Regresó renqueando al furgón de equipajes y se apoyó en uno de los estantes. Sudaba a chorros, resoplaba como un buey agotado y le faltaba el aliento. Remolcar un cuerpo más pesado que el suyo le había provocado unas punzadas insoportables y un dolor lacerante en la cintura. Quería sentarse un rato a descansar, pero al enjugarse la frente alcanzó a ver con el rabillo del ojo la esfera del reloj. ¡Ya eran más de las ocho de la tarde! Si, tal como le había asegurado el revisor, llegaban a la hora prevista, ni siquiera le quedaba media hora para rescatar a Rosa, y siempre en el mejor de los casos. Eso quería decir ni más ni menos que el tiempo era oro y no podía permitirse el lujo de malgastar ni un solo segundo.
Tras frotarse las manos para que le circulase bien la sangre, se arrodilló frente al candado. Se había quedado en el número 458 cuando el psiquiatra interrumpió su tarea. «¡Aquel maldito hombre!», murmuró con todo el desprecio que era capaz de sentir. Si antes de tenerlo delante con una jeringuilla en la mano lo había considerado un amigo, ahora lo calificaba de auténtica rémora y se arrepentía de haber pedido ayuda a semejante traidor. Habría avanzado mucho más sin su intromisión, pero de nada servía lamentarse. Ahora lo fundamental era continuar y poner mucho cuidado para no equivocarse.
Sopló un par de veces y, haciendo caso omiso de todas las partes doloridas de su cuerpo, volvió a la tarea de girar las ruedecitas. Cada vez que hacían clic y tiraba del arco, este parecía bailar un poco más. No podía faltar mucho para dar con la combinación, pensó al componer el 467, cuando le pareció oír un ruido dentro del compartimento. Esta vez había sido más fuerte, un golpe sordo que se repitió varias veces y con mucha rapidez. Tenía que darse más prisa. Rosa debía estar nerviosa después de varias horas encerrada y estaba golpeando con más insistencia para que la sacasen de donde estaba. Si a él lo angustiaban los lugares cerrados, ella estaría al borde de un colapso ahí metida, probablemente a oscuras.
—Ya voy, tesoro —habló a la puerta—. Ten un poco más de paciencia. Te prometo que enseguida te sacaré de ahí.
Los dedos a duras penas le obedecían y las ruedecitas se empeñaban en atascarse cada vez que intentaba moverlas, o avanzaban más de la cuenta. Se frotó las palmas de las manos de nuevo contra el pantalón para secárselas y enfocó la vista. El sudor le había empañado los anteojos y tuvo que limpiarlos con el faldón de la camisa. En un par de ocasiones creyó haberse saltado algún número y retrocedió para cerciorarse de que no había sido así.
Habían transcurrido otros cinco minutos o quizá diez, Pedro no sabría decirlo a ciencia cierta, cuando compuso el número 630. Al hacerlo y tirar del arco del candado una vez más, este cedió con un clic que le sonó como una melodía celestial. No podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos. Su paciente labor había sido recompensada. Lo había logrado después de mucho tiempo y de reducir a un hombre que quería sedarlo. Por fin podría entrar en el compartimento. Temblando como una hoja, retiró el candado de las armellas y colocó la mano en el picaporte, que descendió con un chirrido suave y lastimero al ser empujado hacia abajo.
Al girar la hoja sobre sus bisagras, se dibujó sobre el suelo del compartimento un rectángulo blanquecino idéntico al que se formó cuando entró en la parte delantera del furgón de equipajes. Dentro no se distinguían bultos, paquetes ni nada que se moviese. Tal como suponía, las luces estaban apagadas y Rosa estaría en el suelo, atada y amordazada. Palpó la pared interior, junto a la puerta, en busca de un interruptor. En esta ocasión no tardó mucho en encontrarlo. Al accionarlo, se encendieron varios tubos fluorescentes tras parpadear unas cuantas veces y tiñeron el lugar de un tenue fulgor amarillento.
Visto desde la puerta, el compartimento no era muy grande. De hecho, era algo más reducido que el anterior y carecía de estanterías para paquetes y sacas de correos. El suelo estaba revestido con la misma goma verde con círculos que en la zona de las estanterías. A un lado había un par de ventanas rectangulares con vidrios esmerilados y al otro, enfrente, el portón corredero por el cual el hombre de las gafas había introducido los cajones de aluminio. Estos se hallaban en el centro del compartimento, colocados de pie, como dos monolitos metálicos solitarios en medio de aquel espacio vacío y, en cierto modo, aséptico.
—Rosa, ¿estás ahí? —llamó en un susurro lo bastante alto como para que lo oyesen.
Le respondieron varios golpecitos secos procedentes de uno de los cajones. Pedro se llevó ambas manos a los labios, horripilado de imaginar a su mujer metida en uno de ellos como si fuese una momia en su sarcófago.
—Ahora mismo te saco, tesoro —dijo alzando ahora la voz sin saber muy bien en cuál de los dos podría estar Rosa.
* * *
Vistos de cerca, los cajones de aluminio eran más altos de lo que le habían parecido en el andén de la estación de San Lucas del Arenal. En realidad se trataba de armarios que debían tener casi dos metros de altura, la suficiente para albergar a una persona puesta en pie y con los brazos pegados al cuerpo. Estaban dotados cada uno de ellos de asas laterales plegables para agarrarlos y de un eje en la base con un par de ruedecillas para transportarlos empujándolos. Por fortuna, como enseguida pudo descubrir, los cierres no tenían ningún candado ni cerradura, sino varias abrazaderas metálicas enganchadas en sus correspondientes uñas de acero.
Se acercó al armario más próximo. Por algún motivo que no era capaz de explicar, ambos ejercían sobre él una fascinación casi hipnótica a la que no podía sustraerse. Aparentemente no tenían nada que los identificase ni los distinguiese salvo su gran tamaño. Sin embargo, al fijarse en ellos con más detenimiento, pudo ver grabadas con un bajorrelieve perfecto en todos los paneles las siglas CIBMA bajo una etiqueta triangular amarilla con un círculo en el centro y otros tres superpuestos formando un trébol.
Pasó con delicadeza las yemas de los dedos por las letras, como si estuviese leyendo un libro escrito en braille. Quería asegurarse de que sus ojos no lo engañaban, que no se trataba de un espejismo provocado por la luz ni estaban gastándole una broma pesada. Aquellas letras no le eran desconocidas, las había visto multitud de veces durante los últimos meses y, sobre todo, en las últimas semanas. Eran nada menos que las iniciales del Centro de Investigación Biológica Marina, el laboratorio donde trabajaba su hija Alicia en San Lucas del Arenal, el mismo pueblo donde tres turistas jóvenes se habían volatilizado en tan solo siete días. ¿Qué hacían aquellos armarios de aluminio en ese tren y qué relación guardaban con la desaparición de Rosa e incluso la de los turistas? Lo iba a averiguar de inmediato.
Desenganchó la primera abrazadera con gran dificultad. Estaba sujeta con firmeza y al tener que tirar con fuerza de la lengüeta se hizo daño en los dedos, agarrotados por la tarea repetitiva de girar las ruedecitas del candado. Sin embargo, lejos de desalentarlo, aquello aguijoneó su curiosidad y continuó tirando de las siguientes lengüetas hasta que terminó de desenganchar todas las abrazaderas. Cuando por fin quedó destrabada la tapa del armario y pudo abrirla girándola sobre las bisagras laterales, temblaba de pies a cabeza como un flan.
El interior del misterioso armario, dividido con anaqueles de aluminio, contenía cuatro recipientes rectangulares de plástico blanco, cada uno con un asidero en la parte superior, y todos ellos estaban marcados con una cruz de color rojo. Nada más verlos, se percató de que se trataba de neveras similares a las utilizadas para guardar comida y bebidas durante las excursiones. Ahora ya no le cabía duda sobre el contenido. Todos, empezando por Rosa, lo habían tomado por un loco cuando hablaba del tráfico de órganos humanos y, sin embargo, ahí estaban: las neveras para guardarlos y poder transportarlos refrigerados.
Miró el reloj. Aún faltaban poco más de veinte minutos para llegar a Madrid. Tenía tiempo de sobra para echar un vistazo dentro de los recipientes. Sentía una atracción morbosa, irrefrenable en realidad. Imaginaba un montón de hielo picado o bolsas con algún líquido congelado rodeando un corazón palpitante o cualquier otra víscera robada a alguno de los turistas cuya desaparición tanto le había intrigado desde hacía varios días.
Con mucho cuidado de no lesionarse su espalda dolorida por el esfuerzo de arrastrar el cuerpo del psiquiatra, tiró de una de las neveras, la que estaba casi a ras del suelo, hasta sacarla del armario y se arrodilló frente a ella. Tenía una tapadera fijada también con dos abrazaderas de plástico. Vaciló unos segundos sobre si debía o no retirarla y echar al menos una ojeada al contenido. Quizá fuese mejor dejar esa labor a la policía. Sin embargo, su curiosidad era demasiado fuerte, mucho más que la repugnancia que le provocaba la idea de encontrarse un órgano humano allí expuesto como en una carnicería. Durante toda su vida como aburrido empleado de un banco jamás se había enfrentado a una situación ni remotamente parecida. Ahora sí se sentía como el detective de su última novela: un superhombre que iba a desentrañar un misterio y, de paso, a desbaratar los planes de unos criminales.
Tiró de las lengüetas de ambas abrazaderas al mismo tiempo. Estas se soltaron con un sonido seco similar a un clac. A continuación se calentó las palmas de las manos con el aliento y las friccionó con fuerza. Las tenía ateridas y a la vez sudorosas por los nervios. Apenas sentía las puntas de los dedos. Inspiró para llenarse los pulmones de aire.
Estaba ya a punto de abrir la nevera cuando resonaron unos golpecitos en el armario vecino, más insistentes y continuados que antes. Levantó la vista y posó la mirada en el armario de donde procedían los ruidos. Rosa lo estaba llamando para que la liberase de su cautiverio. Durante unos breves instantes sus ojos se movieron alternativamente entre el armario y la nevera. Dudaba entre si debía ocuparse primero de rescatar a su mujer o satisfacer su curiosidad morbosa.
—Espera un momento, Rosa. Enseguida estoy contigo. No tardo nada —habló al armario sin apartar los ojos de la nevera.
Tardó tan solo unos segundos en decidirse. Rosa no era como él. Ella no se agobiaba en los lugares cerrados ni sentía claustrofobia. Si la sacaba a ella, tendría que consolarla y reconfortarla. Y conociéndola como la conocía, no le permitiría ni por todo el oro del mundo que abriese nada, sino que querría marcharse de allí lo antes posible. Además, había estado burlándose de sus teorías sobre los desaparecidos. Pensó que unos segundos más dentro del armario constituirían una pequeña venganza por su parte sin mayores consecuencias para Rosa, de manera que agarró la tapadera con ambas manos, listo ya para levantarla y averiguar por fin cuál era el contenido de las neveras.
—Suelte eso inmediatamente si no quiere que dispare —retumbó una potente voz masculina a sus espaldas, seguida por el chasquido de un arma de fuego al ser amartillada.