Pedro se quedó en la plataforma, sin apartarse un centímetro de la puerta del aseo, como si estuviese montando guardia. De vez en cuando cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro y miraba el segundero del reloj, que parecía ir más lento que nunca. Mientras aguardaba pacientemente el regreso del revisor, pegó la oreja a la puerta en un par de ocasiones por si oía algo dentro. Sin embargo, no percibió más que el traqueteo cadencioso y monótono del tren, mezclado con algún que otro rechinamiento de ruedas sobre las vías. Golpeó con insistencia la madera con los nudillos una vez más y llamó a Rosa con voz angustiada por si acaso podía escucharlo, pero no obtuvo respuesta. En su cabeza se abrían paso a codazos todo tipo de pensamientos sombríos: desde Rosa apaciblemente dormida sobre el inodoro, con ese suave ronquido regular suyo de fumadora empedernida, hasta tirada sobre el suelo, atontada por culpa de una terrible contusión en la cabeza e incluso inconsciente y al borde de la muerte a causa de un infarto fulminante.
Finalmente, como el revisor tardaba en regresar con la llave, Pedro decidió pasear por la plataforma para distraer la mente, a esas alturas un caos de ideas a cual más absurda y atroz. Aunque el lugar no fuese muy amplio, al menos le permitía dar vueltas y calmar un poco la ansiedad. A ambos lados estaban las puertas de salida con sus ventanillas cuadradas moteadas de salpicaduras. A través de los cristales se podía contemplar un paisaje cada vez menos nítido bajo un oscuro y plomizo cielo otoñal que no cesaba de descargar agua. Al fondo estaba la puerta de dos hojas, distinta a las que daban paso de un coche a otro.
Pedro se acercó a ella y la examinó como si fuese un complicado objeto mecánico. Estaba cerrada y tenía a un lado un botón cuadrado de color verde cubierto por una capa de roña acumulada a lo largo de los años. No pudo resistir la tentación de pulsarlo con un dedo trémulo, solo por el placer de averiguar para qué serviría, aunque fuese para desenganchar el vagón. Al hacerlo, se activó el mecanismo de apertura de la puerta y las hojas se deslizaron con un siseante sonido neumático, dejando al descubierto una nueva plataforma muy reducida, distinta de las anteriores. Entró en ella, atraído como las mariposillas nocturnas por la llama de una vela.
La atmósfera de la nueva plataforma no era cálida y acogedora como en el interior del resto del tren, sino fría, y estaba impregnada por un penetrante olor a grasa rancia para máquinas y a hierro oxidado. Tenía el suelo bastante sucio, ligeramente pegajoso, y otra puerta al fondo, totalmente metálica y sin ventanas, con un picaporte ennegrecido sobre el orificio triangular de una cerradura redonda para una llave de tuerca. Encima, a la altura de los ojos, destacaba un letrero rectangular de color rojo que prohibía el paso al personal no autorizado. Los costados y el techo de esta plataforma consistían en una pared de fuelle fabricado con caucho negro y basto por cuyas rendijas se colaba un viento húmedo y destemplado.
Pedro se preguntó por unos momentos qué lugar sería aquel. Quizá era la cola del tren, se dijo. Luego se corrigió a sí mismo al recordar que estaba en un coche diferente, en el furgón de equipajes que había visto en la estación de San Lucas del Arenal. Durante unos segundos su desbordante fantasía dibujó viejas sacas de correos repletas de cartas con sellos de coleccionista, paquetes postales envueltos en papel de estraza marrón y cajones de madera de balsa rellenos de serrín o virutas de poliespán para proteger objetos valiosos, como vajillas de porcelana fina, elegantes muebles antiguos o costosos tibores traídos de Extremo Oriente. Su ensoñación llegó incluso a fabricar una jaula de circo con una fiera yaciendo sobre un lecho de paja fresca. De repente, como un relámpago, a su mente acudió un recuerdo: los dos cajones de aluminio que había visto en la estación de San Lucas del Arenal. E, intrigado, se puso a conjeturar sobre su contenido.
Ahora, al estar solo en aquel lugar, lo asaltó de nuevo la extraña e inexplicable sensación de que conocía de algo al hombre de las gafas que los había cargado en el furgón de equipajes. La inquietud que le provocaba no encontrar a Rosa había hecho que lo olvidase por completo, pero la entrada a la zona de carga del tren había hecho que se acordase de él con más insistencia que antes. El problema era que, por mucho que se esforzase, no era capaz de recordar su identidad. Eso lo intrigaba y además… Además estaban aquellos dos cajones tan grandes y tan distintos de una maleta… Si los miraba de cerca, quizá podría descubrir alguna etiqueta escrita, una señal distintiva o un dibujo, algo que le permitiese reconocer al hombre o, al menos, refrescarle la memoria. ¿Y si era un cliente del banco donde había trabajado durante años? En ese caso, pensaría que Pedro era un maleducado por no saludarlo.
Respiró hondo, se acercó a la puerta y alargó el brazo hacia el picaporte, pero retrocedió de inmediato. No estaba bien lo que quería hacer. El letrero de la puerta indicaba sin rodeos que se prohibía terminantemente el paso a quien no estuviese autorizado a entrar y eso sin duda lo incluía a él. Por si eso fuera poco, lo primero era encontrar a Rosa, no perder el tiempo fisgando en cosas que no le pertenecían. Sin embargo, había algo en el hombre de las gafas que no terminaba de gustarle. No lo asociaba con un cliente del banco ni tampoco con un viajero normal. ¿Qué persona normal se cubriría los ojos con unas lentes de espejo o se levantaría el cuello del abrigo en un recinto cerrado y se pasaría las horas con la cabeza girada hacia la ventanilla, aislándose adrede del resto del mundo con unos auriculares? Era como si no quisiera que nadie le viese la cara.
Volvió a alargar el brazo y colocó la mano sobre el picaporte de hierro. Estaba frío al tacto y vibraba levemente debido al desplazamiento del tren. Otra vez sus ojos se posaron en el letrero de advertencia, en sus letras blancas que destacaban con claridad sobre el fondo rojo brillante. Pese a su aparente mal genio, jamás en su vida había quebrantado una sola norma, ni siquiera se había saltado un semáforo o había recibido una multa de tráfico por aparcar mal, y entrar en aquel furgón de equipajes era a todas luces una trasgresión que iba contra sus principios más básicos. Lentamente levantó la mano y la retiró con cierta vacilación. Dentro de él pugnaban la curiosidad y la duda sobre si lo que pretendía hacer era aceptable cuando detrás de él oyó el inconfundible sonido neumático de la puerta corredera al deslizarse sobre sus rieles.
—Ahí no hay nada, señor —resonó una voz conocida a sus espaldas.
Pedro se volvió de inmediato y casi se dio de bruces con el revisor, cuyo gesto adusto le hizo apartarse del picaporte, como si quemase.
—¿Cómo dice? —preguntó tratando de sonar inocente.
—Esta zona del tren no es para viajeros.
—¿Qué es esta entrada?
—Por ahí se va al furgón de equipajes. Los viajeros tienen prohibido el acceso —recalcó el revisor—. ¿No ha leído el letrero de advertencia?
—No me he fijado. Creí que era otro vagón y quería mirar por si mi mujer está dentro —mintió.
—Pues es solo para mercancías y se mantiene siempre cerrado. —Se lo demostró el empleado ferroviario empujando el picaporte, que no cedió ni un milímetro. Luego añadió sin ocultar su perplejidad—: ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Entrando por la misma puerta que usted.
—¿Está seguro?
—Naturalmente que lo estoy.
—¿Cómo lo ha hecho? —El revisor mostró su desconfianza arrugando el ceño y echando hacia atrás el cuello como un gallo de pelea dispuesto a entablar combate.
—¿El qué? —fingió no comprender lo que le estaban preguntando.
—Entrar aquí.
—Pues abriendo la puerta.
—¿Y cómo la ha abierto? —insistió el revisor, sin ocultar que estaba cada vez más escamado y no creía lo que le decían.
—Pulsando el botón que hay fuera —explicó Pedro con un fruncimiento de labios, como si lo que acababa de hacer se tratase de la cosa más normal del mundo.
—Esta puerta también debería estar cerrada y bloqueada —informó entonces el empleado ferroviario sin disimular su asombro—. Por favor, salga de aquí. Este lugar puede ser peligroso.
Obedeció, manso como una oveja, y regresó a la plataforma del coche de viajeros. Una vez allí, se colocó junto a la puerta del aseo donde creía que podía encontrarse su mujer. Desde donde estaba vio cómo el revisor se sacaba del bolsillo de la chaqueta un pequeño instrumento de acero reluciente en forma de T, cuyo extremo introdujo en una cerradura circular situada en el marco de la puerta corredera y lo giró un cuarto de vuelta.
—Ahora sí que está bloqueada —anunció el revisor sonriendo con una amabilidad que a Pedro le pareció entre falsa y forzada—. No sé muy bien cómo habrá podido desbloquearse. De todos modos, no debe acercarse a esa zona del tren. Ya le he dicho que puede ser peligroso.
Pedro se encogió de hombros y le lanzó una mirada suplicante que el empleado ferroviario comprendió de inmediato.
—No se preocupe. Ahora mismo abro el aseo para que compruebe usted mismo que no puede haber absolutamente nadie ahí dentro.
Dicho esto, el revisor introdujo la llave maestra en otra cerradura igual que la anterior, pero junto al picaporte de la puerta del aseo. La llave giró, la señal roja de ocupado dio paso a una verde y fue el propio revisor quien empujó la hoja y se echó a un lado. Pedro pudo ver entonces por fin el aseo abierto: un habitáculo diminuto, idéntico al que había utilizado él mismo un rato antes en la plataforma del coche bar. A un lado había un lavamanos de acero inoxidable sucio cuyo grifo estaba desmontado, las piezas esparcidas en el seno del lavabo. Al fontanero que lo había estado reparando se le había debido echar la hora encima y había dejado una caja de herramientas cochambrosa y ajada sobre el retrete que se hallaba enfrente. Incrédulo, Pedro se asomó por si acaso existía un rincón en donde pudiese estar Rosa, pero fue en vano. Allí dentro no había recovecos, armarios ni ningún espacio donde cupiese un alfiler, y mucho menos una persona.
—Ya le dije que esto estaba totalmente vacío —comentó el revisor con displicencia tras exhalar un suspiro.
—Pero… —Pedro no sabía qué responder.
—Los aseos se clausuran cuando están averiados. Imagínese lo que sucedería si los dejásemos abiertos. La gente entraría y se dedicaría a… En fin, supongo que no es necesario que le explique…
—Es imposible —negó confuso, meneando la cabeza de un lado a otro, ajeno a la larga e insulsa perorata del revisor sobre el vandalismo de algunos viajeros que no venía a cuento.
—En fin, dejémoslo ahí. Escuche, señor, quizá… —La voz del revisor volvió a cobrar fuerza, pero calló al ver cómo Pedro levantaba ambas manos para pedirle que guardase silencio.
—Mire, no puede ser. Usted ha venido conmigo desde la cafetería. Los dos hemos registrado cada vagón y todos los aseos. Mi mujer no puede haberse evaporado como el humo.
—Pues ya ha podido comprobar usted mismo que no le he mentido. —En el tono cada vez más cortante y seco del empleado ferroviario comenzaba a advertirse una clara nota de fastidio.
—¡Espere un momento!
—¿Qué ocurre ahora?
—Estoy pensando que quizá…
—¿Quizá qué?
—¿Y si mi mujer está en el vagón restaurante?
—Acabo de venir del coche bar. —El revisor subrayó mucho la palabra, como si le chinchase que Pedro no utilizase el término técnico correcto para designar cada parte del tren—. Allí solo está mi compañera.
Pedro no escuchó la respuesta. Sentía una congoja terrible y una necesidad imperiosa de comprobar por sí mismo que, efectivamente, Rosa no estaba en el coche bar como aseguraba el revisor. Deseaba con toda su alma que el empleado ferroviario se hubiese equivocado y encontrársela allí tomando un café, sosteniendo su revista entre las manos con sus uñas pintadas, y que lo recibiese con alguna de sus pullas por haberla dejado sola durante más de una hora. Lo deseaba tanto que su único objetivo en ese momento era alcanzar lo antes posible el otro extremo del tren, de modo que salió corriendo hacia la cabecera.
* * *
Una tras otra, fue abriendo las puertas de comunicación entre los coches, recorriendo los pasillos jalonados por asientos vacíos, agarrándose a los reposacabezas para no perder en ningún momento el equilibrio y darse impulso. Al entrar en su coche, echó una ojeada a sus asientos. La revista de Rosa continuaba allí, intacta. Aquello le produjo un escalofrío y un hondo sentimiento de decepción porque esperaba no encontrarla y que el revisor hubiese metido la pata y hubiera pasado por alto que sí había alguien en el bar. Por lo demás, el resto también permanecía igual que antes en el coche: el hombre de las gafas contemplando el paisaje con sus auriculares en las orejas, meciéndose de forma casi imperceptible como si fuese él quien marcase el ritmo de la música, los niños dormidos en sus asientos respirando acompasadamente, el psiquiatra y su mujer concentrados, él en su revista y ella en su crucigrama.
Llegó a la barra del coche bar, jadeante y sudoroso, los nervios a flor de piel. Tras la sorpresa inicial al ver cómo se marchaba corriendo, el revisor lo había seguido de cerca, resollando, incapaz de disimular que cada vez lo inquietaba más el comportamiento de aquel extravagante viajero.
—¡Señorita! ¿Qué hay allí detrás? —inquirió a la camarera sin siquiera saludar.
—¿Detrás de dónde? —contestó ella, flemática, con otra pregunta.
—De ahí, de ese hueco —señaló el estrecho pasillo que comenzaba junto al final de la barra.
—Ese hueco —contestó ella repitiendo la palabra con una lentitud enervante— es el paso a la locomotora.
—¿Y esa puerta de ahí? —indicó con el dedo la puertecita que se abría en la pared lateral del pasillo, frente a una ventanilla rectangular cuyos vidrios estaban cubiertos de salpicaduras de lluvia, como todas las del tren.
—Es el acceso a la barra.
—Quiero verlo —pidió imprimiendo a su voz el mismo tono perentorio que si fuese una orden.
—Es solo una entrada.
—¿Y adónde da?
—A la cocina.
—¿Puede abrirla y dejarme que la vea con mis propios ojos?
—Esta zona es para empleados —se opuso la camarera—. No puedo permitirlo. —Meneó la cabeza con unas cortas sacudidas para dar mayor énfasis a la negativa.
—¿Por qué?
—Señor, le repito que esta puerta da a la cocina. Está prohibido que los viajeros accedan a ella.
—¿Por qué? —insistió—. ¿Es que oculta algo?
—No oculto nada, pero si le ocurre algo, la responsable sería yo. —La camarera lo fulminó con la mirada.
—Señor, mi compañera está diciendo la verdad. Hay unas normas que se deben cumplir… —intervino el revisor, que había escuchado con atención, los músculos del cuello rígidos como palos—, que debemos cumplir todos los empleados —incidió en la obligación.
—Escúcheme. —A Pedro le tembló la voz—. Mi mujer tiene que estar en algún lugar de este tren. Es posible que haya venido aquí mientras yo estaba en el aseo lavándome las manos, que haya entrado ahí sin que la señorita se diese cuenta… Y que ahora no pueda salir.
—¿Que no pueda salir? ¿De dónde?
—De la cocina.
—Eso que usted dice es imposible.
—¿Por qué? —protestó—. ¿Por qué todo es imposible en este tren?
—Porque yo la vería desde aquí —trató de explicarle en balde la camarera.
—¿Cómo puede estar tan segura? ¿No ve que hay una cortina? ¿Qué hay detrás?
Efectivamente, el pequeño bar tenía en un lado una tela opaca que colgaba de una varilla fijada al techo.
—La cocina —respondió la camarera apartando un poco la tela—. Para acceder aquí hay que atravesarla. —Soltó enseguida la cortina, sin dar tiempo a Pedro para ver nada.
—Quiero que me lo muestre.
—¡Pero esto es absurdo! Le he dicho que aquí no hay nadie. Esto no tiene un doble fondo como los sombreros de los ilusionistas. —La voz de la camarera era ya la de alguien que empezaba a perder la paciencia.
—Entonces, si no hay nadie, no le importará que mire dentro.
—¿No creerá que estoy mintiéndole? —se indignó ella.
—Solo le pido que me deje echar un vistazo —insistió Pedro, nada convencido de que estuviesen diciéndole la verdad.
El revisor enarcó las cejas cuando la camarera cruzó brevemente con él la mirada pidiéndole auxilio para afrontar aquella situación tan fuera de lo común. Aunque no lo expresase en voz alta, su cara decía a las claras que aquel anciano mal vestido y atosigador, con un bolso de señora colgado del hombro para más señas, la exasperaba. No obstante, su compañero sí cedió, si bien Pedro no llegó a saber si lo hizo por seguirle la corriente o simplemente para que se sosegase y lo dejase en paz.
—Marta, deja que el señor mire dentro y se convenza él mismo —le pidió a la camarera empleando un tono cansino.
La camarera descorrió la cortina con un enérgico manotazo y desapareció en la cocina. Unos instantes después se abrió la puertecita del pasillo con un ligero chirrido de bisagras mal engrasadas y reapareció en el umbral con el gesto torcido. La joven se apoyó en el marco con las piernas ligeramente separadas y las caderas adelantadas. Después, tras dirigir una mirada cargada de hostilidad a Pedro, cruzó los brazos sobre el pecho y con un mohín contrariado acompañado por una inclinación de la cabeza le indicó sin palabras que podía entrar para cerciorarse con sus propios ojos de que no lo estaba engañando.