20.10 h

Pedro se quedó petrificado al oír aquellas palabras y el tono tajante con que fueron pronunciadas. Aun estando de rodillas, las piernas le flaquearon y sintió cómo le subía desde el estómago hasta la garganta una náusea que a duras penas fue capaz de contener. Tras haber dejado al psiquiatra en el aseo, no había tenido la precaución de atrancar de alguna manera la primera puerta del furgón de equipajes ahora que no había nadie para vigilarla. Aunque eso no hubiese impedido el acceso a nadie, le habría dado tiempo para reaccionar en caso de que alguien intentase entrar y, sobre todo, le habría puesto sobre aviso. Había sido un imprudente, se reprochó.

—Ahora levántese y dese la vuelta muy despacio. No haga ningún movimiento brusco o disparo. No quiero heroicidades —ordenó la voz con firmeza.

Obedeció sin rechistar. Se puso de pie trabajosamente y se giró con lentitud. Ante él, a tan solo un metro, se hallaba el hombre de las gafas. Las seguía llevando puestas y también el abrigo con el cuello levantado. En una de las manos sostenía una pistola cuyo cañón de acero refulgía con un siniestro brillo amenazador bajo la luz de los tubos fluorescentes.

—Las manos arriba, donde yo las vea —prosiguió con mucha calma apuntándole con el arma.

Incapaz de contener el temblor que le sacudía hasta las entrañas, hizo lo que le ordenaban sin oponer resistencia ni atreverse a susurrar siquiera. El hombre de las gafas, en cambio, estaba sereno y en sus gestos no había atisbo alguno de nerviosismo.

—Y ahora dígame cómo ha entrado aquí y quién lo envía.

Pedro tragó saliva. Ahora se arrepentía de haber dejado fuera de combate al psiquiatra en lugar de haber tratado de razonar con él para evitar que le inyectase el sedante. En ningún momento se le había pasado por la imaginación que el hombre de las gafas pudiese estar armado. Quizá lo había pensado, pero había desechado la idea por cobardía o por ingenuidad. Y sin embargo se encontraba con él, en el furgón de equipajes de un tren casi vacío, desarmado. Nadie, a excepción tal vez de su cómplice, sabía que Pedro estaba en aquel lugar. Si le apetecía, podía matarlo allí mismo y ni el psiquiatra, drogado y encerrado en el aseo, ni su mujer se enterarían. Pedro y Rosa desaparecerían sin que nadie lo supiese.

Tenía que buscar como fuese una forma de ganar tiempo. Era posible que si entretenía al hombre de las gafas durante unos minutos, el tren llegase a Madrid, donde sería mucho más difícil deshacerse de él. Sin embargo, tampoco eso le garantizaría la supervivencia, porque el hombre de las gafas tendría varios compinches esperándolo en la estación. En cuanto estuviesen allí, ellos le ayudarían a deshacerse de un cadáver sin problema o los sacarían a Rosa y a él en cajones como los que había en aquel furgón de equipajes. No obstante, decidió intentar distraer al hombre de las gafas con la esperanza de ganar así algo de tiempo.

—Solo quiero recuperar a mi mujer —balbuceó e intentó moverse, pero los músculos no le obedecieron.

El hombre de las gafas pareció momentáneamente sorprendido por aquella respuesta, pero enseguida señaló con unos leves movimientos del cañón de la pistola uno de los lados del furgón.

—Apártese despacio de los contenedores sin hacer estupideces ni cosas raras o me veré obligado a disparar.

Hizo lo que le ordenaban sin rechistar y se desplazó arrastrando muy lentamente los pies sin bajar los brazos hasta sentir la pared fría en el costado.

—¿Cómo ha entrado aquí y quién lo envía? —el hombre de las gafas repitió la pregunta.

—He entrado porque estoy buscando a mi mujer —tartamudeó Pedro.

—Invéntese una excusa mejor o conteste antes de que se me agote la paciencia.

Pedro se sorprendió al oír esto último. Si mantenía encerrada a Rosa en el otro armario, por qué insistía en preguntarle quién lo enviaba. Además, al tenerlo cerca, su rostro le resultaba cada vez más conocido.

—He entrado con una llave maestra.

—¿Qué llave maestra?

—La que tengo en el bolsillo… Puedo enseñársela si no me cree. —Pedro hizo el ademán de bajar el brazo derecho.

—¡Quieto! —lo detuvo el hombre de las gafas.

A continuación se acercó a él encañonándolo y, sin quitarle ojo de encima, metió la mano en el bolsillo de la rebeca y rebuscó.

—¿Dígame de dónde la ha sacado? —inquirió tras sacar la llave maestra y retroceder unos pasos.

—Es del revisor.

El hombre de las gafas retrocedió unos cuantos pasos más sin perderlo de vista en ningún momento ni dejar de encañonarlo y cerró la puerta del compartimento con un golpe del hombro.

—¿Se la ha dado él? —preguntó entonces.

—No. Yo se… se la robé.

—De manera que el revisor no sabe nada.

—¡No! Se lo juro. —Por la mente de Pedro pasó la imagen del revisor rompiéndole el cuello o algo aún peor para demostrar a su cómplice que no le había entregado la llave.

—¿Y cómo ha entrado en esta zona del furgón?

—He abierto el candado… He ido probando las combinaciones hasta encontrar el número.

El hombre de las gafas pareció satisfecho con las respuestas.

—Ahora vacíese los bolsillos.

—No llevo nada.

—¡Vacíeselos y deje todo en el suelo donde yo lo vea! —alzó la voz lo suficiente como para imponerse.

Pedro sacó el teléfono móvil y los anteojos de lectura, flexionó las rodillas y los depositó junto a sus pies.

—Todo —ordenó el hombre de las gafas en tono cortante.

—No llevo nada más.

El hombre de las gafas se acercó y lo cacheó con destreza para comprobar que era cierto lo que decía. En cuanto hubo terminado, se alejó unos pasos, siempre con el arma apuntando al pecho.

—Escuche, por favor, ni Rosa ni yo diremos nada —farfulló Pedro con un hilillo de voz, muerto de miedo.

—¿De quién habla?

—De mi mujer.

—De modo que ella es su cómplice. Debí figurármelo —masculló el hombre de las gafas—. Ahora dígame quién los envía.

—Nadie, hemos venido solos.

—¡Miente!

—Se lo juro. —Pedro volvió a sentir que la angustia le cortaba la respiración.

—Ya veo que tendremos que interrogarlos cuando nos bajemos del tren.

—Escuche, por favor, solo déjenos marchar de aquí y yo le prometo que nos olvidaremos de su negocio en cuanto hayamos salido de este vagón.

—Mi negocio consiste en proteger lo que hay en esos contenedores de la gente como usted.

Pedro estaba aterrado y al mismo tiempo atónito por las respuestas. Sin embargo, debía continuar hablando para entretener al hombre de las gafas y tratar de convencerlo de que los dejase escapar, de modo que prosiguió:

—A nosotros no nos importa a qué se dedican usted y su organización.

—Salvamos vidas, y ustedes y quienes los envían están poniendo en peligro algo muy importante.

—Llámelo como quiera, pero déjenos ir. Solo somos dos viejos que no podemos hacer nada. No vamos a denunciarlos ni a decir nada. Se lo prometo.

El hombre de las gafas pareció sorprendido por la promesa de Pedro.

—¿Por qué iban a denunciarnos? —le espetó con una inusitada brusquedad—. Lo que hacemos es perfectamente legal. Somos nosotros quienes podríamos denunciarlo a usted y hacer que lo metan en prisión.

La rabia embargó a Pedro cuando oyó esto y le devolvió el coraje que hasta entonces lo había abandonado.

—¿Legal? ¿Denunciarme a mí? ¿Cómo tiene el valor de decir algo semejante? ¿Desde cuándo ha sido legal el tráfico de órganos humanos?

—¿De qué está hablando? —desconcertado por las palabras de Pedro, el hombre de las gafas alzó la voz.

—Secuestran a jóvenes y les extraen los órganos para venderlos en el mercado negro. ¿Acaso cree que vivo en otra época?

El hombre de las gafas se las quitó y le miró a los ojos. Su semblante era el de una persona perpleja. Pese a que su cerebro rebuscaba en cada rincón de la memoria la cara del hombre, Pedro no quiso detenerse ahora que, por fin, había logrado distraer por completo su atención.

—Imagino que utilizan contenedores del Centro de Investigación Biológica Marina como tapadera —prosiguió envalentonado.

—¿Es que acaso se ha vuelto loco o me toma por un imbécil? No trate de despistarme con una cortina de humo tan burda y dígame de inmediato para quién espían ustedes. ¿Quién los ha contratado para que roben los contenedores del Centro? O me lo cuenta ahora mismo o en cuanto lleguemos a la estación llamaré a la policía para que se los lleven detenidos.

—¿Espiar? ¿Contratados para robar los contenedores? —Pedro estaba atónito.

—No se haga el ingenuo conmigo.

De repente, recordó de qué le sonaba la cara, por qué le era tan familiar.

—¡Usted! —balbuceó y abrió mucho la boca—. Usted es quien supervisó al guardia que nos cacheó a Rosa y a mí el día que Alicia nos llevó a visitar el laboratorio… ¡Por eso me resultaba tan conocido!

—Naturalmente, soy el jefe de seguridad del Centro y estoy aquí para velar por el material de los contenedores. Y no sé qué desatino es ese de secuestros y de órganos humanos.

—Entonces… —vaciló—. Todo esto se trata de un malentendido y durante todo este tiempo yo he creído…

—Explíquese —lo apremió con aspereza el hombre de las gafas.

—Yo he creído que usted traficaba con órganos humanos, y usted que yo soy un espía que ha entrado en este furgón de equipajes para robar.

—¿Y para qué si no iba a meterse en una zona de acceso restringido? ¿Quiere explicármelo?

—Porque mi mujer ha desaparecido. La estoy buscando y este es el último rincón del tren que me queda por registrar.

—Entonces, ¿usted no estaba tratando de llevarse nada? —el hombre de las gafas se mostró de repente más relajado e incluso amable.

—¡Por supuesto que no! Solo intentaba abrir el contenedor porque pensaba que tenía encerrada a mi mujer en él.

—Pero eso que dice… —titubeó antes de añadir con una risotada—: ¡Eso es un despropósito!

—Supuse que habría venido cerca de aquí a fumar un cigarrillo, que habría visto algo y la tenían prisionera.

El hombre de las gafas enarcó las cejas y puso los ojos en blanco. Pedro señaló entonces el armario aún cerrado.

—¿Qué hay allí dentro? ¿Quién está golpeando desde dentro?

El hombre de las gafas bajó la pistola y la guardó en una funda oculta bajo la chaqueta. A continuación lanzó una mirada de advertencia a Pedro para que no se moviese y cubrió la distancia que lo separaba del armario cerrado en un par de zancadas. Pedro estiró el cuello para ver lo que hacía. El hombre de las gafas desenganchó con gran habilidad las abrazaderas de la tapa y la giró. Luego le hizo una seña para que se acercase.

Dentro del armario, apilados uno encima de otro, había tres acuarios de cristal en los que nadaban varios peces de gran tamaño, de color marrón con motas blanquecinas, grandes aletas laterales redondeadas y una dorsal erizada de espinas. Al girar en un espacio tan pequeño, golpeaban las paredes de los acuarios con la cola y producían el ruido que tantas veces había oído Pedro.

—¿Qué son esas cosas? —Se acercó, atraído por aquellos extraños animales de aspecto repulsivo.

—Peces piedra, una de las criaturas más venenosas de la Tierra.

Al contemplarlos, Pedro comprendió el porqué de su nombre. Eran feos como diablos y con apariencia de roca. Tocó el cristal con mucho cuidado y uno de ellos lo golpeó con fuerza. Asustado, retrocedió dando un respingo, pero reconoció de inmediato el sonido que había confundido con la llamada de Rosa.

—¿Y en las neveras? ¿Qué hay en ellas?

—Ampollas con suero.

El hombre de las gafas destapó la que ya estaba abierta en el suelo para demostrar que no mentía. Tal como había asegurado, rodeadas de bolsas semitransparentes que contenían un líquido azul en su interior, reposaban docenas de ampollas de cristal rellenas de un líquido lechoso. Pedro se sintió desfallecer y tuvo que apoyarse en la pared para no desplomarse. El hombre de las gafas lo ayudó a sentarse en el suelo.

—¿Se encuentra mal?

—¿Qué es todo eso? ¿Dónde está Rosa?

El hombre de las gafas no respondió y se limitó a cerrar la nevera antes de devolverla a su armario de aluminio. Después lo trabó con las abrazaderas y repitió la operación con el armario donde estaban los peces piedra.

—Rosa… —murmuró dubitativo—. Su mujer se llama Rosa Garriga, ¿verdad? —le preguntó por fin a Pedro.

—¡Sí! —exclamó él, como si oír de labios de un extraño el apellido de su mujer la fuese a materializar allí mismo en aquel instante.

—Claro, ustedes son los padres de Alicia Navarro.

—Se lo acabo de decir.

—Así es como consiguieron un pase de visita.

—¡Exacto! ¿Comprende ahora por qué jamás robaría yo algo del Centro?

—No.

—¡Porque no tiene sentido! Yo jamás haría algo que hiciese peligrar el puesto de Alicia.

—Es posible.

—Además, ¿no le parece que si mi hija trabaja allí, le sobrarían oportunidades para hacerlo ella misma cuando no la vean? —insistió Pedro—. Esperaría la mejor ocasión para sustraer un poco de suero, lo metería en un vial, en un tubo de ensayo o en un recipiente de plástico, se lo guardaría con disimulo en un bolsillo de la bata y lo sacaría del laboratorio escondido debajo de un calcetín —enumeró los pasos señalándose los dedos de la mano izquierda—. Luego me lo entregaría a mí en casa y yo lo llevaría de inmediato a Madrid o a cualquier otro sitio en coche, y ni se me pasaría por la cabeza coger un tren donde viaja alguien que pueda reconocerme. ¡Sería un completo disparate! —añadió como si las tramas de sus novelas se reprodujesen en la vida real con total naturalidad.

—Tiene razón —admitió el hombre de las gafas, rendido ante la lógica aplastante del argumento.

Pedro asintió meneando la cabeza. No tenía fuerzas para hablar e intentaba ahogar los sollozos como podía. Jamás en su vida había sentido semejante desesperación. Ya no quedaba ningún rincón del tren por registrar. Había recorrido el convoy desde la locomotora hasta la cola y Rosa seguía sin aparecer por ninguna parte. Sentía que iba a perder el juicio.

—Venga conmigo a la cafetería. Siendo usted el padre de la doctora Navarro, no creo que haya problema si le explico qué es todo esto. De paso usted podrá aclararme qué es toda esa historia de que no encuentra a su mujer.

Pedro se guardó en los bolsillos de la rebeca los objetos que había depositado en el suelo y la llave maestra que le devolvió el hombre de las gafas. Después dejó que este lo ayudara a levantarse y lo guiase hacia la salida del compartimento, que cerró de nuevo asegurándolo con el candado de combinación. Los dos recorrieron en silencio los coches de viajeros, pasaron junto a la mujer del psiquiatra, que seguía con la cabeza apoyada en la ventanilla, ahora roncando suavemente, y los niños, que dormían como benditos.

—Siéntese, por favor —el hombre de las gafas le pidió que se acomodase en uno de los taburetes en cuanto llegaron al coche bar.

—Gracias. —Pedro se dejó caer en el primero que encontró.

—¿Quiere que le traiga un café? Nos ayudará a tranquilizarnos y a despejarnos un poco.

—No llevo dinero encima… —Se dio cuenta entonces de que ni siquiera recordaba dónde había dejado su cartera o el bolso de Rosa—. Debo ir a buscarlo… —intentó levantarse como un sonámbulo, pero el hombre de las gafas se lo impidió.

—Yo le invito —su voz sonó amable, como la de un viejo amigo.

—Gracias otra vez.

Pedro se encogió de hombros. Tenía un nudo en la garganta que no lograba deshacer por mucho que lo intentase. El hombre de las gafas se acercó a la barra con pasos largos, pidió a la camarera un par de cafés y los llevó a la mesa. Hecho esto, se sentó en otro taburete junto a Pedro.