Ya de vuelta en el corredor de la locomotora, Pedro abrió disimuladamente el bolso de Rosa, que aún colgaba de su hombro derecho. Él y el revisor cubrieron los escasos metros que los separaban del coche bar en cuestión de segundos. Allí, junto a la puerta de acceso, entrevieron a la camarera, tan atareada recogiendo los últimos paquetitos esparcidos por el suelo de la cocina que pareció no prestarles ninguna atención cuando pasaron frente a ella.
El psiquiatra estaba al fondo, sentado en el mismo taburete donde lo habían dejado unos minutos antes, los codos apoyados en la mesa mientras tecleaba algo en su teléfono móvil. Al verlos regresar, estiró el cuello e hizo ademán de levantarse. Sin embargo, se detuvo y observó con interés a Pedro. Había algo extraño en su forma de andar. Caminaba muy despacio, arrastrando mucho los pies, demasiado en realidad, con aire derrotado. Aun así, en lugar de tener la cabeza gacha como cualquier persona en su situación, no cesaba de mirar a derecha e izquierda, contemplando con fijeza las paredes del coche, como si buscase algo.
—¿Han hablado con el maquinista? —preguntó el psiquiatra en cuanto llegaron hasta donde se encontraba él.
—Sí y ha confirmado por enésima vez lo que yo decía —exageró con petulancia el revisor.
—Se equivoca. Estoy seguro —contradijo Pedro.
—¿Y también el ordenador?
—Los ordenadores son máquinas y se averían.
El revisor enarcó las cejas desesperado.
—Escuche, el paquete de tabaco y el mechero…
—Lo sé. Deberían estar en el bolso, pero el hecho es que no están —el revisor lo interrumpió, irritado por la tozudez e insistencia de Pedro.
—Las máquinas no son perfectas. He trabajado durante años en un banco y siempre cotejábamos los libros contables porque a veces se encontraban errores de cálculo en las cuentas que hacían los ordenadores.
—Quizá eso ocurriese en su época y con aquellos aparatos, pero no en estos trenes de última generación.
Pedro miró entonces al revisor a los ojos y lo agarró por los costados. Lo hizo sin violencia, pero con firmeza.
—Debe detener el tren cuanto antes —le pidió.
—¿Se puede saber de qué habla?
—Si el furgón de equipajes está cerrado con llave y todos los aseos están vacíos, eso significa que Rosa tiene que haberse quedado en ese apeadero.
—No insista más.
—No hay ninguna otra posibilidad.
—Sí que la hay y es que usted no tenga ninguna mujer o… no sé. Lo que sí sé es que la única que hay en este tren es un producto de su imaginación.
Pedro, que hasta entonces había permanecido quieto, sacudió al revisor con insistencia dando varios tironcitos enérgicos de la chaqueta.
—Si no le pide al maquinista que detenga el tren, yo mismo accionaré el freno de emergencia. Debemos dar la vuelta y regresar a ese maldito apeadero ahora mismo. Ha estado lloviendo a cántaros y hace frío. Es inhumano dejar allí a una persona abandonada con un día como este.
—Regrese a su plaza ahora mismo. No quiero oír una sola bobada más —ordenó el revisor tajante.
—Y yo le digo que haré que el tren se detenga por las buenas o por las malas. Elija lo que prefiera.
El psiquiatra trató de mediar entre los dos hombres, pero antes de que pudiese hacer nada Pedro se lanzó a correr hacia la salida del coche bar. El revisor tardó un par de segundos en darse cuenta de que lo habían soltado. Para entonces Pedro ya había tenido el tiempo suficiente de abrir la puerta corredera y entrar en la plataforma. Una vez allí, comenzó a palpar frenéticamente las paredes en busca de algo.
Antes de que la puerta se cerrase de nuevo, el revisor y el psiquiatra pudieron verlo, desconcertados e incapaces de entender nada al principio. De repente, ambos se miraron y comprendieron sin decir palabra lo que estaba sucediendo. El psiquiatra fue el primero en reaccionar, se levantó tan deprisa como pudo del taburete y se precipitó hacia la salida del coche bar. El revisor lo imitó. Unos instantes después estaban los dos en la plataforma, donde encontraron a Pedro al lado de una de las puertas, junto al freno de emergencia, con la manilla roja bien agarrada, dispuesto a tirar de ella.
—Suelte ese freno de inmediato o se meterá en un buen lío —le conminó el revisor en un tono que no admitía objeción.
—Quiero que pare ahora mismo este tren y que volvamos al apeadero —repuso Pedro, jadeando y temblando de pies a cabeza.
El revisor adelantó un pie, pero se quedó paralizado al ver que amagaba con tirar de la manilla, los ojos clavados en él.
—Escuche, por favor, no podemos detenernos y hacer lo que usted dice —trató de razonar entonces por las buenas con voz más calmada.
—¿Por qué?
—Porque hay más trenes en esta vía. No se puede retroceder.
—Mi mujer puede estar ahora mismo en medio de la nada, sola, congelándose en ese apeadero vacío.
—Por favor, quite la mano de ahí y hablaremos.
—¡No! O detiene usted el tren o lo hago yo.
El psiquiatra, que se había quedado a un lado observando a los dos hombres, se acercó al revisor por detrás procurando no hacer ruido.
—Déjeme a mí, por favor. Ya le dije hace un rato que tengo pacientes mucho más difíciles que este señor y sé cómo tratarlos —le cuchicheó al oído con suavidad y sin mover apenas los labios.
Por primera vez desde que Pedro le dijese que no encontraba a Rosa, el revisor parecía haber perdido la compostura y no mostraba la obstinada actitud incrédula que había mantenido hasta ese momento. Temblaba como una hoja al viento y tenía el rostro tan pálido como el de un cadáver. Pese a ello, consiguió dominarse lo suficiente para asentir con una leve sacudida de la cabeza, casi imperceptible.
—A ver, a ver… Vamos a calmarnos, ¿le parece? —empezó a hablar el psiquiatra sin alterarse.
—Cálmese usted si le apetece. Todos piensan que soy un chiflado que se ha inventado una mujer y voy a demostrarles que se equivocan.
—Nadie piensa que usted sufra un trastorno.
—Pues entonces que detengan el tren.
—Ya ha oído al revisor. No se puede hacer algo así, salvo en caso de extrema necesidad o de emergencia.
—Esto es una emergencia. Rosa se ha quedado en ese apeadero. Si viajásemos en un barco, ya habríamos dado la vuelta para ir a rescatarla.
—Claro, claro, pero esto no es un barco que pueda virar en medio del agua y su mujer no corre peligro de ahogarse.
—Pero se estará mojando.
—Escuche, así no vamos a ninguna parte.
—Exijo que paren el tren de inmediato —insistió Pedro amagando de nuevo con tirar de la manilla.
—De acuerdo, voy a proponerle una cosa si me lo permite —el psiquiatra sonó tranquilo, como si estuviese en su consulta charlando con un colega y no con alguien al borde de un colapso histérico.
—¿Qué?
—Usted ha tratado de ponerse en contacto con su hija y no ha podido. Mi teléfono tampoco funciona porque acabo de comprobarlo mientras estaban en la locomotora; pero imagino que el maquinista tendrá algún medio para comunicarse con la estación más cercana, ¿verdad? —se dirigió al revisor.
—Sí —respondió este—. En la cabina hay una radio.
—Supongo entonces que podrá hablar con él y pedirle que la utilice para solicitar que envíen a alguien al apeadero —preguntó el psiquiatra.
Aunque hiciese todo lo posible por disimularlo, el revisor continuaba hecho un manojo de nervios ante una situación que en tan solo unos instantes se había escapado de su control, pero se repuso lo suficiente para contestar con un hilillo de voz.
—Sí. Imagino que podría.
—En ese caso, no tiene más que ir a la cabina del maquinista y hacerlo. Yo me quedaré aquí con… —dudó unos segundos sobre el nombre— Pedro, y él le promete que no hará ninguna tontería, ¿verdad?
Pedro meneó enérgicamente la cabeza de arriba abajo, como un niño pequeño obstinado que no quiere ceder a los ruegos de los adultos.
El revisor vaciló unos instantes sobre cómo proceder, el semblante tan pálido como el de un cadáver y el cabello despeinado cayéndole por la frente. No obstante, obedeció en cuanto el psiquiatra le señaló la puerta del coche bar con un gesto perentorio de la mano y se marchó hacia la locomotora tan deprisa como le permitieron sus temblorosas piernas, tras advertir a Pedro que lo haría detener por la policía si paraba el tren sin un motivo justificado.
—Bien, bien —prosiguió el psiquiatra con dulzura una vez que Pedro y él se hubieron quedado a solas en la plataforma—. Ahora vamos a esperar tranquilamente, sin alterarnos, ¿de acuerdo?
—Si tarda más de un minuto, tiraré del freno —amenazó Pedro sin siquiera un atisbo de indecisión en la voz.
—Volverá enseguida, ya lo verá. Usted ahora relájese, no hiperventile, acompase la respiración y, sobre todo, tenga mucho cuidado de no hacer nada de lo que luego pueda arrepentirse. Este tren no es ningún juguete y, si lo detiene, podrían multarlo como poco.
Pedro no respondió y agarró con más fuerza la manilla sin apartar en ningún momento la mirada del psiquiatra.