19.35 h

No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que entró en el furgón de equipajes cuando se enjugó la frente empapada de sudor. Tenía los dedos entumecidos y tan solo había llegado a componer hasta el número 130 con las ruedecitas del candado. Al consultar el reloj para saber la hora, vio que las saetas marcaban las ocho menos veinticinco de la tarde. Eso quería decir que llevaba por lo menos diez minutos probando combinaciones y que, en el mejor de los casos y siempre que el número no se aproximase o fuese incluso el 999, iba a necesitar al menos otros treinta minutos para dar con la combinación correcta. Si el tren tenía prevista su llegada a Madrid en algo menos de una hora, debía darse prisa, de modo que se frotó con energía las manos para evitar que los dedos se agarrotasen antes de continuar con la tarea.

Hecho esto, continuó girando las ruedecitas con cuidado de no saltarse ningún número cuando, súbitamente, lo asaltó una idea. Un candado como el que estaba tratando de abrir no se trababa por casualidad. Alguien tenía que haberlo desbloqueado para poder desengancharlo y abrir la puerta. Incluso si estaba enganchado en las armellas cuando entró Rosa en el compartimento por error, ella no podía haberlo colocado desde dentro, lo cual solo podía significar una cosa: quien había encerrado a Rosa en el compartimento sellado del furgón de equipajes, mientras el tren estuvo detenido en el apeadero del Muerto, lo cerró después y aseguró la puerta con el candado. Si era eso lo que había sucedido, como él suponía, únicamente podía haberlo hecho la persona de la que él sospechaba… Pero lo que en ningún momento había pensado hasta entonces era que esa persona debía tener necesariamente un cómplice.

Se golpeó la frente con la palma de la mano. «Cómo podía haber sido tan necio y no haberse percatado antes», se maldijo. Todo estaba más claro que el agua: el cómo y, sobre todo, el porqué de la desaparición de su mujer. Debía pedir auxilio si quería sacarla de ese endiablado furgón y salir bien parado. El tren estaba en marcha y, si tiraba del freno de emergencia, lo detendría; pero casi con toda probabilidad también él terminaría encerrado con su mujer. Suspiró aliviado al pensar que no había cometido una imprudencia semejante. La única solución era conseguir que Rosa estuviese fuera del furgón de equipajes cuando llegasen a Madrid y correr como alma que lleva el diablo en busca de la policía, aunque para eso necesitaría ayuda. Él era ya mayor, con pocas fuerzas, y aquello requería a alguien más joven que estuviese de su parte. Además, sería mucho más difícil reducir a dos personas que a una si quienes habían encerrado a Rosa aparecían de repente.

Meditó durante unos segundos, sopesando la conveniencia de lo que quería hacer. Sin embargo, antes de tomar una determinación, consultó la pantalla del teléfono para cerciorarse de que seguía sin cobertura y de que mientras estuviese en el tren no podría avisar a la policía. Debía conseguir ayuda como fuese. Necesitaba que alguien le guardase las espaldas vigilando la entrada al furgón mientras él trataba de desbloquear el candado. ¿Y en cuál de todas las personas que viajaban en ese momento con él en aquel tren podía confiar? Únicamente en una, se respondió Pedro a sí mismo, de modo que decidió ir a buscarla.