tren de nuevo en marcha, ¿me equivoco?

—No, pero… Ya expliqué antes que si alguna puerta está abierta, se enciende este piloto. —Se inclinó el maquinista para señalar una bombillita de color rojo.

—Y usted lo sabría salvo que no esté mirando, ¿no es así?

El maquinista no contestó, sino que se limitó a expulsar aire ruidosamente por la nariz, poniendo los cinco sentidos en las vías que tenía delante y en la boca de la estación, que ya se divisaba a lo lejos.

—Responda —le ordenó en tono perentorio Larraz.

—Este tren es muy moderno y está automatizado. Recibe parte de las órdenes sin que yo tenga que hacer prácticamente nada.

—¿Eso quiere decir lo que estoy pensando? Usted no estuvo pendiente del tablero de control, ¿verdad?

—Antes de arrancar, la locomotora recibe siempre una señal del mando remoto y lo cierra todo —contestó el maquinista.

—Con lo cual, si hubo alguna puerta abierta en el apeadero del Muerto, la cerró él solo antes de echar a andar.

El maquinista meneó la cabeza de arriba abajo con indecisión.

—Y usted no se percató de nada sencillamente porque no estaba atento. Corríjame si me equivoco.

—No se equivoca —respondió el maquinista con voz trémula.

—Pero usted me aseguró que no se habían abierto las puertas. Incluso anduvo trasteando con los mandos del ordenador de a bordo para demostrármelo —se enfureció Pedro al darse cuenta de que lo habían engañado como a un bobo.

—Tiene usted razón. Le mentí. El ordenador de a bordo solo registra la velocidad de la marcha o las paradas. Pero no indica nada más.

—Pero… ¿por qué hizo algo así? —En la mente de Pedro se agolpaban mil y una preguntas—. ¿Por qué no me dijo la verdad?

—Porque soy nuevo en este trabajo. Aún estoy a prueba y esta mañana recibí órdenes de mis superiores para que extremase las precauciones durante este trayecto. Cuando llegamos al apeadero del Muerto me llamaron para notificarme que estaríamos allí detenidos durante quince minutos y yo… Me puse a escuchar música y me quedé traspuesto un rato. Me desperté cuando el tren ya había arrancado solo y sonó una alarma para que yo tomase el mando. Si hubiese reconocido eso ante usted, me sancionarían por haberme dormido y desatender mi puesto.

—¿Y cómo pensaba ocultarlo? ¿Qué pensaba hacer para que no se descubriese un descuido como ese? ¡Dígamelo!

—Desconectando el piloto.

—¿Qué?

—Sabía que en cuanto llegásemos a Madrid abrirían una investigación para esclarecer la incidencia con su esposa. Por eso, en cuanto se marchó el revisor de aquí la primera vez, aflojé la bombilla del piloto. Así podría alegar que no vi nada porque la luz no se encendió en ningún momento y achacarlo todo a un fallo eléctrico.

—¿Quiere decir entonces que ha manipulado los mandos del tren? —se indignó Pedro.

—He trabajado muchos años como mecánico y sé cómo se hace sin que nadie corra peligro —se defendió el maquinista.

—Entonces seguro que Rosa ha bajado a fumar un cigarrillo pensando que el apeadero era una estación y no le habrá dado tiempo a subir —murmuró Pedro—. ¡Ella y su manía de encender un pitillo en cuanto puede! Siempre le digo que tenga cuidado, que los trenes no esperan. Ojalá que no le haya sucedido nada.

—Lo siento —se disculpó el maquinista—. Sé que debería haber sido sincero, pero tuve miedo de perder mi puesto. Tengo una familia que mantener y…

—Si hubiese sido franco, todos nos habríamos ahorrado muchos problemas —le cortó Larraz reprendiéndolo con aspereza.

—Y Rosa no estaría en ese maldito apeadero, sola y muerta de frío sin un mal abrigo —añadió Pedro.

—No se preocupe por eso —trató de tranquilizarlo el revisor, azorado por el trato que había dispensado a un viajero y más temeroso que nunca de que interpusiese una reclamación contra el maquinista y contra él—. La puerta de la caseta siempre está abierta. Ya verá cómo se ha guarecido allí.

—¡Asunto resuelto entonces! ¡No había ningún misterio en la desaparición de su mujer! —sonrió Larraz satisfecho—. Enseguida enviarán a alguien allí y la recogerán. Mañana como muy tarde estará de nuevo con usted en casa.

—Supongo… —Pedro meneó la cabeza—. Aunque sigo sin comprender muy bien cómo ha podido hacer algo semejante…

—¿Hacer el qué?

—Bajarse del tren en ese apeadero.

—Para fumar un cigarrillo. Usted mismo lo ha dicho.

—¿Con el diluvio que estaba cayendo y sin un paraguas? Ahora que lo pienso mejor, no me parece muy lógico en Rosa…

—No le dé más vueltas —interrumpió el revisor al ver por el parabrisas de la locomotora que el tren ya estaba entrando en el andén de la estación—. Las explicaciones más sencillas suelen ser las acertadas. Yo mismo lo acompañaré a ver al jefe de estación y llamaremos a San Lucas del Arenal —se ofreció a continuación para hacerse perdonar—. Ahora salgamos todos de la cabina. Tenemos que recoger su equipaje y darnos prisa para que su mujer pase el menor tiempo posible en el apeadero.

—Sí, y también debería ayudarme con ese pobre psiquiatra que solo quería echarme una mano —continuó Pedro, vencido por el agotamiento.

—¿De qué está hablando? —El revisor enarcó las cejas sospechando que no iba a gustarle nada la respuesta que estaba a punto de oír.

—Lo encerré en el aseo averiado del último vagón.

—¿Qué?

—Es una larga historia… Se la contaré mientras vamos a ver al jefe de estación. Y también tendré que devolverle la llave maestra que le quité cuando amenacé con tirar del freno de emergencia.

El revisor se palpó los bolsillos de la chaqueta y, al percatarse de que estaban vacíos, lanzó una mirada aviesa a Pedro. Este hurgó en su rebeca y le entregó la llave con cara de no haber roto un plato en su vida.