Pasaban ya diez minutos de las siete de la tarde y fuera había oscurecido tanto que las ventanillas del coche de viajeros se habían convertido en grandes marcos de negrura cuyos cristales reflejaban como espejos las hileras de asientos vacíos. Pedro se arrimó a la más cercana para contemplar las siluetas apenas discernibles de los árboles y la línea recortada del horizonte. El vaho de su aliento empañó el vidrio formando una circunferencia irregular y desdibujó la imagen de su propio rostro abotagado por el cansancio y el nerviosismo. A su alrededor no se oía más que el suave zumbido del tren intercalado con el traqueteo que lo había acompañado desde que echó a rodar. En medio de esa quietud y sin la posibilidad de contemplar otra cosa que no fuese la mancha blanquecina que tenía ante él, recordó las semanas transcurridas en San Lucas del Arenal en compañía de Rosa y cómo habían recalado allí.
«¿Qué clase de nombre es ese para un pueblo costero? Es más propio de una iglesia. Estoy seguro de que será un lugar fúnebre, un cementerio para barcos de pesca viejos». A su mente acudieron las primeras palabras que pronunció cuando oyó hablar a su hija Alicia de San Lucas del Arenal y del Centro de Investigación Biológica Marina. Aquello había sucedido hacía algo más de un año. Alicia había aparecido en casa, exultante, con la noticia de que la habían contratado para trabajar en un centro de investigación. Atrás quedaban los meses de enviar decenas de currículos y de acudir a entrevistas sin más resultado que unas cuantas frases amables que indefectiblemente terminaban con un «Gracias, ya nos pondremos en contacto con usted». El único inconveniente es que tendría que trasladarse a vivir allí.
A partir de ese mismo momento, no había dejado de indagar a escondidas aquí y allá para saberlo todo sobre el lugar donde iba a trabajar su única hija. Le intrigaba que un gran centro de investigación hubiese escogido como sede un pequeño pueblo de veraneo alejado de cualquier ciudad grande, aunque tuviese una estación de tren. Y así continuó todo hasta que leyó un artículo en uno de sus adorados periódicos sobre la fama de aquel centro entre la comunidad científica internacional y la importancia de sus hallazgos médicos. Ese día se guardó para sí la alegría que sintió por su hija, dejó de recabar información, pero siguió hablando en tono despectivo de «ese sitio» delante de ella y de Rosa.
Pocas semanas después, Alicia se marchó con sus maletas llenas de ropa y de ilusión por empezar en aquel trabajo y no volvieron a verla durante meses, hasta que a finales de julio viajaron a San Lucas del Arenal para pasar un tiempo con ella en un bonito piso cerca de la playa. Para su sorpresa, el pueblo no era fúnebre ni tenía nada que ver con un cementerio de barcos, sino que resultó ser un lugar agradable, de calles limpias y ambiente acogedor. Sin embargo, fiel a su costumbre, él aprovechó para protestar por todo, aunque cuando su mujer le propuso volver a su casa de Madrid se negó en redondo «para no dejar sola a la pobre Alicia en este poblacho». Tampoco quiso que ella supiese la emoción que lo embargó el día que Alicia anunció que les había conseguido un pase para visitar el famoso Centro de Investigación Biológica Marina sobre el que tanto había indagado. Pedro casi no pudo conciliar el sueño la víspera, aunque lo disimuló quejándose ante Rosa de que había pasado una noche pésima por culpa de la cena, demasiado pesada y no muy bien guisada. Ella no dijo nada y se limitó a sonreír.
Al mirar por la ventanilla, una nave industrial evocó en su memoria el momento de su llegada en el coche de Alicia al majestuoso edificio de mármol y vidrio junto a una calita pedregosa en las afueras de San Lucas del Arenal. No podía olvidar la impresión que le causó la lujosa recepción, donde debieron identificarse con todo tipo de documentación, y el exhaustivo cacheo al que los sometió un guardia de seguridad, bajo la atenta mirada de su jefe, para comprobar que no llevasen cámaras o micrófonos ocultos. Pero, sobre todo, le vino a la memoria el momento en que les habían obligado a vestirse con unas batas de tela blanca, a cubrirse la cabeza con gorros y a ponerse calzas desechables de polietileno en los zapatos.
Le había fascinado aquel universo de retortas, placas de Petri, tubos de ensayo ordenados en gradillas, pipetas y toda clase de recipientes que se extendía ante sus ojos, como si se hallara inmerso en una novela de ciencia ficción. Los ojos se le iban hacia las mesas atestadas de modernos microscopios, centrifugadoras, espectroscopios y otros aparatos totalmente desconocidos para él. Pero fueron los grandes estanques de agua marina donde nadaban cientos de peces de especies exóticas lo que más le impresionó. Alicia explicó que trataban de modificarlos genéticamente para conseguir animales cuya carne contuviese antibióticos naturales o remedios contra enfermedades incurables hasta la fecha. A continuación les mostró el laboratorio donde trabajaba.
Recordó entonces un detalle que le había pasado desapercibido aquel día. Todos en el laboratorio parecían estresados. Por todas partes se podía ver tras los ventanales al personal muy atareado, a veces hablando con cierto acaloramiento. Un ejército de secretarias iba y venía por los pasillos, cargadas hasta arriba de papeles, de abultadas carpetas, y todas miraban a Pedro y a Rosa con desconfianza. Se respiraba en el ambiente un aire de secretismo y de urgencia que no le pasó desapercibido. Cuando él le preguntó a Alicia si sucedía algo, ella les contó que estaban ultimando los flecos de un proyecto confidencial del cual no les podía hablar, aunque sí les reveló que supondría un gran avance médico. Al terminar la visita, cuando ya se marchaban, el mismo guardia de seguridad volvió a registrarlos de arriba abajo para cerciorarse de que no se habían llevado nada.
Después de aquella inesperada visita a los laboratorios donde trabajaba Alicia, transcurrió más de un mes durante el cual Rosa había disfrutado de la playa y él se había aburrido como una ostra. A principios del mes de octubre cuando el tiempo comenzó a empeorar, Pedro decidió que, ahora sí, ya iba siendo hora de regresar a su casa aprovechando el último tren directo a Madrid hasta el siguiente verano. Rememoró todo aquello y también lo ocupada que había estado Alicia la última semana, tanto que apenas la habían visto y ni siquiera había podido acompañarlos a la estación para despedirse de ellos.
Consultó entonces el teléfono móvil de nuevo para ver si tenía cobertura y podía llamar a Alicia para que ella le explicase al revisor que no estaba loco. El mensaje de la pantalla le anunció que era imposible establecer comunicación. De todos modos, una vocecita en su interior le avisó de que había llegado el momento de actuar por su cuenta. Aunque pudiese contactar con su hija, todos seguirían creyendo que Rosa era una invención suya y, seguramente, que Alicia era una actriz contratada por él para convencerlos. Debía buscar él mismo y como fuese a Rosa en el furgón de equipajes sin que nadie se percatase ni metiese las narices, de manera que miró hacia delante, a los asientos ocupados por el psiquiatra y su peculiar familia adoptiva.
* * *
Los niños dormían como si estuviesen en sus propias camas durante una noche tranquila, pero el psiquiatra y su mujer estaban despiertos. Tras guardarse la llave maestra en el bolsillo de la rebeca y esconder el bolso de Rosa debajo del asiento, se levantó cuidando de no hacer ruido para pasar inadvertido e ir a la cola del tren. Sin embargo, cuando ya estaba en pie y a punto de pulsar el botón de la puerta corredera de acceso a la plataforma, la casualidad quiso que el psiquiatra se girase hacia atrás. Al verlo se sobresaltó y también se levantó de su asiento. Pedro le hizo señas para darle a entender que todo iba bien y que se sentase de nuevo, pero el psiquiatra hizo caso omiso y fue con paso apresurado hasta donde estaba él.
—¿Se encuentra bien? —preguntó alarmado.
—Estoy perfectamente. Voy al aseo.
—¿Necesita que lo acompañe?
—No es necesario. Ya soy mayor y puedo ir solo. —Le molestó que lo tratasen como a un bebé—. Con todos estos nervios se me ha revuelto un poco el estómago —añadió a modo de excusa.
—Si quiere, puedo esperarle fuera —se ofreció el psiquiatra, solícito.
—No hace falta que se moleste.
—No es ninguna molestia.
Pedro lo escudriñó con el entrecejo fruncido, mordiéndose la lengua para contenerse y no mandarlo a hacer gárgaras. La voz del psiquiatra y la expresión de su semblante revelaban con claridad que no se fiaba de él.
—Quédese tranquilo. No voy a tirar del freno de emergencia si es eso lo que le preocupa —suspiró.
—De acuerdo, confío en usted. Pero no haga ninguna tontería.
Él negó con la cabeza, abrió la puerta y entró en la plataforma del coche de viajeros, donde estaban los dos aseos. El psiquiatra no le quitó ojo de encima hasta que se metió en uno de ellos y cerró la puerta. No contaba con que lo vigilasen de cerca, pero había improvisado con rapidez un nuevo plan y la llave maestra le serviría para ponerlo en práctica.
Una vez dentro del aseo, trató de acompasar la respiración para controlar los latidos del corazón, que parecía que iba a estallarle de un momento a otro. Estaba agitado por la sensación de ahogo que le producía aquel habitáculo minúsculo y porque sabía que estaba prohibido acceder al furgón de equipajes. Sin embargo, la intuición le gritaba a voces que ese vagón tenía algo que ver con la desaparición de Rosa. Quizá se hubiese metido allí por equivocación y estaba encerrada o quizá simplemente se hubiese desvanecido, pero no descansaría hasta comprobarlo. Cerró los ojos y se concentró en aquella idea hasta que estuvo más calmado. Entonces consultó el reloj. Ya habían transcurrido un par de minutos, tiempo suficiente para que el psiquiatra se hubiese cansado de aguardar a que saliera, pensó.
Tras respirar hondo, entreabrió la puerta un poco para comprobar que la plataforma estuviese desierta. Después asomó un poco la cabeza y miró hacia el pasillo donde se había quedado el psiquiatra. Tal como había supuesto, se había hartado de esperar y estaba de vuelta en su asiento. Aunque la puerta corredera del coche estuviese cerrada, procuró por todos los medios no hacer ningún ruido. Tras entornar la puerta del aseo, introdujo la llave maestra en la cerradura, volvió a comprobar que nadie lo vigilase, cerró con sigilo y la bloqueó.
Si el psiquiatra iba a buscarle, vería que el indicador de color rojo marcaba ocupado y creería que seguía allí. Lo normal sería que aguardase un rato a que Pedro terminase en el aseo. Y no supondría ningún problema que se impacientase al ver que no salía ni contestaba a sus llamadas. Al contrario, eso le vendría a Pedro como anillo al dedo porque el psiquiatra tendría que ir a buscar al revisor. Este buscaría la llave maestra, no la encontraría y tendría que hacerse con una de recambio, lo cual le permitiría ganar unos minutos preciosos. Y para cuando el revisor la encontrase —si es que la encontraba— y abriese el aseo, él ya estaría de vuelta con Rosa y les demostraría que tenía razón.
El plan le parecía tan sencillo y perfecto que experimentó una euforia y unas ganas de reír incontenibles. Ya no se sentía como un pobre anciano jubilado e inútil que mata el tiempo con lo que buenamente puede, sino igual que si él mismo fuese el protagonista de una gran aventura, como las que leía en sus muchas horas libres, listo para enfrentarse a cualquier eventualidad.