19.53 h

El tiempo transcurría inexorablemente a su ritmo inmutable, aunque Pedro tuviese la sensación de que los segundos corrían raudos como centellas. Le parecía que en cualquier momento el tren iba a llegar a Madrid y él aún seguiría empantanado en aquel furgón de equipajes tratando de encontrar una combinación que empezaba a resultar tan difícil de buscar como una aguja en un gigantesco pajar. Ya casi había alcanzado el 430 cuando la puerta del furgón se abrió de nuevo y el psiquiatra reapareció en el umbral.

—Falsa alarma —susurró tras cerrar la puerta.

Pedro emitió un gruñido de asentimiento después del sobresalto inicial.

—Ha tardado mucho —le riñó sin apartar los ojos de las ruedecitas—. Empezaba a pensar que se había topado con el hombre de las gafas o el revisor.

—No se preocupe. Estamos solos.

—¿Está seguro?

—Completamente. Los dos siguen en el coche bar.

—¿Ha ido hasta allí? —Pedro levantó la mirada del candado unos instantes.

—Sí. Quería cerciorarme de que no vendría nadie. —El psiquiatra comenzó a acercarse con pasos lentos a él—. ¿Ha dado ya con la combinación?

—Aún no. Hago lo que puedo, pero creo que falta poco.

—¿De veras? —El psiquiatra se colocó a menos de un metro de Pedro.

—Sí. El arco del candado empieza a bailar un poco.

—Estupendo, pero ahora debe dejarlo.

—¿Se puede saber de qué demonios está hablando? —Pedro volvió la cabeza hacia el psiquiatra.

El rostro de este último había sufrido una transformación. Si su expresión antes era amable y amistosa, ahora era adusta y dura. Tampoco su voz se había librado de esa metamorfosis; sonaba áspera, cortante, con un timbre imperioso, cargada de una autoridad que no admitía objeciones. Tenía una mano detrás de la espalda y se hallaba de pie ante Pedro, con las piernas separadas.

—Hasta ahora he sido muy comprensivo con usted y su problema, pero mi paciencia tiene un límite y usted lo ha rebasado.

—No entiendo… —Pedro tartamudeó y se encogió arrimándose tanto como pudo a la puerta del compartimento.

—Todas estas historias suyas de tráfico de órganos humanos, de turistas desaparecidos en un pueblo y de esposas que se esfuman en un tren cerrado y en marcha son un sinsentido.

—¿Está insinuando que soy un desequilibrado?

—No. Estoy diciéndole que, como charla de salón, es muy divertido especular sobre mafias que secuestran a jóvenes para robarles los riñones o el hígado, pero nada más. Usted desvaría y confunde la realidad con la ficción de sus novelitas y las noticias truculentas de los periódicos.

—¿De qué realidad habla?

—Su mujer no existe; es fruto de su fantasía.

—¿Y también mi hija?

—Su hija… —repitió el psiquiatra ladeando la cabeza—. Ese es otro detalle interesante de cómo ha inventado una vida que se adecua a sus necesidades.

—¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? ¡Alicia no es ninguna invención!

—Naturalmente que lo es. Primero me contó que es bióloga, después que trabaja en unos laboratorios de los cuales no sabía apenas nada para luego explicarme que se dedican a investigar medicamentos. Ni siquiera ha sido capaz de mantener la coherencia de su historia. Aunque no lo crea, me he dado cuenta de su problema ya desde que hablé con usted en la cafetería. Padece usted delirios esquizofrénicos que le provocan una percepción alterada de la realidad. Incluso sufre episodios de paramnesia en los que su mente identifica a un viajero inofensivo con una persona conocida, posiblemente el personaje de alguna película o un libro.

—¡Ahórreme toda esa cháchara barata de loquero y guárdesela para sus tarados del frenopático! —se irritó Pedro—. Yo estoy en mis cabales.

—Su actitud agresiva no hace sino corroborar su patología y el diagnóstico —repuso el psiquiatra sin perder la calma ni alterarse.

—¿Y qué me dice del prendedor del pendiente? Usted mismo lo ha visto —se defendió.

—He visto una arandela que puede ser de cualquier cosa. Apuesto lo que sea a que la tenía usted en el bolsillo o se le ha caído a alguien y la ha recogido.

—Habla como si me inventase las cosas.

—Porque se las imagina, sin mala fe, pero se las imagina. Y en su estado de enajenación ha llegado al punto de robarle al revisor una llave maestra para dedicarse a abrir todo el tren poniéndose en peligro y mezclándome también a mí.

—Porque Rosa está ahí dentro. ¿Es que no ha oído los golpes?

—He oído ruidos, pero pueden ser los amortiguadores o cualquier artefacto mecánico. Estamos montados en un vehículo lleno de aparatos, por si lo ha olvidado.

Pedro no daba crédito a lo que estaba escuchando de boca del psiquiatra. Debía buscar una forma de convencerlo cuanto antes de que estaba en sus cabales y de que sin su ayuda no podría encontrar a Rosa ni desbaratar los planes del hombre de las gafas y de su cómplice, el revisor.

—Usted está conchabado con ellos, ¿no es eso? —lo acusó entonces, al borde del histerismo.

—Y usted está comportándose como un paranoico. El mundo no es su enemigo ni está en contra de usted. Yo solo quiero ayudarle. Soy su amigo y estoy de su parte, pero tiene que colaborar.

—Pues entonces ayúdeme a abrir esta maldita puerta.

—Lo ayudaré evitando que cometa un delito del que luego se arrepienta —repuso el psiquiatra con rotundidad.

—¿De qué habla?

—Hay un letrero enorme que prohíbe la entrada en este furgón. Si lo encuentran aquí, terminará en una cárcel, y no voy a consentirlo.

—Tengo la llave —alegó Pedro.

—Una llave robada, ¿también ha olvidado eso?

—Solo la he tomado prestada; pienso devolverla.

—De acuerdo, en ese caso entréguemela. —El psiquiatra extendió el brazo que tenía a la vista con la palma de la mano hacia arriba.

—No hasta que haya conseguido averiguar lo que hay en ese compartimento.

—Pedro… —lo llamó el psiquiatra con voz suave—. Si no recuerdo mal, se llama Pedro, ¿verdad?

—Sí. —Pedro se encogió con un movimiento involuntario, como si intuyese que el psiquiatra albergaba intenciones ocultas.

—Vamos a irnos de aquí, cerraremos el furgón, volveremos a nuestros asientos y yo me encargaré de devolverle esa llave al revisor.

—¡No! —gritó Pedro.

—Sea razonable y no me obligue a tratarlo como a un desequilibrado. Porque usted no lo está, ¿verdad? Su problema es que todavía no ha aceptado el fallecimiento de su mujer.

—Rosa no ha muerto.

—Por supuesto, pero solo en su cerebro.

—¡Está tan viva como nosotros dos!

—Lo está en su imaginación. Su delirio esquizofrénico-paranoide está jugándole una mala pasada.

—¡No!

—Sí, Pedro. Necesita someterse a un tratamiento y a unas sesiones de terapia. Si me entrega la llave, yo me ocuparé de devolvérsela a su dueño. Si preguntan cómo la tenía usted, alegaré que es usted paciente mío, que ha sufrido un brote psicótico debido a los nervios del viaje que le ha provocado un episodio de cleptomanía involuntaria, y así no lo denunciarán a las autoridades. Después ingresará durante unas semanas en mi clínica y con la medicación adecuada podrá llevar una vida completamente normal en cuanto le dé el alta. Empezaremos el tratamiento ahora mismo.

—¿De qué está hablando?

—Voy a administrarle algo para que se calme. Está usted muy excitado. No se mueva o será mucho peor para usted.

Lentamente, el psiquiatra comenzó a mover el brazo que hasta entonces había mantenido oculto tras la espalda y poco a poco la mano quedó a la vista. Ante los ojos espantados de Pedro brilló con un destello acerado, bajo la luz de los tubos fluorescentes, la aguja hipodérmica de una fina jeringuilla de plástico que el psiquiatra sostenía entre los dedos.

—¿Qué es eso?

—Es un relajante muscular. Ana y yo se lo inyectamos a los niños cuando sufren un ataque. Lo mantendrá tranquilo durante unos minutos, los suficientes hasta que lleguemos a Madrid.

—¡No puede hacer eso! —El horror asomó a los ojos de Pedro.

—¿Quién dice que no puedo? Soy médico psiquiatra…, su médico. Usted se encuentra en estos momentos bajo los efectos de un ataque de delirio paranoide mezclado con un brote esquizofrénico, y la ley me autoriza a actuar en circunstancias como estas… En especial si una vida corre peligro o un paciente está en riesgo.

Pedro asió con ambas manos las barras de las estanterías y levantó ligeramente una pierna para dar a entender que se disponía a repeler al psiquiatra o a cualquier otra persona a patada limpia si fuese preciso.

—No tenga miedo; esto es por su bien. —El psiquiatra levantó la jeringuilla, por cuya aguja resbaló una gotita ambarina.

Pedro negó meneando la cabeza mientras se devanaba los sesos en busca de una solución para evitar que lo drogasen. Si el psiquiatra le inyectaba aquel líquido, se acabarían todas las esperanzas de poder rescatar a Rosa, y probablemente también ellos dos correrían la misma suerte que los turistas desaparecidos en San Lucas del Arenal.

—Está cometiendo un grave error. Esos hombres nos matarán si no los denunciamos. Está poniéndonos a todos en peligro, incluso a su mujer y a los niños —trató de convencerlo de que desistiese recordándole a su familia.

—Esos hombres no son delincuentes como usted piensa. Son un simple empleado ferroviario y un viajero corriente y moliente.

—¿Y por qué han metido a Rosa en ese compartimento si son personas normales? ¡Dígamelo!

—En cuanto lleguemos a la estación, llamaremos a su hija si lo desea. Estoy seguro de que ella corroborará que su esposa ha fallecido y usted mismo se convencerá de que no hay ningún tipo de conspiración ni mafias a bordo de este tren.

—No puede hacer eso.

—¿Quiere decir que no tiene una hija? O sea, que no tiene familia. ¿Ve cómo poco a poco va saliendo a relucir la verdad? Ya está comenzando a asumir esa realidad que tanto le disgusta.

—No, quiero decir que no puede inyectarme eso.

—No tenga miedo, Pedro. Confíe en mí. Es un medicamento inocuo y muy suave. Es un compuesto de agua destilada con una cantidad mínima de tranquilizante. Mi mujer lo prepara ella misma. Tiene amplios conocimientos de farmacia. Quizá lo atonte un poco durante un rato, pero el efecto desaparecerá en menos de media hora. Ya le he dicho que se lo administramos a veces a los niños cuando están especialmente inquietos y jamás ha habido problemas.

—Pero es que yo… soy alérgico.

—¿Cómo ha dicho?

—No sé si mi organismo tolerará esa sustancia.

El psiquiatra abrió mucho los ojos y enarcó las cejas, desconcertado por aquel inesperado contratiempo. Durante unos instantes flaqueó en su determinación. Pedro aprovechó esa vacilación para continuar hablando y ganar todo el tiempo que fuese posible y actuar.

—¿Y a qué sustancias es alérgico? ¿A los frutos secos, al veneno de abeja o quizá a los antibióticos…?

—No lo sé con exactitud porque son varias cosas y no las recuerdo. Ya sabe… Mi memoria no es muy buena, pero tengo una chapa colgada del cuello donde está grabado todo lo que me provoca una reacción.

—Pero este medicamento lo tolera cualquiera. No debe preocuparse —la respuesta del psiquiatra no se hizo esperar.

—Prefiero que la mire porque…

—¿Sí?

—Hace no mucho casi terminé en el hospital por un simple jarabe para la tos.

—De acuerdo, pero nada de tonterías.

Pedro comenzó a desabotonarse la camisa con dedos trémulos y separó ambos lados de la prenda para que el psiquiatra pudiese ver una cadenita de la que, en realidad, colgaba una simple medalla. Al llegar al tercer botón, fingió que este se había atascado en el ojal dando varios tirones.

—¿Qué ocurre? —El psiquiatra se acercó a tan solo unos centímetros, la jeringuilla en alto.

—No puedo desabrocharla. Voy a intentar sacar la chapa.

—De acuerdo, pero hágalo despacio.

Pedro introdujo la mano debajo de la camisa y fue tirando centímetro a centímetro de la cadena para extraer la medalla, cuidando de que quedase tapada por los dedos. En cuanto la tuvo fuera, extendió el brazo tanto como pudo hasta que la cadena quedó tan tirante que le formó una marca en el cuello.

—Léala usted mismo, por favor —pidió al psiquiatra.

Este inclinó un poco el cuerpo y acercó la cara para ver mejor la chapa. Al hacerlo, Pedro aprovechó para propinarle una fuerte bofetada que le lanzó la cabeza contra una de las baldas metálicas de la estantería. Aturdido, el psiquiatra perdió el equilibrio y soltó la jeringuilla sobre otra de las baldas. Con tanta celeridad como le permitieron sus músculos atrofiados después de haber pasado tanto tiempo quieto probando combinaciones, agarró la jeringuilla antes de que el psiquiatra pudiese alcanzarla. A continuación, sin dudarlo un solo instante, le hundió la aguja hipodérmica en el cuello y presionó el émbolo con el pulgar. El líquido descendió por la aguja y penetró en las venas del psiquiatra, pasando al torrente sanguíneo para ser transportado velozmente por todo su organismo.

—¿Pero qué ha hecho, infeliz? —balbuceó el psiquiatra, que ni siquiera había tenido tiempo de reaccionar.

—Lo siento. No puedo dejar a Rosa ahí dentro ni permitir que le suceda nada a su familia.

—Voy a denunciarle en cuanto… —La voz del psiquiatra fue debilitándose en cuestión de segundos hasta que los párpados se le cerraron y se desplomó como en una película proyectada a cámara lenta.

—Sé que me lo agradecerá cuando todo esto haya pasado —aseguró Pedro mientras volvía a guardarse la medalla debajo de la camisa.

Contempló entonces el cuerpo desmadejado del psiquiatra sobre el suelo del furgón. Al verlo quieto, con los miembros inertes, no supo si estaba muerto y sintió cómo lo invadía el pánico ante la idea de haber podido cometer un homicidio involuntario. Quería marcharse de allí tan deprisa como le permitiesen las piernas y pedir auxilio. Sin embargo, el recuerdo de Rosa y de dos malhechores a pocos metros de donde se encontraba le insufló nuevos ánimos. El tiempo apremiaba y debía actuar deprisa. Lo primero era cerciorarse de que el psiquiatra estuviese vivo. Después, ya vería qué se podía hacer.

Tras darse unos segundos para serenarse, recordó una de sus numerosas novelas de crímenes y la forma en que podía determinar en qué estado se encontraba el psiquiatra. Lo primero que hizo fue levantarle uno de los párpados para ver la reacción de la pupila ante la luz. Afortunadamente esta se contrajo casi de inmediato, lo cual le alivió. Sin embargo, y para cerciorarse por completo de que no estaba con un cadáver, le auscultó el pecho pegando la oreja a la altura del corazón hasta que captó sus débiles latidos. Aun así, también le colocó la palma de la mano sobre la boca y luego se pasó las yemas de los dedos para que no quedase duda de que el vaho de la respiración se la había humedecido.

Ya más tranquilo, y sabiendo que el psiquiatra solo estaba bajo los efectos de una droga, decidió mover el cuerpo de donde se encontraba para no tropezar con él. Dónde podía llevarlo para que no le estorbase, se preguntó. Tenía que encontrar un lugar cercano. En un primer momento pensó en meterlo en alguna de las baldas inferiores de las estanterías; sin embargo, aquello le pareció inhumano. Finalmente, tras meditarlo unos segundos, decidió que la mejor solución consistiría en sentarlo en uno de los asientos del coche de viajeros vecino. De aquel modo, el psiquiatra parecía dormido. Si alguien lo veía en aquel estado, creería que había buscado un lugar tranquilo y se había quedado traspuesto, y no le prestaría demasiada atención. Las explicaciones vendrían después.

Haciendo acopio de todo su valor y de sus exiguas fuerzas, agarró al psiquiatra por debajo de las axilas y comenzó a arrastrarlo por el pasillo del furgón. Era algo que siempre había leído en sus novelas y que había visto en la televisión y en el cine. Sin embargo, tirar de una persona desmayada no resultaba una tarea tan fácil ni tan liviana como él suponía. Era un peso muerto que no colaboraba en nada y cuyos pies y brazos parecían engancharse en todas partes. Pese a ello, continuó remolcándolo hasta la puerta, la abrió y depositó el cuerpo exánime en la pequeña plataforma del furgón.

Una vez allí, se adelantó para comprobar que el coche de viajeros seguía desierto y reanudó la tarea, sudoroso, jadeante, pero resuelto a terminar lo que había empezado. Al llegar a la plataforma del coche de viajeros se detuvo. Cómo se las arreglaría para sentarlo en un asiento, se preguntó de repente, consciente de la dificultad. Si ya era engorroso arrastrar una persona, sentarla de manera que pareciese dormida sería casi imposible. Fue en ese momento cuando recordó el aseo averiado. Lo cierto es que no era muy espacioso, pero a nadie se le ocurriría mirar allí dentro, al menos en un buen rato.

No necesitó utilizar la llave maestra para abrir la puerta porque el revisor no la había bloqueado ni él tampoco. Tras colocar la caja de herramientas sobre el lavabo para tener más sitio, arrastró al psiquiatra, cuyos pies parecían tener vida propia y se iban enganchando en todas las esquinas. Ya dentro del habitáculo, se dio cuenta de que el espacio era tan reducido que apenas le permitía moverse, de modo que se paró a descansar unos segundos mientras cavilaba sobre la mejor forma de maniobrar. Acto seguido, tiró del cuerpo hasta meterlo en el diminuto habitáculo. Después tuvo que salir, doblarle las piernas y empujarlas dentro, como si estuviese remetiendo una sábana o el faldón de la camisa. En un último esfuerzo, casi sin resuello, se subió en el retrete y, en un alarde de fuerza, fruto del pánico a que lo sorprendieran, logró izarlo poco a poco hasta sentarlo en él. Hecho esto, bajó al suelo con cuidado de que el psiquiatra no se cayera y lo dejó apoyado contra una de las paredes.

—Conque ese medicamento solo me atontaría un poco, ¿verdad? —le reprochó al verlo allí, inmóvil, con un hilito de baba viscosa cayéndole de la comisura de los labios. En el fondo se lamentaba de no haber podido hallar un remedio menos drástico que aquel—. ¿Qué entenderá este hombre por un relajante muscular fuerte? ¿Un anestésico para caballo o un mazazo en el cráneo? —masculló conteniéndose para no desahogar su rabia propinándole una patada en las costillas.

Cerró la puerta y sintió unas incontenibles ganas de reír a mandíbula batiente. La situación casi le parecía cómica: él, un pobre anciano ya jubilado que jamás había hecho otro deporte que sacarles punta a los lápices en el banco, acababa de dejar fuera de combate sin ningún tipo de ayuda a un hombre más joven y vigoroso, armado con una jeringuilla, para esconderlo en el aseo averiado de un tren en plena marcha mientras unos mafiosos tomaban algo en el coche bar. Rosa se desternillaría cuando se lo contase; se regodeó unos instantes en la idea, pero para eso antes debía liberarla del compartimento y el tiempo se agotaba.