18.25 h

En su camino a Madrid, el tren proseguía su vertiginosa marcha dejando atrás estaciones secundarias de pequeñas poblaciones, las letras de cuyos rótulos eran apenas unos garabatos ilegibles a causa de la velocidad, y apeaderos desiertos. Poco a poco, el aguacero había ido perdiendo la intensidad de las primeras horas para transformarse en una fina llovizna que ahora caía en forma de delgadas agujas transversales y la oscuridad cenicienta del crepúsculo comenzaba a cernerse sobre los campos, punteados ya por las primeras luces resplandecientes de algunos grupos aislados de casas y de hileras de farolas.

Mientras tanto, seguido por el revisor y el psiquiatra, Pedro entró en el siguiente coche, tan vacío que en un primer momento agudizó la angustia que lo atenazaba como un puño de hierro sobre la garganta y le dificultaba la respiración. Sin embargo, el ambiente del lugar, tranquilo y silencioso, pareció ejercer al fin un efecto calmante sobre sus nervios, en esos momentos a flor de piel.

—¿Quieren contarme lo que ocurre? —el psiquiatra invitó a Pedro y al revisor a que se explicasen.

—Este señor dice que no encuentra a su mujer, pero yo no tengo constancia de que haya subido al tren —respondió con hostilidad el empleado ferroviario.

—¡Naturalmente que lo ha hecho! —Pedro comenzó a irritarse de nuevo—. ¡Ha montado conmigo en San Lucas del Arenal!

El psiquiatra volvió a levantar las manos con los dedos muy separados, mostrando las palmas, para aplacar los ánimos encendidos de Pedro y se dirigió al revisor:

—Por favor, tratemos de dialogar como personas civilizadas. Creo que lo mejor será que este señor nos cuente lo que está pasando.

Pedro asintió, agitado y al mismo tiempo esperanzado porque, desde que habló con la camarera por primera vez un buen rato atrás, alguien lo tomaba en serio en aquel tren.

—No encuentro a mi mujer —balbuceó la misma frase que llevaba repitiendo sin cesar desde hacía minutos.

—De acuerdo, de acuerdo, ¿cuándo dice que la perdió?

—Antes, en el bar… Su maleta está donde la dejó y el bolso… Pero he intentado llamar a mi hija y el teléfono tampoco funciona… Y en el aseo del último vagón… Entonces el revisor…

De nuevo Pedro era incapaz de contar nada con una mínima coherencia. Una vez más el desasosiego se apoderó de él sin que pudiese hacer nada para remediarlo.

—Espere, así no entiendo nada. Empiece desde el principio. Será lo mejor —le aconsejó el psiquiatra tomándolo por los hombros y sentándolo como a un niño en un reposabrazos—. Ahora inspire hondo y espire hasta que se encuentre más tranquilo, ¿de acuerdo?

Pedro respiró varias veces y cerró los ojos para concentrarse. Luego los reabrió y, ya más sosegado, volvió a hablar.

—Rosa y yo nos hemos montado en San Lucas del Arenal —repitió con desgana—. Después, cuando el tren ya estaba en marcha, yo he ido a la cafetería a tomar algo y a leer el periódico. Usted puede confirmarlo porque hemos estado charlando un rato, ¿verdad?

—Efectivamente, yo mismo lo he invitado a un café —el psiquiatra corroboró lo que decía.

—Luego, cuando he vuelto a mi asiento, ella no estaba. Pensé que quizá se había ido al aseo o se había cambiado de asiento porque… Bueno, porque sus hijos estaban armando mucho jaleo. Desde entonces la he buscado en todos los vagones, en los aseos y hasta en la cocina que hay junto a la barra del vagón restaurante, pero no aparece por ninguna parte.

—Quizá se haya dejado algún lugar —sugirió el psiquiatra.

—No. He mirado hasta en el último rincón del tren. El revisor me ha acompañado.

—Es cierto —afirmó este último—. Pero no hay ninguna señora aparte de la que le acompaña a usted y la camarera que está en el coche bar —volvió a recalcar las palabras coche y bar.

—Entonces es como si su mujer jamás se hubiese montado en el tren —apuntó el psiquiatra.

—¡Pero es que Rosa sí ha subido conmigo, en San Lucas del Arenal! ¿Por qué iba a llevar yo, si no, dos maletas?

—Hay personas que viajan con mucho equipaje —comentó el revisor con total naturalidad.

—¿Y este bolso de señora? —insistió una vez más asiendo el bolso de Rosa con ambas manos y sacudiéndolo frente a las caras de los dos hombres.

Por toda respuesta, el revisor se limitó a encogerse de hombros y a enarcar las cejas.

—Además, cuando hemos estado charlando en la cafetería yo le he hablado de ella. Le he contado que volvíamos de visitar a nuestra hija. ¿Es verdad o no?

—Creo que sí —vaciló el psiquiatra imprimiendo una inequívoca nota de duda a sus palabras—. En realidad recuerdo que me ha contado que su hija es bióloga, investigadora o algo similar, pero…

—¿Pero qué?

—Pues que, ahora que lo pienso, yo tampoco he visto a su mujer en ningún momento.

—¿Cómo? —Pedro dio un respingo—. ¿Qué quiere decir con eso de que no ha visto a mi mujer en ningún momento?

—Que no recuerdo a ninguna señora aparte de mi mujer… Y la camarera, naturalmente.

—Oiga, ¿no pensará usted también que me estoy inventando a una persona?

—No, yo solo estoy diciendo que en nuestro coche no hay más viajeros que mi familia y otro señor.

—Pero usted ha montado con su mujer y sus hijos en el tren al mismo tiempo que nosotros…

—Sí, claro, supongo… —El psiquiatra hizo una pausa para pensar lo que iba a decir—. Hemos subido por la primera puerta con los niños, los hemos acomodado como hemos podido porque estaban muy inquietos y armando mucho jaleo… Después hemos colocado nuestras bolsas de viaje en el portaequipajes; como se levantaban los hemos vuelto a sentar… —fue detallando por escrupuloso orden cronológico todo lo que había hecho desde que entró en el coche—. Pero, si no recuerdo mal, cuando montamos, el vagón estaba vacío a excepción del señor que se sienta detrás de nosotros.

—¡Porque estábamos en los asientos del final! Además, usted mismo me contó que me había visto cuando fui hacia la cafetería.

—Eso es cierto. De hecho, se paró junto a los gemelos un momento… Aunque a decir verdad yo no lo vi porque estaba ocupado buscando una revista médica que he traído. Fue mi mujer quien me comentó que los había estado mirando porque habían debido molestarlo y me rogó que fuese a disculparme con usted.

—Quizá su esposa sí se haya fijado en ella…, aunque solo sea en la estación de San Lucas del Arenal. Es posible que si le preguntamos… —En los ojos de Pedro asomó una mirada de súplica.

—¿Ana? No lo creo. Ha estado muy atareada con los niños desde que llegamos a la estación. Como le expliqué antes, estaban muy nerviosos y le ha costado un trabajo espantoso conseguir que se durmiesen. Ha tenido que administrarles unas gotas de valeriana para que conciliasen el sueño.

El revisor resopló para hacerse notar y dar a entender que estaba cansado y quería continuar con sus quehaceres cuando Pedro dio un pequeño brinco.

—¡Eso es, el niño!

—¿Qué niño? —preguntó el revisor.

—Cuando Rosa y yo estábamos ya sentados, pasó el hijo más pequeño de este señor —señaló al psiquiatra— y ella le ofreció un caramelo.

—¿Un caramelo? —se sorprendió este por lo que acababa de oír.

—Sí, al más pequeño de todos.

—¿A Óscar?

—No recuerdo su nombre. Sé que me lo ha dicho antes; pero sí, era el pequeñín, el que va despeinado.

—Eso es del todo imposible. Creo que antes le comenté que los niños no toman dulces. Al ser hiperactivos, nunca les damos ninguno y ellos saben que no pueden comerlos —aseguró con gravedad el psiquiatra.

—Pues él lo aceptó y se lo llevó.

—No puede ser. Óscar jamás haría eso. Es travieso, pero muy obediente.

—Lo mejor será que se lo preguntemos directamente a él.

Pedro se levantó de un brinco del reposabrazos que le servía de improvisado asiento.

—Sí, eso es. El niño podrá confirmarlo —aseveró.

Haciendo caso omiso de las llamadas del psiquiatra rogándole que se detuviese y sin que este pudiese hacer nada para retenerle, Pedro salió corriendo en dirección al coche de primera clase, donde se encontraba el resto de los viajeros. No comprendía cómo no se le había ocurrido mucho antes acudir al niño. Recordó entonces su carita infantil, sus ojos oscuros y la extraña mirada que le había lanzado a Rosa cuando ella le ofreció el caramelo tras preguntarle cómo se llamaba, y su sonrisa al acariciar con suavidad el rostro de su mujer. Los nervios lo habían ofuscado de tal modo que no le habían permitido pensar con claridad hasta ese momento, pero ahora todo iba a cambiar. En cuanto el niño confirmase lo que él decía, el revisor se tragaría sus palabras y tendría que poner todo el tren patas arriba si fuese preciso hasta que apareciese Rosa. Luego, en cuanto la tuviese a su lado, enviaría todo tipo de reclamaciones por el trato que le habían dispensado. Durante unos instantes imaginó su fotografía en los periódicos bajo grandes titulares que lo proclamaban un ídolo nacional tras haber vencido a la compañía ferroviaria.

Pedro avanzó por el pasillo del coche de viajeros a grandes trancos y le bastaron tan solo unos segundos para llegar hasta donde dormía el niño. Alguien había levantado el reposabrazos que separaba los dos asientos. El pequeño estaba allí, tendido de costado, el cuerpecito tapado con el mismo abrigo de antes, los pies sobresaliendo por un extremo. Respiraba acompasadamente, con los puños junto a la boca. De cerca, era evidente que tenía mucho mejor aspecto que cuando Pedro lo había visto correteando por el pasillo e incluso que cuando lo observó unos instantes al regresar del coche bar. Por si eso fuese poco, además ahora se mantenía quieto y no incordiaba a nadie con sus gritos.

—Eh, pequeño, despierta. —Lo agarró con suavidad por el hombro y comenzó a zarandearlo cuidando de no ser brusco.

El niño lanzó un gruñido y dio una patadita, pero no abrió los ojos.

—Arriba, perezoso —insistió sacudiéndolo con un poco más de fuerza para que reaccionase.

La mujer del psiquiatra, que hasta ese momento había permanecido ajena a todo, abstraída con lo que estaba escuchando, se percató de lo que sucedía, se quitó los auriculares dando un enérgico tirón de los cables y se levantó de su asiento con la misma agilidad de una cobra lista para atacar.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —increpó con acritud a Pedro, los ojos como dos brasas ardientes.

—Tengo que preguntarle… —trató de hablar él, pero ella se precipitó hacia delante y se interpuso como si fuese un parapeto entre Pedro y los asientos donde el pequeño dormía profundamente.

—¡Deje en paz al niño ahora mismo!

—Yo solo quiero… —Pedro se sorprendió por la agresividad de la mujer.

Esta lo agarró de la pechera de la rebeca y lo empujó para hacerlo retroceder en el preciso instante en que llegaban el psiquiatra y el revisor, ambos con el rostro desencajado.

—Por favor, deje a Óscar —le pidió el psiquiatra, conmocionado al contemplar cómo su mujer se disponía a emplear la fuerza para rechazar a Pedro.

—Oiga, si le toca un solo pelo de la cabeza a esa criatura, le juro que hago que lo detenga la policía antes siquiera de que se baje de este tren —amenazó entonces el revisor.

—Él la ha visto.

—¿Qué ha visto? —preguntó la mujer del psiquiatra en voz baja, pero temblando como una hoja tras haber conseguido apartar a Pedro de los asientos donde dormían los niños.

—Tranquilos todos, por favor —se oyó al psiquiatra detrás de ellos—. Todo esto se trata de un malentendido.

—Se equivocan —protestó Pedro—. Cuando estábamos sentados, se acercó a nosotros y ella le dio un caramelo.

—No puede ser. Le repito que los niños no toman nada con azúcar.

—¿Qué está sucediendo aquí? —A juzgar por el timbre de voz, había faltado muy poco para que la mujer del psiquiatra perdiese los estribos.

—No es nada, Ana. Este señor no encuentra a su mujer y cree que nuestro Óscar la ha visto.

—¿Cuándo? Óscar lleva durmiendo más de dos horas —repuso ella algo más calmada ahora que su marido estaba allí.

Todos comenzaron a hablar atropelladamente en una confusión de voces que, poco a poco, iba aumentando de volumen. Los gemelos, que dormían apoyado el uno en el otro, se removieron. Uno de ellos entreabrió apenas los párpados y volvió a entornarlos mientras se giraba hacia su hermano. La muchacha adolescente también abrió los ojos y dedicó al grupo una breve mirada vidriosa antes de cerrarlos de nuevo y dar un hondo suspiro mientras se sumía en un sueño profundo.

—Usted —se dirigió de repente Pedro al hombre de las gafas—. ¿No ha visto a mi mujer?

Este último simplemente enarcó las cejas, negó con la cabeza y continuó mirando por la ventanilla.

—No moleste a ese señor con este asunto —le reprendió el revisor.

—Escúchenme. ¿Por qué no vamos todos a la cafetería y lo hablamos allí con más calma? —propuso entonces el psiquiatra—. Los niños podrían despertarse con tanto escándalo.

—Sí, por favor. Estaban muy excitados con el viaje y me ha costado mucho que se calmaran —explicó su mujer—. En casa suelen portarse bastante mejor —añadió a modo de disculpa.

Pedro aceptó a regañadientes que todos se marchasen otra vez al coche bar. Quería espabilar al tal Óscar, sacudirlo como a una estera para que se desperezase y, si fuese necesario, obligarle a que les contase a todos cómo Rosa le había ofrecido un caramelo y él lo había aceptado sin reparos, por mucho que el psiquiatra asegurase lo contrario. Sin embargo, se contuvo y avanzó hacia la salida, seguido ahora por el revisor, el psiquiatra y su mujer.

Mientras salían por la puerta, nadie reparó en el hombre de las gafas, que había estado pendiente en todo momento de la trifulca. Apenas salieron los cuatro del coche de viajeros, extrajo de uno de sus bolsillos un aparato similar a un teléfono móvil y desplegó una antenita. A renglón seguido presionó varios botones, observó la pantalla y pareció quedar satisfecho con el resultado. Después lo guardó en el mismo bolsillo y continuó contemplando el paisaje unos instantes. Sin embargo, pareció cambiar de opinión y se levantó de su asiento con sigilo. Tras haber comprobado que estaba a solas con los niños y que estos dormían como lirones, se dirigió con paso decidido hacia el final del coche, camino del furgón de equipajes.