18.30 h

Pedro se sentó en uno de los taburetes del coche bar. En cierto modo se sentía tan intimidado como un lobo acorralado por varios cazadores dispuestos a abatirle de un tiro de un momento a otro. Seis pares de ojos lo escudriñaban con fijeza, muy atentos a sus labios, aguardando la misma explicación repetida innumerables veces.

—Mi mujer ha desaparecido. —Las palabras le sonaron a él mismo como un eco extraño de tanto recitarlas.

—Señor, las personas no se desvanecen en el aire —aseveró el revisor, en pie, con los brazos muy pegados al cuerpo, tan tieso como los postes que sostenían la catenaria.

—¡Estaba conmigo cuando montamos! ¿No la vieron ustedes en el andén de la estación? —inquirió Pedro al psiquiatra y a su mujer, angustiado y desmoralizado por la sensación de que era víctima de una inocentada sin ninguna gracia que no parecía tener fin.

—No. Como le he dicho hace un momento, los niños estaban dando mucha guerra y solo estuve pendiente de ellos para que no se cayeran a la vía —contestó el psiquiatra—. De hecho, casi perdemos el tren porque uno de ellos se nos escapó y tuve que perseguirlo por el vestíbulo.

—Yo tampoco me fijé en que hubiese nadie —añadió su mujer compungida—. Ni siquiera lo había visto a usted hasta hace un rato, cuando le comenté a mi marido que los gemelos debían haberlo molestado con sus gritos.

—Pero después, cuando ya estábamos en el asiento, su hijo pequeño estuvo correteando por el pasillo y vino hacia nosotros. Rosa lo saludó y le dio un caramelo. Si le preguntan, él se lo confirmará.

La mujer del psiquiatra miró fugazmente con ojos asustados a su marido, como si estuviese pidiéndole permiso para hablar. Este se mordió los labios unos instantes y, tras vacilar unos segundos, asintió con un movimiento lento de cabeza y expresión resignada.

—Bueno…, el problema es que… Será muy difícil que Óscar le responda —soltó ella la última frase de un tirón tras un tartamudeo inicial.

—¿Por qué? ¿Tan difícil es hacerle una pregunta y que conteste?

La mujer del psiquiatra tragó saliva con gran ruido, parpadeó varias veces y se limpió los ojos con los dorsos de ambas manos, como si de repente le hubiesen entrado un puñado de motas de polvo o le escociesen.

—No sé si mi marido le habrá contado que se trata de un niño muy especial.

—Es hiperactivo. Me lo contó antes. —Pedro no quiso repetir la parte relativa a los malos tratos delante del revisor.

—No es solo eso. Óscar padece afasia.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Oye, pero no puede hablar.

—¿Me está diciendo que es sordomudo?

—En la práctica es como si lo fuese. Mi marido y yo creemos que sufrió algún trauma cuando aún era un bebé y eso lo ha hecho muy miedoso. Todavía no ha pronunciado una sola palabra desde que vive con nosotros, salvo algunos sonidos que emite con la garganta.

—¿Y cómo se comunican con él? ¿Cómo le explican que tiene que comer, vestirse, bañarse, acostarse…? —A Pedro le costaba entender cómo podían educar a un niño con ese problema.

—Por señas y con dibujos. Lucía, la mayor, es quien mejor lo entiende y en ocasiones incluso consigue hacerle reír. —La mujer del psiquiatra se retorció las manos con angustia y se le humedecieron ligeramente los ojos.

—¿Por qué no lo intenta ella?

—¿Quiere que ella intente preguntarle? No sé si sería conveniente —la mujer del psiquiatra titubeó.

—Por favor… —suplicó Pedro—. Estoy seguro de que el niño recordará a mi mujer. Incluso le acarició la mejilla.

—Óscar es muy asustadizo y terriblemente desconfiado con los extraños. Tiene pesadillas con mucha frecuencia. Se despierta por la noche chillando por algo que le sucedió y que aún no hemos conseguido averiguar. Me preocupa que esta situación pueda ser contraproducente para él. Ya está bastante excitado con el viaje y esto podría estresarlo aún más.

—Sería solo un momento.

—No sé si debo permitirlo —terció el psiquiatra, que hasta entonces se había mantenido callado, asintiendo en todo momento a las explicaciones de su mujer con leves movimientos de cabeza—. Óscar es muy impresionable. Si lo atosigamos con preguntas, es posible que echemos a perder todo lo que hemos avanzado con él durante los últimos meses de terapia.

—Se lo pido por favor. Será únicamente una pregunta.

Suplicó con una voz tan lastimera que la mujer del psiquiatra pareció ablandarse. Vaciló durante unos instantes mientras estrujaba con tenacidad entre las manos un pañuelito que se había sacado de un bolsillo para secarse las lágrimas. Luego miró otra vez a su marido a los ojos, quien accedió encogiendo los hombros y frunciendo ligeramente el ceño y los labios.

—De acuerdo, déjeme que vaya a buscar a Óscar y a Lucía. Pero hablaré yo, si no le importa —advirtió con gravedad—. Y prométame que no va a agobiarlos con preguntas —le pidió a continuación.

—Le doy mi palabra de honor si hace falta.

La mujer asintió y salió del coche bar. Tanto el psiquiatra como el revisor se mantuvieron en silencio. La camarera asomó medio cuerpo desde la barra. Unos segundos después salió por la misma puertecita del pasillo por la que había salido antes, se acercó hasta el revisor y le cuchicheó algo al oído. Este hizo una seña y ella regresó por donde había venido. Pedro, mientras tanto, estaba ausente. Se había puesto a repasar cada momento desde que Rosa y él habían montado en el tren. Cuanto más lo hacía, más se convencía de que no era ninguna fantasía suya que ya se habían puesto en marcha hacía varios minutos cuando él decidió ir a tomar un café y la dejó a ella comiendo uno de esos caramelos de anís que compraba para que nadie notase por el aliento que fumaba.

* * *

El regreso de la mujer del psiquiatra con el niño pequeño y la muchacha adolescente lo sacó de su ensimismamiento. El niño estaba adormilado, con los ojos entornados y el pelo más revuelto que antes. La muchacha adolescente lo llevaba de la mano y también parecía muy cansada. Ambos caminaban arrastrando pesadamente los pies por el suelo y se comportaban como si hubiesen tomado algún tipo de somnífero químico para conciliar el sueño y no unas simples gotas de valeriana. Sin embargo, esto no desanimó a Pedro, que se levantó del taburete dando un bote y se aproximó a ellos. El psiquiatra le mostró la palma de la mano para indicarle que guardase cierta distancia.

—Óscar, cariño, ¿ves a este señor de aquí? —preguntó con dulzura la mujer al niño tras agacharse para que su cabeza estuviese al nivel de la del pequeño.

Este dirigió a Pedro unos ojillos vidriosos, soñolientos, y meneó la cabecita de arriba abajo.

—Este señor dice que hace un ratito una señora te ha dado un caramelo, ¿es eso cierto?

El niño no respondió. Se mantuvo inmóvil, el semblante inexpresivo, mirando alternativamente a Pedro y a la mujer del psiquiatra como si no comprendiese lo que le estaban preguntando.

—¿Te has comido un caramelo? No me voy a enfadar si me dices que sí, cariño.

El niño parpadeó, pero su actitud distante no se alteró.

—Era un caramelo de anís —terció Pedro, pero guardó silencio al notar que el psiquiatra, llevándose el dedo índice a los labios, le indicaba con aquella seña que no hablase.

—Lucía, prueba a preguntarle tú. Quizá a ti sí te conteste —le pidió la mujer del psiquiatra a la muchacha adolescente.

Esta también se agachó e imitó a la mujer colocando su cabeza a la altura de la del niño, y comenzó a gesticular con las manos y a vocalizar las palabras sin pronunciarlas, como si hablase con el lenguaje de signos para sordomudos. El extraño collar de piezas metálicas que colgaba de su cuello se movió con un tintineo. Cuando terminó, el niño hizo un exagerado encogimiento de hombros y emitió una serie de gruñidos semejantes a los de un mono.

—No recuerda nada de lo que le están diciendo —tradujo ella los extraños sonidos guturales.

—¿Estás seguro, Óscar? —la mujer del psiquiatra insistió.

El niño se limitó a gruñir de nuevo.

—Dice que sí —reiteró la improvisada intérprete.

Pedro se acercó a la muchacha y le rozó el hombro suavemente con las yemas de los dedos. Ella dio un respingo y le lanzó una mirada arisca, como si el contacto le hubiese causado una honda repulsión.

—¡Quíteme las manos de encima, viejo cerdo! —chilló y mostró a Pedro el puño con el dedo corazón levantado.

—Yo, no quería… —Él retrocedió, asqueado y horrorizado ante el gesto obsceno que ya le había visto hacer a los gemelos en la estación de San Lucas del Arenal.

—Por favor, no toque a los niños —le advirtió la mujer del psiquiatra.

—Perdón —se excusó Pedro al recordar la confidencia que le había hecho el psiquiatra sobre el pasado de abusos sexuales de la muchacha—. Solo quería explicarle el aspecto de Rosa.

—Hágalo, pero sin tocarlos. Son muy sensibles.

Azorado, Pedro se limitó a disculparse de nuevo sin añadir nada más, aunque le hubiese sorprendido una reacción tan desproporcionada por parte de la muchacha.

—Escucha —comenzó entonces con el corazón latiéndole a tantas pulsaciones que creyó que se le iba a salir del pecho—. Rosa es mi mujer. Hoy lleva un traje azul claro y un pañuelo de color gris al cuello. Tiene el pelo corto, de color castaño claro. Díselo, por favor.

La muchacha volvió a gesticular con las manos en aquel peculiar lenguaje semejante al de los sordomudos, aunque distinto, puesto que movía exageradamente los dedos, como si fuesen las patas de una araña. El niño abrió mucho los ojos y esbozó una media sonrisa. Todos contuvieron la respiración, aguardando a que contestase algo. Sin embargo, cuando hubo terminado, el niño negó con la cabeza e hizo unos movimientos sinuosos con los deditos, acompañados de los mismos gruñidos de antes y una risita ratonil.

—¿Qué es lo que le hace tanta gracia? —quiso saber Pedro, intrigado por lo que pudiesen significar aquellos gestos y, al mismo tiempo, enojado porque pensaba que tal vez aquel par de mocosos desvergonzados estuviesen burlándose de él delante de sus narices.

—Le divierte la descripción, pero dice que no recuerda a ninguna señora con un traje y un pañuelo y que tampoco ha comido nada.

Pedro se encontraba perdido. La esperanza de que el niño confirmase que Rosa iba en el tren se desvanecía. Sin embargo, no estaba dispuesto a rendirse. De repente recordó el paquete de caramelos. Si se lo enseñaba al niño, era posible que se acordase de cómo Rosa le había ofrecido uno.

Rápidamente y con dedos temblorosos se puso a hurgar en el bolso. Cuanto más removía el contenido, más nervioso se ponía. Era como si hubiese mil objetos dentro y ninguno de ellos fuese el que buscaba. Al final, ya harto, regresó junto a la mesa y volcó el bolso sacudiéndolo para asegurarse de que no quedaba nada dentro. Sobre el tablero quedaron esparcidos el monedero, el teléfono móvil, un juego de llaves, objetos variopintos como una polvera, un cepillo para el cabello con el mango de madera, un pintalabios o una funda de gafas, pero ni rastro del paquete de caramelos.

—No es posible —murmuró Pedro mientras lo revolvía todo con dedos trémulos—. Los guardó delante de mí, justo después de darle uno al niño.

—¿Qué ocurre? —preguntó el revisor acercándose unos pasos para ver mejor lo que había sobre el tablero de la mesa.

—El paquete de caramelos… ¡Debería estar aquí y no está! —exclamó Pedro, el semblante pálido como la cera.

—Ya veo por qué el niño no recuerda nada —musitó el revisor con un deje de socarronería.

—¡No, se equivoca! Rosa lo compró ayer en el supermercado que hay junto a la casa de mi hija, en San Lucas del Arenal. —Pedro se dio cuenta de inmediato de que el empleado ferroviario insinuaba sin ambages que el paquete de caramelos era otra invención suya.

—Mire, señor, será mejor que guarde todo eso en el bolso y que ocupe de nuevo su plaza.

El psiquiatra, que se había mantenido apartado, como en un discreto segundo plano de una película, le cuchicheó algo al oído a su mujer. Ella le contestó con un gesto, tomó al niño por los hombros y lo guio hacia la salida del coche bar. La muchacha les siguió obedientemente con la cabeza gacha, emitiendo sonoros bostezos, no sin antes lanzar una mirada furiosa a Pedro. El revisor, entretanto, se adelantó para ayudar a este a recoger los objetos que poblaban el tablero de la mesa, pero el psiquiatra lo detuvo con una mano.

—Déjeme a mí. Se lo ruego —le susurró adoptando una actitud humilde.

—No, señor, esto también forma parte de mi trabajo —se negó el revisor.

—Escuche, por mi profesión estoy acostumbrado a manejar situaciones delicadas y a personas difíciles en momentos como estos. Quizá sea mejor que yo me ocupe de esto para evitar males mayores —agregó para evitar que pusiese en tela de juicio que sabía cómo manejar a Pedro.

—Como quiera —cedió el revisor sin demasiada convicción—. Pero si me necesita, estaré aquí cerca. —Y se marchó hacia la barra del bar, donde la camarera lo aguardaba con expectación.

Por su parte, Pedro aún no se había repuesto de la sorpresa que se había llevado al ver que el paquete de caramelos no estaba donde debía. Se sentía desconcertado y dudaba de todo: de si Rosa había subido de verdad al tren con él o de si se encontraba inmerso en una pesadilla de la que despertaría de pronto para descubrir que estaba en su cama. Dudaba hasta de sí mismo y de su propia cordura.

—Comprendo por lo que está pasando en estos momentos —comenzó a hablar el psiquiatra entregándole la polvera a Pedro para que la guardase en el bolso—. Por mi consulta a veces han pasado pacientes a quienes les cuesta asumir una pérdida. Es algo muy duro para lo que nadie está preparado por mucho que se piense lo contrario. Creen que un ser querido continúa con ellos e incluso se comportan como si todavía se encontrase entre nosotros. Pero debe ser valiente y reponerse.

—Usted también está convencido de que estoy mal de la cabeza —se quejó Pedro con el teléfono de Rosa en la mano, pulsando nerviosamente las teclas en un vano intento de hacerlo funcionar.

—¡En absoluto! Solo trato de hacerle comprender que la vida continúa, que el tiempo tiene la virtud de curarlo todo.

—Si al menos pudiese llamar a mi hija… Pero este maldito trasto sigue sin tener cobertura.

—Probablemente su hija nos confirmaría que su mujer ya no está entre nosotros. —El psiquiatra le presionó el hombro con suavidad para reconfortarlo.

—Hace un rato, cuando estábamos en el andén, me enfadé con ella porque me dijo que nuestro coche es una carraca… —Pedro hablaba al vacío, arrepentido por la reprimenda que le había echado a Rosa en el andén.

—No se atormente con pensamientos negativos ni se culpe si en alguna ocasión no fue amable con su esposa.

—Incluso la reñí por fumar.

—Claro, recordamos a las personas tal como eran, con sus costumbres y sus manías. Aunque nadie las haya vuelto a ver, a nosotros nos parece que en cualquier momento van a entrar por la puerta.

—Incluso aún tengo el olor de su tabaco pegado a la ropa. —Se olfateó las mangas de la rebeca.

—Eso se debe a que el cerebro es tan poderoso que nos sugestiona con nuestros seres queridos ausentes hasta el punto de convencernos de que no ha sucedido nada. Seguimos preparando sus platos favoritos, colocamos sus cosas como les gustaba a ellos o las llevamos encima pensando que se las estamos guardando mientras han ido al baño. Hay incluso quien, como usted, llega a asegurar que percibe el olor de los cigarrillos o el perfume de un difunto.

De repente, Pedro se puso rígido y abrió mucho los ojos. El psiquiatra lo observó preocupado. El revisor, que no los había perdido de vista un solo instante, se acercó pasito a pasito con cautela a la mesa por si el psiquiatra necesitaba ayuda. La camarera se asomó sacando medio cuerpo por encima de la barra.

—¡Un momento! ¡Repita lo último que acaba de decirme! —exclamó Pedro, para quien las últimas palabras del psiquiatra habían sido como una revelación.

—No sé… —el psiquiatra dudó—. ¿Se refiere usted a que hay personas que perciben olores que asocian a un difunto?

—¡Sí, eso es!

Cuando el revisor llegó junto a la mesa, Pedro tenía el bolso de Rosa bocabajo y abierto sobre el tablero. Lo estaba agitando con energía y registrando hasta el último pliegue del forro por si había algún bolsillo interior oculto.

—La pitillera y el mechero —murmuró.

—¿Qué dice? —preguntó el psiquiatra.

—Tampoco están la pitillera ni el mechero de Rosa. Los sacó para fumarse un cigarrillo mientras esperábamos el tren en la estación de San Lucas del Arenal.

—Es posible que eso forme parte de la ilusión…

—¡No! —lo interrumpió Pedro con brusquedad—. Rosa tiene desde hace muchos años una vieja pitillera de cuero y un mechero de oro que funciona con gasolina. Nunca se separa de ellos. Si cambia de bolso, lo primero que hace es echarlos dentro, antes incluso que el monedero o las llaves.

—Serán pertenencias de la finada que le han venido a la memoria. No debe regodearse con su recuerdo.

—No, no, no… Escuche. ¿Recuerda que el tren se detuvo un rato mientras charlábamos y tomábamos café?

—Sí —titubeó el psiquiatra—. Pero no sé muy bien adónde quiere llegar.

—Dígame —Pedro se dirigió al revisor sin prestar atención al psiquiatra—: ¿Dónde paramos al poco de salir de San Lucas del Arenal?

Al revisor pareció sorprenderle un poco la pregunta; sin embargo, se recompuso enseguida y contestó con naturalidad:

—En el apeadero del Muerto.