18.45 h

El acceso a la cabina del maquinista, un corredor angosto y apenas iluminado que discurría por el lateral de la locomotora, no tenía más de cinco metros de longitud. Sin embargo, a Pedro se le hicieron largos como kilómetros por la claustrofobia que le provocaban la estrechez y la penumbra del lugar. A través de una hilera de diminutas ventanillas alargadas y rectangulares pudo apreciar que había escampado y cómo empezaban a abrirse en el cielo grandes claros de color añil en vivo contraste con las nubes, ahora finas como obleas y teñidas de fuego por los últimos rayos de sol. A pesar de ser un espacio cerrado, notó que el frío iba intensificándose y metiéndosele en los huesos conforme se aproximaba la noche. Sentía una fuerte opresión en el pecho a causa de los nervios y un nudo en la garganta que le obstruía las vías respiratorias, aunque esa última sensación tan solo duró unos instantes.

La primera impresión que recibió al entrar en la cabina del maquinista fue la de haber cambiado una madriguera lúgubre por el decorado luminoso de una película futurista. Sin ser muy grande, se trataba de un lugar espacioso agradablemente caldeado y a su modo acogedor. Tenía un enorme salpicadero semicircular plagado de botones, pilotos de distintos colores, pantallas, interruptores, un gran volante negro y un par de palancas terminadas en un pomo. En el centro de todos aquellos instrumentos, sentado en un sillón, se encontraba un hombre uniformado atento a los mandos. Ante él estaban el parabrisas de la locomotora y la vía, interminable y recta, cuyas traviesas y postes de la catenaria se acercaban para desaparecer de inmediato como si el tren se los fuese tragando igual que un ogro voraz. El maquinista no reparó en Pedro ni en el revisor hasta que este último habló sin apenas alzar la voz.

—Perdón por volver a molestar —se disculpó empleando un tono cortés, muy alejado del talante autoritario que había mostrado hasta entonces.

El maquinista, un hombre joven con el pelo cortado a cepillo, se giró haciendo pivotar el sillón. Su expresión, afable y sonriente, tranquilizó a Pedro, que se había convencido de antemano de que tendría que vérselas con un empleado aún más hostil e intolerante que el odioso revisor.

—¿Ocurre algo? —se sorprendió al ver que este último había invadido su reino de botones, pilotos y mandos acompañado en esta ocasión por un desconocido.

—Este señor es el viajero que piensa que su mujer ha podido bajarse del tren en el apeadero del Muerto —aclaró el revisor.

—¿Por qué iba a hacer algo así? —El tono y la forma de preguntar del maquinista pusieron de manifiesto su asombro ante la absurda idea de que nadie saliese a la intemperie en una tarde tan desapacible.

—Para fumar un cigarrillo, y es posible que se haya quedado allí —Pedro se adelantó al revisor respondiendo él mismo.

—¿Cómo?

—Imagino que mientras estábamos en ese apeadero habrá bajado un momento. Quizá se haya distraído con algo o haya ido a dar una vuelta y no habrá tenido tiempo de volver a montar.

—¿Bajar para dar una vuelta con la lluvia que estaba cayendo a esa hora?

—Ya le he explicado que eso es imposible —el revisor volvió a tomar las riendas de la conversación—, pero no me cree.

El maquinista, que hasta ese momento había mantenido una mano sobre una de las palancas del salpicadero, pulsó un botón y dejó que el tren continuase funcionando él solo.

—Mi compañero tiene razón. —Les dedicó a ambos una sonrisa desarmante—. Las puertas han permanecido cerradas mientras estábamos en el apeadero del Muerto. Se lo dije hace un momento.

—¿Se convence ahora? —reprochó el revisor a Pedro que no le hubiese creído unos minutos antes.

—No —porfió él—. Montó conmigo en este tren y solo la he perdido de vista mientras paramos en ese apeadero. Ha tenido que bajarse allí.

—Dígame cómo. Las puertas solo se abren desde aquí y yo no he rozado siquiera el botón de apertura.

—¿Y no existe ningún sistema de emergencia?

—No comprendo —el maquinista titubeó.

—Supongo que habrá alguna forma de abrirlas desde dentro si, por ejemplo, se produce un accidente, ¿no?

El maquinista agitó de arriba abajo la cabeza varias veces con movimientos cortos y enérgicos.

—Por supuesto que se pueden abrir accionando una palanca, y en ese caso se encendería esta luz del panel. —Dio varios toquecitos ligeros a uno de los pilotos con la punta de un dedo—. Pero no lo ha hecho en ningún momento.

—Quizá la bombilla esté fundida… —sugirió Pedro, aunque se tratase de una posibilidad remota.

—No lo está. En San Lucas del Arenal funcionaba sin ningún problema. Antes de poner en marcha el tren se efectúa todo tipo de comprobaciones. Además, aunque lo estuviese, no pasaría nada.

—¿Por qué?

—Porque yo no habría podido arrancar el tren si una puerta permaneciese abierta.

—A lo mejor se abrió y se cerró sin que usted lo supiera.

—Ya le he dicho que eso no es posible. Para que la locomotora avance, tengo que accionar esta palanca —señaló una de las dos que estaban en el salpicadero—. Basta con que una puerta simplemente esté mal cerrada para que el tren no se mueva por mucho que alguien tire de ella.

—¿No hay ninguna manera de demostrarlo?

El maquinista frunció los labios durante unos instantes y, pensativo, se rascó la cabeza.

—Consultando con el ordenador de a bordo.

—¿Puede hacerlo? —Pedro puso su cara de súplica y luego rogó en tono lastimero—. Por favor.

El maquinista sonrió de nuevo, giró su sillón y empezó a pulsar con rapidez los botones de un teclado situado bajo una pantallita. Al cabo de unos segundos surgió un listado lleno de números y códigos incomprensibles para Pedro.

—Nada —dijo el maquinista tras leerlos—. No se ha abierto ninguna puerta mientras hemos estado en el apeadero del Muerto.

—Quizá ese aparato falle…

—¿Este ordenador? Eso sí que es imposible. Este chisme lo registra todo.

—Pero… —Pedro trató de protestar, pero el maquinista no se lo permitió.

—No falla. Si lo hiciese, no estaríamos en marcha. Créame, nadie ha vuelto a subir ni a bajar de este tren desde que arranqué a las cuatro de la tarde en la estación de San Lucas del Arenal. Si su mujer ha montado con usted, búsquela bien porque no ha podido salir sin que yo me entere.

—Pero el caso es que no está. Su compañero y yo hemos registrado hasta el último rincón de cada vagón y no aparece por ninguna parte. Quizá usted no se haya dado cuenta de que la luz… —Las palabras se le atascaron en la garganta y fue incapaz de terminar la frase.

El maquinista se limitó a encogerse de hombros, hinchó los carrillos con los labios fruncidos y expulsó el aire de los pulmones con el mismo pitido que un globo que se deshincha con lentitud.

—Yo no me he movido de aquí en ningún momento —afirmó con rotundidad.

—Entonces solo queda el furgón de cola… —A Pedro se le iluminó el rostro al recordar la única zona del tren que quedaba por registrar—. ¿Y si Rosa se ha metido en él por error?

—Eso es absurdo —terció el revisor imaginando lo que iba a pedir Pedro acto seguido.

—¿Por qué?

—Ya hemos estado allí y ha podido comprobar con sus propios ojos que el acceso está bloqueado.

—Pero si yo entré apretando el botón, Rosa también ha podido y quizá…

—¡No! Usted pasó a la plataforma, pero la puerta del furgón estaba bien cerrada, como lo estaba la del aseo —recalcó el revisor para evitar que Pedro volviese a insistir—, de manera que olvídelo.

—Déjeme que eche un vistazo. Será solo un momento.

—El furgón es propiedad del servicio de correos y no estoy autorizado a abrirlo sin un permiso especial.

—Yo… Le prometo que no tocaré nada si es eso lo que le preocupa.

—Ya es suficiente. He dicho que no y fin de la discusión. Y ahora, señor, debemos marcharnos de la cabina. El maquinista tiene un trabajo que hacer y estamos interrumpiéndole. —El revisor lo agarró por el brazo y tiró de él sin muchos miramientos para sacarlo de allí.

—Muchas gracias de todos modos y perdone que le haya robado su tiempo. —Pedro saludó al maquinista con la mano y salió de la cabina, seguido muy de cerca por el revisor.

* * *

La cabeza de Pedro era en esos instantes un torbellino de conjeturas que se agolpaban y giraban cada vez más deprisa. Todos lo tomaban por un loco. Creían que Rosa era un producto de la mente calenturienta de un anciano porque nadie la había visto. Sin embargo, las palabras del maquinista le habían traído algo a la memoria y al mismo tiempo acababan de darle una idea. Su cerebro trazó un plan a toda velocidad, un plan audaz que requería actuar con calma y celeridad, de modo que decidió fingir resignación para ganar tiempo.