El coche bar se inclinó suavemente hacia un costado al tomar una curva a gran velocidad. El psiquiatra se agarró al borde de la mesa para sujetarse y no perder el equilibrio, la mirada clavada en Pedro, a quien entretanto se le había iluminado el rostro porque al fin empezaba a ver con claridad en medio de aquella situación kafkiana. Había repasado casi minuto a minuto cada momento desde que montó en el tren. Sin embargo, debido a los nervios y a la angustia de no encontrar a Rosa en ninguna parte, había pasado por alto algo fundamental, obvio a todas luces si se hubiese parado a meditar con un poco de calma. Pedro se reprochó entonces el hecho de ser siempre tan impulsivo y de no pensar, aunque fuese un poco, antes de actuar.
—¿Cuánto tiempo estuvo parado el tren en ese apeadero de…?
—Del Muerto, apeadero del Muerto —el revisor pareció insistir mucho en el nombre o, al menos, esa fue la impresión que le causó a Pedro.
—¿Cuánto tiempo? —repitió Pedro impaciente.
—No lo sé, señor. Calculo que nos habremos detenido allí unos diez o quince minutos como máximo para dejar vía libre a un tren de mercancías. Se trata de un procedimiento bastante habitual cuando hay vagones cisterna cargados de materiales peligrosos como combustible o productos químicos. Pero no se preocupe; llegaremos a la hora prevista.
—Eso me da igual ahora. Lo que quiero decir es que yo no me moví de aquí mientras el tren estuvo en ese apeadero del Moribundo.
—Del Muerto, apeadero del Muerto —le corrigió el revisor pronunciando el nombre con solemnidad.
—¡Como se llame! ¿Tengo o no razón? —se dirigió Pedro al psiquiatra, que estaba muy atento al diálogo.
—Eso es verdad. Los dos estuvimos aquí en todo momento —afirmó este con rotundidad.
—Y ya ha visto que faltan la pitillera, el mechero y los caramelos del bolso de Rosa —prosiguió su explicación más animado porque tenía un testigo para corroborar parte de lo que decía.
—Señor, yo no he dudado de su palabra cuando dice que no se movió de aquí —reconoció el revisor sin pestañear—. En cuanto a lo que cuenta de un mechero y una pitillera… —no terminó la frase.
—No están en el bolso porque siempre que Rosa va a algún sitio se los lleva encima, sobre todo si estuvimos parados quince minutos y ella se bajó del tren.
—¿No creerá usted que su mujer podría haberse apeado allí?
—¡Exacto!
—Me parece un poco raro.
—¿Por qué? Dígame qué tiene de raro que una viajera se baje a fumar un cigarrillo mientras un tren está parado.
—Eso es del todo imposible, señor. Las puertas se bloquearon poco antes de que nos pusiésemos en marcha en San Lucas del Arenal.
—¡Pero ha podido haber un fallo que las haya desbloqueado!
—Le repito que es del todo imposible. Estos trenes tienen un sistema de seguridad que no les permite marchar con una puerta abierta o mal cerrada; la locomotora se detendría automáticamente.
—Yo hablo de cuando estábamos en el apeadero. Quizá Rosa salió a fumar. Si el tren estaba parado, pudo abrir una de las puertas y bajar.
—Me extraña mucho. —El revisor se acarició el mentón—. Insisto en que estaban bloqueadas igual que lo están ahora mismo y nadie, repito, absolutamente nadie ha podido apearse.
—¿No hay ninguna forma de confirmarlo? —intervino entonces el psiquiatra—. Quizá sea cierto que alguien se ha bajado del tren y estamos perdiendo un tiempo precioso mientras hay alguien ahí fuera.
El revisor se rascó la cabeza antes de responder.
—Supongo que habría que preguntar al maquinista —dijo finalmente, casi más para sí mismo que para los demás—. El cuadro de mandos de la cabina tiene indicadores para avisar de cualquier incidencia de la marcha.
—Vaya entonces a preguntarle, por favor. —Pedro le tiró de una de las mangas como si fuese un niño implorando algo.
El revisor vaciló unos segundos, indeciso, sin prisa, cavilando sobre lo que debía o no debía hacer.
—No hace ninguna falta porque, si se hubiese abierto una puerta, el maquinista me habría llamado para que lo comprobase —zanjó.
—Solo le pido… —comenzó Pedro en tono plañidero.
—Pero aun así le preguntaré para que se convenza de que no miento —añadió elevando la voz.
Dicho esto, el empleado ferroviario se marchó coche adelante, camino de la locomotora. Pedro lo observó alejarse, exasperado por su paso lento, y comenzó a recoger todos los objetos de Rosa, aún esparcidos sobre la mesa. Mientras aguardaba su regreso con noticias, el psiquiatra lo ayudó alcanzándole el pintalabios, que había rodado hasta el reborde del tablero al tomar el tren la curva.
—No se preocupe —trató de animarlo imprimiéndole a su voz un tono cordial—. Si tiene usted razón y es cierto que su mujer se ha bajado en ese apeadero, todo se arreglará. Enseguida saldremos de dudas.
—Claro que tengo razón —rezongó Pedro.
El revisor no se hizo esperar mucho. Apenas habían transcurrido un par de minutos cuando reapareció caminando muy tieso, como si se hubiese tragado un cucharón, y con cara de circunstancias, y se dirigió adonde estaban los dos viajeros. Pedro se levantó del taburete, la ansiedad reflejada en el rostro.
—Confirmado. No se ha abierto ninguna puerta desde que salimos de la estación de San Lucas del Arenal —anunció sin más preámbulos con el mismo envaramiento de siempre.
—Tiene que haber un error —protestó débilmente Pedro, incapaz de creer lo que estaba oyendo—. Rosa ha bajado en el apeadero y ustedes se equivocan.
—Señor, eso es absurdo. Estos trenes están dotados de un sistema de seguridad que avisa de cualquier anomalía. Le repito que quizá su mujer no haya subido.
Pedro negó con la cabeza y comenzó a respirar trabajosamente, como si estuviese a punto de sufrir un ataque. De repente, miró con fijeza la parte delantera del coche, hacia el pasillo de acceso a la locomotora.
—¡Quiero hablar con el maquinista! —exclamó.
—No puede. Está prohibido.
—¿Por qué? ¿Quién lo dice?
—El artículo 15, apartado c) del reglamento ferroviario: «No se permite a los viajeros distraer al conductor» —el revisor enunció con solemnidad la norma como si él mismo la hubiese redactado después de haber fabricado con sus propias manos hasta la última tuerca del tren.
—¡Pues incúmplalo si hace falta! —tronó Pedro sin poder contenerse.
—También establece que se puede sancionar con una multa a los viajeros que lo infrinjan —informó entonces el revisor con una nota de sarcasmo en la voz.
—¿Y no dispone que yo puedo demandarlos por denegación de auxilio?
La situación amenazaba con degenerar en una pelea en toda regla. Pedro y el revisor comenzaron a discutir sobre los derechos y las obligaciones de los viajeros cuando intervino el psiquiatra elevando la voz para imponerse y para que se le escuchase por encima del jaleo.
—Por favor, cálmense los dos.
Tanto Pedro como el revisor le lanzaron sendas miradas asesinas que habrían amilanado a cualquiera, aunque no al psiquiatra, que debía estar acostumbrado a vérselas con pacientes mucho más hostiles.
—Toda esta discusión no conduce a ninguna parte —añadió entonces empleando un tono más conciliador.
—Debo ceñirme al reglamento y hacer que quienes viajan en este tren lo cumplan —se defendió el revisor adoptando un aire digno.
—Podría hacer una excepción, ¿no cree?
El revisor puso los ojos en blanco y meditó la propuesta durante unos instantes que a Pedro se le hicieron eternos.
—Está bien —cedió al cabo de unos segundos—. Venga conmigo. Pero le advierto que me estoy jugando mi puesto, de manera que nada de tonterías en la cabina.
—Gracias —balbuceó Pedro.
El psiquiatra se dispuso a avanzar, pero el revisor le dio el alto mostrándole la palma de la mano, como si fuese un guardia de tráfico.
—No pueden entrar los dos en la cabina del maquinista —advirtió.
—De acuerdo. —El psiquiatra se sentó con desgana en uno de los taburetes—. Yo los esperaré aquí entonces.
Pedro agarró el bolso de Rosa con ambas manos y se lo echó al hombro dando un tirón de él, como si fuesen unas alforjas. El revisor señaló con un gesto de la cabeza la parte delantera del coche y los dos se encaminaron hacia el pasillo que había junto a la barra. Al pasar por delante del bar la camarera los miró con disimulo, sin apenas levantar los ojos de la máquina registradora. Después, en cuanto los vio desaparecer por el pasillo de acceso a la locomotora, se asomó sacando el cuerpo ligeramente por encima de la barra, echó un vistazo rápido hacia donde estaba el psiquiatra, en esos momentos entretenido contemplando el paisaje, y fue a la cocina. Una vez allí, descolocó varios paquetes de aperitivos y tiró otros cuantos al suelo. A continuación, abrió muy despacito la puertecita de entrada a la cocina para que no chirriase y se puso a reordenarlos sin prisa para permanecer el máximo tiempo posible en el lugar exacto desde donde se podía escuchar cualquier conversación sin ser vista.