19.05 h

Mientras Pedro se hallaba absorto en estos pensamientos, el psiquiatra entró con paso resuelto en el coche bar. Nada más llegar allí, buscó al revisor con la mirada y lo vio junto a la barra. Fue hacia él y le sonrió con amabilidad a modo de saludo.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó en tono confidencial en cuanto estuvo a su lado.

—En mi vida me he topado con una situación igual —respondió el hombre, que todavía acusaba los efectos de la discusión y se enjugaba el sudor de la frente.

—Lo comprendo. Ha sido francamente desagradable.

—¿Desagradable dice? ¡Esto sí que es bueno! —exclamó el revisor con una medio sonrisa para tratar de camuflar su inquietud—. Desagradable será la patrulla de policía que estará aguardando en la estación cuando lleguemos para llevarse a ese asqueroso hijo de… —las palabras se le atragantaron y fue incapaz de acabar la frase.

—No habrá denunciado a ese pobre hombre, ¿verdad? —inquirió el psiquiatra, sorprendido por el cambio de actitud.

—Naturalmente que lo he hecho. ¿Por qué cree que me he marchado dejándolo solo con usted? ¿Para charlar con el maquinista?

—¿Quiere decir entonces que no ha llamado para pedir que vaya un coche a ese apeadero?

—No. He pedido que nos espere una patrulla en la próxima estación. En cuanto lleguemos, lo esposarán y se lo llevarán. Ese hombre es un peligro para sí mismo y para el resto de los viajeros.

—No hablará en serio —dijo el psiquiatra, atónito.

—No he hablado más en serio en toda mi vida. Si de mí dependiera, ese tarado no volvería a montar en un tren sin ir esposado y amordazado.

—No exagere.

—No lo hago. Hemos registrado el tren de arriba abajo y no hay ninguna mujer como la que él ha descrito.

—Es una persona inofensiva —insistió el psiquiatra.

—Aun así, no se saldrá con la suya.

—Escúcheme, por favor. —El psiquiatra hizo una breve pausa antes de proseguir—. Debo volver junto a él, pero antes quisiera pedirle que retire la denuncia.

—¿Por qué?

—Como le dije hace un momento, soy médico psiquiatra. Debo confesarle que yo también pensé al principio que ese hombre estaba desequilibrado cuando comenzó a decir a gritos que no encontraba a su mujer y quiso despertar a mi hijo.

—Razón de más para que lo saquen de aquí —concluyó el revisor.

—Lo sé, pero permítame terminar.

—Lo escucho.

—Cuando estábamos allí en la mesa y habló del tabaco y del mechero… En fin, no sé muy bien cómo explicarlo. Pensé que los equivocados éramos nosotros y no él. Es cierto que yo no he visto en ningún momento a la mujer de la que habla, pero también es verdad que no me he fijado en nada.

—No sé muy bien adónde quiere llegar.

—Pues que incluso yo he llegado a creer lo que contaba hasta que han ido los dos a hablar con el maquinista y él ha confirmado que no se ha abierto ninguna puerta en ese apeadero.

—Entonces estará de acuerdo conmigo en que ese hombre lo ha engañado o, mejor dicho, nos ha engañado a todos y que será mejor tenerlo lo más lejos posible de este tren. —El revisor ya había recuperado su aplomo y no daba muestras de ceder en su pretensión.

—¡No hay ningún engaño! Al menos no lo hay de manera consciente. Tal como sospechaba yo al principio, ese pobre anciano ha debido perder a su esposa recientemente y todavía no ha asumido el estado de viudez. Él mismo está absolutamente convencido de lo que afirma; vive una ensoñación en la cual su vida no ha cambiado ni un ápice.

—Eso a mí me importa un bledo —contestó de mal talante el revisor.

—Recapacite, hombre. No hay más que verlo: mal vestido, sin afeitar, con un bolso de señora… Si lo denuncia, lo más probable es que termine por sumirse en una grave depresión, y usted será responsable de lo que le ocurra. Es incluso posible que le asalten ideas sombrías, terribles, me atrevería a asegurar.

—¿Qué quiere decir con ideas sombrías? ¿No estará insinuando que va a agredirnos? Porque entonces puedo buscar una brida y maniatarlo hasta que lleguemos a la próxima estación.

—¡No haga eso!

—¿Por qué si puede saberse?

—Las personas en su situación atraviesan varias etapas. Primero niegan la realidad porque es demasiado dura para ellos. Después se enojan e incluso se revuelven cuando comprenden lo que realmente ha sucedido y se hunden en una depresión antes de aceptar los hechos.

—No entiendo muy bien qué tiene eso que ver con lo ocurrido hace un momento y con que ese hombre sea un peligro.

—Ese hombre aún sigue negando que su esposa ha fallecido y está comenzando a sentir una profunda rabia. Es en estos momentos cuando a veces se toman decisiones irremediables.

—Sigo sin comprender…

—Es muy sencillo. Solo intento decirle que he tenido pacientes que han acabado suicidándose ante la falta de comprensión por parte de los demás.

Las palabras del psiquiatra cayeron como un jarro de agua helada sobre el revisor, en especial cuando prosiguió:

—¿Está usted casado?

—Sí —el revisor tragó saliva y, al hacerlo, la nuez subió y bajó de forma visible.

—Figúrese por unos instantes cómo se sentiría si le faltase su esposa.

—Dudo mucho que me dedicase a hacer lo mismo que ese loco.

—Imagine que, en lugar de recibir comprensión y cariño del prójimo por la pérdida de un ser querido, lo maltratasen e incluso lo denunciaran a la policía.

—Le estará bien empleado por lo que ha hecho.

—Reflexione sobre lo que le sucederá a ese pobre hombre si usted no retira la denuncia —insistió el psiquiatra—. ¿Le gustaría tener sobre su conciencia algo así? Por no hablar de que cuando suba la policía al tren querrán saber lo que está sucediendo y el porqué. Es posible que los agentes pongan todo patas arriba, que nos retrasemos… Además, un caso como este implicaría que se inicie una investigación y se abra un expediente que le complicaría las cosas a usted, ¿no le parece? —remató.

—Claro… No había caído en eso… Abrirían una investigación —vaciló el revisor, arrepentido por su impremeditado arrebato de furia.

—Entonces le ruego que vaya a la cabina del maquinista y llame por radio para avisar de que el problema está resuelto, que todo ha sido una falsa alarma. Yo le prometo que me ocuparé de ese hombre. Estoy seguro de que no dará más la tabarra ahora que está convencido de que irán a buscar a su… difunta mujer.

—¿De veras cree que su mujer ha muerto?

—¿Qué otra cosa explicaría su actitud? Ahora, por favor, vaya a la cabina antes de que la próxima estación esté abarrotada de agentes de policía armados hasta los dientes cuando lleguemos.

—De acuerdo —cedió el revisor con sorprendente celeridad—, pero usted ocúpese de ese hombre o prometo que llamo a quien sea necesario para que se lo lleven —añadió.

—Lo haré y le agradezco mucho su comprensión.

El revisor no respondió, sino que se limitó a suspirar y desapareció a toda prisa por el corredor de acceso a la cabina del maquinista. Por su parte, el psiquiatra pidió un azucarillo y un palito de plástico a la camarera, que había escuchado la conversación entera desde un lado del bar.

* * *

Una vez de regreso en el coche de viajeros, el psiquiatra ocupó los asientos situados junto al de Pedro y le dio el azucarillo ya abierto. Pedro echó el azúcar y lo removió con el palito trazando círculos irregulares.

—Ahora tómese la tila y repose —le aconsejó el psiquiatra cuando le vio que hubo terminado de disolver el azúcar.

—Es usted muy amable.

—¿Quiere que me quede con usted un rato?

—No es necesario. Voy a hacerle caso y descansaré un poco ahora que ya sé que van a enviar un coche a ese dichoso apeadero. Vuelva con su mujer y los niños. Yo estoy bien.

—De acuerdo, pero no deje de llamarme si me necesita para cualquier cosa o si sencillamente quiere desahogarse.

—Lo haré.

El psiquiatra le dio un suave apretón en el hombro y se marchó a su asiento. Su mujer, que se había desperezado, le cuchicheó algo al oído en cuanto se sentó junto a ella. Él le respondió con un susurro acompañado de gestos con las manos y ella meneó la cabeza en señal de que comprendía.

Unas filas más atrás, el hombre de las gafas aguardó unos segundos a que todo se hubiese calmado. Después, tras atisbar el pasillo desde su asiento, se levantó y se dirigió con pasos rápidos al coche bar. Una vez allí, habiendo comprobado que estaban solos él y la camarera, se acercó a la barra.

—¿Qué está pasando aquí, Díaz? —la interrogó en tono autoritario.

—Nada que deba preocuparle, señor Larraz.

—¿Está segura?

—Afirmativo. El hombre mayor quería saber si alguien ha podido montar o bajar del tren desde que salimos de la estación de San Lucas del Arenal. Después, según parece, ha intentado detener el tren.

El hombre de las gafas se las quitó, o más bien casi se las arrancó con brusquedad y lanzó una mirada inquisitiva a la camarera que no dejó lugar a dudas sobre lo que le preocupaba.

—Puede quedarse tranquilo. Ya ve que continuamos en marcha y las puertas han estado cerradas en todo momento.

—¿Está segura? —el hombre de las gafas repitió la pregunta.

—Afirmativo —reiteró ella—. Desde aquí he podido escuchar lo que le explicaba el maquinista y después al revisor y al otro viajero. El ordenador de a bordo no ha registrado nada.

—Le recuerdo que no puede haber el más mínimo fallo. Este tren tiene que ser como una caja fuerte rodante hasta que lleguemos a Madrid.

—Y lo es —repuso ella.

—Hay mucho en juego —dijo el hombre de las gafas alzando el dedo en señal de advertencia.

—Lo sé. Todo está bajo control y ya solo falta una hora y media para llegar —lo tranquilizó la camarera tras haber consultado su reloj de pulsera—. Todo irá como una seda. Ya lo verá.

—Eso espero por el bien de todos.

El hombre sacó una vez más de un bolsillo el aparato semejante a un teléfono móvil, observó la pantallita tras pulsar una tecla y sonrió satisfecho con el resultado. A continuación, se puso de nuevo las gafas y pidió un café. Cuando el revisor regresó al coche bar, lo encontró acomodado en uno de los taburetes con su bebida delante, hojeando distraídamente un periódico, y a su compañera limpiando la barra con un trapo, como si nada hubiese sucedido.