El tren disminuyó la velocidad a medida que se aproximaba a Madrid. Por las ventanillas ya comenzaban a verse de vez en cuando taludes de cemento llenos de grafitis, los grupos de edificios y las naves industriales de los suburbios, hileras de farolas que derramaban luz anaranjada sobre carreteras por las que hormigueaban cientos de coches y decenas de cartelones publicitarios. Cada pocos kilómetros atravesaban una estación en cuyos andenes aguardaban viajeros con aspecto cansado que regresaban a sus casas tras una jornada de trabajo. Con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza gacha y la mirada perdida en el vacío, Pedro dio varios sorbitos a su café. Estaba dulzón y flojo, pero al menos lo reanimó un poco después del susto que se había llevado en el furgón de equipajes y lo sacó de su aturdimiento. El hombre de las gafas se bebió el suyo casi de un trago.
—Me llamo Eugenio Larraz —se presentó entonces ofreciéndole la mano—. Soy el jefe de seguridad del CIBMA, el Centro de Investigación Biológica Marina. Aunque eso ya lo sabe ahora.
—Sí, por supuesto, me lo ha aclarado en el otro vagón —dijo Pedro con una expresión en el rostro que reflejaba una mezcla de derrota y abatimiento—. Pero estamos a punto de llegar y aún no me ha explicado nada sobre esos contenedores.
—Lo que usted ha visto en el furgón de equipajes son peces piedra. Como le he dicho, es uno de los animales más peligrosos que se conocen. Su veneno es tan potente que puede matar a un hombre en solo unas horas o provocarle graves infecciones. En el CIBMA han estado investigándolos durante muchos años y hace poco tiempo consiguieron modificarlos genéticamente para que su veneno sirva como medicamento contra la enfermedad de Parkinson, ¿la conoce?
—¡Vaya una pregunta! ¡Cómo no voy a conocerla! Una de las maldiciones de llegar a viejo es que siempre acabas teniendo algún amigo o un pariente de tu edad que la padece.
—La sustancia que se extraerá de los peces que ha visto servirá para reducir casi al mínimo los temblores de quienes sufren esa enfermedad. Las ampollas de las neveras contienen veneno de peces piedra, pero muchísimo menos activo y destinado a ensayos clínicos.
—Imagino que mi hija debía referirse a esto cuando me habló de un experimento que tenían muy avanzado.
—¿Su hija se lo contó? —Eugenio Larraz, el que hasta hacía solo unos minutos había sido para Pedro el misterioso hombre de las gafas, se puso tenso.
—No me lo contó. Solo me dijo que estaban investigando algo muy importante, pero no reveló nada ni dio pistas en ningún momento. Puede estar tranquilo. Alicia sabe guardar un secreto si es eso lo que le preocupa.
Larraz pareció relajarse y continuó hablando:
—Teníamos que trasladar los peces y el suero a Madrid de una forma discreta. Hemos enviado tres camiones por distintas carreteras como señuelo, pero el material lo hemos cargado en este tren: el último expreso desde San Lucas del Arenal hasta la próxima primavera.
—¿Por qué tanta precaución?
—El CIBMA ha sufrido varios intentos de robo por parte de otras empresas de la competencia. Sabemos que una de ellas está investigando un medicamento muy similar desde hace años y anda pisándonos los talones. Por eso aconsejé el truco de los camiones. Toda cautela es poca.
—Comprendo —farfulló Pedro.
—En cuanto me dieron luz verde para hacer los preparativos del traslado, yo mismo me ocupé de comprar todos los billetes del tren para viajar solo.
—Eso explica el hecho de que, aparte de usted, no haya más viajeros que la familia de los niños, mi mujer y yo.
—¡Exacto! La idea era tener todo el tren únicamente para nosotros, quiero decir para los peces y para mí.
—¡Pero eso es carísimo!
—Más caro sería que nos roben los peces y el suero. Esta investigación ha costado muchos millones y no podemos permitirnos perder esa fortuna. Como le he dicho, hemos enviado tres camiones diferentes por carreteras distintas para despistar a cualquier posible espía industrial. Aconsejé el tren porque es un medio de transporte seguro y no se puede detener con la misma facilidad que otros vehículos. Es fácil asaltar un camión o una furgoneta fingiendo una colisión en carretera, pero no un tren como este. También les pedimos a las autoridades ferroviarias que pusieran alguien a mi disposición y me asignaron a la agente Díaz —señaló a la camarera, que desde la barra saludó con un gesto de la mano.
—Así que este tren… —Pedro no terminó la frase.
—Es ni más ni menos que un transporte. Y ahora que ya se lo he contado, dígame qué ocurre exactamente con su mujer, qué es esa historia de los traficantes de órganos y por qué la estaba buscando en el furgón de equipajes. Reconocerá que no es un sitio muy normal para hacerlo.
Por primera vez en mucho tiempo, Pedro tuvo la certeza de que alguien iba a creerle. Aquel hombre había visto a Rosa cuando la registró durante su visita al laboratorio e incluso recordaba su apellido.
—Ha desaparecido del tren ya en marcha.
—Eso es imposible. Desde que se montaron ustedes dos, ha estado cerrado en todo momento. La agente Díaz me comentó que el maquinista lo había confirmado.
—Y sin embargo ha sucedido. Todos creen que estoy loco, que me invento a una esposa para no aceptar que ha muerto.
—¿Inventársela? ¡Qué tontería! ¿Ha mirado bien en todos los coches?
—¡Por supuesto que he mirado bien! —A Pedro le indignó la pregunta—. ¿Por qué cree si no que me iba a meter en un vagón donde está prohibido entrar?
—Esto sí que es raro.
—Llegué a pensar que usted la tenía secuestrada.
—¿Yo? ¡Qué absurdo! —rio Larraz—. ¿Cuándo y cómo?
—Cuando estuvimos detenidos en un apeadero, al poco de salir de San Lucas del Arenal, usted salió de aquí. Pensé que Rosa debió ir a fumar un cigarrillo, que vio algo que no debía, y deduje que usted la tenía prisionera. Se me ocurrió que quizá había descubierto órganos humanos dentro de los contenedores y no podía dejarla marchar para que no dijese nada.
—En realidad fui a uno de los aseos de este coche a instalar un distorsionador de ondas.
—¿Un qué?
—Cuando compré los billetes del tren me informaron de que ya se habían vendido algunas plazas. Como no sabía quiénes serían los demás viajeros y no me fiaba de si podían estar en la nómina de alguna empresa de la competencia, traje conmigo un distorsionador de ondas para desactivar los teléfonos móviles. Iba a colocarlo nada más montar en el tren, pero antes quise consultar con la agente Díaz. Aproveché el rato que estuvimos parados para instalarlo detrás del espejo de uno de los aseos de este coche porque no había vibraciones.
A continuación, sacó del bolsillo el aparato parecido a un teléfono y se lo mostró a Pedro, que abrió mucho los ojos. De repente comprendió que el pitido intermitente que había escuchado cuando fue al aseo no eran figuraciones suyas.
—Después, he pasado todo el viaje tratando de evitar que me reconociese —prosiguió Larraz—. La seguridad es esencial.
—Claro, y yo me dejé llevar por mi imaginación y todo ese misterio de los turistas de San Lucas del Arenal.
—¿A eso se refería con lo de las personas desaparecidas y los órganos humanos? —preguntó Larraz.
—Sí.
—Un asunto bastante intrigante el de esos turistas. Pero no sé muy bien cómo lo relacionó conmigo.
—Las noticias han aparecido siempre en las páginas interiores del periódico y eso no es muy normal en un pueblo de veraneo donde ya no queda casi nadie. Lo lógico sería que hubiesen ocupado la primera plana y con grandes titulares. Estos días he estado leyendo una historia sobre tráfico de órganos y…, en fin. Supongo que até los cabos que no eran.
—Eso de los periódicos tiene una explicación —dijo de repente Larraz.
—¿Se refiere a que las noticias casi hayan estado escondidas?
—Sí. En cuanto el director del CIBMA supo lo que había ocurrido con la primera turista, habló con el dueño del periódico local para pedirle que no se le diese mucho bombo a la historia.
—¿Por qué?
—Si no recuerdo mal, esa mujer se esfumó de una manera muy extraña. Salió a pasear y no regresó. Lo más seguro es que se marchase de extranjis para no tener que pagar el hotel, pero algo así habría atraído la atención de todos los medios de comunicación sobre el pueblo tan solo una semana antes de que nosotros trasladáramos los peces y el suero. Después desapareció un joven buceador. Aunque fuese más explicable por el temporal, tampoco quisimos que se hablase de ello.
—Y supongo que con la muchacha del viernes pasado habrá ocurrido lo mismo —pensó Pedro en voz alta.
—Usted lo ha dicho. Pero todos terminarán por aparecer más tarde o más temprano…, como Rosa —apuntó Larraz.
—Pero entonces… ¿Usted ha visto a Rosa en el tren?
—Por supuesto. Montaron los dos justo después de que yo cargase los contenedores en el furgón de equipajes y se sentaron en los asientos del final del coche de primera clase. Lo recuerdo porque…
—¡Me dio un empujón al pasar! —exclamó de repente Pedro, que había olvidado aquel detalle.
—Eso es. Después, cuando arrancó el tren, me levanté para venir aquí a charlar con la agente Díaz y los vi entonces a los dos como lo estoy viendo a usted ahora.
Embargado por la emoción, Pedro sintió un nudo en la garganta. Por fin alguien podía corroborar lo que llevaba asegurando toda la tarde sin que nadie lo tomase en serio.
—¿Y no me oyó cuando le hablé al revisor?
Eugenio Larraz agachó un poco la cabeza.
—Tendrá que perdonarme, pero…
—¿Pero qué?
—Algo le oí.
—¿Y por qué no dijo nada? ¿Por qué contestó con un no cuando le pregunté si la había visto? Todo este tiempo me han tomado por un viejo senil. Incluso han intentado inyectarme un sedante creyendo que… —Pedro se calló y se quedó boquiabierto.
—¿Qué ocurre?
—El psiquiatra… —musitó colocándose la mano delante de la boca—. Lo he dejado fuera de combate, metido en el aseo. Tendrá que ayudarme a sacarlo de allí… Pero primero quiero que me explique por qué no le aclaró al revisor que Rosa sí había montado en el tren.
—Porque estuve pendiente en todo momento de que el tren no se detuviese y supuse que su mujer estaría en otro coche. Ya le he dicho que hay mucho dinero en juego y las vidas de personas enfermas.
—Todo eso me parece estupendo, pero usted no ha hecho bien su trabajo.
Larraz lo miró con perplejidad, aguardando una explicación que llegó más bien en forma de recriminación.
—Si tanto le preocupan esas puñeteras cajas, ¿por qué no ha ido en ningún momento al furgón de equipajes a comprobar que estaban allí? Si lo hubiese hecho, se habría dado cuenta de lo que ocurría y podría haberme ayudado confirmándole al revisor lo que yo llevo diciendo desde hace horas —se quejó amargamente Pedro—. Si yo tuviese que vigilar algo, me acercaría de vez en cuando adonde esté para asegurarme de que todo está en orden —añadió frunciendo los labios.
—No me ha hecho ninguna falta ir al furgón más que una vez durante todo el viaje y después, cuando usted trató de abrir una de las neveras, por la sencilla razón de que, en todo momento desde que me monté, he sabido que los contenedores estaban a bordo del tren y a salvo.
—¿Cómo?
—Los dos tienen instalado un chivato que me avisa en caso de que los abran o los desplacen un solo centímetro del lugar donde están. —Eugenio Larraz sacó un nuevo aparatito de uno de los bolsillos y lo mostró con orgullo.
—Por eso apareció usted enseguida cuando abrí el contenedor.
—Exacto.
—Pero en ese caso… Si Rosa no está en ningún vagón… ¿Dónde está entonces?
—No lo sé. Si ha registrado el tren y no está, eso significa que se ha bajado en algún punto del trayecto.
—El maquinista me ha asegurado que no. Para que Rosa saliese tendría que haber abierto una puerta y él me ha jurado que algo así habría quedado registrado en el ordenador de la locomotora.
Larraz se acarició la barbilla con el dedo pulgar y el índice, abismado en sus pensamientos.
—Venga conmigo —le pidió levantándose del taburete—. Tengo una ligera idea sobre lo que ha podido ocurrir y por qué no encuentra usted a su mujer.