La cocina contigua a la barra era tan diminuta que apenas si había hueco para un par de personas. Al ser tan pequeña, estaba equipada únicamente con un horno de microondas encastrado bajo unos anaqueles metálicos alabeados y con el cromo roído, repletos de paquetitos multicolores de aperitivos, latitas de aceitunas y botellas de bebidas. A la derecha de la puertecita, al fondo, si es que se podía decir que un espacio tan reducido contaba con un fondo, había un armario del suelo al techo lleno de vasos de plástico transparente encajados unos dentro de otros, montoncitos de servilletas de papel y posavasos apilados con tanto esmero que semejaban una columna blanca. A la izquierda colgaba la cortina, cuya fina varilla combada parecía a punto de partirse de puro endeble. La camarera sujetó la tela en un pequeño gancho lateral, dejando así a la vista la zona interior de la barra. Pedro lo contempló todo con un hondo sentimiento de vergüenza por haber puesto en entredicho la palabra de la camarera, que le obsequió con una mirada de suficiencia.
—Lo siento mucho —balbuceó estrujando y retorciendo con ambas manos la correa del bolso que le colgaba del hombro derecho hasta que los nudillos se le tornaron blancos.
—¿Se convence ahora de que aquí no puede estar su esposa?
—Sí. Le ruego que me perdone. No sé cómo se me ha podido ocurrir una idea semejante… —la voz de Pedro era como el gorjeo de un pajarillo, casi inaudible.
—No se preocupe. Este tipo de lapsus son comprensibles a su edad —la camarera sonrió con una mueca no exenta de socarronería.
—Será mejor que vuelva a su asiento, caballero —sugirió entonces el revisor, que hasta ese momento se había mantenido más o menos al margen del enfrentamiento entre Pedro y su compañera.
—Puedo prepararle algo de beber si lo desea —se ofreció ella—. Invita la casa —agregó sin apenas mover los labios, como si aquella inusitada muestra de generosidad saliese directa y dolorosamente de su bolsillo.
—Claro, quizá debería tomar un café o un refresco… —farfulló Pedro mientras se estrujaba el cerebro para encontrar una explicación a la ausencia de Rosa cuando, de repente, le acudió a la mente una nueva idea—. ¿Y la locomotora? ¿Qué me dicen de la locomotora? Quizá mi mujer haya continuado hasta allí sin darse cuenta.
Esta vez fue el revisor quien respondió en un tono de voz que no dejaba opción a réplica.
—Escúcheme, señor, le puedo garantizar que en la locomotora solo encontrará al maquinista.
—Pero… ¿Cómo puede estar tan seguro? —Pedro tenía ganas de romper a llorar por la sensación de impotencia que estaba experimentando ante una situación demencial como la que estaba viviendo.
—Porque acabo de estar en la cabina cuando he ido a buscar la llave.
—¿No podría mirar otra vez?
—Señor, mi compañera y yo le hemos dejado que entrase en la barra, pero la locomotora es harina de otro costal. Está estrictamente prohibido entrar allí. Hay normas de seguridad muy estrictas…
—Aunque sea solo un momento…
—Ahora hágame caso y regrese a su asiento —prosiguió el revisor alzando la voz casi imperceptiblemente, pero lo suficiente para imponer su autoridad.
Obedeció y, tras agradecer a la camarera su amabilidad, se dirigió con pasitos cortos hacia el coche de primera clase, manso como un cordero. El revisor lo siguió de cerca para cerciorarse de que no cambiaba de opinión y regresaba al coche bar con una nueva petición aún más descabellada que las anteriores.
* * *
Al entrar en el coche de viajeros, Pedro pudo apreciar que todo continuaba como si el tiempo se hubiese congelado. Los niños dormían como benditos, con los rostros relajados y una ligera sonrisa de placidez dibujada en los labios. La mujer del psiquiatra había dejado el crucigrama y ahora se dedicaba a escuchar música con unos auriculares, los párpados entornados. Su marido tomaba notas con un bolígrafo en el margen de la revista que estaba leyendo. Al pasar Pedro a la altura de su asiento, levantó los ojos y enarcó mucho las cejas a modo de saludo y gesticuló con la mano para darle a entender que más tarde le entregaría la tarjeta de visita prometida. El hombre de las gafas, en cambio, ni se inmutó cuando Pedro y el revisor pasaron junto a él, aunque los observó de reojo con disimulo.
—Escuche —comenzó a hablar el revisor cuando llegaron al asiento de Pedro—. Es posible que esté un poco confundido. Quizá todo esto se deba a que ha tenido un mal sueño y, al despertar, ha creído que su esposa estaba en el tren con usted —le dijo en tono conciliador.
—¿Piensa que estoy inventándome que mi mujer ha subido conmigo al tren?
—Yo no he dicho eso, señor. Simplemente creo que está un poco desorientado, nada más.
Pedro se revolvió al oír las palabras del revisor. Hasta ese momento había pensado que a lo mejor Rosa estaba en alguno de los aseos. Quizá lo habían pasado por alto cuando los fueron abriendo uno por uno y él mismo volvería a comprobarlo en cuanto lo dejasen solo y a su aire. Sin embargo, ahora empezaba a sospechar que algo raro sucedía en aquel tren y que fuera lo que fuese desde luego no era fruto de su invención. Nadie se desvanecía en un lugar cerrado a cal y canto sin dejar rastro, y el revisor no quería creerle o, lo que era peor, fingía no hacerlo.
—Fíjese en las maletas —señaló el portaequipajes en un arranque de furia que a él mismo, una persona de natural siempre pacífico pese a su aparente mal carácter, lo sorprendió—. Dígame cuántas ve.
—Dos —respondió el revisor, perplejo por el súbito cambio de humor, aunque sin perder la serenidad en ningún momento.
—¿Le parecen poca prueba de que viajo con otra persona?
—Eso a mí no me demuestra nada. Las dos maletas pueden ser suyas.
—¿Y esta chaqueta de un traje de señora? ¿Qué me dice de ella? ¿Cree también que puede ser mía? —Sacó la chaqueta de Rosa tirando de una de las mangas con tanta fuerza que le hizo un pequeño desgarrón en la costura de la sisa.
—Yo no sé de quién es. Quizá se la haya dejado en el tren algún viajero o puede que sea suya.
—¡Esto es el colmo! —gritó indignado.
—Cálmese. No es necesario que levante la voz.
—¿Cómo quiere que me calme si esta situación es para volver loco al más cabal? —Pedro bajó la voz—. Le explico que he subido al tren con mi mujer, que fui un rato a la cafetería y que cuando volví ella no estaba en su asiento. Después le enseño su maleta, su revista y hasta una prenda suya para que vea que no miento… ¡Y usted sigue pensando que todo esto son fantasías mías!
—Quizá su esposa se haya apeado en la estación de San Lucas del Arenal mientras usted estaba tomando algo.
—¡Eso es ridículo! —Pedro se percató de que había vuelto a elevar el tono de voz, de que los nervios y su mal genio lo habían traicionado.
—Su esposa ha podido perder el tren.
—¡Ella no ha perdido nada! Lo que quiero decir… —hizo una breve pausa para respirar hondo, tragó saliva y continuó más sosegado— es que el tren ya se había puesto en marcha la última vez que la vi.
—La última vez que la vio —subrayó el revisor arrastrando las palabras en un murmullo.
—Sí, y no es necesario que repita todo lo que digo.
José García, el psiquiatra con quien Pedro había estado tomando café un rato antes, asomó la cabeza por encima del respaldo de su asiento y contempló atentamente la escena que se estaba desarrollando al fondo del coche. Sin embargo y pese al interés que parecía despertar en él la situación, se mantuvo inmóvil, como un naturalista que observa unos animales para describir más tarde su comportamiento.
—Desde que le dije que no encontraba a mi mujer me ha estado tratando como si estuviese loco de atar, y no lo estoy —increpó Pedro al revisor.
—Señor, yo no estoy tratándolo a usted como un loco… —El empleado ferroviario intentó defenderse marcando las distancias.
—He subido a este tren con mi mujer. Aquí están su maleta y su chaqueta —le cortó mientras daba unas suaves palmaditas al portaequipajes con ambas manos—. Explíqueme para qué las llevo conmigo.
—Es posible que las lleve de vuelta a su casa, que se haya dormido y al despertar haya creído que viaja con su mujer. Es incluso probable que ella esté ahora mismo allí, esperándolo. —El revisor parecía tener respuestas para todo.
—Le repito que no, que ha montado conmigo en este maldito tren en la estación de San Lucas del Arenal.
—No es preciso que me lo diga otra vez.
—Pues entonces, si no me cree, consulte la lista de pasajeros que lleva encima. Solo somos cinco niños, un matrimonio, ese señor de gafas que está sentado un poco más adelante, mi mujer y yo. Los he contado. Si no hay nadie más en ningún vagón, debería haber diez pasajeros anotados en ese papel que tiene en la chaqueta, ¿me equivoco?
Pedro se refería al listado de viajeros que, perfectamente doblado en cuatro pliegues, sobresalía de uno de los bolsillos de la chaqueta del revisor. Este guardó silencio durante unos segundos, como si meditase sobre la conveniencia o no de contestar a la pregunta que acababan de hacerle.
—Efectivamente, es la lista de viajeros —concedió por fin con sequedad.
—¡Pues consúltela y verá que no miento! —le instó.
—No es necesario.
—¿Quiere decir entonces con eso que me cree y que va a ayudarme a encontrar a mi mujer?
—Quiero decir que todos los billetes de este tren están vendidos. No queda ni una sola plaza libre.
Pedro, que había sentido renacer en su interior el optimismo como una llamita avivada por el viento, se hundió en un pozo de desesperación y rabia ante una situación absurda capaz de desquiciar al más cuerdo.
—¿Pretende que me crea eso? ¡Mire a su alrededor y cuente! —vociferó para que el revisor le hiciese caso.
—Le ruego, señor, que tenga la bondad de calmarse y de moderar su tono de voz —respondió este poniendo todo su empeño en no alterarse.
—¡No quiero calmarme! —Pedro respondió a la petición sin gritar, pero con energía—. ¡Quiero encontrar a mi mujer y usted me sale con que no quedan asientos libres en un tren completamente vacío! ¿Se piensa acaso que estoy ciego o que soy imbécil?
—Atiéndame, por favor. Sé que el tren va prácticamente vacío, pero le repito que todos los billetes están vendidos. Me está diciendo que su mujer venía con usted y que compruebe la lista de viajeros, y yo le digo que no quedan plazas libres. Usted puede asegurarme que el asiento que está a su lado iba ocupado… ¡Pero es que todos están ocupados! —El revisor hizo especial hincapié en la palabra todos.
—¿Cómo es eso posible si no hay nadie? Acláremelo.
—No lo sé, señor. Es la primera vez desde que trabajo en los ferrocarriles que veo algo así. Supongo que algún grupo de turistas habrá comprado todos los billetes y han perdido el tren. No encuentro otra explicación.
Pedro sacó sus dos billetes de uno de los bolsillos de la rebeca y los agitó ante las narices del revisor.
—¿Y esto qué es?
—Un par de billetes.
—¡Eso ya lo sé, idiota!
—Señor, no me falte al respeto o me veré obligado a denunciarlo a las autoridades —le advirtió el revisor en un tono glacial, la mirada fija en los billetes arrugados.
Pedro respiró haciendo una pausa breve entre inspiración y espiración, y cerró los ojos con fuerza unos instantes hasta que recobró algo del aplomo necesario para que lo tomasen en serio. Después, volvió a abrirlos y continuó:
—Discúlpeme. Yo no… No ha sido mi intención insultarle —se excusó con humildad, consciente de que había rebasado los límites de la educación más elemental.
El revisor, ahora con cara de pocos amigos y los labios fruncidos, asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Mire, tengo en la mano mi billete y el de mi mujer. —Pedro los mostró de nuevo como un abogado que exhibe una prueba ante un tribunal, confiando en que así convencería al empleado ferroviario.
—Señor, ya veo que tiene dos billetes, pero eso a mí no me asegura que usted estuviese acompañado. Los billetes no están a nombre de nadie. Cualquiera puede adquirir todos los que desee de forma anónima. Esto no es un avión.
—¿Le parece a usted lógico que una persona sola viaje con dos maletas? —señaló entonces el portaequipajes—. ¿Y este bolso? —Lo levantó con ambas manos y lo agitó como una coctelera—. ¿Qué me dice de él?
—Que es de señora.
—¿Y se cree que me dedico a ir por la vida con un bolso de señora?
—Cosas más raras he visto en estos trenes. —El revisor esbozó una media sonrisa cargada de ironía y desdén.
Pedro no daba crédito a sus oídos ni podía comprender la actitud obtusa del empleado ferroviario. Se suponía que su trabajo consistía en atender a los viajeros con problemas, que él se encontraba en apuros y no le estaba resolviendo nada. Aun así, decidió conservar la calma y probar otra manera de convencerlo de que no era un pobre viejo chiflado en pleno ataque de locura.
—Voy a demostrarle que no me invento nada y que mi mujer es tan real como este tren —anunció con tanta pompa que resultó cómico.
El rostro del revisor no se alteró ni un ápice. Pedro hurgó en los bolsillos de su pantalón y extrajo un teléfono móvil bastante cochambroso y sobado, abrió la tapa, comenzó a pulsar las teclas y se lo colocó junto a la oreja. Tras aguardar unos momentos, lo retiró y miró la pantallita.
—No puede ser —exclamó pasmado.
—¿Qué ocurre? —preguntó el revisor con hastío.
—Intento llamar a mi hija para que le explique ella misma que su madre y yo hemos subido al tren, pero… el teléfono no tiene cobertura.
—Escuche, señor, yo no puedo quedarme aquí todo el trayecto.
—No, espere —pidió—. Voy a probar con el teléfono de mi mujer. El mío es muy viejo y a veces falla.
Esta vez rebuscó en el bolso de Rosa y sacó un aparato bastante más moderno. Sin embargo, al mirar la pantalla, se le mudó el semblante.
—Tampoco tiene cobertura —farfulló.
—Es posible que estemos en una zona de sombra o que con el diluvio que está cayendo haya fallado la antena repetidora del tren. Es algo bastante frecuente —comentó el revisor.
—¡Pero mi mujer ha subido conmigo al tren! Tiene que creerme.
—Señor, yo solo creo lo que ven mis ojos.
—¿Está llamándome tarado? —A Pedro aquel comentario lo puso fuera de sí.
—Creo que ya le he dicho antes que no es necesario que levante la voz. —El revisor se cuadró como un militar y frunció los labios—. Molesta al resto de los viajeros —añadió con lentitud.
—Voy a molestar a quien haga falta y, si es necesario, llamaré a la policía para que detenga este tren y lo registre palmo a palmo hasta el último centímetro —amenazó blandiendo su teléfono.
El revisor levantó el dedo índice en señal de advertencia.
—Usted no va a llamar a nadie porque, si no se calla, me pondré en contacto personalmente con la policía, y cuando lleguemos a la próxima estación lo estará esperando un coche patrulla para llevárselo a la comisaría más cercana. ¿Me ha entendido bien? Soy la autoridad en este tren y le prohíbo terminantemente que continúe montando este escándalo.
Varias filas más adelante asomaron las cabezas del psiquiatra y de su mujer por encima del respaldo de sus asientos, ella con los auriculares en el cuello. Ambos parecían seguir con gran atención la discusión que estaba desarrollándose entre Pedro y el revisor. El hombre de las gafas también echó un rápido vistazo para enterarse de lo que sucedía, pero subió el volumen de la música que estaba escuchando y volvió a acomodarse de espaldas al pasillo, con el rostro hacia la ventanilla. A los niños, en cambio, el jaleo no parecía incomodarlos porque seguían dormidos como marmotas hibernadas.
—¿Cómo se atreve a amenazarme de este modo? —protestó airadamente Pedro—. No soy ningún animal. Tengo mis derechos y no voy a permitirle que me avasalle como si este tren fuese de su propiedad.
—¡Se acabó! No quiero oír ni una palabra más de una esposa inexistente que se ha montado en el tren —le advirtió el revisor en un susurro.
La mujer del psiquiatra, que no perdía ripio de la disputa que iba en aumento, le cuchicheó algo al oído a su marido. Este asintió con gesto grave, le entregó su revista y, tras levantarse de su asiento, se dirigió con pasos rápidos hacia donde se hallaban Pedro y el revisor.
Cuando el psiquiatra llegó en unas pocas zancadas al final del coche, Pedro temblaba de pies a cabeza y sentía una fuerte angustia que le oprimía el pecho y le dificultaba la respiración. El revisor había abandonado su anterior actitud paciente y comprensiva para dar paso a un talante autoritario. Los dos hombres eran como un par de toros bravos a punto de embestirse.
—Disculpen mi intromisión —intervino entonces el psiquiatra con su sonrisa más jovial y empleando un tono conciliador—. Mi esposa y yo no hemos podido evitar escucharlos desde el otro extremo. ¿Ocurre algo?
—No se preocupen por nada. Este señor está un poco nervioso, pero no es nada grave —respondió el revisor con seriedad.
—¡No estoy nervioso! Estoy buscando a mi mujer y usted se niega a ayudarme, y me amenaza con meterme en un calabozo. —Pedro aprovechó la oportunidad que le brindaba la presencia de otro viajero para demostrar que era el mártir indefenso de un empleado ferroviario desalmado y cerril.
El revisor lo miró de arriba abajo con cara de pocos amigos, pero no respondió a la provocación.
—Quizá yo pueda servirles de algo. Me llamo José García y soy psiquiatra —se presentó el psiquiatra como había hecho en el coche bar un rato antes.
—No es necesario que se moleste, caballero. Puede volver a su asiento si lo desea. Estoy acostumbrado a manejar incidencias de este tipo —le espetó el revisor de mala gana.
—No es ninguna molestia. Dígame qué sucede.
—Que no encuentro a Rosa. Ha desaparecido y este tipejo se cree que miento —Pedro elevó de nuevo la voz por encima de lo normal.
—No le tolero esos modales, señor. Yo a usted no le he faltado al respeto en ningún momento. Si no cambia inmediatamente de actitud, tendré que adoptar medidas. —La frente del revisor se había perlado ahora de sudor y era obvio que hacía grandes esfuerzos por contener la rabia, aunque se esforzase por aparentar serenidad.
—Por favor, tratemos de serenarnos todos. —El psiquiatra gesticuló con ambas manos extendidas—. Si les parece bien, podríamos ir al siguiente vagón y así no molestaremos a nadie.
—De acuerdo, yo también creo que será lo más sensato —admitió el revisor e indicó con un gesto de la mano la puerta de acceso a la plataforma.
Pedro también se mostró conforme con la sugerencia.